CAPÍTULO
I:
A lo
largo de los años en que he estado más o menos en contacto con otras prostitutas
he escuchado frecuentemente explicaciones sobre el motivo de su degradación: la
bajeza particular a la cual atribuía su inicio en una vida de vergüenza. La
historia más corriente se refiere a la seducción por un amante bajo la
inevitable circunstancia atenuante de «antes de que yo supiera nada», con la
ocasional variación «puso algo en mi copa y cuando recobré los sentidos…» o
«era más fuerte que yo y no pude hacer nada». En estos relatos, en los que sólo
varían los detalles intrascendentes, el hombre siempre es culpable y la mujer
nunca es un cómplice complaciente. Siempre es víctima de la depravación de
algún hombre, a través de ardides, fuerza o engaño.
Confieso que he escuchado estos relatos e
incluso he contemplado algunas lágrimas de autocompasión, con cierta dosis de
escepticismo. Al rememorar mi propia vida no puedo encontrar nada que pudiera
servir como excusa para cargarle a otro la responsabilidad de mi condición, y
tampoco puedo acusar en justicia a ningún hombre de haber instigado mi degradación
moral, si bien el número de los que se aprovecharon de mi voluntaria
delincuencia suma legión. En realidad, si buscara hipócritamente algún factor
que me permitiera justificarme ante mí misma o ante los demás, podría atribuir
parte de culpa al ambiente en que me educaron de niña, sin embargo, un análisis
consciente de mi vida posterior lleva a la única conclusión de que aun cuando
esas condiciones hubieran sido perfectamente normales también me hubiera
deslizado, como el agua por una pendiente, hacia una vida parecida a la que
llevo ahora.
No creo que el carácter se forme a través del
ambiente o la educación. Soy bastante fatalista y estoy convencida de que las
semillas del bien o del mal, la generosidad o la malevolencia, la virtud o el
vicio, están depositadas en el alma desde el principio y que si bien es posible
realizar algunas modificaciones para bien o para mal bajo diversas
circunstancias, el resultado neto no cambiará mucho.
En mi infancia conocí a dos hermanos, hijos
de padres ricos muy respetados en la comunidad. Estos dos chicos fueron
educados bajo las circunstancias más favorables de ambiente hogareño y moral.
El mayor, que siempre fue la personificación del honor y la circunspección,
ocupa un lugar de alta confianza en la administración de la nación. El hijo
menor de los mismos padres, educado exactamente bajo las mismas condiciones y
circunstancias, manifestó pronto todas las características de una naturaleza
irresponsable y actualmente está perseguido por su participación en un atraco que
culminó en un asesinato. Conozco otros ejemplos parecidos.
Ningún hombre me sedujo, pero logré librarme
de mi virginidad antes de cumplir doce años. Cuando cumplí los catorce había
jodido con una docena de jóvenes y varios hombres mayores. No me sentía orgullosa
ni decepcionada ni presionada, dejaba que se me tiraran porque era agradable,
porque me gustaba, e incluso el hecho de que así pudiera adquirir algún chelín
e incluso mayores sumas de dinero de modo fácil y placentero no tuvo mucho peso
en mi complacencia.
Tenía ocho años y René, mi hermanastro, diez
cuando la curiosidad mutua sobre nuestros respectivos atributos sexuales
comenzó a tomar forma de esfuerzos infantiles por desvelar los misterios de la
naturaleza. Estos esfuerzos, que al principio no fueron mucho más allá de la
simple observación, con ocasionales manoseos, estaban más inspirados por la
curiosidad que por impulsos sexuales; sin embargo, percibíamos la calidad de
fruto prohibido y actuábamos con considerable cautela ocultándonos cuando nos
sentíamos impulsados a satisfacer nuestra curiosidad.
