jueves, 25 de marzo de 2021

El "ligón" de las terrenas, arquetipo de la pasión antillana - Antonio Paz Martínez



El área del Caribe es una zona privilegiada de deseo y posesión, y este patrón ha sido invariable desde antes del arribo de los pálidos europeos hacia estas verdes costas. Ya los pueblos autóctonos americanos habían descubierto un no se qué subyugante y arrebatador que incitaba a elevar el erotismo en la sangre.

Los k'ariñas fueron los primeros que desearon poseer todo lo que aquellas islas ofrecían, desde el territorio hasta los “nalgatorios” taínos, caquetíos, arawakos y boricanos que habitaban dichos lares.

Sin embargo, el primer “ligón”, el que en realidad realizó “un viaje placentero” en búsqueda del erotismo inquisitorialmente prohibido en Europa, fue Colón. El mentado navegante venía no sólo con la idea de llegar al Asia por el Occidente, sino que también estaba en pos de una relajante y excitante aventura erótica que reconstruyera en él y sus acompañantes, un “Paraíso Terrenal” en donde eyacular sus deseos más íntimos.

Es así como se da inicio al turismo sexual en estas tierras, cuando Colón -con una líbido aumentada por el largo viaje- ve a unos manatíes reposando entre Martinica y Guadalupe y los confunde maliciosamente con unas sirenas.

Pero a este ya explosivo “encuentro” se le debe adosar el ingrediente fundamental que dará consistencia, sabor, color y olor a un tremendo “guiso” que será a posteriori el denominador común de esa naciente antillana: el arribo obligatorio –o tal vez amatoriamente deseado- de la voluptuosa Oshún hacia las tierras más allá del mar.

Con la venida del contingente africano al Nuevo Continente, se comenzaría a construir lo que el crítico de arte y ensayista puertorriqueño Edgardo Rodríguez Juliá da en denominar la “Arcadia” erótica, auténtico espacio de relax donde el hombre dará soltura a su búsqueda continua del placer sensual; envolviéndose en un maremagnun pasional de encuentros, desencuentros, posesión, resentimiento, narcisismo, masturbación, pecado anhelos, frustraciones, tentaciones, vouyeurismo y soledades que desembocan en el egoísmo.

A través de la obra pictórica del también boricua Rafael Ferrer, Juliá nos reencuentra con una antillanidad que ambos –tanto el pintor como el escritor- observan angustiosamente cómo va diluyéndose poco a poco en su isla natal.

Para Juliá, Las Terrenas, ese espacio dominicano de autoexilio en el cual reside o residió Ferrer, representa una duplicación de todos los paisajes costeños donde la negritud está presente; no sólo en las Antillas, sino también en el Brasil, las Guayanas, Venezuela, la costa Neogranadina, Panamá, Nicaragua, Honduras, Belice y hasta los litorales yucatecos y veracruzanos, donde la disposición de los elementos naturales y humanos son cíclicamente iguales, reiterativos; perfumados con un vaho salino entremezclado con cacao, aceite de coco, plátano dulce, canela, pimienta, massalá, curry, mango, semen, sudor y sangre.

Ese bucólico entorno, rebuscado en la añeja memoria del pintor, procura semejarse al mítico, desinhibido y placentero paraíso polinésico de Gaugin, aludiendo a una sabrosa lentitud latinoamericana, propiciadora de los mayores flirteos playeros al son del continuo tongoneo de las caderas de las mulatas, quienes se pasean entre cómplices palmeras que con los cadenciosos ires y venires de sus copas, resaltan la turgencia de los pezones de las despreocupadas sílfides isleñas.

Para Juliá todo ser humano posee un sitio anhelado de consumación del deseo carnal, y concretamente en nuestro caso, de la retaliación de la inocencia perdida a causa de la vejación esclavizante del blanco explotador, situación frente a la cual surge el llamado “lumpen”, “ligón” o “fresco” mestizo, resentido, poseedor de toda la fuerza machista a la que le permite acceder la potencialidad eréctil del “vergón” latinoamericano.

Juliá sostiene que existe una relación estrecha entre el deseo, el resentimiento, la represión, la frustración y la separación entre el objeto (lo ansiado) y el sujeto (lo anhelante), y hace referencia a la influencia massmediática que sobre nosotros tiene la cultura globalizante, al sostener que la figura de la damisela encuerada, podría ser extraída de los magazines porno-eróticos anglosajones Penthouse (RU) y Playboy (USA).

En estos fragmentos, equivalentes a los números 13 y 14, el autor propone una cierta analogía entre el “acechante” violador y la narcisista/exhibicionista muchacha, quien “ingenuamente” se place en la contemplación solitaria de si misma, con tal vez, la relación de dominio ejercida por parte de los EU hacia Pto. Rico.

Y dice Juliá al respecto: (sic) “-Ella sigue ensimismada en su propia belleza; también así le ocurre al paisaje, aún al más amenazado...” Inquirimos: ¿no estará queriendo decir el estudioso que así como Pto. Rico se regodea en su belleza (la isla del encanto) y se muestra coquetamente hacia el mundo, su “virginidad”, o sea su antillanidad hispánica y mestiza, católica y sandungueadora, se halla a merced del asedio y posterior asalto del “American way of life”?

Hay un punto determinante en la lectura, y es el referido a la importancia valorativa que se le da en los trópicos a la mirada. Juliá encasilla este fenómeno en los linderos aislados de Boriquén (Borinquen en su difundida castellanización), no obstante, si nos trasladamos hacia esta “Tierra de Gracia”, nos topamos con igual jerarquización visual de los afectos, y para muestra tenemos al Metro de Caracas, lugar donde uno entra indefenso ante el acecho constante de las miradas que transcriben sentimientos y pensamientos diversos tales como el deseo, la bondad, la curiosidad, la maldad, la envidia, el temor, la angustia, el resentimiento, la invitación, la seducción, el desprecio o la intolerancia; cualquier cosa menos la indiferencia.

