Bon anniversaire, mon cher
Albert Andreu
A
Sandra, Jana y Teo, por orden de aparición. Lo mejor que me ha pasado nunca;
deberían conocerlos. Y a mi madre, a la que, más que un relato, tendría que
dedicarle toda una enciclopedia.
Aquel
verano del 86, tres cosas relucían más que el sol: las albóndigas de mi madre,
la sonrisa de Marguerite y mi carnet del Español. El carnet aún lo conservo, pero
las otras dos cosas se quedaron en aquella urbanización de la Costa Brava que cada
verano se veía inundada por una marea de bellas holandesas, alemanas, francesas,
italianas y portuguesas; bueno, estas últimas no eran precisamente guapas, pero
nadie es capaz de imaginarse lo viciosas que podían ser, y eso, a cierta edad, compensa.
Las que venían del norte llegaban a finales de junio en sus flamantes coches
conducidos por sus espigados padres y sus orondas y caballunas madres; ése era el
futuro que les esperaba, una lenta y dolorosa transformación que las llevaría
de ser unas dulces ninfas a algo muy parecido a una lanzadora de disco de la
antigua Alemania Oriental. Pero eso poco nos preocupaba; lo único que queríamos
era disfrutarlas en aquel momento, en aquellos veranos en los que aprendíamos
idiomas a marchas forzadas: You are so beautiful, Ich liebe dich für immer,
Ik hou van jou (jodido el holandés, pero las tetas de Marijke hubieran
incluso merecido que aprendiese esperanto), Tu es la chose plus belle du
monde, Il mio cuore sospira per te, y otras cursilerías que servían
para arrancarles una mirada cómplice que delatase su disponibilidad a darse un
revolcón.
Nosotros,
que nos instalábamos en el pueblo unas semanas antes, esperábamos su llegada
como cuando Chuck Norris esperaba al Vietcong a la salida del arrozal: dispuestos
a follárnoslas a todas. Pero aquella voluntad de conocer en profundidad otras
culturas acababa reduciéndose siempre a unos cuantos besos robados y a alguna mano
deslizada bajo la falda de alguna portuguesa, las únicas que se dejaban magrear
sin oponer mucha resistencia. Sin embargo, todo cambió en aquel verano del 86,
y todavía hoy no sé si tuvo algo que ver que ese mismo año España y Portugal
hubiesen entrado en la Comunidad Económica Europea o qué, pero de lo que sí
estoy completamente seguro es de que las mismas chicas que en los veranos
anteriores nos cruzaban la cara en cuanto intentábamos sobrepasar la frontera
que imponía el dobladillo de su falda, ese verano del 86 llegaron con más ganas
que nunca de conocer a sus nuevos vecinos europeos. En el caso de las
portuguesas, esa teoría hacía aguas por todas partes, porque llevaban años
dejándose repasar por cuanto guiri se les insinuase. A las más guarrillas las
llamábamos las «apropiadas». El mote se lo había puesto mi madre sin querer: un
día en que estábamos todos los amigos en una terraza del puerto deportivo, se
nos acercó y en tono inquisitorial nos preguntó quién era esa niña que paseaba
de la mano con Nacho (Nacho era el hijo de Mariela, la mejor amiga de mi
madre). «Graça, Graça», respondimos. «De nada, de nada», apostilló el imbécil
de Pubull. Le pegué una colleja. «Ah, así que es portuguesa», siguió
mi madre. «De Oporto», mamá, respondí al momento. «Upoooortu», precisó el imbécil
de Pubull. Se llevó la segunda colleja. «Ah, pues me parece una chica muy apropiada
para Nacho», y ahí nos dejó con la horchata calentándose. Aquel tercer grado
al que nos sometió mi madre tuvo dos consecuencias: una, Nacho y Graça dejaron
de salir al día siguiente (y es que las madres, aparte de falsas, tienen un
sexto sentido, séptimo dirían algunas de ellas, para las parejas de sus hijos);
la segunda es que mi madre, sin quererlo, nos brindó una espléndida palabra
para referirnos a las portuguesas facilonas sin que el resto de chicas que
frecuentábamos se enterasen de qué hablábamos. «Qué os parece Adelina para
Mario», nos preguntaba alguna amiga alcahueta que había enviado la interesada.
«Muy apropiada, sin duda», respondíamos nosotros. Y ahí que se iba Mario con la
Adelina de turno a meterle un repaso detrás del chiringuito. Y es que las tetas
de Marijke no estaban hechas para todos los mortales, y la verdad, cuando la
necesidad aprieta, no hay tanta diferencia entre una holandesa y una
portuguesa.
