jueves, 12 de mayo de 2016

Relato del libro Feliz cumpleaños erótico de autores varios - descargar libro completo


Bon anniversaire, mon cher

Albert Andreu

A Sandra, Jana y Teo, por orden de aparición. Lo mejor que me ha pasado nunca; deberían conocerlos. Y a mi madre, a la que, más que un relato, tendría que dedicarle toda una enciclopedia.

Aquel verano del 86, tres cosas relucían más que el sol: las albóndigas de mi madre, la sonrisa de Marguerite y mi carnet del Español. El carnet aún lo conservo, pero las otras dos cosas se quedaron en aquella urbanización de la Costa Brava que cada verano se veía inundada por una marea de bellas holandesas, alemanas, francesas, italianas y portuguesas; bueno, estas últimas no eran precisamente guapas, pero nadie es capaz de imaginarse lo viciosas que podían ser, y eso, a cierta edad, compensa. Las que venían del norte llegaban a finales de junio en sus flamantes coches conducidos por sus espigados padres y sus orondas y caballunas madres; ése era el futuro que les esperaba, una lenta y dolorosa transformación que las llevaría de ser unas dulces ninfas a algo muy parecido a una lanzadora de disco de la antigua Alemania Oriental. Pero eso poco nos preocupaba; lo único que queríamos era disfrutarlas en aquel momento, en aquellos veranos en los que aprendíamos idiomas a marchas forzadas: You are so beautiful, Ich liebe dich für immer, Ik hou van jou (jodido el holandés, pero las tetas de Marijke hubieran incluso merecido que aprendiese esperanto), Tu es la chose plus belle du monde, Il mio cuore sospira per te, y otras cursilerías que servían para arrancarles una mirada cómplice que delatase su disponibilidad a darse un revolcón.

Nosotros, que nos instalábamos en el pueblo unas semanas antes, esperábamos su llegada como cuando Chuck Norris esperaba al Vietcong a la salida del arrozal: dispuestos a follárnoslas a todas. Pero aquella voluntad de conocer en profundidad otras culturas acababa reduciéndose siempre a unos cuantos besos robados y a alguna mano deslizada bajo la falda de alguna portuguesa, las únicas que se dejaban magrear sin oponer mucha resistencia. Sin embargo, todo cambió en aquel verano del 86, y todavía hoy no sé si tuvo algo que ver que ese mismo año España y Portugal hubiesen entrado en la Comunidad Económica Europea o qué, pero de lo que sí estoy completamente seguro es de que las mismas chicas que en los veranos anteriores nos cruzaban la cara en cuanto intentábamos sobrepasar la frontera que imponía el dobladillo de su falda, ese verano del 86 llegaron con más ganas que nunca de conocer a sus nuevos vecinos europeos. En el caso de las portuguesas, esa teoría hacía aguas por todas partes, porque llevaban años dejándose repasar por cuanto guiri se les insinuase. A las más guarrillas las llamábamos las «apropiadas». El mote se lo había puesto mi madre sin querer: un día en que estábamos todos los amigos en una terraza del puerto deportivo, se nos acercó y en tono inquisitorial nos preguntó quién era esa niña que paseaba de la mano con Nacho (Nacho era el hijo de Mariela, la mejor amiga de mi madre). «Graça, Graça», respondimos. «De nada, de nada», apostilló el imbécil de Pubull. Le pegué una colleja. «Ah, así que es portuguesa», siguió mi madre. «De Oporto», mamá, respondí al momento. «Upoooortu», precisó el imbécil de Pubull. Se llevó la segunda colleja. «Ah, pues me parece una chica muy apropiada para Nacho», y ahí nos dejó con la horchata calentándose. Aquel tercer grado al que nos sometió mi madre tuvo dos consecuencias: una, Nacho y Graça dejaron de salir al día siguiente (y es que las madres, aparte de falsas, tienen un sexto sentido, séptimo dirían algunas de ellas, para las parejas de sus hijos); la segunda es que mi madre, sin quererlo, nos brindó una espléndida palabra para referirnos a las portuguesas facilonas sin que el resto de chicas que frecuentábamos se enterasen de qué hablábamos. «Qué os parece Adelina para Mario», nos preguntaba alguna amiga alcahueta que había enviado la interesada. «Muy apropiada, sin duda», respondíamos nosotros. Y ahí que se iba Mario con la Adelina de turno a meterle un repaso detrás del chiringuito. Y es que las tetas de Marijke no estaban hechas para todos los mortales, y la verdad, cuando la necesidad aprieta, no hay tanta diferencia entre una holandesa y una portuguesa.