Bajo el techo de casa había una buhardilla
que utilizábamos como almacén de muebles en desuso y otros trastos viejos. René
y yo la convertimos en una especie de casa de juegos. Se subía a la buhardilla
por una escalera estrecha e inclinada encerrada entre oscuras paredes y
nuestros padres raras veces subían por allí y de haberlo hecho sus pasos nos
hubieran advertido a tiempo; nos sentíamos razonablemente seguros y siempre
recurríamos a ese oscuro escondrijo cuando sentíamos deseos de hacer algo feo.
Mamma Agnes no era mi verdadera madre. Mi propia
madre había muerto cuando yo tenía cuatro años. Con la filosofía práctica de un
viudo que se ha quedado con un niño pequeño a su cargo, papá no perdió tiempo
en adquirir una nueva esposa y menos de seis meses después tenía una mamá y un
hermanastro dos años mayor que yo.
No censuro ni alabo a mamma Agnes. Era
amable conmigo de una forma indiferente y creo que se preocupaba tanto de mí
como de su propio hijo, René. Simplemente no era del tipo maternal y aunque
aceptaba las obligaciones materiales que representaba nuestra presencia sin
quejarse y nos mantenía limpios y bien alimentados, existía una ausencia casi
total de algo que recordara una educación moral o espiritual. Nos castigaba de
vez en cuando, pero sólo cuando nuestro mal comportamiento molestaba a los
demás.
René y yo dormimos en la misma cama durante
dos años. Cuando tenía unos seis años recuerdo que oí como papá le decía a mamma
Agnes que éramos demasiado grandes para dormir juntos. Mamma Agnes
formuló algunas protestas que no comprendí, pero al día siguiente René tenía
una cama en otra habitación y a partir de entonces dormimos separados. Echaba
de menos el cálido cuerpecito de René junto al mío durante la noche y quise
saber por qué ya no podíamos dormir juntos. Mamma Agnes me dio una
explicación evasiva.
—No es bonito que los niños y las niñas
duerman juntos, —fue la respuesta llena de tacto que sólo sirvió para avivar el
fuego inquieto de la curiosidad.
Durante los dos años siguientes el tema fue
aclarado un poco, aunque de forma confusa, por otros niños bien dispuestos a
compartir sus conocimientos con nosotros.
No debía ver la pichula de René y él tampoco
debía ver mi conejito. Aparentemente, éste era en resumen el incomprensible
orden de cosas que había terminado bruscamente con nuestro lecho común: e
inmediatamente ambos comenzamos a arder de deseos de ver lo que no debíamos ver
y a lo que habíamos prestado escasa atención cuando la oportunidad estaba al
alcance de la mano sin que mediara prohibición alguna.
El alma juvenil está sedienta de cierto tipo
de saber. ¿Cuál era la base real de ese misterio sobre las pichulas de los
niños y los conejitos de las niñas?
—Un niño mete la pichula en el conejito de
una niña —decía uno.
—Así se tienen niños, pero uno no puede tener
un niño si no está casado.
—Si te frotas el conejito sentirás algo muy
agradable —decía otro.
En la seguridad de nuestro escondrijo de la
buhardilla, René y yo buscamos diligentemente la respuesta a ese misterio. El
antiguo cuarto de juegos se convirtió en un burdel juvenil. Sacamos un viejo
colchón de detrás de un montón de muebles desvencijados y lo pusimos en el
suelo. Me acosté encima de ese colchón con las piernas abiertas mientras René
miraba y manoseaba hasta que su curiosidad estuvo temporalmente satisfecha y
recibí la compensación de mirar y tocar su pichulina. Contemplar sus
evoluciones eróticas, expandiéndose, hinchándose, endureciéndose, hasta que se
proyecta tiesa y rígida hacia delante era fuente de inagotable asombro. Intenté
ver si podía impedir que creciera apretándola en el puño de la mano, pero mi
apretón parecía hacerla crecer más de prisa, agitando mis dedos y provocándole
curiosas sensaciones de estremecimiento.
Varias veces intentamos realizar una
verdadera copulación, pero algo faltaba y el fracaso nos intrigaba. Jugar,
mirando y manoseando, era agradable, pero faltaba algo, algo dulce, algo
evasivo que sentíamos al alcance de la mano pero que se nos escapaba.
