jueves, 28 de noviembre de 2019

Tratado de perversiones (II) - Francisco Umbral



Para comprender la desidealización de la mujer hay que comprender la desidealización del mundo, y para comprender la desidealización del mundo hay que comprender la desidealización del idealismo. El idealismo filosófico se ha ido desidealizando a través del tiempo, a través de Kant y Hegel, pasando por el relativismo, hasta llegar al estado actual de la filosofía. En la «Dialéctica negativa», de Adorno, se encuentra quizás el certificado de defunción del idealismo. En «El Ideal como furia», Adorno explica que el animal carnívoro, el hombre, cuando necesita lanzarse sobre su presa para devorarla, siente, además, que la presa es absolutamente exterminable, necesariamente exterminable, y esta convicción moral refuerza su furia. Es, sí, el idealismo como furia, el refuerzo moral de un instinto físico.

Si aplicamos esto a la sexualidad, tenemos que no basta con devorar sexualmente a otro ser, sino que hay que sentir a ese ser como absolutamente devorable, como necesariamente devorable: esto es, como absolutamente adorable. Con el esfuerzo moral de nuestra sexualidad, se refuerza el sexo y se refuerza el deseo, se establece una corriente recíproca de estímulos dentro de uno mismo. El deseo sexual localizado, convertido en absoluto, absolutizado, es quizá lo que llamamos amor. No es sólo que necesitemos poseer a esa mujer sexualmente, sino que necesitamos persuadirnos de que es inaplazablemente disfrutable y absolutamente adorable. Un deseo local se convierte en un deseo absoluto.

Es el Ideal como furia. Es el amor. Si seguimos ejemplificando con la obra de Proust, encontraremos que esta obra nos ofrece tres tipos o escalas de mujer muy significativas: la mujer-idea (Oriana Guermantes), la mujer-metáfora (Albertina) y la mujer-exceso (Odette). Entiendo por mujer-exceso lo que hoy, periodísticamente, se llama mujer-objeto. Volveremos sobre ella.

La mujer-idea es, sí, Oriana Guermantes, y el pequeño narrador, al enamorarse de ella, se enamora de una idea de mujer, de una genealogía familiar, de la Historia, de la Leyenda, del aura que tiene la aristócrata. Es todavía la mujer idealizada de acuerdo con una tradición que viene de la Edad Media (de Gilberto el Malo, en el caso concreto de los Guermantes). Si lo característico del mundo antiguo es la mujer idealizada, lo característico del mundo moderno es la mujer metaforizada. Ahí está todo el cambio de sensibilidad que se opera a partir del Renacimiento. La desidealización de la mujer es paralela a la desidealización del mundo y de la filosofía. Cuando hablamos, en este libro, de la mujer sacralizada o metaforizada, no estamos hablando ya de la mujer idealizada del pasado, porque la idealización es una forma de dominio moral y alienación —«el Ideal como furia»—, mientras que la metaforización supone un proceso poético-dialéctico de liberación de las cosas, ese proceso de lo uno en lo otro a que jugaban los surrealistas.

Si Oriana Guermantes es la mujer-idea, Albertina es ya la mujer-metáfora, por cuanto el hombre Proust ha madurado, y su obra también, y del vago idealismo medieval que envuelve a los Guermantes pasa a la realidad poética de una muchacha del presente, contemporánea de su propia juventud, y es ya la sensibilidad moderna la que le influye para ver en la joven ciclista, no un ideal, sino una metáfora del mundo, del amor, del verano.



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Nuestro tiempo, con su racionalismo tecnocrático, ha degradado a la mujer-metáfora, dejándola en mujer-objeto, mujer-exceso o mujer-signo externo. Es la mujer que con su belleza y atavío metaforiza el estado social del hombre que la posee.

