El
área del Caribe es una zona privilegiada de deseo y posesión, y este patrón ha
sido invariable desde antes del arribo de los pálidos europeos hacia estas
verdes costas. Ya los pueblos autóctonos americanos habían descubierto un no se
qué subyugante y arrebatador que incitaba a elevar el erotismo en la sangre.
Los k'ariñas fueron los primeros que desearon poseer todo lo que aquellas islas ofrecían, desde el territorio hasta los “nalgatorios” taínos, caquetíos, arawakos y boricanos que habitaban dichos lares.
Sin
embargo, el primer “ligón”, el que en realidad realizó “un viaje placentero” en
búsqueda del erotismo inquisitorialmente prohibido en Europa, fue Colón. El
mentado navegante venía no sólo con la idea de llegar al Asia por el Occidente,
sino que también estaba en pos de una relajante y excitante aventura erótica
que reconstruyera en él y sus acompañantes, un “Paraíso Terrenal” en donde
eyacular sus deseos más íntimos.
Es
así como se da inicio al turismo sexual en estas tierras, cuando Colón -con una
líbido aumentada por el largo viaje- ve a unos manatíes reposando entre
Martinica y Guadalupe y los confunde maliciosamente con unas sirenas.
Pero
a este ya explosivo “encuentro” se le debe adosar el ingrediente fundamental
que dará consistencia, sabor, color y olor a un tremendo “guiso” que será a
posteriori el denominador común de esa naciente antillana: el arribo
obligatorio –o tal vez amatoriamente deseado- de la voluptuosa Oshún hacia las
tierras más allá del mar.
Con
la venida del contingente africano al Nuevo Continente, se comenzaría a
construir lo que el crítico de arte y ensayista puertorriqueño Edgardo
Rodríguez Juliá da en denominar la “Arcadia” erótica, auténtico espacio de
relax donde el hombre dará soltura a su búsqueda continua del placer sensual;
envolviéndose en un maremagnun pasional de encuentros, desencuentros, posesión,
resentimiento, narcisismo, masturbación, pecado anhelos, frustraciones,
tentaciones, vouyeurismo y soledades que desembocan en el egoísmo.
A
través de la obra pictórica del también boricua Rafael Ferrer, Juliá nos
reencuentra con una antillanidad que ambos –tanto el pintor como el escritor-
observan angustiosamente cómo va diluyéndose poco a poco en su isla natal.
Para
Juliá, Las Terrenas, ese espacio dominicano de autoexilio en el cual reside o
residió Ferrer, representa una duplicación de todos los paisajes costeños donde
la negritud está presente; no sólo en las Antillas, sino también en el Brasil,
las Guayanas, Venezuela, la costa Neogranadina, Panamá, Nicaragua, Honduras,
Belice y hasta los litorales yucatecos y veracruzanos, donde la disposición de
los elementos naturales y humanos son cíclicamente iguales, reiterativos;
perfumados con un vaho salino entremezclado con cacao, aceite de coco, plátano
dulce, canela, pimienta, massalá, curry, mango, semen, sudor y sangre.
Ese
bucólico entorno, rebuscado en la añeja memoria del pintor, procura semejarse
al mítico, desinhibido y placentero paraíso polinésico de Gaugin, aludiendo a
una sabrosa lentitud latinoamericana, propiciadora de los mayores flirteos
playeros al son del continuo tongoneo de las caderas de las mulatas, quienes se
pasean entre cómplices palmeras que con los cadenciosos ires y venires de sus
copas, resaltan la turgencia de los pezones de las despreocupadas sílfides
isleñas.
Para
Juliá todo ser humano posee un sitio anhelado de consumación del deseo carnal,
y concretamente en nuestro caso, de la retaliación de la inocencia perdida a
causa de la vejación esclavizante del blanco explotador, situación frente a la
cual surge el llamado “lumpen”, “ligón” o “fresco” mestizo, resentido, poseedor
de toda la fuerza machista a la que le permite acceder la potencialidad eréctil
del “vergón” latinoamericano.
Juliá
sostiene que existe una relación estrecha entre el deseo, el resentimiento, la
represión, la frustración y la separación entre el objeto (lo ansiado) y el
sujeto (lo anhelante), y hace referencia a la influencia massmediática que
sobre nosotros tiene la cultura globalizante, al sostener que la figura de la
damisela encuerada, podría ser extraída de los magazines porno-eróticos
anglosajones Penthouse (RU) y Playboy (USA).
En
estos fragmentos, equivalentes a los números 13 y 14, el autor propone una
cierta analogía entre el “acechante” violador y la narcisista/exhibicionista
muchacha, quien “ingenuamente” se place en la contemplación solitaria de si
misma, con tal vez, la relación de dominio ejercida por parte de los EU hacia
Pto. Rico.
Y
dice Juliá al respecto: (sic) “-Ella sigue ensimismada en su propia belleza;
también así le ocurre al paisaje, aún al más amenazado...” Inquirimos: ¿no
estará queriendo decir el estudioso que así como Pto. Rico se regodea en su
belleza (la isla del encanto) y se muestra coquetamente hacia el mundo, su
“virginidad”, o sea su antillanidad hispánica y mestiza, católica y
sandungueadora, se halla a merced del asedio y posterior asalto del “American
way of life”?
Hay
un punto determinante en la lectura, y es el referido a la importancia
valorativa que se le da en los trópicos a la mirada. Juliá encasilla este
fenómeno en los linderos aislados de Boriquén (Borinquen en su difundida
castellanización), no obstante, si nos trasladamos hacia esta “Tierra de
Gracia”, nos topamos con igual jerarquización visual de los afectos, y para
muestra tenemos al Metro de Caracas, lugar donde uno entra indefenso ante el
acecho constante de las miradas que transcriben sentimientos y pensamientos
diversos tales como el deseo, la bondad, la curiosidad, la maldad, la envidia,
el temor, la angustia, el resentimiento, la invitación, la seducción, el
desprecio o la intolerancia; cualquier cosa menos la indiferencia.