Imaginen un grupo de veinte alegres y
despreocupados niños de ambos sexos, entre los ocho y los doce años de edad,
cantando con voz estridente y descuidado abandono mientras prosiguen sus
juegos, convirtiendo un montón de escombros en un país encantado. Incluso los
vagabundos de la calle que miran a los pequeños inocentes al pasar no pueden
evitar sentir una oleada de sentimentalidad.
Sobre el puente de Aviñón
todos bailan, todos bailan.
Sobre el puente de Aviñón
todos bailan y yo también.
¡Pero, ojo!, la canción no acaba aquí. Las
agudas voces masculinas se adelantan y las niñas sólo se oyen en medio de una
confusión de risitas y murmullos.
Madge y Jerry chupándosela están
chupándosela, chupándosela.
Madge y Jerry chupándosela están
chupándosela y yo también.
Después de chupar, van a joder.
Oh qué bien, oh qué bien.
Después de chupar van a joder,
van a joder y yo también.
De una casa cuyas ventanas abiertas caen
cerca de los cantores sale una vieja irlandesa, blandiendo una escoba, con la
cara sofocada de ira.
—¡Largo de ahí, cerdos cochinos, u os sacaré
el demonio a golpes de esas puercas bocas! —grita mientras veinte pares de pies
huyen en veinte direcciones distintas bajo la amenaza de la escoba de la
escandalizada vieja dama.
Cuando tenía unos once años, la capacidad de
ganar dinero de papá se vio tan menguada por la embriaguez, que mamma
Agnes se vio obligada a aceptar un pensionista. La mejor habitación de la casa,
que antes utilizábamos como salón, fue transformada con este objeto y alquilada
a un tal Mr. Peters.
Mr. Peters, relojero de profesión, era un caballero
de unos cuarenta y cinco años que irradiaba jovialidad, buen humor y que sentía
un gran amor por los niños. Inmediatamente sintió debilidad por mí y pronto los
peniques y regalitos comenzaron a caer sobre mí en una abundancia desconocida
hasta entonces. Mr. Peters me llamaba constantemente para que le hiciera
pequeños recados, ir a buscar el periódico, un paquete de cigarrillos, una
botella de cerveza, y esos pequeños servicios se veían recompensados
invariablemente con un agradable cumplido, una palmadita afectuosa en la
mejilla y una moneda de reducido valor.
A medida que progresaba nuestra amistad, su
amable afecto tomó la forma de caricias juguetonas, pellizcos y palmaditas.
Esto no me perturbaba y era bastante observadora como para advertir que sus
expansiones afectivas eran más pronunciadas y en consecuencia más remunerativas
cuando estábamos a solas. Así, pronto comencé a buscar oportunidades de estar
cerca de él cuando nadie más rondaba por allí, especialmente cuando mamma
Agnes había salido con el cesto de la compra.
En esas ocasiones, me sentaba en su regazo y
mientras sus manos frotaban mi cuerpo sin parar me llenaba los oídos con un
torrente de agradables piropos. Mis piernas parecían ser el principal objeto de
su admiración, y mientras las acariciaba y pellizcaba bromeando para subrayar
sus palabras, su agradable rostro florido se excitaba aún más y la frente se le
llenaba de gotitas de sudor.
Un día Mr. Peters me sorprendió con
esta observación:
—Bendita sea, nuestra pequeña Jessie se está
volviendo más linda cada día. Esas piernas… esas piernas. Sabes —continuó,
mientras pasaba sus manos por mis caderas y muslos—, estoy empezando a
sospechar que en realidad no eres una niña. Las niñas no tienen piernas tan
finas como éstas. Apostaría que eres un niño y no una niña.
—Los niños no llevan faldas y tienen el pelo
corto —exclamé.
—¡Ah! —replicó con mirada de inteligencia,
agitando escépticamente el dedo ante mis ojos—, ¡podría ser un truco para
engañar a la gente! Un niño podría llevar faldas y dejarse crecer el pelo. Sí…
—musitó abstraído—, mientras más lo pienso, más convencido estoy de que en
realidad eres un niño vestido de niña.