En principio, esto es Odette para Swann. Odette es, quizá, la primera mujer-objeto que aparece en la literatura occidental con tales características y estudiada como tal. Llamo mujer-exceso a este tipo de mujer porque su misión es probar, mediante un exceso (exceso de belleza, de abundancia, de lujo o de fama) el confort de un hombre, de una sociedad o de su propio status. Es la metáfora degradada de otra cosa. Si Albertina es la metáfora de un muchacho, o el efebo es la metáfora de una muchacha, la mujer-exceso es sólo la metáfora del dinero, se sirve como abundancia en revistas al estilo de «Playboy», en los grandes cabarets y hasta en los anuncios de viajes. Su exceso sexual es la metáfora empobrecida, por cuanto no se transforma mentalmente, para nosotros, en un objeto poético, en otra mujer, sino que es idea de poder, de confort, de dominio, de lujo (y todo esto ha sido muy estudiado modernamente).

Hemos dicho que la mujer-exceso es una degradación de la mujer-metáfora, pero debemos decir, asimismo, que quizás en toda mujer-metáfora va el germen de la mujer-exceso, pues la naturaleza femenina, por su intrínseco e inexplicable carácter suntuoso —e incluso suntuario—, se presta fácilmente a la manipulación comercial, digamos. La utilización masiva que la publicidad hace hoy del desnudo femenino (y del vestido) para anunciar refrescos, champúes, lavadoras, camisas, alfombras, viajes, comidas y coches, no obedece sólo a un reclamo comercial simplista, a la gratificación de una carne fugaz en la pantalla o la foto, sino que explota, prolonga e hipertrofia la natural suntuosidad de la piel femenina, de la anatomía de la mujer, de su cabello, sugiriéndonos a partir de ahí otras formas de suntuosidad. Lo que la mujer tiene de animal de lujo (que sólo se redime mediante la cultura, como lo que el hombre tiene de animal depredador) es lo que yo llamo exceso: una suntuosidad innecesaria y una sensualidad excesiva que hay en la hembra, un erotismo sobrante que precisamente es el principio de la fascinación y hasta sacralización de la mujer. Sólo es misterioso lo innecesario. Lo excesivo. Lo inexplicable. Y hay alabeados en el cuerpo de la mujer que no se explican por la necesidad reproductora de la especie. Son sensualidad gratuita (la que hoy degradamos en manipulación comercial o metaforizamos en manipulación erótica).

La naturaleza de la mujer es tan intrínsecamente metafórica que no sólo ella, como individuo, ejerce siempre de metáfora de otra cosa (para bien o para mal, como hemos visto), sino que cada parte de su cuerpo está actuando, en pura sinestesia, como metáfora de las otras partes o de la totalidad. En la mayoría de los casos, todo actúa en su cuerpo como metáfora del sexo, que es lo oculto, lo sagrado y lo obsesivo.

Así, si partimos del pelo de la mujer, por ejemplo (como al principio partimos de la rodilla), tenemos que esa foscosidad de su cabellera está remitiendo siempre, subconscientemente, al vello del pubis. Entre la abundantísima poetización que se ha hecho de la cabellera femenina, a través de la historia, hay dos términos que predominan abrumadoramente: noche y oro. El pelo es oro si es rubio, es noche si negro. El hombre, con estas dos equivalencias, le ha dado al psicoanalista fácil trabajo y grata tarea. Si el pelo es noche, la noche es lecho, sexo, cópula. Si el pelo es oro, el oro es dominio, poder, riqueza, tesoro. Tesoro escondido, recóndito, incógnito: sexo. Puede que todo esto sea un poco banal (como tantas cosas del psicoanálisis) pero evidentemente, el hombre metaforiza siempre a la mujer, cada zona de la mujer, remitiéndola a más incógnito, como el oro o la noche. No la explica como lo claro o fácil, sino siempre como lo oscuro y difícil: noche u oro. A veces la mujer es «agua viva», pero esto se usa más para la adolescencia, para mujeres a quienes su encanto les viene todavía de la infancia. La mujer, para el hombre, sigue siendo tierra incógnita, no por irracionalismo femenino, sino porque la mujer sirve de revelador del irracionalismo masculino: lo pone en evidencia.