Ya sea
por una cuestión de geopolítica o por una cuestión de hormonas, el caso es que
el verano en que cumplía los dieciséis prometía mucho. Nosotros nos habíamos deshecho
de aquel aire infantil que nos había lastrado en nuestras aproximaciones al sexo
opuesto, y ellas se habían transformado de una manera asombrosa: les habían nacido
generosas curvas donde antes sólo había planicie y sus sonrisas infantiles se habían
transformado en lascivos movimientos de labios que llamaban a la revolución.
Mi
aniversario, el 14 de julio, coincidía con el de Giselle, una vecina francesa
que llegaba a mediados de junio y que se instalaba con su madre y sus dos
hermanos pequeños, Antoine y Frédéric, en un apartamento casi puerta con puerta
con el nuestro. Recuerdo perfectamente a la madre de Giselle, la señora
Marguerite Lemoine,
una mujer muy atractiva, divorciada del padre de Giselle primero, y del de Tuán
y Fede después.
Todos andábamos medio babosos con madame Lemoine, pues, a pesar
de sus cuarenta y dos años, o quizá gracias a ellos, disfrutaba, y nos hacía disfrutar,
de un cuerpo de escándalo. Era una mujer alta en comparación con nuestras madres,
con una preciosa cara afilada y unos ojos de un verde muy suave que te hipnotizaban,
unos labios finos que transmitían una ternura descomunal, y una piel blanquísima
que se iba tostando a medida que avanzaba el verano. Era de las pocas mamás que
no habían sucumbido a la estúpida moda de hacer topless en la playa, y eso no
hacía sino acrecentar el morbo que todos sentíamos hacia ella. Los bikinis comprados
en París resaltaban todo aquello que pretendían ocultar: unos pechos llamativos
por su perfección, generosos y apetecibles, un culo rumboso del que no podías
apartar los ojos, y un pubis perfecto a juzgar por las marcas que dejaba a la vista
cuando la señora Lemoine salía del agua. Ésa era una de las imágenes más deliciosas
que recuerdo de aquellos veranos, la de aquella mujer saliendo del mar muy
lentamente y esquivando con elegancia las toallas tendidas en el suelo mientras
se recogía el pelo hacia atrás, logrando que sus pechos adquirieran un
protagonismo estelar. A su lado, hasta la mítica salida del mar de Ursula
Andress en Agente 007 contra el Doctor No parecía un sketch de
Martes y Trece. Como decía, ésa era una de las imágenes más deliciosas; entre
las más divertidas, la que se producía en el camino inverso, cuando Marguerite
Lemoine se disponía a darse un baño: sólo levantarse, momento en el que dejaba
a mejor vista sus atributos, siempre había dos o tres chavales que corrían
rápido hasta el mar para, una vez dentro, mantenerse a flote con una sola mano.
Cuánto ejercicio hacíamos durante aquellos veranos.
La
coincidencia de aniversario con Giselle —yo nací en el 70 y ella en el 69— había
generado la costumbre, desde que cumplimos los once y doce respectivamente, de
que cada 14 de julio me invitaran a la casa de la señora Lemoine para celebrar juntos
el aniversario. En mi casa solíamos celebrar el cumpleaños con una copiosa comida
de tres platos y postre, aparte del pastel, que mi madre se emperraba en preparar
haciendo caso omiso al más mínimo sentido común. No recuerdo pocos veranos a
treinta y cinco grados y comiendo ensalada de judías, canelones y albóndigas
con tomate —nunca le perdonaré al gilipollas de mi hermano su adicción a las
albóndigas con tomate y sus súplicas a mi madre para que ésta se las preparase,
tocinillos de cielo de postre y bizcocho de chocolate relleno de mermelada de albaricoque
para soplar las velas. A las cinco de la tarde, cuando nos levantábamos de la
mesa, yo, más que un niño normal, parecía la versión infantil de Benny Hill,
con la cara desencajada y una mirada entre lerda y perdida. Mamá siempre me
decía que invitase a mis amigos a comer, y éstos me preguntaban por qué no
hacía nada para mi cumpleaños. Pero a mí me avergonzaba el plan de cumpleaños
que se presentaba en mi casa —cómo podía forzar a alguien que tenía que ser mi
amigo durante todo el verano a meterse entre pecho y espalda media docena de
canelones seguida de albóndigas con tomate bajo aquel calor infernal—, así que,
un verano, me inventé una excusa para no llevar gente a casa: mamá era testigo
de Jehová, y su religión le prohibía celebrar aniversarios en compañía de gente
que no fuese de la familia. Nadie volvió a preguntar.