—¡Soy una niña! —protesté indignada.
—Hace tiempo que lo sospechaba —continuó,
ignorando mis protestas—. Quieres que te diga una cosa —añadió
confidencialmente—, ¡apostaría un chelín a que eres un niño!
—¡Muy bien! —exclamé excitada—. ¡Puede
preguntárselo a mamma Agnes!
—¡Oh, no! —objetó en seguida—. Ahora no está
aquí y además podría estar de tu parte y decir que eres una niña de todos
modos.
—Bueno, ¿a quién se lo va a preguntar?
—Hummmm —murmuró, meditando profundamente—.
Debería haber una forma de saberlo sin preguntárselo a nadie.
Yo esperaba inquieta.
—¡Ya está! ¡Ya lo tengo! —exclamó, como si de
pronto se le hubiera ocurrido una solución al desconcertante problema—. Pero
recuerda que si gano debes pagarme el primer chelín que recibas. ¡Aquí dejo el
mío para pagarte si pierdo!
Y sacó un chelín reluciente de su bolsillo,
depositándolo ante mis ojos.
—¡Sí, sí! —respondí ávidamente—. ¡Le pagaré
si pierdo!
¡El primer chelín que reciba! ¿Cómo va a
saberlo?
—Bueno, no es difícil —replicó—. Es curioso
que no se nos ocurriera antes. Los niños tienen… hummm… una cosa que les cuelga
entre las piernas… ahí… y las niñas no tienen nada. Ahora todo lo que tienes
que hacer es sacarte las braguitas y lo miraremos. Y recuerda, si tienes una
cosa que cuelga entre las piernas, como creo, tendrás que pagarme un chelín.
Aunque al principio me sentí confundida por
este curioso método, bien evidente, de resolver el problema, mis deseos de
demostrar la injusticia de la acusación, junto con la perspectiva de ganar un
chelín con tanta facilidad, eliminaron los pequeños escrúpulos que podía sentir
de mostrarle mi conejito, y sin decir palabra me levanté el vestido, me bajé
las bragas descubriendo el factor decisivo entre la feminidad y la virilidad.
Con cierta sorpresa por mi parte, las dudas
de Mr. Peters no se disiparon inmediatamente. Su cara enrojecida
adquirió un color aún más escarlata y parecía tener dificultades para hablar.
Sugirió que me sacara completamente las bragas para poder ver mejor, y cuando
lo hice consideró necesaria una inspección más meticulosa hasta que finalmente
se convenció de que no tenía nada escondido entre las piernas.
Después de un prolongado examen, durante el
cual parecía a punto de sofocarse mientras sus dedos palpaban mi conejito,
apretando, explorando, suspiró profundamente y aceptó su derrota, confesando su
error. Mi sexo estaba reivindicado, establecido y probado más allá de toda duda
razonable, y su arrepentimiento de haber dudado de ello se convirtió en un
chelín suplementario además del que habíamos apostado al principio.
Cuando René llegó a casa le mostré llena de
júbilo las dos monedas de plata, explicándole su origen y le dije que Mr.
Peters había creído que tenía una pichula escondida dentro del conejito. Mi
relación del incidente lo dejó pensativo y unos minutos más tarde sugirió que
subiéramos a jugar a la buhardilla.
La verdad era que el insistente manoseo de Mr.
Peters me había dejado un extraño escozor en el conejito. Estaba excesivamente
húmedo y caliente, y acepté la sugerencia de René con presteza. Nos deslizamos
escaleras arriba y, siguiendo la rutina acostumbrada, me saqué las bragas y me
tendí de espaldas sobre el viejo colchón con las rodillas levantadas y bastante
separadas mientras René me hurgaba con su pichulina tiesa.