Hemos dicho que, para algunos hombres, la mujer es la más electrocutante vivencia del Otro. Es, también, la más turbadora experiencia de uno mismo. Más que ser misteriosa, la mujer despierta nuestro misterio, el que llevamos dentro. Es una llamada a nuestra irracionalidad. Tanto como a su profundidad, tememos a la nuestra, convocada por ella. Aunque la mujer, en efecto, remite siempre a sí misma, y todo su cuerpo, para el hombre, es metáfora de su sexo. Vemos y vivimos a la mujer superficialmente, muchas veces, como defensa contra esa convocatoria de profundidad que hay en el cuerpo de la mujer. El que su cuerpo, el cuerpo femenino, remita siempre a otra cosa —a una guitarra, a una vasija, a un ramo, a otra mujer—, representa la metaforización centrífuga de ese cuerpo, pero simultáneamente se da la metaforización centrípeta (he aquí la complicación vertiginosa de lo femenino) por la cual todo el cuerpo de la hembra remite a su sexo y cada parte de ese cuerpo remite a otra parte o también al sexo. De modo que la mujer no es sólo metáfora expansiva, sino al mismo tiempo metáfora autorreflexiva, y casi todo lo que ella hace con su cuerpo tiene valor sexual. El sexo de la mujer es abismal, no sólo por su sensación de profundidad, sino porque todo el cuerpo, todo lo anterior, confluye hacia él. El cuerpo femenino es siempre la metáfora de una cópula, y sólo en la cópula el cuerpo se desmetaforiza, se queda en mera anatomía, y sólo inmediatamente después de la cópula ve el hombre a la mujer como organismo (objetivamente, digamos) y no como metáfora.



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Mujer-idea, mujer-metáfora, mujer-exceso. La mujer-idea es, sí, un producto del idealismo, y ha dado a la Virgen María y a Dulcinea. El idealismo, pretendiendo dotar a cada cosa del mundo de una idea de cosa, llegó a aherrojar al mundo, pues no era sino la sustitución de éste, por la mente que lo piensa. Una de las últimas mujeres-idea que aparecen en la cultura occidental es, ya lo he dicho, Oriana Guermantes, y Proust se cuida, a lo largo de su obra, de irla desidealizando, y sólo por este proceso (hay otros muchos semejantes, en su libro) podríamos advertir cómo Proust es «un anarquista con buenos modales», cómo es un moderno que, de su nostalgia de aristocracias e idealismos, acaba haciendo una crítica rigurosa de clase y de personas.

El personaje literario femenino que encarna la transición de la mujer-idea a la mujer-metáfora es Melibea. Melibea es el gozne entre Edad Media y Renacimiento. Dice Calixto: «Melibeo soy y Melibea es mi Dios», con lo cual llega a la más alta expresión de idealización de lo femenino. Deifica a la mujer, a la amada. Pero, en otros muchos pasajes de la obra, Melibea es ya abundantemente metaforizada, y la explosión del amor de esta mujer representa de algún modo la explosión renacentista, la vuelta de la vida por sus fueros tras la larga (y relativa) clausura medieval.

Habría que anotar, de paso, los continuos lamentos de Melibea por la brevedad del goce, lamento que es común a casi toda la literatura clásica, y que, en este caso concreto, podría llevarnos a escribir, incluso, un ensayo sobre el fracaso sexual de Calixto y Melibea. El orgasmo femenino es un hecho cultural tardío que en buena medida ha estado reprimido por el idealismo, por la alienación idealista de la mujer. De la lectura de los clásicos antiguos y modernos se deduce muchas veces la queja femenina —y masculina— por la brevedad del placer, y en esto se ve el peso de una moral religiosa y la inexperiencia de toda una cultura. Hay que suponer que el paso de la mujer-idea a la mujer-metáfora lo da en buena medida el orgasmo, ya que esta liberación física pone a la mujer en contacto abierto con todas las fuerzas eróticas de la naturaleza, la emparenta sinestésicamene con el mundo, la llena de correspondencias, afinidades y similitudes, liberándola de la cárcel idealista.

