Para comprender la desidealización de la mujer hay que comprender la desidealización del mundo, y para comprender la desidealización del mundo hay que comprender la desidealización del idealismo. El idealismo filosófico se ha ido desidealizando a través del tiempo, a través de Kant y Hegel, pasando por el relativismo, hasta llegar al estado actual de la filosofía. En la «Dialéctica negativa», de Adorno, se encuentra quizás el certificado de defunción del idealismo. En «El Ideal como furia», Adorno explica que el animal carnívoro, el hombre, cuando necesita lanzarse sobre su presa para devorarla, siente, además, que la presa es absolutamente exterminable, necesariamente exterminable, y esta convicción moral refuerza su furia. Es, sí, el idealismo como furia, el refuerzo moral de un instinto físico.
Si aplicamos esto
a la sexualidad, tenemos que no basta con devorar sexualmente a otro ser, sino
que hay que sentir a ese ser como absolutamente devorable, como necesariamente
devorable: esto es, como absolutamente adorable. Con el esfuerzo moral de
nuestra sexualidad, se refuerza el sexo y se refuerza el deseo, se establece
una corriente recíproca de estímulos dentro de uno mismo. El deseo sexual
localizado, convertido en absoluto, absolutizado, es quizá lo que llamamos
amor. No es sólo que necesitemos poseer a esa mujer sexualmente, sino que
necesitamos persuadirnos de que es inaplazablemente disfrutable y absolutamente
adorable. Un deseo local se convierte en un deseo absoluto.
Es el Ideal como
furia. Es el amor. Si seguimos ejemplificando con la obra de Proust,
encontraremos que esta obra nos ofrece tres tipos o escalas de mujer muy
significativas: la mujer-idea (Oriana Guermantes), la mujer-metáfora
(Albertina) y la mujer-exceso (Odette). Entiendo por mujer-exceso lo que hoy,
periodísticamente, se llama mujer-objeto. Volveremos sobre ella.
La mujer-idea es,
sí, Oriana Guermantes, y el pequeño narrador, al enamorarse de ella, se enamora
de una idea de mujer, de una genealogía familiar, de la Historia, de la
Leyenda, del aura que tiene la aristócrata. Es todavía la mujer idealizada de
acuerdo con una tradición que viene de la Edad Media (de Gilberto el Malo, en
el caso concreto de los Guermantes). Si lo característico del mundo antiguo es
la mujer idealizada, lo característico del mundo moderno es la mujer
metaforizada. Ahí está todo el cambio de sensibilidad que se opera a partir del
Renacimiento. La desidealización de la mujer es paralela a la desidealización
del mundo y de la filosofía. Cuando hablamos, en este libro, de la mujer
sacralizada o metaforizada, no estamos hablando ya de la mujer idealizada del
pasado, porque la idealización es una forma de dominio moral y alienación —«el
Ideal como furia»—, mientras que la metaforización supone un proceso
poético-dialéctico de liberación de las cosas, ese proceso de lo uno en lo otro
a que jugaban los surrealistas.
Si Oriana
Guermantes es la mujer-idea, Albertina es ya la mujer-metáfora, por cuanto el
hombre Proust ha madurado, y su obra también, y del vago idealismo medieval que
envuelve a los Guermantes pasa a la realidad poética de una muchacha del
presente, contemporánea de su propia juventud, y es ya la sensibilidad moderna
la que le influye para ver en la joven ciclista, no un ideal, sino una metáfora
del mundo, del amor, del verano.
*****
Nuestro tiempo,
con su racionalismo tecnocrático, ha degradado a la mujer-metáfora, dejándola
en mujer-objeto, mujer-exceso o mujer-signo externo. Es la mujer que con su
belleza y atavío metaforiza el estado social del hombre que la posee.