En casa
de Giselle celebraban el cumpleaños a las siete de la tarde, y la casa, al contrario
que la mía, se llenaba de niños y niñas que desfilaban con regalos para la homenajeada.
La señora Lemoine, que sabía que yo celebraba el aniversario a solas, siempre
insistía en que a la hora de soplar las velas me sentase junto a Giselle y soplásemos
juntos. Aquel verano del 86, a pesar de lo ridículo que era sentar a una misma
mesa a un chaval de dieciséis años y a una ya casi mujer de diecisiete, la señora
Lemoine insistió: «Si queréis, éste será el último año que lo hagamos, pero dadme
esa alegría», nos dijo mientras nos acompañaba de la mano hasta la mesa donde
se encontraba la tarta con todas las velas. Giselle y yo teníamos un rito que realizábamos
cada año: cuando llegaba el pastel con las velas que tocasen, Giselle cogía una
con sus manos y la separaba del resto para que juntos soplásemos todas las velas,
después, acercaba la vela que había retirado a mi cara y la apagaba ante mis ojos
con una dulzura pasmosa. Quizás ésa sea la mayor muestra de generosidad que recuerdo
de mi infancia, quizá de toda mi vida.
Tras
apagar esa última vela que señalaba el año que nos separaba, juntábamos
nuestras mejillas y nos confesábamos el deseo que habíamos pedido segundos
antes. La señora Lemoine, que aparte de guapa era muy supersticiosa, nos afeaba
la conducta cada año, pero a nosotros nos encantaba soliviantarla con esa
tontería.
El día
en que cumplí dieciséis años y en el momento en que Giselle apagó ante mis ojos
la vela que siempre se reservaba para sí, no sé qué pasaría por mi cabeza cuando
al acercar mi mejilla a la de Giselle sólo me vinieron a la mente, y de ahí, en
menos de una centésima de segundo, a la boca, dos palabras: «Quiero follarte».
Ni «quiero hacer el amor contigo», ni «quiero que nos acostemos juntos», ni
«quiero estrenarme contigo», qué va, «quiero follarte», así, tal como suena, en
el estilo más vulgar que uno pueda imaginar. Ni al alcalde de Sodoma se le
hubiera ocurrido pronunciar esas dos palabras en un momento tan mágico como
aquél.
Al
principio pensé que Giselle no me había oído, o que incluso yo no había llegado
a pronunciar tal disparate, porque no sólo no estampó el pastel de cumpleaños contra
mi cara sino que la mantuvo muy unida a la suya y, tras una leve sonrisa y rodear
con su brazo mi cuello, para que así nadie pudiese leer sus labios, me dijo:
«Yo
también».
—¡Qué!
—grité alborotado.
—¿Qué
barbaridad has pedido, Giselle? —la reprendió mamá Lemoine.
—Rien,
maman. J’ai seulement demandé une motocyclette —respondió Giselle con una
sangre fría que no pegaba para nada con la dulce chica que conocía de veranos
anteriores.
Los
aplausos de los invitados felicitándonos me sacaron del estado de semibabia en
el que me había sumido. Acto seguido, alguien encendió la minicadena y comenzaron
a sonar los primeros acordes de Marta tiene un marcapasos, de Hombres G,
a un volumen ensordecedor. Todos a mi alrededor comenzaron a saltar y a moverse
como posesos al ritmo que marcaba la canción. Visto con perspectiva, la canción
tenía su guasa, porque mientras mi odiado David Summers no paraba de repetir
que Marta tenía un pasajero en su corazón, el mío, mi corazón, me salía por la boca.
Quizás hasta ese momento no fui realmente consciente de la transformación de Giselle.
Supongo que sería aquello del árbol que no deja ver el bosque, y que mi obsesión
y la de mis colegas con madame Lemoine nos había impedido ver cómo su hija,
mademoiselle Fillon, se había convertido en un lujurioso bosque.
A
medida que pasaban los años, las fiestas eran cada vez más aburridas, y los juegos
infantiles habían comenzado a dejar paso a incómodos silencios cuando la señora
Lemoine preguntaba quién quería ponerle la cola al burrito. Por eso, el año en que
Giselle cumplió los catorce, su mamá permitió que la fiesta se alargase hasta
las doce de la noche e hizo desaparecer los juegos reunidos Geyper y la madre
que los parió. El año en que Giselle cumplió los quince, Marguerite Lemoine se
dio cuenta de que el problema no dependía tanto de la duración de la fiesta ni
de los juegos reunidos Geyper como de la compañía, y decidió, muy sabiamente,
que a partir de las nueve no se le había perdido nada en aquella casa, así que
tras dejarnos provistos de comida y bebida, se arreglaba un poco y salía a
cenar con alguna amiga de la urbanización para no volver hasta pasadas las
doce. No era nada, sólo tres horas, pero todos las esperábamos como la campana
que llama al recreo o como el mes de julio para los Rodríguez.