Ya sea por una cuestión de geopolítica o por una cuestión de hormonas, el caso es que el verano en que cumplía los dieciséis prometía mucho. Nosotros nos habíamos deshecho de aquel aire infantil que nos había lastrado en nuestras aproximaciones al sexo opuesto, y ellas se habían transformado de una manera asombrosa: les habían nacido generosas curvas donde antes sólo había planicie y sus sonrisas infantiles se habían transformado en lascivos movimientos de labios que llamaban a la revolución.

Mi aniversario, el 14 de julio, coincidía con el de Giselle, una vecina francesa que llegaba a mediados de junio y que se instalaba con su madre y sus dos hermanos pequeños, Antoine y Frédéric, en un apartamento casi puerta con puerta con el nuestro. Recuerdo perfectamente a la madre de Giselle, la señora Marguerite Lemoine, una mujer muy atractiva, divorciada del padre de Giselle primero, y del de Tuán y Fede después. 

Todos andábamos medio babosos con madame Lemoine, pues, a pesar de sus cuarenta y dos años, o quizá gracias a ellos, disfrutaba, y nos hacía disfrutar, de un cuerpo de escándalo. Era una mujer alta en comparación con nuestras madres, con una preciosa cara afilada y unos ojos de un verde muy suave que te hipnotizaban, unos labios finos que transmitían una ternura descomunal, y una piel blanquísima que se iba tostando a medida que avanzaba el verano. Era de las pocas mamás que no habían sucumbido a la estúpida moda de hacer topless en la playa, y eso no hacía sino acrecentar el morbo que todos sentíamos hacia ella. Los bikinis comprados en París resaltaban todo aquello que pretendían ocultar: unos pechos llamativos por su perfección, generosos y apetecibles, un culo rumboso del que no podías apartar los ojos, y un pubis perfecto a juzgar por las marcas que dejaba a la vista cuando la señora Lemoine salía del agua. Ésa era una de las imágenes más deliciosas que recuerdo de aquellos veranos, la de aquella mujer saliendo del mar muy lentamente y esquivando con elegancia las toallas tendidas en el suelo mientras se recogía el pelo hacia atrás, logrando que sus pechos adquirieran un protagonismo estelar. A su lado, hasta la mítica salida del mar de Ursula Andress en Agente 007 contra el Doctor No parecía un sketch de Martes y Trece. Como decía, ésa era una de las imágenes más deliciosas; entre las más divertidas, la que se producía en el camino inverso, cuando Marguerite Lemoine se disponía a darse un baño: sólo levantarse, momento en el que dejaba a mejor vista sus atributos, siempre había dos o tres chavales que corrían rápido hasta el mar para, una vez dentro, mantenerse a flote con una sola mano. Cuánto ejercicio hacíamos durante aquellos veranos.

La coincidencia de aniversario con Giselle —yo nací en el 70 y ella en el 69— había generado la costumbre, desde que cumplimos los once y doce respectivamente, de que cada 14 de julio me invitaran a la casa de la señora Lemoine para celebrar juntos el aniversario. En mi casa solíamos celebrar el cumpleaños con una copiosa comida de tres platos y postre, aparte del pastel, que mi madre se emperraba en preparar haciendo caso omiso al más mínimo sentido común. No recuerdo pocos veranos a treinta y cinco grados y comiendo ensalada de judías, canelones y albóndigas con tomate —nunca le perdonaré al gilipollas de mi hermano su adicción a las albóndigas con tomate y sus súplicas a mi madre para que ésta se las preparase, tocinillos de cielo de postre y bizcocho de chocolate relleno de mermelada de albaricoque para soplar las velas. A las cinco de la tarde, cuando nos levantábamos de la mesa, yo, más que un niño normal, parecía la versión infantil de Benny Hill, con la cara desencajada y una mirada entre lerda y perdida. Mamá siempre me decía que invitase a mis amigos a comer, y éstos me preguntaban por qué no hacía nada para mi cumpleaños. Pero a mí me avergonzaba el plan de cumpleaños que se presentaba en mi casa —cómo podía forzar a alguien que tenía que ser mi amigo durante todo el verano a meterse entre pecho y espalda media docena de canelones seguida de albóndigas con tomate bajo aquel calor infernal—, así que, un verano, me inventé una excusa para no llevar gente a casa: mamá era testigo de Jehová, y su religión le prohibía celebrar aniversarios en compañía de gente que no fuese de la familia. Nadie volvió a preguntar.