En principio, esto
es Odette para Swann. Odette es, quizá, la primera mujer-objeto que aparece en
la literatura occidental con tales características y estudiada como tal. Llamo mujer-exceso
a este tipo de mujer porque su misión es probar, mediante un exceso (exceso de
belleza, de abundancia, de lujo o de fama) el confort de un hombre, de una
sociedad o de su propio status. Es la metáfora degradada de otra cosa. Si
Albertina es la metáfora de un muchacho, o el efebo es la metáfora de una
muchacha, la mujer-exceso es sólo la metáfora del dinero, se sirve como
abundancia en revistas al estilo de «Playboy», en los grandes cabarets y hasta
en los anuncios de viajes. Su exceso sexual es la metáfora empobrecida, por
cuanto no se transforma mentalmente, para nosotros, en un objeto poético, en
otra mujer, sino que es idea de poder, de confort, de dominio, de lujo (y todo
esto ha sido muy estudiado modernamente).
Hemos dicho que la
mujer-exceso es una degradación de la mujer-metáfora, pero debemos decir,
asimismo, que quizás en toda mujer-metáfora va el germen de la mujer-exceso,
pues la naturaleza femenina, por su intrínseco e inexplicable carácter suntuoso
—e incluso suntuario—, se presta fácilmente a la manipulación comercial,
digamos. La utilización masiva que la publicidad hace hoy del desnudo femenino
(y del vestido) para anunciar refrescos, champúes, lavadoras, camisas,
alfombras, viajes, comidas y coches, no obedece sólo a un reclamo comercial
simplista, a la gratificación de una carne fugaz en la pantalla o la foto, sino
que explota, prolonga e hipertrofia la natural suntuosidad de la piel femenina,
de la anatomía de la mujer, de su cabello, sugiriéndonos a partir de ahí otras
formas de suntuosidad. Lo que la mujer tiene de animal de lujo (que sólo se
redime mediante la cultura, como lo que el hombre tiene de animal depredador)
es lo que yo llamo exceso: una suntuosidad innecesaria y una sensualidad
excesiva que hay en la hembra, un erotismo sobrante que precisamente es el
principio de la fascinación y hasta sacralización de la mujer. Sólo es
misterioso lo innecesario. Lo excesivo. Lo inexplicable. Y hay alabeados en el
cuerpo de la mujer que no se explican por la necesidad reproductora de la
especie. Son sensualidad gratuita (la que hoy degradamos en manipulación
comercial o metaforizamos en manipulación erótica).
La naturaleza de
la mujer es tan intrínsecamente metafórica que no sólo ella, como individuo,
ejerce siempre de metáfora de otra cosa (para bien o para mal, como hemos
visto), sino que cada parte de su cuerpo está actuando, en pura sinestesia,
como metáfora de las otras partes o de la totalidad. En la mayoría de los
casos, todo actúa en su cuerpo como metáfora del sexo, que es lo oculto, lo
sagrado y lo obsesivo.
Así, si partimos
del pelo de la mujer, por ejemplo (como al principio partimos de la rodilla),
tenemos que esa foscosidad de su cabellera está remitiendo siempre,
subconscientemente, al vello del pubis. Entre la abundantísima poetización que
se ha hecho de la cabellera femenina, a través de la historia, hay dos términos
que predominan abrumadoramente: noche y oro. El pelo es oro si es rubio, es
noche si negro. El hombre, con estas dos equivalencias, le ha dado al psicoanalista
fácil trabajo y grata tarea. Si el pelo es noche, la noche es lecho, sexo,
cópula. Si el pelo es oro, el oro es dominio, poder, riqueza, tesoro. Tesoro
escondido, recóndito, incógnito: sexo. Puede que todo esto sea un poco banal
(como tantas cosas del psicoanálisis) pero evidentemente, el hombre metaforiza
siempre a la mujer, cada zona de la mujer, remitiéndola a más incógnito, como
el oro o la noche. No la explica como lo claro o fácil, sino siempre como lo
oscuro y difícil: noche u oro. A veces la mujer es «agua viva», pero esto se
usa más para la adolescencia, para mujeres a quienes su encanto les viene
todavía de la infancia. La mujer, para el hombre, sigue siendo tierra
incógnita, no por irracionalismo femenino, sino porque la mujer sirve de revelador
del irracionalismo masculino: lo pone en evidencia.