Sus movimientos frecuentemente erráticos
llevaban la punta contra la parte superior de mi conejito, y cada vez que
oprimía o frotaba cierto punto sentía un agradable estremecimiento. Para
atrapar esa elusiva ternura, bajé la mano, agarré su pichula entre los dedos y
la apreté contra el punto sensible. Había un bultito de carne que se hinchaba y
agitaba, e instintivamente froté la punta de su pichula contra él. La agradable
sensación volvió a inundar toda la parte inferior de mi cuerpo, emitiendo
radiaciones tan deliciosas a través de mis nervios, que me hacían temblar
violentamente. La sensación culminó en un inesperado estallido de placer que me
hizo gemir y balbucear extasiada. Había experimentado mi primer orgasmo.
Siempre había querido y admirado a mi
hermanastro René. Era más guapo que la mayoría de los chicos. Tenía hermosos
cabellos oscuros y rizados, y su piel era blanca y suave. Cuando logré mi
primer orgasmo algo se despertó en mí transformando el afecto en total
adoración. No creo haber amado nunca a nadie más, y ni siquiera igual.
Le di uno de los chelines que había ganado
tan fácilmente, y mientras continuaba comentando la suprema ignorancia de Mr.
Peters, él me miró con ojos compasivos y exclamó:
—¿Estás loca? ¡Sabía que eras una niña! Lo
que quería era verte el conejito.
Todo quedó claro, pero los dos chelines
borraron cualquier sentimiento o lamentación, e incluso tuve una vaga intuición
de una posible explotación futura. Ya hacía tiempo que había advertido el hecho
de que el interés que Mr. Peters sentía por mí no era casual. Si me había
dado dos chelines sólo por mirarme el conejito, tal vez algún día deseara verlo
de nuevo.
Probablemente había algo en mis ojos que
descubrió esa esperanza a Mr. Peters, pues cuando tuve una nueva
oportunidad de deslizarme en su habitación, se levantó presuroso y echó llave a
la puerta. Cuando se sentó de nuevo me situó entre sus rodillas, y mientras yo
permanecía allí de pie comenzó a acariciarme el cuerpo desde los sobacos hasta
las rodillas, y al subir sus manos pasaron por debajo del vestido en vez de por
encima. Acarició mis piernas desnudas por encima de las medias, y todo el rato
un torrente de palabras salía de sus labios como si intentara distraer mi
atención del movimiento de sus manos.
—Bueno, bueno, bueno, aquí está la pequeña
Jessie para consolar al pobre viejo Mr. Peters. Mi dulce coliflor. Ella
también está sola. Mamma Agnes ha salido y Jessie está sólita en el
enorme caserón… ¿no es así?
Hizo una pausa, esperando mi asentimiento.
—Bueno, bueno, bueno. Vamos a charlar un rato
a solas. Sus manos se habían introducido bajo las perneras sueltas de mis
bragas y sus dedos me estaban pellizcando las nalgas. —Una niña tan bonita e
inteligente… pero qué piernas—. Retiró las manos después de un último pellizco
afectuoso y las llevó hasta la cinta elástica que sujetaba mis bragas sobre la
cintura y un instante después sentí cómo sus manos poco a poco avanzaban y se
deslizaban sobre mis caderas. Esperaba impaciente.
Cuando las bragas cayeron sobre mis rodillas,
Mr. Peters me rodeó con el brazo, me atrajo más hacia sí y un momento
después tenía la mano encima de mi conejito. Esta maniobra me sorprendió un
poco, pues suponía que lo que pretendía era volver a mirarlo. Pero no, algo
distinto iba a pasar. La mano apretada sobre mi conejito comenzó a moverse suavemente,
y casi inmediatamente sentí de nuevo esas deliciosas sensaciones que antes
habían despertado la punta de la pichula de René. Involuntariamente, miré el
regazo de Mr. Peters. Bajo la pernera de sus pantalones se adivinaba un
enorme bulto.