Casi
sin darme cuenta, me vi deambulando por el salón con la mirada perdida y recibiendo
empujones por todas partes. Los Hombres G tenían eso, que provocaban el delirio
con cada una de sus canciones, y lo que yo necesitaba en ese momento era tranquilidad
para asimilar las palabras de Giselle. Chaval, ¿seguro que te ha dicho «Yo
también»?, me preguntaba una y otra vez. ¿No te habrá dicho «Rien de rien»?
¿O quizá «Tú no estás bien»? Casi no me dio tiempo para plantearme otra
hipotética respuesta de Giselle cuando ésta se abalanzó sobre mí por detrás y
me gritó al oído:
«Creo
que mi madre ya se ha ido. Subo a mi habitación, espérate cinco minutos, y subes
tú». Y desapareció dando saltos entre la gente, así, como si nada, tan
ricamente.
Como si
acabara de invitarme a ver su colección de minerales o las fotos de su primera
comunión. Ahora sí me quedé petrificado, y comencé a notar cómo me temblaban
las piernas. Por fin había llegado el momento que tanto había deseado, la hora
de estrenarse, y nada menos que con Giselle, la bella Giselle, una de las
presas más deseadas por todos mis colegas.
La
canción de los Hombres G iba llegando al final, pero mi ritmo cardiaco seguía disparado
y nadie sabe cuánto habría pagado en aquel instante por robarle a Marta su marcapasos,
aunque en eso le fuese la vida a la tonta aquella. Los medios primitivos con
que contaba el discjockey, que no era otro que el imbécil de Esteban Pubull, hacían
que siempre se produjese una pausa de unos cinco segundos entre canción y canción.
Los suficientes para que todo el mundo se calmase y yo pudiese recuperar el aliento.
Pero en esta ocasión no me dio tiempo ni para tomar aire cuando comenzó a sonar
la siguiente canción: We’re living together — But still it’s farewell
— And maybe we’ll come back — To earth, who can tell,
Joder con el Pubull, qué oportuno, pensé, The Final Countdown. Parecía
que todo estuviese preparado por una mente retorcida que tenía en Pubull a su
brazo ejecutor. No pienses, no pienses, me dije.
Giselle
te ha dicho que esperes cinco minutos y que entonces subas a su habitación.
La
imagen de los componentes de Europe no se me iba de la cabeza, ahí, dale que te
pego, con sus guitarras en ristre y dándole cabezazos al aire como si de esa
manera les fuese a llegar la sangre al cerebro, cosa poco improbable por las
pintas que llevaban. Cuando los maricas esos acaben su canción ya habrán pasado
los cinco minutos, pensé. Sin duda, aquélla fue la cuenta atrás más
larga de mi vida. It’s the final countdown, tarará tata, tarará tata,
tarará tata, tarará, tarará, tarará, ta ta ta ta ta taaaaa, y por
fin la música se apagó. Vamos pallá, chaval, ahora te toca a ti, me dije.
Poco a
poco me escabullí de la gente e, intentando pasar inadvertido, me fui acercando
a las escaleras que llevaban al piso de arriba. Las subí de dos en dos, lo más
rápido que pude, y en siete zancadas me planté en la planta superior. Tal como
se llegaba al rellano, la habitación de Giselle era la primera a mano izquierda
—había estado allí mil veces, con amigos y a solas con ella, pero nunca había
pasado nada, ni mucho menos se me había pasado por la cabeza que pudiese
suceder nada entre la chica más bonita de la urbanización y yo—, enfrente de
las escaleras estaba la de los gemelos, y a la derecha la de la mamá de
Giselle. Tomé aire y me arreglé el cuello delpolo, ahí que voy, me dije. Pero
en aquel momento se produjo una de aquellas desconexiones entre mente y cuerpo
que uno no sabe explicar, y mientras mi cerebro daba instrucciones a mis
piernas para dirigirme a la habitación de Giselle, éstas tomaron vida propia y
me llevaron directamente hasta la habitación de la señora Lemoine. La puerta
estaba abierta, y una pequeña lámpara iluminaba escasamente la habitación.