Hemos dicho que,
para algunos hombres, la mujer es la más electrocutante vivencia del Otro. Es,
también, la más turbadora experiencia de uno mismo. Más que ser misteriosa, la
mujer despierta nuestro misterio, el que llevamos dentro. Es una llamada a
nuestra irracionalidad. Tanto como a su profundidad, tememos a la nuestra,
convocada por ella. Aunque la mujer, en efecto, remite siempre a sí misma, y
todo su cuerpo, para el hombre, es metáfora de su sexo. Vemos y vivimos a la
mujer superficialmente, muchas veces, como defensa contra esa convocatoria de
profundidad que hay en el cuerpo de la mujer. El que su cuerpo, el cuerpo
femenino, remita siempre a otra cosa —a una guitarra, a una vasija, a un ramo,
a otra mujer—, representa la metaforización centrífuga de ese cuerpo, pero
simultáneamente se da la metaforización centrípeta (he aquí la complicación
vertiginosa de lo femenino) por la cual todo el cuerpo de la hembra remite a su
sexo y cada parte de ese cuerpo remite a otra parte o también al sexo. De modo
que la mujer no es sólo metáfora expansiva, sino al mismo tiempo metáfora
autorreflexiva, y casi todo lo que ella hace con su cuerpo tiene valor sexual.
El sexo de la mujer es abismal, no sólo por su sensación de profundidad, sino
porque todo el cuerpo, todo lo anterior, confluye hacia él. El cuerpo femenino
es siempre la metáfora de una cópula, y sólo en la cópula el cuerpo se
desmetaforiza, se queda en mera anatomía, y sólo inmediatamente después de la cópula
ve el hombre a la mujer como organismo (objetivamente, digamos) y no como
metáfora.
*****
Mujer-idea, mujer-metáfora, mujer-exceso. La
mujer-idea es, sí, un producto del idealismo, y ha dado a la Virgen María y a
Dulcinea. El idealismo, pretendiendo dotar a cada cosa del mundo de una idea de
cosa, llegó a aherrojar al mundo, pues no era sino la sustitución de éste, por
la mente que lo piensa. Una de las últimas mujeres-idea que aparecen en la
cultura occidental es, ya lo he dicho, Oriana Guermantes, y Proust se cuida, a
lo largo de su obra, de irla desidealizando, y sólo por este proceso (hay otros
muchos semejantes, en su libro) podríamos advertir cómo Proust es «un
anarquista con buenos modales», cómo es un moderno que, de su nostalgia de
aristocracias e idealismos, acaba haciendo una crítica rigurosa de clase y de
personas.
El personaje
literario femenino que encarna la transición de la mujer-idea a la
mujer-metáfora es Melibea. Melibea es el gozne entre Edad Media y Renacimiento.
Dice Calixto: «Melibeo soy y Melibea es mi Dios», con lo cual llega a la más
alta expresión de idealización de lo femenino. Deifica a la mujer, a la amada.
Pero, en otros muchos pasajes de la obra, Melibea es ya abundantemente
metaforizada, y la explosión del amor de esta mujer representa de algún modo la
explosión renacentista, la vuelta de la vida por sus fueros tras la larga (y
relativa) clausura medieval.
Habría que anotar,
de paso, los continuos lamentos de Melibea por la brevedad del goce, lamento
que es común a casi toda la literatura clásica, y que, en este caso concreto,
podría llevarnos a escribir, incluso, un ensayo sobre el fracaso sexual de
Calixto y Melibea. El orgasmo femenino es un hecho cultural tardío que en buena
medida ha estado reprimido por el idealismo, por la alienación idealista de la
mujer. De la lectura de los clásicos antiguos y modernos se deduce muchas veces
la queja femenina —y masculina— por la brevedad del placer, y en esto se ve el
peso de una moral religiosa y la inexperiencia de toda una cultura. Hay que
suponer que el paso de la mujer-idea a la mujer-metáfora lo da en buena medida
el orgasmo, ya que esta liberación física pone a la mujer en contacto abierto
con todas las fuerzas eróticas de la naturaleza, la emparenta sinestésicamene
con el mundo, la llena de correspondencias, afinidades y similitudes,
liberándola de la cárcel idealista.
La mujer-metáfora,
que es la mujer moderna, aparece ya en la poesía y la literatura, en la pintura
y en todo el arte como un compendio, un punto de coincidencia o una propuesta
erótica del mundo o al mundo. Es la mujer de «Capital del dolor», de Eluard, o
de la poesía amorosa de Neruda. Claro que la mujer-idea y la mujer-metáfora no
se dan sólo de un modo sucesivo e histórico, sino que, aparte de ser esquemas
históricos de lo femenino, se producen también simultáneamente en toda época,
sobre todo en la nuestra.