Con la mirada sorprendida, fija en él, pude
ver cómo la tela se agitaba bajo las expansiones y contracciones espasmódicas
que tenían lugar debajo. Pero la creciente intensidad de las sensaciones
placenteras que agitaban mi cuerpo bajo las manipulaciones de Mr. Peters
pronto me hicieron olvidarlo todo. Al acercarse el orgasmo, mis rodillas
comenzaron a temblar, y en el punto culminante casi me desvanecí, mientras esos
estremecimientos indescriptiblemente deliciosos agitaban mi cuerpo, Mr.
Peters seguía hablando, pero ya no sabía lo que estaba diciendo.
Cuando René volvió a casa tenía otro chelín
para mostrarle. Escuchó atentamente mi relato de lo que había ocurrido y quiso
que le enseñara exactamente lo que me había hecho Mr. Peters. Me saqué
las bragas y puse su mano exactamente en la misma posición en que Mr.
Peters había colocado la suya. Aunque el contacto de la suave manecita de René
era mucho más agradable que la palma dura y callosa de Mr. Peters, mi
orgasmo sexual, probablemente agotado por la masturbación que había sufrido, se
negó a responder a los esfuerzos de René.
Sin embargo, sus propias emociones se
excitaron con la pantomima y, obedeciendo sus órdenes, me tendí sobre el
colchón y dejé que me apretara mientras golpeaba y frotaba mi conejito con su
pichulina. La cogí entre los dedos para apretarla contra el punto más excitable
por su contacto, y mientras la sostenía así, los movimientos de René de pronto
se hicieron más precipitados.
—¡Apriétala fuerte! —murmuró.
Miré su cara. Estaba tensa y respiraba
jadeando. Sus emociones se me contagiaron ligeramente, y por instinto comencé a
apretar su pichulina tiesa y a maniobrarla con los dedos. Ya no estaba en
contacto con mi conejito, sino que se deslizaba arriba y abajo entre mi puño
cerrado.
Sus piernas se pusieron rígidas y sus
movimientos cesaron después de una última agitación convulsiva. En ese mismo
instante, sentí la presencia de una substancia cálida y húmeda en la mano. La
miré con curiosidad y encontré mi palma y mis dedos impregnados de un fluido
lechoso y viscoso.
Una noche, aproximadamente una semana
después, René y yo nos quedamos solos en casa. Papá raras veces regresaba antes
de medianoche, y generalmente estaba tan borracho que mamma Agnes tenía
que meterlo en la cama. En esa ocasión, ella había ido a visitar a un amigo
enfermo y no pensaba regresar hasta bastante tarde. Mr. Peters había
oído algo de eso y me había murmurado que no me acostara hasta que él
regresara, pues estaba seguro de que desearía mandarme a hacer un recado.
Volvió sobre las nueve, y después de
confirmar la ausencia de mamma Agnes, me envió a la esquina a comprar un
periódico con instrucciones de llevarlo a su habitación cuando volviera. Ya le
había comunicado a René mis sospechas de que Mr. Peters me «haría algo»
cuando le llevara el periódico a la habitación, y René iba a espiarnos por el
ojo de la cerradura. Incluso se me ocurrió sacarme las bragas antes de entrar.
Mi intuición juvenil no se equivocó, y Mr.
Peters me masturbó de nuevo mientras permanecía de pie entre sus rodillas con
el vestido levantado y mi hermanastro René espiaba detrás de la puerta por el
ojo de la cerradura.
Pobre Mr. Peters. Nunca intentó nada
más que jugar conmigo de este modo y nunca se sabrá si tenía algún proyecto
para más adelante a medida que mis instintos sexuales se fueran desarrollando,
pues un día, menos de tres meses después de su primera tentativa, fue
atropellado por un autobús y trasladado a un hospital donde murió sin recuperar
la conciencia. Lloré sinceramente cuando supe que no volveríamos a verle y sus
sencillos efectos fueron embalados para trasladarlos. En mi estima era un alma
amable y generosa, fuente de muchas bendiciones.
Poco después de fallecer Mr. Peters,
hubo un escándalo entre los residentes del vecindario. Al final de la calle, en
la gran casa de la esquina, vivía un capitán de barco retirado y su familia
bastante numerosa. Se les consideraba acomodados y empleaban una criada, una
linda jovencita cuyas finas piernas cubiertas de seda, el uniforme negro y el
delantal con puntillas siempre había envidiado en secreto.