Supongo que al salir se habría dejado la lámpara encendida sin querer, o quizá
lo había hecho a propósito para que nadie tuviese dudas de que ésa era su habitación
y que ahí no se entraba. Casi sin querer, me encontré dentro de la habitación,
acariciando las sábanas suavísimas que cubrían la cama y recogiendo de debajo
de ésta unas braguitas que asomaban por una esquina. Por unos momentos me quedé
embobado pasándome las braguitas por la mejilla con los ojos cerrados e inspirando
profundamente el olor que desprendían.
Probablemente
no olían a nada, ahora no recuerdo bien, o probablemente olerían a lo que
huelen unas bragas. En realidad daba igual a lo que olían, lo realmente
importante era a quién pertenecían esas braguitas y lo cerca que en esos
momentos yo me sentía de ella. En un santiamén noté cómo una erección se abría
paso entre mis tejanos, y cómo mi cuerpo se erizaba, al sentir por un instante
que Marguerite Lemoine estaba allí, conmigo, acariciando mi mejilla y besando
mis labios, deslizando sus manos por mi pecho y buscando con su lengua mi
cuello. Supe que aquello no podía durar mucho más, y que en cualquier momento
iba a correrme —es lo que tiene la inexperiencia, que siempre viene acompañada
de prisas y precipitación—, pero en el mismo momento en que advertí que por fin
iba a consumar aquella apasionada historia de amor con las braguitas de la señora
Lemoine, se me cortó completamente el rollo.
Oí un ruido
en el pasillo y unos pasos que se dirigían hacia la habitación donde me
encontraba. ¡Coño, Giselle!, me dije, y tras guardarme las braguitas en un
bolsillo del pantalón corrí a parapetarme tras un biombo que había en un
rincón. Menos mal que la señora Lemoine era una mujer refinada y cosmopolita
capaz de disponer de un biombo en su habitación.
Probablemente
sería la única mamá en toda la urbanización que tendría un biombo, la única con
buen gusto, la única dispuesta a reservar un espacio para un mueble tan bonito
y útil en esta ocasión. Si me hubiese pasado lo mismo en mi casa, ya me veía vergonzosamente
descubierto tras unas cortinas de ganchillo con flores bordadas a punto de cruz
por mi abuela.
Agazapado
tras el biombo esperé a que Giselle entrase y recé todo lo que en aquel momento
recordaba para que no advirtiese mi presencia. Pero lo que entró fue una mole
inmensa que sólo atiné a reconocer cuando estuvo más cerca de la lámpara.
¡Joder,
Domingo Pubull!, casi exclamé, el padre de Pubull, qué carajo hace éste aquí.
Recordé
que, en efecto, había venido acompañando al lerdo de su hijo porque tenía miedo
de que se cargase la minicadena que se había llevado de casa. ¡Pero qué cojones
hacía el capullo ese en la habitación de la señora Lemoine! ¿No sería uno de esos
depravados que se cuelan en las habitaciones de las señoras para robarles las bragas
y hacerse pajas con ellas? Tenía toda la pinta. Sólo de un degenerado así podía
salir un engendro como su hijo. Estaba yo cagándome en la madre del padre de Pubull
cuando otra figura entró en la habitación y cerró la puerta tras de sí. De
nuevo, la escasa luz me impedía ver de quién se trataba. Seguro que es su hijo,
pensé, otro pervertido como su padre que aprovecha la ausencia de la mamá de
Giselle para matarse a pajas con su ropa interior. Pero la realidad me pegó con
todas sus fuerzas en los morros, y antes de que pudiese seguir maldiciendo la
estirpe de los Pubull, la figura de Marguerite Lemoine emergió de la oscuridad.
Cerré
los ojos y esperé a que la hostia que le metiese al señor Pubull resonase por
toda la casa. Pero ese estruendo que deseaba escuchar nunca llegó a producirse,
y cuando abrí los ojos vi a Domingo Pubull perforando con su lengua la boca de
Marguerite. Hijo de puta, pensé, la estará forzando el muy cabrón. Por un
instante se me pasó por la cabeza salir en su auxilio, pero por suerte nunca
fui un valiente y sí un poco lento de reflejos, porque justo en aquel momento
la madre de Giselle empezaba a bajarle la bragueta al padre de Pubull e
introducía su mano lentamente en sus pantalones. La cara que se me quedó bien habría
merecido un premio, el de gilipollas del año. Se me cayeron los huevos al suelo:
la señora Lemoine, el gran mito erótico de mi adolescencia, estaba pegándose el
lote con Domingo Pubull, el tío más chuloputas de la urbanización. Él, el
marica de su hijo y su Alfa Romeo 75 Twin Spark color rojo eran lo más odioso
de aquella urbanización, y allí estaba el tipo, levantándose a la hermosa,
interesante, atractiva, y un poco puta, todo hay que decirlo, señora Lemoine.