La mujer-metáfora, que es la mujer moderna, aparece ya en la poesía y la literatura, en la pintura y en todo el arte como un compendio, un punto de coincidencia o una propuesta erótica del mundo o al mundo. Es la mujer de «Capital del dolor», de Eluard, o de la poesía amorosa de Neruda. Claro que la mujer-idea y la mujer-metáfora no se dan sólo de un modo sucesivo e histórico, sino que, aparte de ser esquemas históricos de lo femenino, se producen también simultáneamente en toda época, sobre todo en la nuestra.
Aparte las cristalizaciones históricas consabidas, sabemos que todo se da siempre en todo y que lo humano absoluto está presente en cada momento de la Historia, de modo que la mujer-idea y la mujer-metáfora conviven hoy, en la cultura y en la vida, a nivel social, erótico, artístico, psicológico. Conviven, incluso, dentro de un mismo hombre o de una misma mujer.

Si la mujer-idea dio a Beatriz, a la Virgen, a Dulcinea, la mujer-metáfora ha dado toda la poesía moderna, casi toda la pintura, y no ha encarnado tanto en nombres propios y personalidades concretas, puesto que su sentido expansivo ha sido el de la multiplicación y la correspondencia constante. El poeta idealista hacía de su amada una imagen a venerar, la personalizaba e idealizaba. El poeta moderno, ni siquiera la pone nombre, casi nunca, en sus versos, y aunque esté cantando a una mujer muy precisa y determinada, juega más bien a diluirla en el todo, a emparentaría con ocasos, amaneceres, mares y bosques, porque la mujer es ya la puerta que lleva al mundo, no la estrecha puerta del idealismo, que lleva a un culto fanático y excluyente.

Un creador absolutamente de nuestro tiempo, nos ha dado en una de sus obras, «La novia desnudada por sus solteros», una visión dinámica, irónica y proteica de la mujer de hoy, en correspondencia y alternancia continua con el hombre, con los hombres y con el mundo. En otra obra, Marcel Duchamp (que es el artista de que hablo) nos brinda una vieja puerta con un pequeño agujero, por el que hay que mirar para descubrir un paisaje soleado con una muchacha desnuda que tiene en la mano una luz, una pequeña luz que brilla en la luz grande del sol. Es otra vez la mujer anónima, porque lo que caracteriza a la mujer moderna, a la mujer-metáfora, es casi siempre el anonimato, la exaltación de lo femenino genérico como una fuerza natural en contacto con las fuerzas naturales, frente a la entronización del idealismo.

En Grecia, la mujer fue despojada de su alma. En nuestro tiempo ha sido despojada de su nombre. La mujer, durante tantos siglos reducida a su especie, perdida en ella, pasa luego de la anulación a la alienación, con el culto idealista. Salvamos a la mujer del fango de la especie para tiranizarla en el altar del idealismo. El mundo moderno devuelve la mujer a la naturaleza, pero no ya en mera zoología, sino en comercio metafórico con las fuerzas esenciales. La mujer-metáfora está en todos los entrecruces, y si como individuo sigue luchando por sus derechos, como género, como sexo, ha ascendido de lo zoológico a lo lírico. Esto, superficialmente entendido, tampoco contentará gran cosa a muchas, pero queda más claro si decimos que la mujer-idea se corresponde con la mujer-madre, mientras que la mujer-metáfora se corresponde con la mujer-amante.

El modelo femenino ha sido la madre, durante siglos, y la madre es el mito alienante que el hombre ha cultivado y padecido. El modelo femenino del mundo moderno es la amante. (Ha habido una etapa intermedia en que seguía siendo la madre, caracterizada de esposa, pero eso también se está superando.) Y si la relación con la madre no podía ser otra que una relación de culto, la relación con la amante no puede ser otra que una relación metaforizante, imaginativa, erótica en el más abastecido sentido de la palabra. La mujer-idea es ante todo madre y el modelo de la madre (esto viene de las culturas primitivas y de las religiones) es tiranizante, esclavizante, y exige fe. La relación con la madre es una relación religiosa porque es una relación de fe, con todas sus trivializaciones cotidianas: «Mi madre es una santa», etc. La relación con la amante no es religiosa, sino lírica, no es relación de fe, sino de imaginación. Madre no hay más que una, dice el pueblo. Y como no hay más que una, de esta unicidad nace la religiosidad, el culto, la mitificación. Lo uno es siempre lo sacro.