En casa de Giselle celebraban el cumpleaños a las siete de la tarde, y la casa, al contrario que la mía, se llenaba de niños y niñas que desfilaban con regalos para la homenajeada. La señora Lemoine, que sabía que yo celebraba el aniversario a solas, siempre insistía en que a la hora de soplar las velas me sentase junto a Giselle y soplásemos juntos. Aquel verano del 86, a pesar de lo ridículo que era sentar a una misma mesa a un chaval de dieciséis años y a una ya casi mujer de diecisiete, la señora Lemoine insistió: «Si queréis, éste será el último año que lo hagamos, pero dadme esa alegría», nos dijo mientras nos acompañaba de la mano hasta la mesa donde se encontraba la tarta con todas las velas. Giselle y yo teníamos un rito que realizábamos cada año: cuando llegaba el pastel con las velas que tocasen, Giselle cogía una con sus manos y la separaba del resto para que juntos soplásemos todas las velas, después, acercaba la vela que había retirado a mi cara y la apagaba ante mis ojos con una dulzura pasmosa. Quizás ésa sea la mayor muestra de generosidad que recuerdo de mi infancia, quizá de toda mi vida.

Tras apagar esa última vela que señalaba el año que nos separaba, juntábamos nuestras mejillas y nos confesábamos el deseo que habíamos pedido segundos antes. La señora Lemoine, que aparte de guapa era muy supersticiosa, nos afeaba la conducta cada año, pero a nosotros nos encantaba soliviantarla con esa tontería.

El día en que cumplí dieciséis años y en el momento en que Giselle apagó ante mis ojos la vela que siempre se reservaba para sí, no sé qué pasaría por mi cabeza cuando al acercar mi mejilla a la de Giselle sólo me vinieron a la mente, y de ahí, en menos de una centésima de segundo, a la boca, dos palabras: «Quiero follarte». Ni «quiero hacer el amor contigo», ni «quiero que nos acostemos juntos», ni «quiero estrenarme contigo», qué va, «quiero follarte», así, tal como suena, en el estilo más vulgar que uno pueda imaginar. Ni al alcalde de Sodoma se le hubiera ocurrido pronunciar esas dos palabras en un momento tan mágico como aquél.

Al principio pensé que Giselle no me había oído, o que incluso yo no había llegado a pronunciar tal disparate, porque no sólo no estampó el pastel de cumpleaños contra mi cara sino que la mantuvo muy unida a la suya y, tras una leve sonrisa y rodear con su brazo mi cuello, para que así nadie pudiese leer sus labios, me dijo:

«Yo también».
—¡Qué! —grité alborotado.

—¿Qué barbaridad has pedido, Giselle? —la reprendió mamá Lemoine.

Rien, maman. J’ai seulement demandé une motocyclette —respondió Giselle con una sangre fría que no pegaba para nada con la dulce chica que conocía de veranos anteriores.

Los aplausos de los invitados felicitándonos me sacaron del estado de semibabia en el que me había sumido. Acto seguido, alguien encendió la minicadena y comenzaron a sonar los primeros acordes de Marta tiene un marcapasos, de Hombres G, a un volumen ensordecedor. Todos a mi alrededor comenzaron a saltar y a moverse como posesos al ritmo que marcaba la canción. Visto con perspectiva, la canción tenía su guasa, porque mientras mi odiado David Summers no paraba de repetir que Marta tenía un pasajero en su corazón, el mío, mi corazón, me salía por la boca. Quizás hasta ese momento no fui realmente consciente de la transformación de Giselle. Supongo que sería aquello del árbol que no deja ver el bosque, y que mi obsesión y la de mis colegas con madame Lemoine nos había impedido ver cómo su hija, mademoiselle Fillon, se había convertido en un lujurioso bosque.

A medida que pasaban los años, las fiestas eran cada vez más aburridas, y los juegos infantiles habían comenzado a dejar paso a incómodos silencios cuando la señora Lemoine preguntaba quién quería ponerle la cola al burrito. Por eso, el año en que Giselle cumplió los catorce, su mamá permitió que la fiesta se alargase hasta las doce de la noche e hizo desaparecer los juegos reunidos Geyper y la madre que los parió. El año en que Giselle cumplió los quince, Marguerite Lemoine se dio cuenta de que el problema no dependía tanto de la duración de la fiesta ni de los juegos reunidos Geyper como de la compañía, y decidió, muy sabiamente, que a partir de las nueve no se le había perdido nada en aquella casa, así que tras dejarnos provistos de comida y bebida, se arreglaba un poco y salía a cenar con alguna amiga de la urbanización para no volver hasta pasadas las doce. No era nada, sólo tres horas, pero todos las esperábamos como la campana que llama al recreo o como el mes de julio para los Rodríguez.