La mamá
de Giselle, lo reconozco, estaba tremenda. No sé muy bien ni cómo ni dónde ni
cuándo se había podido cambiar de ropa y arreglarse, pero aquella falda negra
superajustada que le llegaba por debajo de las rodillas y que no hacía sino resaltar
sus poderosas caderas y sus esbeltísimas piernas junto con aquella blusa del mismo
color y sin mangas la presentaban como lo que no podía dejar de ser aunque estuviese
en brazos de aquel monstruo: la mujer más atractiva que jamás había conocido.
Aunque en aquellos días de julio hiciese un calor insoportable, Marguerite se
había puesto unas medias negras finísimas que perfilaban aún más sus piernas y
se había calzado unos zapatos de tacón alto que brillaban en la oscuridad y que
daban ganas de arrastrarse ante ellos.
Al
padre de Pubull le faltó tiempo para levantarle la falda a Marguerite, dejando al
descubierto unas piernas y un culo perfectos que, aunque los había repasado con
la vista muchas veces en la playa, se me antojaban nuevos y mucho más
atractivos. Ella, por su parte, se dejaba meter mano por todas partes y como
respuesta sólo emitía unos leves jadeos que conseguían que el capullo aquel se
atreviese a ir cada vez más lejos. Con la maestría de quien se ha levantado más
tías que Manolo La Nuit, comenzó a desabrocharle la blusa y, tras una breve
sacudida, hizo que emergiesen unos pechos grandes y bien puestos, encerrados,
qué digo, secuestrados por un delicado sujetador también negro que resaltaba de
manera exultante esa obra tan perfecta de la naturaleza. Aún no sé cómo lo
había conseguido, pero aquel maestro del destape se había deshecho en un pispás
de la ajustada falda y de la blusa de la señora Lemoine, y la imagen que ahora
se presentaba ante mí era para sacar la Super 8 y ponerse a rodar. Un cuerpo
impresionante, demoledor, que yo quería retener con todas sus curvas en mi
memoria para no olvidarlo nunca. Me quedé tan embobado que ahora ya no me
importaba la presencia del padre de Pubull. Al contrario, en mi mente lo
jaleaba para que fuese a más. La temperatura subía por momentos, y detrás del
biombo casi no se podía ni respirar, habían cerrado la puerta para que nadie
les pillase y el cuarto era ya una sauna que me estaba matando de calor. Pero
lo que para mí era una tortura, para ellos era un aliciente, y cada gota de
sudor que brotaba de la nuca de Marguerite y se deslizaba por su espalda, la
mano de su amante la recogía y la llevaba hasta el escote de aquélla para darle
un brillo aún mayor. La señora Lemoine hizo que Domingo Pubull se sentase en la
cama y muy lentamente se arrodilló ante él para, después de bajarle los
pantalones y los gayumbos hasta los tobillos, agarrar su miembro con fuerza y
humedecerlo con unos lengüetazos de puro vicio.
Aquella
mujer tenía estilo incluso para chupársela a un cerdo como ése. Deslizaba su
lengua de abajo arriba como si con ella modelara una figura de barro, y a cada poco
se la introducía todita entera en la boca, como cuando la boa constrictor
engulle de un bocado al pobre roedor en esos documentales sobre la naturaleza.
Sin todavía tener muy claro si aquello me daba asco, rabia o qué, me quedé
maravillado ante esa capacidad succionadora. A Pubull se notaba que le gustaba,
porque el pobre sólo tenía fuerzas para, de vez en cuando, levantar un poco la
cabeza y acto seguido volver a caer desplomado sobre la cama. Esa mujer sabía
cómo hacer disfrutar a un hombre.
Nada de
las posiciones a las que debían de estar acostumbrados los españoles. No, qué
va, aquí se follaba como en Europa, de igual a igual. Los franceses nos pasaban
la mano por la cara hasta en el sexo. La soltura y desinhibición que mostraba Marguerite
hacía que sonase ingenuo aquel chiste de la francesa a la que le preguntaban:
«Oiga, ¿y ustedes en su país cómo folian?», «Pues como se ha hecho toda la
vida», respondía ella, «la señora debajo y los dos señores encima».
A
juzgar por las caras que ponía Domingo Pubull, aquel trabajo que le estaba haciendo
la señora Lemoine debía de ser de lo mejor que había probado en mucho tiempo.