Entre los hijos menores de esa familia había
un chico llamado Leonard y una niña llamada Maisie. Leonard tenía aproximada
mente la misma edad que René, pero era de baja estatura y llevaba gafas que le
daban un curioso aspecto. Maisie era muy bonita. Tenía dos años menos que yo.
Los dos niños eran muy precoces. Se decía que Maisie enseñaba su conejito a
todos los niños que quisieran verlo, y Leonard proclamaba que se tiraba a la
criada siempre que le daba la gana. Había ciertas dudas en cuanto a la
veracidad de esto último, pero las dudas se disiparon bruscamente cuando la
criada desapareció de pronto y los chicos mayores de la casa susurraron a sus
confidentes predilectos que había sido despedida sin demora después de ser
descubierta en el mismo acto de chupar la pichula de Leonard mientras se
suponía que vigilaba su baño.
—¡La tenía toda en la boca cuando mamá la
descubrió! —susurraban con aire impresionante.
René persiguió a Leonard para que le diera
detalles en cuanto tuvo oportunidad, y escuchó una descripción totalmente
franca de los hechos, que luego me comunicó a mí.
La relación con la criada había comenzado
varios meses antes por iniciativa de la versátil jovencita. Cada noche, al
acostarlo, tenía la costumbre de meter la mano bajo las sábanas para ver si
estaba dura. Puesto que esto ocurría casi invariablemente y en su opinión la
condición no era favorable para un buen sueño, su forma de remediarlo era
reducir la rigidez mediante un masaje manual que la hacía «acostarse y dormir».
Una noche le dijo a Leonard que sus esfuerzos
para hacerlo dormir tenían un efecto contrario sobre ella y que después de
acostarla pasaba horas en vela. Había una forma de que ambos pudieran remediar
su insomnio. Ella subiría a su dormitorio más tarde cuando todos estuvieran en
la cama y se lo explicaría. Le palpó la pichula para asegurarse de que
estuviera en su acostumbrado estado de erección, pero evitó tomar las medidas
acostumbradas para hacerla dormir.
Cuando todo estuvo tranquilo en la casa, se
deslizó en la habitación como un fantasma en su camisón de dormir blanco,
retiró las sábanas y se acostó a su lado. Cogiendo su pichula con una mano la
frotó hasta que alcanzó el estado máximo de rigidez. Con la otra introdujo los
dedos entre las piernas y con varios movimientos e instrucciones en voz baja le
enseñó cómo responder al masaje.
—Su conejito está lleno de pelos, como el de
una persona mayor —confesó Leonard.
Al cabo de un rato cesó el manoseo y le dijo
que se pusiera encima de ella. Cuando estuvo en la posición adecuada encaminó
la pichula en la dirección correcta y ¡hop!, entró, así por las buenas.
Llegados a este punto del relato, René
interrumpió para aclarar un punto confuso. ¿La pichula de Leonard había entrado
o sólo se había frotado contra el conejito?
Decididamente, había entrado, completamente y
toda entera, ni un trocito había quedado fuera. Estaba seguro de ello. Esa vez
estaban a oscuras, pero posteriormente lo habían hecho a la luz del día cuando
él podía mirar y verla cómo entraba y salía, y entraba directamente.
El relato de la relación de Leonard con la
criada se extendió del simple contacto al acto completo para llegar a la escena
final, en la cual la inesperada entrada de su madre en el cuarto de baño mientras
gozaba, y no por primera vez, de los placeres de que la versátil criada se la
chupara, puso fin a toda la diversión.
Ahora la criada se había ido y estaba
obligado a hacerse él mismo masajes en la pichulina por la noche a fin de
hacerla dormir.