Casi sin darme cuenta, me vi deambulando por el salón con la mirada perdida y recibiendo empujones por todas partes. Los Hombres G tenían eso, que provocaban el delirio con cada una de sus canciones, y lo que yo necesitaba en ese momento era tranquilidad para asimilar las palabras de Giselle. Chaval, ¿seguro que te ha dicho «Yo también»?, me preguntaba una y otra vez. ¿No te habrá dicho «Rien de rien»? ¿O quizá «Tú no estás bien»? Casi no me dio tiempo para plantearme otra hipotética respuesta de Giselle cuando ésta se abalanzó sobre mí por detrás y me gritó al oído:
«Creo que mi madre ya se ha ido. Subo a mi habitación, espérate cinco minutos, y subes tú». Y desapareció dando saltos entre la gente, así, como si nada, tan ricamente.

Como si acabara de invitarme a ver su colección de minerales o las fotos de su primera comunión. Ahora sí me quedé petrificado, y comencé a notar cómo me temblaban las piernas. Por fin había llegado el momento que tanto había deseado, la hora de estrenarse, y nada menos que con Giselle, la bella Giselle, una de las presas más deseadas por todos mis colegas.

La canción de los Hombres G iba llegando al final, pero mi ritmo cardiaco seguía disparado y nadie sabe cuánto habría pagado en aquel instante por robarle a Marta su marcapasos, aunque en eso le fuese la vida a la tonta aquella. Los medios primitivos con que contaba el discjockey, que no era otro que el imbécil de Esteban Pubull, hacían que siempre se produjese una pausa de unos cinco segundos entre canción y canción. Los suficientes para que todo el mundo se calmase y yo pudiese recuperar el aliento. Pero en esta ocasión no me dio tiempo ni para tomar aire cuando comenzó a sonar la siguiente canción: We’re living together But still it’s farewell And maybe we’ll come back To earth, who can tell, Joder con el Pubull, qué oportuno, pensé, The Final Countdown. Parecía que todo estuviese preparado por una mente retorcida que tenía en Pubull a su brazo ejecutor. No pienses, no pienses, me dije.
Giselle te ha dicho que esperes cinco minutos y que entonces subas a su habitación.

La imagen de los componentes de Europe no se me iba de la cabeza, ahí, dale que te pego, con sus guitarras en ristre y dándole cabezazos al aire como si de esa manera les fuese a llegar la sangre al cerebro, cosa poco improbable por las pintas que llevaban. Cuando los maricas esos acaben su canción ya habrán pasado los cinco minutos, pensé. Sin duda, aquélla fue la cuenta atrás más larga de mi vida. It’s the final countdown, tarará tata, tarará tata, tarará tata, tarará, tarará, tarará, ta ta ta ta ta taaaaa, y por fin la música se apagó. Vamos pallá, chaval, ahora te toca a ti, me dije.

Poco a poco me escabullí de la gente e, intentando pasar inadvertido, me fui acercando a las escaleras que llevaban al piso de arriba. Las subí de dos en dos, lo más rápido que pude, y en siete zancadas me planté en la planta superior. Tal como se llegaba al rellano, la habitación de Giselle era la primera a mano izquierda —había estado allí mil veces, con amigos y a solas con ella, pero nunca había pasado nada, ni mucho menos se me había pasado por la cabeza que pudiese suceder nada entre la chica más bonita de la urbanización y yo—, enfrente de las escaleras estaba la de los gemelos, y a la derecha la de la mamá de Giselle. Tomé aire y me arreglé el cuello delpolo, ahí que voy, me dije. Pero en aquel momento se produjo una de aquellas desconexiones entre mente y cuerpo que uno no sabe explicar, y mientras mi cerebro daba instrucciones a mis piernas para dirigirme a la habitación de Giselle, éstas tomaron vida propia y me llevaron directamente hasta la habitación de la señora Lemoine. La puerta estaba abierta, y una pequeña lámpara iluminaba escasamente la habitación. Supongo que al salir se habría dejado la lámpara encendida sin querer, o quizá lo había hecho a propósito para que nadie tuviese dudas de que ésa era su habitación y que ahí no se entraba. Casi sin querer, me encontré dentro de la habitación, acariciando las sábanas suavísimas que cubrían la cama y recogiendo de debajo de ésta unas braguitas que asomaban por una esquina. Por unos momentos me quedé embobado pasándome las braguitas por la mejilla con los ojos cerrados e inspirando profundamente el olor que desprendían.