Supongo que ella también advirtió que Pubull no resistiría mucho más, y con la
delicadeza de una bailarina se levantó y le pidió que se echase en la cama. Con
mucha suavidad, y sin perder la sonrisa, acabó de quitarle las náuticas, el
pantalón rojo (muy probablemente Pubull fue el precursor de la estúpida
estética pijo playera de combinar mocasines, pantalón rojo y camisa de lino
blanca) y los calzoncillos de rayas verdes que aún rodeaban sus tobillos. A
continuación, Marguerite se volvió hasta darme la espalda. Entonces comenzó a
bajarse poco a poco las braguitas, casi sin doblar las piernas y acompañándolas
con sus manos hasta que las braguitas llegaron al suelo; la imagen de su
precioso sexo abriéndose entre sus nalgas brillantes es una de las más
excitantes que he visto en mi vida. Todo se produjo como a cámara lenta, poco a
poco, sin prisas, dándole tiempo a Pubull para que se recuperase. Y yo deseaba
que las braguitas nunca llegasen a tocar el suelo, aunque, por otra parte,
sabía que cuanto más descendían, más en pompa ponía el culo y mejores eran las
vistas.
Después
dobló sus brazos por detrás de la espalda y se desabrochó el sujetador, se lo quitó
y lo dejó caer suavemente.
Cuando
por fin quedó completamente desnuda, realizó un giro completo sobre sí misma,
como si enseñara la mercancía a un posible comprador. Un escalofrío me recorrió
todo el cuerpo; tuve la impresión de que ese striptease improvisado no tenía como
único destinatario Domingo Pubull, sino que también me lo dedicase a mí.
Pero eso
era imposible, en todo momento yo había permanecido completamente quieto, sin hacer
el menor ruido; sólo de vez en cuando utilizaba un fular que caía por ambas partes
del biombo para secarme el manantial de sudor que me brotaba de la frente y me
recorría la cara. Entonces, madame Lemoine gateó muy lentamente sobre la cama hasta
que se situó encima de su partenaire y, tras apoyar sus manos sobre el
pecho de éste, aupó sus caderas y acogió con su sexo la polla de Domingo
Pubull, erguida como una torre de alta tensión.
Marguerite,
con las manos apoyadas sobre el pecho de Pubull y ligeramente inclinada hacia
delante, comenzó a compasar unos vaivenes de cadera, cada vez más acelerados,
que terminaban en golpes secos contra la pelvis de su pareja. A pesar de la
posición, en ningún momento perdía su porte y me impresionaba la elasticidad
con que aquel precioso cuerpo se acoplaba al baboso que la estaba empalando.
Aquel movimiento de caderas ya lo hubiera querido para sí el mismísimo Elvis.
Fue entonces cuando por primera vez me pareció ver en su cara una señal de que
ella también disfrutaba, porque cerró los ojos y comenzó a mordisquearse los
labios, supongo que para no gritar de placer. Así siguió durante un par de
minutos, con un ritmo endiablado pero sin perder en ningún momento el gran
estilo que la caracterizaba. Mientras, el padre de Pubull no dejaba de emitir
sonidos raros y de poner caras; más que follar, parecía que participara en un
concurso de dobles de Sylvester Stallone.
Cuando
todo indicaba que el pobre Pubull estaba a punto de reventar, éste se quitó de
encima a Marguerite de forma un poco brusca y a continuación la obligó a ponerse
mirando para Tarancón, cerca de Cuenca, o mejor dicho, mirando en dirección al
biombo tras el que me ocultaba. Yo pensé que el muy guarro le iba a poner el
culo como la bandera de Japón, pero, por la cara de placer de Marguerite, el hombre
no debió de ser tan bruto como me había imaginado y se limitó a meterla por donde
Dios manda (aunque no en esa postura, ni con otra que no sea tu mujer). A Pubull
se le notaba que no podía resistir más y que quería acabar pronto aquel polvete,
y que además quería hacerlo en plan triunfal, sometiendo a Marguerite a unas
últimas y agónicas embestidas para que a ésta le quedase claro quién mandaba allí.
Parecía que lo que buscaba no era tanto una satisfacción sexual como la de su propio
ego; no se le veía al hombre una pizca de pasión, de amor por aquella bellísima
mujer a la que se estaba tirando con la misma poca gracia con la que probablemente
metería la manguera de la gasolina en su flamante Alfa Romeo 75 Twin Spark
color rojo. Mientras, mamá Lemoine, con una elegancia impropia de la postura en
la que se encontraba, diría que incluso disfrutaba con cada una de las descargas
del gasolinero en cuestión. Su rostro expresaba un gozo contenido, sus ojos y
sus labios estaban sellados, supongo que para contener los jadeos que habría proferido
si no se estuviese celebrando una fiesta de adolescentes en la planta de abajo.
