Remontémonos a las épocas gloriosas en
las que Francia tenía numerosos señores feudales que gobernaban despóticamente
sus dominios, en vez de treinta mil esclavos envilecidos ante un solo rey.
Cerca de Fimes vivía el señor de Longeville, en su vasto feudo, con una
castellana morena, no demasiado bella, pero muy impulsiva, avispada y sumamente
amante de los placeres. Ella contaba con unos veinticinco o veintisiete años de
edad y él, como mucho, treinta; pero, como llevaban casados ya diez años, cada
uno hacía lo que podía con objeto de procurarse las distracciones necesarias
para aplacar el tedio matrimonial. La población, o más bien el villorrio de
Longeville, no ofrecía excesivos estímulos; sin embargo, desde hacía dos años
él se las arreglaba discreta y satisfactoriamente con una campesina de
dieciocho años, tranquila y cariñosa, llamada Louison. La agradable tórtola
acudía cada noche a los aposentos de su señor a través de una escalera secreta,
construida a tal efecto en una de las torres, y por la mañana levantaba el
vuelo antes de que la señora entrara en la alcoba de su marido, cosa que solía
hacer a la hora del almuerzo.
Desde luego, la señora de Longeville estaba perfectamente al tanto de las incongruencias de su marido, pero como ello le daba la placentera libertad de distraerse también por su cuenta, fingía ignorarlo todo. Nada mejor que las esposas infieles, ya que están tan entretenidas ocultando sus propias aventuras que vigilan las del prójimo mucho menos que las mojigatas. Quien la alegraba a ella era un molinero llamado Colás, un musculoso jovenzuelo con menos de veinte años, maleable como la harina y bello como una rosa, que al igual que Louison se internaba secretamente en el castillo, acudía a la alcoba de la señora y se metía en su lecho cuando todo estaba en silencio. Nada hubiera turbado la felicidad apacible de estas dos adorables parejas si no hubiera sido por el diablo, que se metió por medio, y se les hubiera podido poner como ejemplo en toda Francia.
No se ría, estimado lector, por el uso
que hago de la palabra ejemplo, pues cuando la virtud está ausente, siempre es
preferible el vicio encubierto y prudente. ¿No es lo más acertado pecar sin
provocar el escándalo? ¿Qué peligro puede entrañar la existencia de un mal que
nadie conoce? Además, por muy censurable que pudiera parecer ese
comportamiento, ¿no constituirán un ejemplo más edificante el señor de
Longeville, agradablemente recostado en los cálidos brazos de su tierna
campesina, y su respetable esposa, discretamente abrazada a su apuesto
molinero, que una de esas duquesas parisinas que cambian cada mes de amante a
los ojos de todos, mientras su marido derrocha doscientos mil escudos anuales
para mantener a una de esas rameras deshonestas que usan el lujo como máscara
para ocultar su desenfreno?
Así pues, repito, nada tan acertado
como este discreto arreglo que procuraba la felicidad de nuestros cuatro
personajes, si no fuera porque pronto vino la discordia a emponzoñar sus dulces
existencias. Ocurría que el señor de Longeville, como tantos maridos necios,
tenía la injusta pretensión de ser feliz sin que su esposa lo fuera también, y
pensaba, como les ocurre a las perdices, que nadie le vería con solo esconder
la cabeza; de modo que cuando descubrió los manejos de su mujer lo invadieron
los celos, como si su propia conducta no justificara suficientemente la de
ella, y decidió vengarse.
-Que me ponga los cuernos con un hombre
de mi propia clase, pase -se decía-. ¡Pero no con un molinero! ¡Eso sí que no!
Colás, bribonzuelo, tendrás que irte a moler a otro molino, ya que no quiero
que nadie diga que el de mi mujer sigue abierto para acoger tu simiente.
Y dado que el despotismo de estos
señores feudales se manifestaba siempre con la máxima crueldad, acostumbrados
como estaban a disponer legalmente de la vida y de la muerte de sus vasallos,
el señor de Longeville tomó la decisión de hacer desaparecer al infortunado
molinero en el foso que rodeaba el castillo.