Este mismo patrón se repite en los sitios nocturnos, clubes, iglesias, restaurantes, bares, saunas, hospitales, bibliotecas, librerías y ascensores, o cualquier coto cerrado proclive a la maquinación oculta de los deseos.

Con mayores o menores gradaciones, este mismo patrón de la mirada inquisitorial se repite tanto en las grandes urbes como en los taciturnos pueblitos del interior, en los parques como en los centros comerciales, en los abastos, los terminales de pasajeros o en las espaciosas playas

Al parecer el dicho popular “malos ojos son cariño” conforma parte de esa sociedad vouyeurista a la cual Latinoamérica pertenece. No existe ni siquiera una canción latina que no haga referencia directa o indirecta a la práctica del <>, del urgar dentro de la humanidad del otro por medio de sus pupilas.

La ruptura de la Arcadia erótica se sitúa en consecuencia en la consumación del acto sexual, cuando bajo los arrebatos pasionales, el deseo resentido aflora para convertirse en vulgar posesión obscura y egoísta del otro u otra. Por ello sostenemos al igual que Freud, que en un encuentro sexual, el activo pasa a ser pasivo, en cuanto el objeto de esa pasividad se convierte en motriz, no por alternancia de roles, si no porque su quietud y mansedumbre son las excusas perfectas, las trampas eficaces para aprehender los sentimientos del posesor/activo/violador.

El “ligón” queda entonces extenuado, mayormente resentido que al inicio de su salvaje ataque, y lleno de una ansiedad gigantesca que le convierte en una especie de vampiro sentimental, que nunca consigue sosiego y saciedad. Mientras que la, o el violado(a), a pesar del dolor, el bochorno y la violencia a la que fue sometido, retorna a sí mismo dulcemente satisfecho(a) de su consumada penetración, pudiendo albergar o no algún resentimiento que, sin embargo y de seguro, no quitará de su psique otra atrevida insinuación para ser el objeto desencadenante del “Pecado Original”.

En síntesis, Juliá considera que el inconsciente colectivo siempre nos retrotrae a una especie de primitivismo erótico, cuya finalidad última es reencontrarse con el paradisíaco Edén, donde el alma y el cuerpo no sean entes disasociados del placer, el deseo, el sexo y la pasión.

Interesante sin embargo resulta la apreciación que hace Juliá de una “tela” realizada por Ferrer, cuyo leit motiv es la congregación bochinchera de unos dominicanos, quienes observan licenciosamente a una “gringa” aventurera interesada en conocer las costumbres tropicales de la América subdesarrollada.

Aquí lo importante es el detalle de la “antillanidad”, fiel reflejo de la cultura popular del área circuncaribeño-brasileira, donde lo más significativo es la gozadera... la brincadeira, misma que se caracteriza por el colorido y arrabalero vestuario, siendo sin embargo este aspecto el primero en denotar señales de cambio a nivel sociológico, económico y de “estilos de vida”, al presentarse cada vez más elegante y sobria la vestimenta de los puertorriqueños y venezolanos, por ejemplo.

Ese colorido sería tal vez la remembranza colectiva del atavío autóctono americano, sumado a la brillante extravagancia yoruba, ashanti, bantú, kafré, sosa, swahili o zulú venida del África, complementado todo esto por el “exótico” pavoneo ibérico, mestizo de por sí.

No cabe duda que lo más apreciado por el populacho caribeño a la vista de Ferrer o Juliá es el “bochinche”, el “coje culo”, la “pulitura de hebilla” , el sarao dionisíaco que incita al intercambio de sudores, sabores, colores y olores, al ritmo de danzas y músicas insinuantes y sabrosonas que obligan “a cruzar el río que elimina el mal pensar” (David Byrne, Rei Momo, 1991).

No obstante los “nórdicos”, siempre atraídos por todo lo realizado por los “buenos salvajes”, no sólo buscan obtener su propia Arcadia, si no que además confunden el bambolear de las palmeras con todo lo pasionalmente pecaminoso y lujuriante, que se halla abrazado por el alucinante calor de la zona tórrida, sopor que invita al níveo, blondo y ojizarco europeo, estadounidense o canadiense a rendirse ante los pavoneos de los paganos dioses Pan, Dyonisos Iaco y Momo, amos y señores de los instintos lascivos y de la locura pasional.

He aquí que encontramos un sincretismo religioso/cultural que eclécticamente combina, suma, complementa y plutonisa varias corrientes divinas y estilísticas, en las que se funden lo greco-latino, lo judío sefardí, lo islámico, lo gitano, lo autóctono americano, lo negroide con el paternal o maternalmente conciliador cristianismo.

El hombre caribeño, para Juliá, vive a caballo entre el hartamente mencionado resentimiento, la decepción, la soledad, la confraternidad, la algarabía, la tristeza y los anhelos, todo ello resumido en la brumosa atmósfera de cualquier malecón costeño, que en horas nocturnas y al amparo de la luna llena, cubre con su amárica brisa la piel de los amantes que degustan sus labios y lenguas, jurándose amor eterno frente al mar, tal cual diría la exquisita y melodiosa voz de la cubana Toña la Negra.

Jueves, 14 de noviembre de 2002

mailto:nyetkika@yahoo.com

Analítica 2001

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