Probablemente no olían a nada, ahora no recuerdo bien, o probablemente olerían a lo que huelen unas bragas. En realidad daba igual a lo que olían, lo realmente importante era a quién pertenecían esas braguitas y lo cerca que en esos momentos yo me sentía de ella. En un santiamén noté cómo una erección se abría paso entre mis tejanos, y cómo mi cuerpo se erizaba, al sentir por un instante que Marguerite Lemoine estaba allí, conmigo, acariciando mi mejilla y besando mis labios, deslizando sus manos por mi pecho y buscando con su lengua mi cuello. Supe que aquello no podía durar mucho más, y que en cualquier momento iba a correrme —es lo que tiene la inexperiencia, que siempre viene acompañada de prisas y precipitación—, pero en el mismo momento en que advertí que por fin iba a consumar aquella apasionada historia de amor con las braguitas de la señora Lemoine, se me cortó completamente el rollo.

Oí un ruido en el pasillo y unos pasos que se dirigían hacia la habitación donde me encontraba. ¡Coño, Giselle!, me dije, y tras guardarme las braguitas en un bolsillo del pantalón corrí a parapetarme tras un biombo que había en un rincón. Menos mal que la señora Lemoine era una mujer refinada y cosmopolita capaz de disponer de un biombo en su habitación.

Probablemente sería la única mamá en toda la urbanización que tendría un biombo, la única con buen gusto, la única dispuesta a reservar un espacio para un mueble tan bonito y útil en esta ocasión. Si me hubiese pasado lo mismo en mi casa, ya me veía vergonzosamente descubierto tras unas cortinas de ganchillo con flores bordadas a punto de cruz por mi abuela.

Agazapado tras el biombo esperé a que Giselle entrase y recé todo lo que en aquel momento recordaba para que no advirtiese mi presencia. Pero lo que entró fue una mole inmensa que sólo atiné a reconocer cuando estuvo más cerca de la lámpara.

¡Joder, Domingo Pubull!, casi exclamé, el padre de Pubull, qué carajo hace éste aquí.

Recordé que, en efecto, había venido acompañando al lerdo de su hijo porque tenía miedo de que se cargase la minicadena que se había llevado de casa. ¡Pero qué cojones hacía el capullo ese en la habitación de la señora Lemoine! ¿No sería uno de esos depravados que se cuelan en las habitaciones de las señoras para robarles las bragas y hacerse pajas con ellas? Tenía toda la pinta. Sólo de un degenerado así podía salir un engendro como su hijo. Estaba yo cagándome en la madre del padre de Pubull cuando otra figura entró en la habitación y cerró la puerta tras de sí. De nuevo, la escasa luz me impedía ver de quién se trataba. Seguro que es su hijo, pensé, otro pervertido como su padre que aprovecha la ausencia de la mamá de Giselle para matarse a pajas con su ropa interior. Pero la realidad me pegó con todas sus fuerzas en los morros, y antes de que pudiese seguir maldiciendo la estirpe de los Pubull, la figura de Marguerite Lemoine emergió de la oscuridad.

Cerré los ojos y esperé a que la hostia que le metiese al señor Pubull resonase por toda la casa. Pero ese estruendo que deseaba escuchar nunca llegó a producirse, y cuando abrí los ojos vi a Domingo Pubull perforando con su lengua la boca de Marguerite. Hijo de puta, pensé, la estará forzando el muy cabrón. Por un instante se me pasó por la cabeza salir en su auxilio, pero por suerte nunca fui un valiente y sí un poco lento de reflejos, porque justo en aquel momento la madre de Giselle empezaba a bajarle la bragueta al padre de Pubull e introducía su mano lentamente en sus pantalones. La cara que se me quedó bien habría merecido un premio, el de gilipollas del año. Se me cayeron los huevos al suelo: la señora Lemoine, el gran mito erótico de mi adolescencia, estaba pegándose el lote con Domingo Pubull, el tío más chuloputas de la urbanización. Él, el marica de su hijo y su Alfa Romeo 75 Twin Spark color rojo eran lo más odioso de aquella urbanización, y allí estaba el tipo, levantándose a la hermosa, interesante, atractiva, y un poco puta, todo hay que decirlo, señora Lemoine.