Aparte las cristalizaciones históricas consabidas,
sabemos que todo se da siempre en todo y que lo humano absoluto está presente
en cada momento de la Historia, de modo que la mujer-idea y la mujer-metáfora
conviven hoy, en la cultura y en la vida, a nivel social, erótico, artístico,
psicológico. Conviven, incluso, dentro de un mismo hombre o de una misma mujer.
Si la mujer-idea
dio a Beatriz, a la Virgen, a Dulcinea, la mujer-metáfora ha dado toda la
poesía moderna, casi toda la pintura, y no ha encarnado tanto en nombres
propios y personalidades concretas, puesto que su sentido expansivo ha sido el
de la multiplicación y la correspondencia constante. El poeta idealista hacía
de su amada una imagen a venerar, la personalizaba e idealizaba. El poeta
moderno, ni siquiera la pone nombre, casi nunca, en sus versos, y aunque esté
cantando a una mujer muy precisa y determinada, juega más bien a diluirla en el
todo, a emparentaría con ocasos, amaneceres, mares y bosques, porque la mujer
es ya la puerta que lleva al mundo, no la estrecha puerta del idealismo, que
lleva a un culto fanático y excluyente.
Un creador
absolutamente de nuestro tiempo, nos ha dado en una de sus obras, «La novia
desnudada por sus solteros», una visión dinámica, irónica y proteica de la
mujer de hoy, en correspondencia y alternancia continua con el hombre, con los
hombres y con el mundo. En otra obra, Marcel Duchamp (que es el artista de que
hablo) nos brinda una vieja puerta con un pequeño agujero, por el que hay que
mirar para descubrir un paisaje soleado con una muchacha desnuda que tiene en
la mano una luz, una pequeña luz que brilla en la luz grande del sol. Es otra
vez la mujer anónima, porque lo que caracteriza a la mujer moderna, a la
mujer-metáfora, es casi siempre el anonimato, la exaltación de lo femenino
genérico como una fuerza natural en contacto con las fuerzas naturales, frente
a la entronización del idealismo.
En Grecia, la
mujer fue despojada de su alma. En nuestro tiempo ha sido despojada de su
nombre. La mujer, durante tantos siglos reducida a su especie, perdida en ella,
pasa luego de la anulación a la alienación, con el culto idealista. Salvamos a
la mujer del fango de la especie para tiranizarla en el altar del idealismo. El
mundo moderno devuelve la mujer a la naturaleza, pero no ya en mera zoología,
sino en comercio metafórico con las fuerzas esenciales. La mujer-metáfora está
en todos los entrecruces, y si como individuo sigue luchando por sus derechos,
como género, como sexo, ha ascendido de lo zoológico a lo lírico. Esto,
superficialmente entendido, tampoco contentará gran cosa a muchas, pero queda
más claro si decimos que la mujer-idea se corresponde con la mujer-madre, mientras
que la mujer-metáfora se corresponde con la mujer-amante.
El modelo femenino
ha sido la madre, durante siglos, y la madre es el mito alienante que el hombre
ha cultivado y padecido. El modelo femenino del mundo moderno es la amante. (Ha
habido una etapa intermedia en que seguía siendo la madre, caracterizada de
esposa, pero eso también se está superando.) Y si la relación con la madre no
podía ser otra que una relación de culto, la relación con la amante no puede
ser otra que una relación metaforizante, imaginativa, erótica en el más
abastecido sentido de la palabra. La mujer-idea es ante todo madre y el modelo
de la madre (esto viene de las culturas primitivas y de las religiones) es
tiranizante, esclavizante, y exige fe. La relación con la madre es una relación
religiosa porque es una relación de fe, con todas sus trivializaciones
cotidianas: «Mi madre es una santa», etc. La relación con la amante no es
religiosa, sino lírica, no es relación de fe, sino de imaginación. Madre no hay
más que una, dice el pueblo. Y como no hay más que una, de esta unicidad nace
la religiosidad, el culto, la mitificación. Lo uno es siempre lo sacro.