Una vez más, parecía que me hubiesen dado entradas de palco, pues desde mi posición
tenía una vista perfecta de Marguerite, con su cara de ángel y sus generosos pechos
bamboleándose con un ritmo que me excitaba tanto que, en un pequeño movimiento
para evitar la incomodidad que me estaba provocando algo que surgía de mi
entrepierna, le di un golpe al biombo y se oyó un leve chasquido.
Rápidamente
me aparté un poco y dejé de mirar por la rendija del biombo, esperando que
nadie más lo hubiese oído. Durante unos segundos fui yo el que cerró los ojos,
y me encogí como si de aquella manera no me fuesen a descubrir, en plan
avestruz. Todo mi cuerpo estaba completamente bloqueado, excepto mi oído,
atento al menor ruido que me alertase de que había sido descubierto. Pero todo
seguía igual, a mamá Lemoine casino se la oía y Pubull seguía con su imitación
de Sylvester Stallone repostando gasolina. Al poco, la curiosidad me llevó a
mirar de nuevo por la rendija. Todo seguía igual. Entonces Marguerite Lemoine
abrió lentamente los ojos y una simpática sonrisa se fue perfilando en su cara.
Fue un momento mágico en el que nuestras miradas se cruzaron: de pronto tuve la
sensación de que era yo quien se la estaba cepillando. Pero aquella magia fugaz
se rompió de inmediato con la última embestida y posterior desplome de Domingo
Pubull sobre el cuerpo de Marguerite. Yo volví a mi posición de avestruz,
esperando que todo hubiese acabado y que no les diese por quedarse a fumar un
cigarrillo mientras Domingo Pubull alardeaba de cómo había ido el repostaje.
Pero no hubo ningún comentario ni ninguna palabra cariñosa que diese por
finalizado aquel encuentro. Ambos se apresuraron a vestirse de nuevo, y sólo cuando
apagaron la pequeña lámpara que iluminaba la habitación, me atreví a mirar de
nuevo por la rendija. A contraluz, se podía distinguir la figura de Domingo
Pubull ya con un pie en el pasillo. La puerta quedó abierta y la silueta de
Marguerite se perfilaba, quieta, en la habitación. Así esperó unos instantes
para asegurarse de que nadie les veía salir juntos. Pasado ese tiempo
prudencial, salió de la habitación y fue cerrando lentamente la puerta tras de
sí. Antes de que la cerrase por completo,Marguerite Lemoine se volvió hacia la
oscuridad de la habitación y pronunció unas palabras que nunca olvidaré: Bon
anniversaire, mon cher.
Fin
Nunca
debería haber salido de aquella habitación. Mi vida habría sido mucho más feliz
si me hubiese transformado en un panel más de aquel biombo para poder espiar cada
noche a Marguerite, ya fuese durmiendo plácidamente, ya fuese follando salvajemente
con el Domingo Pubull de turno. Pero seguro que mi madre me echaría en falta y
tarde o temprano movilizaría a todo el cuerpo de la Guardia Civil para que me
localizasen, así que decidí armarme de valor y salir rápido de aquella
habitación para ver si aún tenía alguna oportunidad con Giselle. Fue poner un
pie en el pasillo y toparme de morros con una encendida Giselle: «¿Se puede
saber qué haces saliendo de la habitación '64e maman?, ¿y qué es eso que
te cuelga del bolsillo?». Paralizado, sólo atiné a bajar la vista lentamente
hasta llegar a la altura del bolsillo al que se refería Giselle. Entonces vi
que lo que colgaba del bolsillo no era otra cosa que las braguitas de madame
Lemoine, por no mencionar la erección de caballo que mis pantalones no lograban
disimular. A continuación volví a levantar la vista poco a poco y me quedé
balbuceando ante una Giselle furiosa que no paraba de insultarme en francés.
Aguanté casi un minuto de humillaciones continuadas, hasta que Giselle zanjó su
retahíla con un «Pero, bueno, ¿tú no tienes nada que decir?».
Como
única respuesta vomité encima de ella una espesa mezcla de albóndigas y
canelones de mi madre, y salí corriendo escaleras abajo. No volví a cruzar la
palabra con Giselle durante el resto del verano, pero, por suerte, a principios
de agosto conocí a Margarida,
una chica de Oporto que acababa de llegar con sus padres de vacaciones y que,
sin duda, era una chica muy apropiada.
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