La mamá de Giselle, lo reconozco, estaba tremenda. No sé muy bien ni cómo ni dónde ni cuándo se había podido cambiar de ropa y arreglarse, pero aquella falda negra superajustada que le llegaba por debajo de las rodillas y que no hacía sino resaltar sus poderosas caderas y sus esbeltísimas piernas junto con aquella blusa del mismo color y sin mangas la presentaban como lo que no podía dejar de ser aunque estuviese en brazos de aquel monstruo: la mujer más atractiva que jamás había conocido. Aunque en aquellos días de julio hiciese un calor insoportable, Marguerite se había puesto unas medias negras finísimas que perfilaban aún más sus piernas y se había calzado unos zapatos de tacón alto que brillaban en la oscuridad y que daban ganas de arrastrarse ante ellos.

Al padre de Pubull le faltó tiempo para levantarle la falda a Marguerite, dejando al descubierto unas piernas y un culo perfectos que, aunque los había repasado con la vista muchas veces en la playa, se me antojaban nuevos y mucho más atractivos. Ella, por su parte, se dejaba meter mano por todas partes y como respuesta sólo emitía unos leves jadeos que conseguían que el capullo aquel se atreviese a ir cada vez más lejos. Con la maestría de quien se ha levantado más tías que Manolo La Nuit, comenzó a desabrocharle la blusa y, tras una breve sacudida, hizo que emergiesen unos pechos grandes y bien puestos, encerrados, qué digo, secuestrados por un delicado sujetador también negro que resaltaba de manera exultante esa obra tan perfecta de la naturaleza. Aún no sé cómo lo había conseguido, pero aquel maestro del destape se había deshecho en un pispás de la ajustada falda y de la blusa de la señora Lemoine, y la imagen que ahora se presentaba ante mí era para sacar la Super 8 y ponerse a rodar. Un cuerpo impresionante, demoledor, que yo quería retener con todas sus curvas en mi memoria para no olvidarlo nunca. Me quedé tan embobado que ahora ya no me importaba la presencia del padre de Pubull. Al contrario, en mi mente lo jaleaba para que fuese a más. La temperatura subía por momentos, y detrás del biombo casi no se podía ni respirar, habían cerrado la puerta para que nadie les pillase y el cuarto era ya una sauna que me estaba matando de calor. Pero lo que para mí era una tortura, para ellos era un aliciente, y cada gota de sudor que brotaba de la nuca de Marguerite y se deslizaba por su espalda, la mano de su amante la recogía y la llevaba hasta el escote de aquélla para darle un brillo aún mayor. La señora Lemoine hizo que Domingo Pubull se sentase en la cama y muy lentamente se arrodilló ante él para, después de bajarle los pantalones y los gayumbos hasta los tobillos, agarrar su miembro con fuerza y humedecerlo con unos lengüetazos de puro vicio.

Aquella mujer tenía estilo incluso para chupársela a un cerdo como ése. Deslizaba su lengua de abajo arriba como si con ella modelara una figura de barro, y a cada poco se la introducía todita entera en la boca, como cuando la boa constrictor engulle de un bocado al pobre roedor en esos documentales sobre la naturaleza. Sin todavía tener muy claro si aquello me daba asco, rabia o qué, me quedé maravillado ante esa capacidad succionadora. A Pubull se notaba que le gustaba, porque el pobre sólo tenía fuerzas para, de vez en cuando, levantar un poco la cabeza y acto seguido volver a caer desplomado sobre la cama. Esa mujer sabía cómo hacer disfrutar a un hombre.

Nada de las posiciones a las que debían de estar acostumbrados los españoles. No, qué va, aquí se follaba como en Europa, de igual a igual. Los franceses nos pasaban la mano por la cara hasta en el sexo. La soltura y desinhibición que mostraba Marguerite hacía que sonase ingenuo aquel chiste de la francesa a la que le preguntaban: «Oiga, ¿y ustedes en su país cómo folian?», «Pues como se ha hecho toda la vida», respondía ella, «la señora debajo y los dos señores encima».