La relación con la
madre es relación de fe y la relación con la amante es relación de duda, porque
amantes puede haber muchas, la amante es ésta, pero podría haber sido otra. La
amante, aunque sea única, es plural, porque en ella están latentes todas las
posibles mujeres, todas las posibles amantes, existentes e inexistentes, de la
imaginación y de la vida. La esposa, al asumir el carácter único de la madre,
se convierte en la heredera de su culto (pronto será madre también) y lo que
fue relación ambigua, o sea dudosa, o sea poética, en el noviazgo, se convierte
en relación de fe, con el matrimonio.
El matrimonio es
la santificación de la mujer, pero no su sacralización, sino todo lo contrario.
Lo sagrado profano de la mujer está en la soltera y en la amante (o en la
esposa vivida y poseída como tal), pero el matrimonio tiene siempre algo de
canonización de la mujer. El matrimonio es el rito por el que la amante se
convierte en la madre, por el que la mujer se transubstancia, el rito por el
que se perpetúa un culto, el culto ideal de la mujer única, supuesto que esta
unicidad viene generada siempre por la idea de madre.
Matrimonio, sí, es
para la mujer santificación y desacralización. La esposa deja de ser metafórica
al ascender a única.
Los «Veinte poemas
de amor», de Neruda, es un libro que ha quedado entre millones de parejas como
la gran poesía amorosa de nuestro tiempo. Neruda confesó varias veces que la
mujer cantada en ese libro son varias mujeres sucesivas. Esto me parece, no
sólo un dato biográfico, sino un signo revelador de cómo la mujer-metáfora, la
idea de mujer que tiene nuestro tiempo, es una idea anónima y plural. La amante
es una y múltiple, metafórica. Puro amor libre, no en el sentido de
promiscuidad, sino en el sentido de que la amante remite siempre a todas las
amantes, pues que el mundo, la especie, han tomado conciencia, al fin, de la
fornicación universal.
Imposible imaginar
que la Beatriz de Dante o la Julieta de Shakespeare sean varias mujeres. En
cualquier libro de poemas moderno es difícil precisar esto, pues la mujer es un
clima diverso que puebla las páginas, pero generalmente no tiene nombre ni
siquiera rasgos. En unas épocas de la Historia, el ideal de mujer ha sido la
madre (religiones y cultos primitivos), en otros momentos culturales ha sido la
dama (caballería, Cortes de Amor, etc.), en otros, la esposa (mundo burgués) y
hoy lo es la amante, no sólo por las libertades sexuales que ha traído nuestro
tiempo (esto no iría mucho más allá de un estudio de costumbres) sino por el
carácter abierto y dialéctico de la relación de los amantes, que es siempre una
relación que se está haciendo, como las esculturas modernas, la antinovela, la
dialéctica negativa, etc. Relación lírica, relación metaforizante, relación
abierta, expuesta al mundo, cambiante, en que la mujer, aunque sea una, no se
vive como única, sino como plural.
La mujer-metáfora,
la amante (aparte cuál sea su estado civil, que poco nos importa) es la mujer
de nuestro tiempo por cuanto se arriesga en una relación imaginativa, creadora,
múltiple dentro de la pareja, dual en la multiplicidad.
Ya hemos dicho
antes que la mujer-exceso es una prolongación, una hipertrofia, física o
social, de la natural suntuosidad de lo femenino, que puede estar bien
representada en la cabellera. La mujer-exceso es la degradación de la
mujer-idea y de la mujer-metáfora, porque encarna comercialmente una idea
inferior (el mito burgués de confort, en lugar del mito idealista de
sublimidad) y encarna pornográficamente la idea erótica de la mujer-metáfora.
En todas las
épocas se ha dado, naturalmente, esta perversión de lo femenino, pero lo
característico de nuestro tiempo es una sustitución, de modo que Don Quijote
tenía muy clara la diferencia entre Dulcinea y una barragana de posada (los
equívocos en que le hace caer Cervantes al respecto no vienen sino a subrayar
esta diferencia), mientras que nuestro siglo ha producido la promiscuidad y,
como digo, la sustitución. Proust, adelantado siempre en casi todo —y más en
estos temas— nos da en Odette el primer ejemplo moderno de sustitución de
cortesana en funciones de gran dama. Esto lo habían hecho igualmente la
Montespán y la Pompadour, y tantas otras montespanes y pompadoures, pero
digamos que se atenían —ellas y la sociedad— a una especie de genealogía de la
meretriz, a una heráldica del pecado, mientras que en Odette se produce el
fraude total, la integración de una prostituta en la aristocracia francesa.