-Clodomiro -ordenó un día a su
cocinero- tú y tus muchachos tienen que librarse de ese infame que está
mancillando mi honra y la de mi mujer.
-Muy fácil. Si lo deseas, podemos
degollarlo y entregártelo trinchado como si fuera un cochinillo.
-No, no será necesario tanto -respondió
el señor de Longeville- bastará con que lo metan en un saco lleno de piedras y
lo dejen caer al fondo del foso con ese equipaje.
-Haremos lo que mandas.
-Sí, pero antes habrá que darle caza.
-Lo atraparemos, señor; demasiado listo
tendrá que ser para escaparse de esta. Lo atraparemos, puedes estar seguro.
-Hoy, como siempre, llegará al castillo
a las nueve de la noche -explicó el ultrajado esposo- Vendrá atravesando el
jardín; desde allí entrará en el primer piso y se esconderá en la salita que
hay junto a la capilla, donde permanecerá oculto hasta que mi mujer piense me
he dormido y vaya en su busca para llevarlo a la alcoba. Dejaremos que haga
todo esto, pero lo tendremos bien vigilado y lo atraparemos cuando menos se lo
espere. Entonces le dan de beber, para que se le calme el ardor.
El plan era perfecto, y sin duda el
infortunado Colás hubiera servido de alimento a los peces si todos se hubieran
mantenido en silencio. Pero Longeville había confiado sus planes a demasiada
gente. Uno de los ayudantes del cocinero, que estaba prendado de la señora y
que, probablemente, aspiraba a compartir con el molinero los favores de ella,
en vez de alegrarse por la desgracia de su rival como hubiera hecho cualquier
otro hombre celoso, corrió a desvelar el proyecto de su marido, y recibió por
ello un beso y dos relucientes escudos de oro que a él le parecieron de mucho
menos valor que aquel beso.
-Desde luego -comentó disgustada la
señora de Longeville a una de sus doncellas, que era partícipe de todos los
enredos de su patrona- mi marido es muy injusto. ¿No hace él lo que quiere? Y
yo no digo ni palabra. Pero luego se niega a que yo me resarza de todas esas
noches de ayuno que me hace padecer. Pues no lo voy a tolerar, eso sí que no.
Escucha, Jeannette, ¿querrás ayudarme con un plan que he maquinado para salvar
a Colás y para poner en evidencia al señor?
-Claro, señora, haré todo lo que me
pidas... Ese pobre Colás es un joven tan guapo, con esas caderas tan firmes y
esos colores tan frescos. Claro que sí, señora, ¿qué es lo que tengo que hacer?
-Debes avisar enseguida a Colás para
que no se acerque al castillo hasta que yo no se lo ordene. Y dile que te
entregue la ropa que suele ponerse para visitarme por las noches. Luego busca a
Louison, la amante del bellaco de mi esposo; explícale que vas de parte de él,
y que es su deseo que esta noche se ponga esas ropas, que tú llevarás
preparadas en el delantal; dile también que esta vez no venga por el camino habitual,
sino que atraviese el jardín, que entre por el patio al primer piso y que se
esconda en la sala que hay junto a la capilla hasta que el señor vaya a
buscarla. Si te pregunta el porqué de estos cambios, le contestas que es por
los celos de la señora, que está sospechando y que puede tener vigilada la ruta
habitual. Y si se siente atemorizada, haz lo que sea para que se tranquilice,
pero sobre todo, insiste en que no deje de acudir a la cita, ya que el señor
tiene que tratar con ella asuntos de máxima importancia, relativos a la escena
de celos que ha mantenido conmigo.
Como la doncella cumplió el encargo a
la perfección, allí estaba escondida la infortunada Louison, a las nueve de la
noche, en la sala aneja a la capilla y vestida con las ropas de Colás.
-¡Este es el momento! -ordenó
Longeville a sus secuaces-. Todos han visto esta infamia, ¿verdad, amigos?
-Así es, y vaya con el molinero, lo
guapo que es.
