No recuerdo exactamente en qué lugar de la extensa y tan inteligente obra de Aldous Huxley (pienso que debe ser en Those Barren Leaves, sólo que soy demasiado haragán como para ir a checarlo), el escritor inglés nos aseguraba que el amor es el mejor deporte que se puede practicar bajo techado: incluso lo llegaba a llamar "el mejor de los deportes caseros". Dicho sea de paso, el autor de A Brave New World cometió el error de morirse en Hollywood el mismo día que asesinaron en Dallas a Kennedy, así que su muerte pasó no sin pena, pero sí sin gloria.
Y volviendo a nuestro tema: prescindamos de lo indiscutiblemente
autorizado de su opinión, por la sabiduría de Aldous Huxley y por ser
Inglaterra la madre patria de tantísimos deportes. Convengamos, a cambio, que
sostener que el amor es, de entre todos ellos, el mejor de los que pueden
cobijarse bajo techo, responde en pura lógica a los condicionamientos
climatológicos de un país más bien frío y lluvioso. Pero sea.
En una revista colombiana que parte del sabio principio de que si
piensas mal acertarás (y que congruentemente se llama El Malpensante), leí hace tiempo un amplio catálogo donde se
recapitulaban ventajas y desventajas del amor como deporte. Selecciono las más
destacables, añadiendo algunas, no pocas, de la propia cosecha.
Entre las ventajas: 1. Un uniforme más bien estorba. 2. No se requieren zapatos especiales. 3. No existen límites de tiempo. 4. No se suspende por lluvia, excepto en un match al aire libre y atendiendo razones de salud. 5. La cancha es lo de menos. 6. El champaña también puede consumirse antes. 7. No hay árbitros con silbatos que lo echen a perder. 8. Tampoco hay entrenadores que te miran con mala cara si fumas un cigarrillo en las pausas entre cada asalto. 9. No se llevan a cabo controles de doping al término de las pruebas. 10. No existe una cifra límite y reglamentada de intentos, dependiendo su número de la fortaleza y/o la resistencia de los contendientes. Y 11. ¡¡No lo inventaron los ingleses!!
Y ahora, entre las desventajas: 1. Si se hace en un velero nadie lo
llama regatas. 2. Excepto en algunos países escandinavos y en los Países Bajos,
el profesionalismo es perseguido por la policía. 3. Al final no dan medallas ni
se interpreta el himno nacional (si bien esto último, en según qué casos, puede
contemplarse asimismo como una ventaja, porque ¿a quién le quedaría aliento
para cantar tras una plusmarca olímpica en la materia?). 4. Los padres no deben
ir a ver a sus hijos ni hijas adolescentes en plena acción. Y 5. No hay
campeonatos mundiales, y a las campeonas locales suele calificárselas con
palabras feas que en español riman con gruta, cosa que bien vista es en el
fondo una metáfora del lugar donde se anotan los tantos amorosos.
Lo primero que pone de manifiesto una valoración objetiva, y ante todo
cuanticualitativa, de las enumeraciones precedentes, es que las ventajas
superan desde luego a las desventajas. Amén de todo ello debiera estigmatizarse
como injusticia discriminatoria el hecho de que al amor no se lo considere
deporte, siendo así que acerca de su práctica profesionalizada reina un
consenso unánime: es la prestación corporal con más pedigrí en la historia de
la humanidad.
Y a propósito: por ahí corría hace tiempo el chiste de aquella nadadora
italiana completamente desconocida, que en unos Juegos Olímpicos dejó estupefactos
a los expertos al acopiar más medallas de oro que Mark Spitz en Múnich 1972:
ella las ganó toditas todas. Y cuando los reporteros la asaltaron para
preguntarle, en el colmo del asombro, que de dónde había sacado energías para
semejante descomunal esfuerzo, la signorina
respondió: "¿Esfuerzo? Ninguno. Fíjense que llevo varios años ganándome la
vida como puta callejera en Venecia." ¿Se la imaginan huyendo a toda
braza, por los canales, de las lanchas con motor fuera de borda de la Policía?
Considerando todo lo argumentado, lo único que hace falta es que el COI
se muestre dispuesto, por fin, a homologar la práctica del amor como disciplina
olímpica (por ejemplo, dentro de la gimnasia rítmica, sin ir más lejos). Ya en
estas Olimpiadas –que no es por nada, pero quiero subrayar que se celebran en
Grecia, la cuna de Eros– deberíamos haberlo podido ver coronado con medallas de
oro, plata y bronce. Eso además de que en cualquier caso, como hubiera dicho
Giacomo Casanova, plusmarquista a destiempo, "lo importante es
participar".
Por si las "que ni labráis como abejas ni brilláis cual
mariposas", váyanse inscribiendo en los respectivos Comités Olímpicos
nacionales para los próximos Juegos, los de Pekín, porque los mandarines,
aunque sólo sea por definición (indumentaria), tienen la manga ancha. Y no se
les olvide: deben postularse al menos, ¡al menos!, por parejas, igual que en
ciertas competiciones harto más agotadoras, aunque desde luego no tan
placenteras, de remo y canotaje. Mucho me temo, sin embargo, que habrá que
esperar a que la India sea la sede de los Juegos Olímpicos para que tengamos al
amor incluido entre sus competiciones. Y si tampoco lo llegase a ser en la
patria del Kamasutra, abandonemos ya toda esperanza.
La Jornada Semanal, domingo 29 de agosto de
2004 núm. 495
Si, creo que fue un error, quizá confabulación de la vida misma.
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