Gilberta, la hija de Odette y Swann, será ya una más en Saint-Germain.
Desde entonces, la
sustitución ha venido siendo sistemática, sobre todo en los períodos de
entreguerras. Hay que advertir, aunque sea pueril hacerlo, que no estamos
denunciando aquí una risible mescolanza de clases, cosa que no tiene para
nosotros ningún significado, sino fijando el signo por el cual podemos entender
cómo nuestro tiempo ha ido sustituyendo las dos imágenes fundamentales de mujer
(mujer-metáfora, mujer-idea) por una tercera imagen larvada, que es la de la
estrella cinematográfica, la cover-girl, la chica del mes, la modelo anónima,
la cantante o la mujer-objeto en su uso y aceptación dentro de la vida, las
costumbres, etc.
La gran estrella
del cine es la mujer-idea de otro tiempo, la mujer ideal o mujer-ideal (no es
exactamente la misma cosa) y así, Greta Garbo, desde la pantalla, ha dado
lecciones de aristocracia a las aristócratas del mundo, ha sustituido a la
mujer-idea mediante un producto prefabricado que es ella misma, y Brigitte
Bardot ha sustituido a la mujer-metáfora, pues Brigitte Bardot ya no es una
mujer que el hombre tenga que metaforizar mediante su amor, su pasión, su
imaginación, su sexo, sino que el cine se la da metaforizada, convertida en mil
mujeres según los argumentos, los atrezzos, las caracterizaciones y las
psicologías que se le inventan a la estrella.
Y como ellas,
miles de mujeres en uno y otro modelo. Si Greta Garbo ha sido la sustitución
del idealismo en una época que ya no creía en la mujer-idea, Brigitte Bardot o
Marilyn Monroe han sido la sustitución de la mujer-metáfora para un público
acéfalo y extensísimo, incapaz de metaforizar él mismo a la mujer por falta de
imaginación y de cultura, por culpa de la alienación sexual, laboral y social
en que vive.
El cine nos da el
trabajo hecho. Y como el cine, la publicidad, la moda, las revistas, la
pornografía, el erotismo comercial e incluso las agencias de viajes, como hemos
dicho en otro momento de este libro, pues resulta que si uno proyecta una
expedición a la India legendaria o a los mares del Sur, lo más que puede
brindarnos la imaginación del tour-operator es un póster con una bailarina
hindú que enseña el ombligo o una bañista polinésica que se esmalta el pubis
con flores. Se da la vuelta al mundo buscando una mujer, mujer que podríamos
encontrar en la cafetería del barrio (y por lo cual muchos hemos optado, entre
los grandes viajes y la cafetería, por esta última, como más cercana, cómoda,
práctica y segura para conocer señoritas).
Y no es sólo,
naturalmente, que la publicidad de viajes, como cualquier otra publicidad,
utilice el atractivo femenino para su propaganda. Ni siquiera es solamente que
en el fondo del nomadismo humano haya un incentivo sexual, entre otros
componentes. Todo esto es cierto, pero el fenómeno que a mí me interesa reseñar
ahora es la metaforización comercial de la mujer a que nos somete concretamente
la publicidad viajera, paseando por las geografías del mundo un cuerpo femenino
que nunca es otra cosa que eso: un cuerpo femenino. Pero a la hora de
sintetizar en un affiche turístico las dulzuras del Caribe, los misterios de la
India o el clima de Andalucía, el publicista no encuentra otro resumen ni otra
metáfora que la mujer, una mujer convenientemente ataviada al efecto. La
naturaleza metafórica de la mujer facilita esto, porque el cuerpo femenino
emparenta en seguida con un mar, un fuego o una noche profunda, pero la publicidad
ha hipertrofiado y degradado el proceso, con el patrocinio de los poderes
políticos, que brindan al ciudadano el trámite metafórico consumado, supliendo
así una realización erótica completa y compleja que muy pocos contribuyentes
están en condiciones de llevar a cabo por sí mismos.