-Pues ahora entran de golpe, le tapan
la cabeza con un trapo para que no grite, lo meten en el saco y al agua con él.
Así lo hicieron. La pobre Louison no
pudo ni abrir la boca para enmendar el error y al poco ya la había lanzado al
foso por la ventana de la sala, metida en un saco lleno de pedruscos.
Una vez terminada la batalla, el señor
de Longeville se apresuró a sus aposentos para recibir a su amada, que según él
pensaba debería estar al llegar, pues lejos estaba de imaginar que se
encontrara en un lugar tan húmedo. En mitad de la noche, inquieto al comprobar
que nadie aparecía, el infeliz amante decidió acudir personalmente a la casa de
Louison, aprovechando la clara luz de la luna. Por cierto, que este es el
momento que aprovechó la señora de Longeville, para instalarse en el lecho de
su esposo, al que había estado acechando. Todo que pudo averiguar por boca de
sus familiares es que su amada había ido al castillo a la hora de costumbre,
aunque del extraño atuendo que llevaba nada le dijeron, ya que ella lo había
mantenido en secreto y había salido de la casa sin que nadie la viera.
Ya de regreso en su alcoba, y a
oscuras, porque la vela se había apagado, se acercó al lecho y entonces es
cuando sintió el aliento de una mujer, que él no pudo menos que confundir con
el de su bella Louison. Así que sin pensarlo dos veces, se introdujo entre las
sábanas y comenzó enseguida a acariciar a su esposa y a emplear con ella las
tiernas efusiones que solía dedicar a su amada.
-¿Por qué me has hecho esperar tanto,
bella mía? ¿Pero dónde estabas, mi pequeña?
-¡Bellaco! -gritó entonces la señora de
Longeville, iluminando la estancia con una lámpara que tenía escondida-. Yo soy
tu esposa, no esa ramera a la que tu entregas el amor que sólo a mi me
corresponde.
-Me parece -respondió él fríamente-,
que estoy en todo mi derecho, máxime cuando llevas tanto tiempo engañándome de
un modo tan desvergonzado.
-¿Engañarte yo? ¿Con quién, si puede
saberse ?
-¿Crees que ignoro las citas que
mantienes con Colás, el molinero, uno de los más viles de mis vasallos?
-Yo no podría rebajarme hasta tal
punto. Estás loco. No sé de qué me hablas. Te desafío a que lo demuestres, si
es que puedes -respondió ella con arrogancia.
-Siendo sincero, eso me va a resultar
un poco difícil, ya que acabo de lanzar al foso a ese miserable que mancillaba
mi honor, de modo que no podrás volver a verlo nunca más.
-Esposo mío -replicó la castellana con
descaro inusitado- si a causa de tus celos desvariados has ordenado lanzar a
algún desdichado al agua, serás culpable de una terrible injusticia, porque
como te he dicho, el molinero no ha venido jamás al castillo a visitarme.
-¡Pero bueno! Al final voy a pensar que
estoy loco...
-Pues nada más sencillo para aclarar
este enredo. Que venga ese vasallo del que estás tan ridículamente celoso. Que
vaya Jeannette a buscarlo, y ya veremos lo que ocurre.
La doncella, que estaba sobre aviso,
obedeció en seguida y trajo al molinero. Al señor de Longeville le costó creer
lo que veía, y ordenó que fueran a averiguar quién era, en ese caso, el
arrojado al foso. Pronto trajeron un cadáver, el de la desdichada Louison.
-¡Cielos! Es la mano de la providencia
la causante de todo esto, pero no me lamentaré ni indagaré más. Sin embargo,
algo te voy a pedir: ya que has logrado quitarte de en medio a la causante de
tu desasosiego, desembaracémonos también de quien me inquieta a mí. Que el
molinero abandone la comarca para siempre ¿Trato hecho?
-Sí, estoy de acuerdo. Que la paz y el
amor renazcan entre nosotros, para que nada pueda distanciarnos nunca más.
Colás desapareció para siempre, Louison
fue enterrada y desde entonces no se ha visto en toda Francia otro matrimonio
más unido que el de los Longeville.
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