La relación con la madre es relación de fe y la relación con la amante es relación de duda, porque amantes puede haber muchas, la amante es ésta, pero podría haber sido otra. La amante, aunque sea única, es plural, porque en ella están latentes todas las posibles mujeres, todas las posibles amantes, existentes e inexistentes, de la imaginación y de la vida. La esposa, al asumir el carácter único de la madre, se convierte en la heredera de su culto (pronto será madre también) y lo que fue relación ambigua, o sea dudosa, o sea poética, en el noviazgo, se convierte en relación de fe, con el matrimonio.

El matrimonio es la santificación de la mujer, pero no su sacralización, sino todo lo contrario. Lo sagrado profano de la mujer está en la soltera y en la amante (o en la esposa vivida y poseída como tal), pero el matrimonio tiene siempre algo de canonización de la mujer. El matrimonio es el rito por el que la amante se convierte en la madre, por el que la mujer se transubstancia, el rito por el que se perpetúa un culto, el culto ideal de la mujer única, supuesto que esta unicidad viene generada siempre por la idea de madre.

Matrimonio, sí, es para la mujer santificación y desacralización. La esposa deja de ser metafórica al ascender a única.

Los «Veinte poemas de amor», de Neruda, es un libro que ha quedado entre millones de parejas como la gran poesía amorosa de nuestro tiempo. Neruda confesó varias veces que la mujer cantada en ese libro son varias mujeres sucesivas. Esto me parece, no sólo un dato biográfico, sino un signo revelador de cómo la mujer-metáfora, la idea de mujer que tiene nuestro tiempo, es una idea anónima y plural. La amante es una y múltiple, metafórica. Puro amor libre, no en el sentido de promiscuidad, sino en el sentido de que la amante remite siempre a todas las amantes, pues que el mundo, la especie, han tomado conciencia, al fin, de la fornicación universal.

Imposible imaginar que la Beatriz de Dante o la Julieta de Shakespeare sean varias mujeres. En cualquier libro de poemas moderno es difícil precisar esto, pues la mujer es un clima diverso que puebla las páginas, pero generalmente no tiene nombre ni siquiera rasgos. En unas épocas de la Historia, el ideal de mujer ha sido la madre (religiones y cultos primitivos), en otros momentos culturales ha sido la dama (caballería, Cortes de Amor, etc.), en otros, la esposa (mundo burgués) y hoy lo es la amante, no sólo por las libertades sexuales que ha traído nuestro tiempo (esto no iría mucho más allá de un estudio de costumbres) sino por el carácter abierto y dialéctico de la relación de los amantes, que es siempre una relación que se está haciendo, como las esculturas modernas, la antinovela, la dialéctica negativa, etc. Relación lírica, relación metaforizante, relación abierta, expuesta al mundo, cambiante, en que la mujer, aunque sea una, no se vive como única, sino como plural.

La mujer-metáfora, la amante (aparte cuál sea su estado civil, que poco nos importa) es la mujer de nuestro tiempo por cuanto se arriesga en una relación imaginativa, creadora, múltiple dentro de la pareja, dual en la multiplicidad.


Ya hemos dicho antes que la mujer-exceso es una prolongación, una hipertrofia, física o social, de la natural suntuosidad de lo femenino, que puede estar bien representada en la cabellera. La mujer-exceso es la degradación de la mujer-idea y de la mujer-metáfora, porque encarna comercialmente una idea inferior (el mito burgués de confort, en lugar del mito idealista de sublimidad) y encarna pornográficamente la idea erótica de la mujer-metáfora.