A juzgar por las caras que ponía Domingo Pubull, aquel trabajo que le estaba haciendo la señora Lemoine debía de ser de lo mejor que había probado en mucho tiempo. Supongo que ella también advirtió que Pubull no resistiría mucho más, y con la delicadeza de una bailarina se levantó y le pidió que se echase en la cama. Con mucha suavidad, y sin perder la sonrisa, acabó de quitarle las náuticas, el pantalón rojo (muy probablemente Pubull fue el precursor de la estúpida estética pijo playera de combinar mocasines, pantalón rojo y camisa de lino blanca) y los calzoncillos de rayas verdes que aún rodeaban sus tobillos. A continuación, Marguerite se volvió hasta darme la espalda. Entonces comenzó a bajarse poco a poco las braguitas, casi sin doblar las piernas y acompañándolas con sus manos hasta que las braguitas llegaron al suelo; la imagen de su precioso sexo abriéndose entre sus nalgas brillantes es una de las más excitantes que he visto en mi vida. Todo se produjo como a cámara lenta, poco a poco, sin prisas, dándole tiempo a Pubull para que se recuperase. Y yo deseaba que las braguitas nunca llegasen a tocar el suelo, aunque, por otra parte, sabía que cuanto más descendían, más en pompa ponía el culo y mejores eran las vistas.

Después dobló sus brazos por detrás de la espalda y se desabrochó el sujetador, se lo quitó y lo dejó caer suavemente.
Cuando por fin quedó completamente desnuda, realizó un giro completo sobre sí misma, como si enseñara la mercancía a un posible comprador. Un escalofrío me recorrió todo el cuerpo; tuve la impresión de que ese striptease improvisado no tenía como único destinatario Domingo Pubull, sino que también me lo dedicase a mí.

Pero eso era imposible, en todo momento yo había permanecido completamente quieto, sin hacer el menor ruido; sólo de vez en cuando utilizaba un fular que caía por ambas partes del biombo para secarme el manantial de sudor que me brotaba de la frente y me recorría la cara. Entonces, madame Lemoine gateó muy lentamente sobre la cama hasta que se situó encima de su partenaire y, tras apoyar sus manos sobre el pecho de éste, aupó sus caderas y acogió con su sexo la polla de Domingo Pubull, erguida como una torre de alta tensión.

Marguerite, con las manos apoyadas sobre el pecho de Pubull y ligeramente inclinada hacia delante, comenzó a compasar unos vaivenes de cadera, cada vez más acelerados, que terminaban en golpes secos contra la pelvis de su pareja. A pesar de la posición, en ningún momento perdía su porte y me impresionaba la elasticidad con que aquel precioso cuerpo se acoplaba al baboso que la estaba empalando. Aquel movimiento de caderas ya lo hubiera querido para sí el mismísimo Elvis. Fue entonces cuando por primera vez me pareció ver en su cara una señal de que ella también disfrutaba, porque cerró los ojos y comenzó a mordisquearse los labios, supongo que para no gritar de placer. Así siguió durante un par de minutos, con un ritmo endiablado pero sin perder en ningún momento el gran estilo que la caracterizaba. Mientras, el padre de Pubull no dejaba de emitir sonidos raros y de poner caras; más que follar, parecía que participara en un concurso de dobles de Sylvester Stallone.

Cuando todo indicaba que el pobre Pubull estaba a punto de reventar, éste se quitó de encima a Marguerite de forma un poco brusca y a continuación la obligó a ponerse mirando para Tarancón, cerca de Cuenca, o mejor dicho, mirando en dirección al biombo tras el que me ocultaba. Yo pensé que el muy guarro le iba a poner el culo como la bandera de Japón, pero, por la cara de placer de Marguerite, el hombre no debió de ser tan bruto como me había imaginado y se limitó a meterla por donde Dios manda (aunque no en esa postura, ni con otra que no sea tu mujer). A Pubull se le notaba que no podía resistir más y que quería acabar pronto aquel polvete, y que además quería hacerlo en plan triunfal, sometiendo a Marguerite a unas últimas y agónicas embestidas para que a ésta le quedase claro quién mandaba allí. Parecía que lo que buscaba no era tanto una satisfacción sexual como la de su propio ego; no se le veía al hombre una pizca de pasión, de amor por aquella bellísima mujer a la que se estaba tirando con la misma poca gracia con la que probablemente metería la manguera de la gasolina en su flamante Alfa Romeo 75 Twin Spark color rojo. Mientras, mamá Lemoine, con una elegancia impropia de la postura en la que se encontraba, diría que incluso disfrutaba con cada una de las descargas del gasolinero en cuestión. Su rostro expresaba un gozo contenido, sus ojos y sus labios estaban sellados, supongo que para contener los jadeos que habría proferido si no se estuviese celebrando una fiesta de adolescentes en la planta de abajo. Una vez más, parecía que me hubiesen dado entradas de palco, pues desde mi posición tenía una vista perfecta de Marguerite, con su cara de ángel y sus generosos pechos bamboleándose con un ritmo que me excitaba tanto que, en un pequeño movimiento para evitar la incomodidad que me estaba provocando algo que surgía de mi entrepierna, le di un golpe al biombo y se oyó un leve chasquido.