A medida que la
educación sexual y la conquista de libertades desacraliza a la mujer, la
publicidad y la pornografía vienen a cubrir ese campo que queda libre, a llenar
ese hueco, hábil y torpemente al mismo tiempo, con una poetización comercial de
la mujer que lo mismo sirve para anunciar champúes que religiones orientales.
La mujer-exceso,
degradación ya hemos visto de qué, se caracteriza por eso, por su exceso de
algo: senos, cabellera, sexualidad, lujo, libertad, etc. Es la metáfora viva e
informática de todo lo que no tenemos, de todo lo que tenemos a medias, de todo
lo que queremos. Pretende Esther Vilar, en un libro ingenioso y hábil, pero un
poco elemental, que el hombre necesita proteger a la mujer-niña, y que la mujer,
a su vez, necesita explotar y tiranizar al hombre
La relación no es sólo
psicológica, y en lo meramente psicológico no es tan simple. El hombre sufre,
goza y experimenta en la mujer-objeto la metáfora de muchas cosas que le
faltan, por las que lucha, o bien cosas que recuerda y ha perdido. Y luego
utiliza a la mujer-objeto o mujer-exceso para exhibir en ella el resumen de
todo lo que tiene y ha conseguido. Pero no sólo para exhibirlo ante los demás,
claro (que eso es elemental y tópico) sino para exhibírselo a sí mismo y
convencerse de que ha llegado, de que ha triunfado, de que está viviendo la
vida a fondo. La mujer-exceso nos da, precisamente por su exceso de lo que sea,
la noción vivida de derroche, y sólo la sensación de derroche (pérdida seminal)
es sensación de estar vivo y actuante. La mujer-exceso, con su sobrante de
sexualidad, es ya una transgresión respecto de la sexualidad represiva que nos
rige socialmente, pero una transgresión manejada, manipulada, controlada, que
mantiene en el hombre medio el recuerdo de que existen paraísos de libertad y
la culpabilidad de haberlos deseado. La explotación de la culpabilidad
ciudadana por parte del Estado moderno, como en otro tiempo por parte de la
Iglesia —de cualquier Iglesia—, es un espeso tema del que ahora sólo ofrecemos
un aspecto. Ciudadano dócil equivale a ciudadano culpable. A los Estados, a las
Iglesias, no les basta con manejar ciudadanos sumisos, porque lo que se exige
de ellos, con frecuencia, va cada vez más allá de la sumisión. Se les exigen
frutos que sólo puede dar la culpabilidad.
Y en este complejo
de culpabilidad —pecado o conducta asocial— que los poderes fomentan siempre en
el individuo, la mujer-exceso tiene un papel muy importante, pues supone una
agresión constante al individuo socialmente equilibrado, y los poderes no hacen
nada por suprimir esa agresión, sino que meramente la manipulan y dosifican. La
culpabilidad individual acrece cuando el ciudadano se casa. Eso que
pudendamente llamamos responsabilidades —«asumir unas responsabilidades»—, es
asumir culpabilidad, una dosis de culpabilidad que va creciendo con el paso del
tiempo, ya que el Estado y la Iglesia nos presentan a nuestros propios hijos
como culpabilidad, nos los secuestran, pues que nos impiden disfrutar de ellos
realmente, libremente, profundamente, sino que en un hijo muñen un complejo de
obligaciones, culpas y «responsabilidades» que borra el rostro fresco y real
del niño para convertirle en un enojoso paquete de problemas.
La paternidad
queda así larvada —y la maternidad en buena medida— dentro de unas sociedades
que dicen patrocinar la familia y cimentarse en ella. Y la mujer-exceso es
elemento importante en este juego, por cuanto implica una sugerencia constante
de invitación a lo prohibido: libertad, huida, sexualidad pervertida y
extrafamiliar, confort, dinero. El mecanismo represor de estos impulsos es la
culpabilidad. Lo que la sociedad llama un hombre responsable es un hombre con
profundo y tortuoso sentido de culpabilidad al que los desnudos publicitarios
sonríen desde todas las esquinas.
Le chupo rico la polla a mi amante mientras me penetra duro
ResponderEliminarvideos xxx