En todas las épocas se ha dado, naturalmente, esta perversión de lo femenino, pero lo característico de nuestro tiempo es una sustitución, de modo que Don Quijote tenía muy clara la diferencia entre Dulcinea y una barragana de posada (los equívocos en que le hace caer Cervantes al respecto no vienen sino a subrayar esta diferencia), mientras que nuestro siglo ha producido la promiscuidad y, como digo, la sustitución. Proust, adelantado siempre en casi todo —y más en estos temas— nos da en Odette el primer ejemplo moderno de sustitución de cortesana en funciones de gran dama. Esto lo habían hecho igualmente la Montespán y la Pompadour, y tantas otras montespanes y pompadoures, pero digamos que se atenían —ellas y la sociedad— a una especie de genealogía de la meretriz, a una heráldica del pecado, mientras que en Odette se produce el fraude total, la integración de una prostituta en la aristocracia francesa. Gilberta, la hija de Odette y Swann, será ya una más en Saint-Germain.

Desde entonces, la sustitución ha venido siendo sistemática, sobre todo en los períodos de entreguerras. Hay que advertir, aunque sea pueril hacerlo, que no estamos denunciando aquí una risible mescolanza de clases, cosa que no tiene para nosotros ningún significado, sino fijando el signo por el cual podemos entender cómo nuestro tiempo ha ido sustituyendo las dos imágenes fundamentales de mujer (mujer-metáfora, mujer-idea) por una tercera imagen larvada, que es la de la estrella cinematográfica, la cover-girl, la chica del mes, la modelo anónima, la cantante o la mujer-objeto en su uso y aceptación dentro de la vida, las costumbres, etc.

La gran estrella del cine es la mujer-idea de otro tiempo, la mujer ideal o mujer-ideal (no es exactamente la misma cosa) y así, Greta Garbo, desde la pantalla, ha dado lecciones de aristocracia a las aristócratas del mundo, ha sustituido a la mujer-idea mediante un producto prefabricado que es ella misma, y Brigitte Bardot ha sustituido a la mujer-metáfora, pues Brigitte Bardot ya no es una mujer que el hombre tenga que metaforizar mediante su amor, su pasión, su imaginación, su sexo, sino que el cine se la da metaforizada, convertida en mil mujeres según los argumentos, los atrezzos, las caracterizaciones y las psicologías que se le inventan a la estrella.

Y como ellas, miles de mujeres en uno y otro modelo. Si Greta Garbo ha sido la sustitución del idealismo en una época que ya no creía en la mujer-idea, Brigitte Bardot o Marilyn Monroe han sido la sustitución de la mujer-metáfora para un público acéfalo y extensísimo, incapaz de metaforizar él mismo a la mujer por falta de imaginación y de cultura, por culpa de la alienación sexual, laboral y social en que vive.

El cine nos da el trabajo hecho. Y como el cine, la publicidad, la moda, las revistas, la pornografía, el erotismo comercial e incluso las agencias de viajes, como hemos dicho en otro momento de este libro, pues resulta que si uno proyecta una expedición a la India legendaria o a los mares del Sur, lo más que puede brindarnos la imaginación del tour-operator es un póster con una bailarina hindú que enseña el ombligo o una bañista polinésica que se esmalta el pubis con flores. Se da la vuelta al mundo buscando una mujer, mujer que podríamos encontrar en la cafetería del barrio (y por lo cual muchos hemos optado, entre los grandes viajes y la cafetería, por esta última, como más cercana, cómoda, práctica y segura para conocer señoritas).

Y no es sólo, naturalmente, que la publicidad de viajes, como cualquier otra publicidad, utilice el atractivo femenino para su propaganda. Ni siquiera es solamente que en el fondo del nomadismo humano haya un incentivo sexual, entre otros componentes. Todo esto es cierto, pero el fenómeno que a mí me interesa reseñar ahora es la metaforización comercial de la mujer a que nos somete concretamente la publicidad viajera, paseando por las geografías del mundo un cuerpo femenino que nunca es otra cosa que eso: un cuerpo femenino. Pero a la hora de sintetizar en un affiche turístico las dulzuras del Caribe, los misterios de la India o el clima de Andalucía, el publicista no encuentra otro resumen ni otra metáfora que la mujer, una mujer convenientemente ataviada al efecto. La naturaleza metafórica de la mujer facilita esto, porque el cuerpo femenino emparenta en seguida con un mar, un fuego o una noche profunda, pero la publicidad ha hipertrofiado y degradado el proceso, con el patrocinio de los poderes políticos, que brindan al ciudadano el trámite metafórico consumado, supliendo así una realización erótica completa y compleja que muy pocos contribuyentes están en condiciones de llevar a cabo por sí mismos.