Este
mismo patrón se repite en los sitios nocturnos, clubes, iglesias, restaurantes,
bares, saunas, hospitales, bibliotecas, librerías y ascensores, o cualquier
coto cerrado proclive a la maquinación oculta de los deseos.
Con
mayores o menores gradaciones, este mismo patrón de la mirada inquisitorial se
repite tanto en las grandes urbes como en los taciturnos pueblitos del
interior, en los parques como en los centros comerciales, en los abastos, los
terminales de pasajeros o en las espaciosas playas
Al
parecer el dicho popular “malos ojos son cariño” conforma parte de esa sociedad
vouyeurista a la cual Latinoamérica pertenece. No existe ni siquiera una
canción latina que no haga referencia directa o indirecta a la práctica del
<>, del urgar dentro de la humanidad del otro por medio de sus pupilas.
La
ruptura de la Arcadia erótica se sitúa en consecuencia en la consumación del
acto sexual, cuando bajo los arrebatos pasionales, el deseo resentido aflora
para convertirse en vulgar posesión obscura y egoísta del otro u otra. Por ello
sostenemos al igual que Freud, que en un encuentro sexual, el activo pasa a ser
pasivo, en cuanto el objeto de esa pasividad se convierte en motriz, no por
alternancia de roles, si no porque su quietud y mansedumbre son las excusas
perfectas, las trampas eficaces para aprehender los sentimientos del
posesor/activo/violador.
El
“ligón” queda entonces extenuado, mayormente resentido que al inicio de su
salvaje ataque, y lleno de una ansiedad gigantesca que le convierte en una
especie de vampiro sentimental, que nunca consigue sosiego y saciedad. Mientras
que la, o el violado(a), a pesar del dolor, el bochorno y la violencia a la que
fue sometido, retorna a sí mismo dulcemente satisfecho(a) de su consumada
penetración, pudiendo albergar o no algún resentimiento que, sin embargo y de
seguro, no quitará de su psique otra atrevida insinuación para ser el objeto
desencadenante del “Pecado Original”.
En
síntesis, Juliá considera que el inconsciente colectivo siempre nos retrotrae a
una especie de primitivismo erótico, cuya finalidad última es reencontrarse con
el paradisíaco Edén, donde el alma y el cuerpo no sean entes disasociados del
placer, el deseo, el sexo y la pasión.
Interesante
sin embargo resulta la apreciación que hace Juliá de una “tela” realizada por
Ferrer, cuyo leit motiv es la congregación bochinchera de unos dominicanos,
quienes observan licenciosamente a una “gringa” aventurera interesada en
conocer las costumbres tropicales de la América subdesarrollada.
Aquí
lo importante es el detalle de la “antillanidad”, fiel reflejo de la cultura
popular del área circuncaribeño-brasileira, donde lo más significativo es la
gozadera... la brincadeira, misma que se caracteriza por el colorido y
arrabalero vestuario, siendo sin embargo este aspecto el primero en denotar
señales de cambio a nivel sociológico, económico y de “estilos de vida”, al
presentarse cada vez más elegante y sobria la vestimenta de los puertorriqueños
y venezolanos, por ejemplo.
Ese
colorido sería tal vez la remembranza colectiva del atavío autóctono americano,
sumado a la brillante extravagancia yoruba, ashanti, bantú, kafré, sosa,
swahili o zulú venida del África, complementado todo esto por el “exótico”
pavoneo ibérico, mestizo de por sí.
No
cabe duda que lo más apreciado por el populacho caribeño a la vista de Ferrer o
Juliá es el “bochinche”, el “coje culo”, la “pulitura de hebilla” , el sarao
dionisíaco que incita al intercambio de sudores, sabores, colores y olores, al
ritmo de danzas y músicas insinuantes y sabrosonas que obligan “a cruzar el río
que elimina el mal pensar” (David Byrne, Rei Momo, 1991).
No
obstante los “nórdicos”, siempre atraídos por todo lo realizado por los “buenos
salvajes”, no sólo buscan obtener su propia Arcadia, si no que además confunden
el bambolear de las palmeras con todo lo pasionalmente pecaminoso y lujuriante,
que se halla abrazado por el alucinante calor de la zona tórrida, sopor que
invita al níveo, blondo y ojizarco europeo, estadounidense o canadiense a
rendirse ante los pavoneos de los paganos dioses Pan, Dyonisos Iaco y Momo,
amos y señores de los instintos lascivos y de la locura pasional.
He
aquí que encontramos un sincretismo religioso/cultural que eclécticamente
combina, suma, complementa y plutonisa varias corrientes divinas y
estilísticas, en las que se funden lo greco-latino, lo judío sefardí, lo
islámico, lo gitano, lo autóctono americano, lo negroide con el paternal o
maternalmente conciliador cristianismo.
El hombre caribeño, para Juliá, vive a
caballo entre el hartamente mencionado resentimiento, la decepción, la soledad,
la confraternidad, la algarabía, la tristeza y los anhelos, todo ello resumido
en la brumosa atmósfera de cualquier malecón costeño, que en horas nocturnas y
al amparo de la luna llena, cubre con su amárica brisa la piel de los amantes
que degustan sus labios y lenguas, jurándose amor eterno frente al mar, tal
cual diría la exquisita y melodiosa voz de la cubana Toña la Negra.
Jueves, 14 de noviembre de 2002
mailto:nyetkika@yahoo.com
Analítica 2001
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