Rápidamente me aparté un poco y dejé de mirar por la rendija del biombo, esperando que nadie más lo hubiese oído. Durante unos segundos fui yo el que cerró los ojos, y me encogí como si de aquella manera no me fuesen a descubrir, en plan avestruz. Todo mi cuerpo estaba completamente bloqueado, excepto mi oído, atento al menor ruido que me alertase de que había sido descubierto. Pero todo seguía igual, a mamá Lemoine casino se la oía y Pubull seguía con su imitación de Sylvester Stallone repostando gasolina. Al poco, la curiosidad me llevó a mirar de nuevo por la rendija. Todo seguía igual. Entonces Marguerite Lemoine abrió lentamente los ojos y una simpática sonrisa se fue perfilando en su cara. Fue un momento mágico en el que nuestras miradas se cruzaron: de pronto tuve la sensación de que era yo quien se la estaba cepillando. Pero aquella magia fugaz se rompió de inmediato con la última embestida y posterior desplome de Domingo Pubull sobre el cuerpo de Marguerite. Yo volví a mi posición de avestruz, esperando que todo hubiese acabado y que no les diese por quedarse a fumar un cigarrillo mientras Domingo Pubull alardeaba de cómo había ido el repostaje. Pero no hubo ningún comentario ni ninguna palabra cariñosa que diese por finalizado aquel encuentro. Ambos se apresuraron a vestirse de nuevo, y sólo cuando apagaron la pequeña lámpara que iluminaba la habitación, me atreví a mirar de nuevo por la rendija. A contraluz, se podía distinguir la figura de Domingo Pubull ya con un pie en el pasillo. La puerta quedó abierta y la silueta de Marguerite se perfilaba, quieta, en la habitación. Así esperó unos instantes para asegurarse de que nadie les veía salir juntos. Pasado ese tiempo prudencial, salió de la habitación y fue cerrando lentamente la puerta tras de sí. Antes de que la cerrase por completo,Marguerite Lemoine se volvió hacia la oscuridad de la habitación y pronunció unas palabras que nunca olvidaré: Bon anniversaire, mon cher.

Fin

Nunca debería haber salido de aquella habitación. Mi vida habría sido mucho más feliz si me hubiese transformado en un panel más de aquel biombo para poder espiar cada noche a Marguerite, ya fuese durmiendo plácidamente, ya fuese follando salvajemente con el Domingo Pubull de turno. Pero seguro que mi madre me echaría en falta y tarde o temprano movilizaría a todo el cuerpo de la Guardia Civil para que me localizasen, así que decidí armarme de valor y salir rápido de aquella habitación para ver si aún tenía alguna oportunidad con Giselle. Fue poner un pie en el pasillo y toparme de morros con una encendida Giselle: «¿Se puede saber qué haces saliendo de la habitación '64e maman?, ¿y qué es eso que te cuelga del bolsillo?». Paralizado, sólo atiné a bajar la vista lentamente hasta llegar a la altura del bolsillo al que se refería Giselle. Entonces vi que lo que colgaba del bolsillo no era otra cosa que las braguitas de madame Lemoine, por no mencionar la erección de caballo que mis pantalones no lograban disimular. A continuación volví a levantar la vista poco a poco y me quedé balbuceando ante una Giselle furiosa que no paraba de insultarme en francés. Aguanté casi un minuto de humillaciones continuadas, hasta que Giselle zanjó su retahíla con un «Pero, bueno, ¿tú no tienes nada que decir?».

Como única respuesta vomité encima de ella una espesa mezcla de albóndigas y canelones de mi madre, y salí corriendo escaleras abajo. No volví a cruzar la palabra con Giselle durante el resto del verano, pero, por suerte, a principios de agosto conocí a Margarida, una chica de Oporto que acababa de llegar con sus padres de vacaciones y que, sin duda, era una chica muy apropiada.

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