A medida que la educación sexual y la conquista de libertades desacraliza a la mujer, la publicidad y la pornografía vienen a cubrir ese campo que queda libre, a llenar ese hueco, hábil y torpemente al mismo tiempo, con una poetización comercial de la mujer que lo mismo sirve para anunciar champúes que religiones orientales.

La mujer-exceso, degradación ya hemos visto de qué, se caracteriza por eso, por su exceso de algo: senos, cabellera, sexualidad, lujo, libertad, etc. Es la metáfora viva e informática de todo lo que no tenemos, de todo lo que tenemos a medias, de todo lo que queremos. Pretende Esther Vilar, en un libro ingenioso y hábil, pero un poco elemental, que el hombre necesita proteger a la mujer-niña, y que la mujer, a su vez, necesita explotar y tiranizar al hombre

La relación no es sólo psicológica, y en lo meramente psicológico no es tan simple. El hombre sufre, goza y experimenta en la mujer-objeto la metáfora de muchas cosas que le faltan, por las que lucha, o bien cosas que recuerda y ha perdido. Y luego utiliza a la mujer-objeto o mujer-exceso para exhibir en ella el resumen de todo lo que tiene y ha conseguido. Pero no sólo para exhibirlo ante los demás, claro (que eso es elemental y tópico) sino para exhibírselo a sí mismo y convencerse de que ha llegado, de que ha triunfado, de que está viviendo la vida a fondo. La mujer-exceso nos da, precisamente por su exceso de lo que sea, la noción vivida de derroche, y sólo la sensación de derroche (pérdida seminal) es sensación de estar vivo y actuante. La mujer-exceso, con su sobrante de sexualidad, es ya una transgresión respecto de la sexualidad represiva que nos rige socialmente, pero una transgresión manejada, manipulada, controlada, que mantiene en el hombre medio el recuerdo de que existen paraísos de libertad y la culpabilidad de haberlos deseado. La explotación de la culpabilidad ciudadana por parte del Estado moderno, como en otro tiempo por parte de la Iglesia —de cualquier Iglesia—, es un espeso tema del que ahora sólo ofrecemos un aspecto. Ciudadano dócil equivale a ciudadano culpable. A los Estados, a las Iglesias, no les basta con manejar ciudadanos sumisos, porque lo que se exige de ellos, con frecuencia, va cada vez más allá de la sumisión. Se les exigen frutos que sólo puede dar la culpabilidad.

Y en este complejo de culpabilidad —pecado o conducta asocial— que los poderes fomentan siempre en el individuo, la mujer-exceso tiene un papel muy importante, pues supone una agresión constante al individuo socialmente equilibrado, y los poderes no hacen nada por suprimir esa agresión, sino que meramente la manipulan y dosifican. La culpabilidad individual acrece cuando el ciudadano se casa. Eso que pudendamente llamamos responsabilidades —«asumir unas responsabilidades»—, es asumir culpabilidad, una dosis de culpabilidad que va creciendo con el paso del tiempo, ya que el Estado y la Iglesia nos presentan a nuestros propios hijos como culpabilidad, nos los secuestran, pues que nos impiden disfrutar de ellos realmente, libremente, profundamente, sino que en un hijo muñen un complejo de obligaciones, culpas y «responsabilidades» que borra el rostro fresco y real del niño para convertirle en un enojoso paquete de problemas.

La paternidad queda así larvada —y la maternidad en buena medida— dentro de unas sociedades que dicen patrocinar la familia y cimentarse en ella. Y la mujer-exceso es elemento importante en este juego, por cuanto implica una sugerencia constante de invitación a lo prohibido: libertad, huida, sexualidad pervertida y extrafamiliar, confort, dinero. El mecanismo represor de estos impulsos es la culpabilidad. Lo que la sociedad llama un hombre responsable es un hombre con profundo y tortuoso sentido de culpabilidad al que los desnudos publicitarios sonríen desde todas las esquinas.

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