La cuestión de la chupada resultaba bastante
incomprensible para René y para mí. Todavía éramos novicios en las artes del
amor y teníamos mucho que aprender. Nos preocupaba que no hubiéramos podido
conseguir nada parecido al éxito de Leonard y la criada. La pichulina de René
simplemente no podía meterse dentro. Sabíamos que en teoría debía hacerlo, y
los dos habíamos manoseado y explorado en un esfuerzo por encontrar un orificio
bastante grande. No parecía existir ninguno o, si existía, estaba muy bien
cerrado.
Con la candidez de la juventud, René confió
la dificultad a Leonard, y Leonard pronto se ofreció a enseñarle cómo hacerlo.
Nunca me oponía a lo que proponía René, y me sometí obedientemente a la
demostración. Leonard no sabía más sobre la virginidad que René, pero tenía la
confianza que nace de la experiencia, y cuando me saqué las bragas y me acosté
sobre el colchón, se tendió entre mis rodillas y sacó su pichula que, a pesar
de su escasa estatura, era tan grande como la de René, oprimiéndola contra mi
conejito. Dio un golpe, y un chillido salió de mis labios, el cual, de haber
habido alguien más en casa en esos momentos hubiera provocado una
investigación. Su pichula había penetrado directamente, pero la sensación que
experimenté distaba mucho de invitar a mayores experimentos. Después de un
primer chillido de dolor comencé a llorar, las lágrimas corrían por mis
mejillas y luchaba por liberarme.
Aterrado de los inesperados resultados,
Leonard se apartó de mí, y su pichula salió teñida de un fluido rojizo y algunas
gotas se deslizaron entre mis piernas. Leonard estaba tan asustado que huyó del
lugar, dejándonos solos a René y a mí.
El dolor sólo fue momentáneo y cuando se
desvaneció dejé de llorar, pero observé con temor las manchas de sangre que
teñían la carne blanca entre mis piernas. René las frotó nervioso con su
pañuelo y cuando desaparecieron comenzamos a recuperar nuestra seguridad, pero
me sentía vejada por el dolor que había sufrido. Cuando me levanté sentí un
agudo dolor en mis partes sexuales. Afortunadamente, mamma Agnes no hizo
preguntas embarazosas cuando me encontró acostada mucho más temprano de lo
acostumbrado y al día siguiente el dolor había desaparecido casi por completo.
Así perdí mi virginidad sin placer ni para mí
ni para mi violador. Que me atravesaran el himen de forma tan desagradable, sin
saber exactamente lo que había ocurrido, excepto que era algo decididamente
poco placentero, tuvo como consecuencia una reticencia por mi parte a nuevas
investigaciones, que duró algunas semanas y podría haberse prolongado más si
mis emociones no se hubieran visto estimuladas de nuevo por un curioso
incidente.
Revolviendo un montón de trastos, periódicos
viejos y revistas gastadas que habían sacado de una casa largo tiempo
deshabitada de la vecindad, René encontró un librito de tapas verdes que al
abrirlo descubrió ante sus ojos sorprendidos un dibujo que confirmó su teoría
básica del amor. Era un boceto bastante bien ejecutado que representaba a una
hermosa joven tendida sobre la hierba bajo un árbol. Tenía el vestido
levantado, no llevaba bragas y sobre el borde de su blusa desordenada y
entreabierta asomaban un par de tetas de proporciones sorprendentes.
Entre sus piernas, medio acostado, medio
arrodillado, con una de las piernas cubiertas de seda de ella sobre sus
caderas, había un joven. De su vientre destacaba una pichula que penetraba y se
perdía de vista hasta la mitad de su longitud en el conejo de ella, cuyos
labios prominentes se veían claramente bajo una profusión de pelo negro y
rizado. En cuanto se recuperó de la emoción que le había provocado este dibujo,
René corrió a casa y me indicó excitado que le siguiera a la buhardilla.
Contemplamos el dibujo sin respirar; luego nos fijamos en el texto que lo
acompañaba. Mientras devorábamos las páginas impresas, sentí que mi conejito se
humedecía, se hinchaba, ardía. El deseo de experimentar de nuevo las deliciosas
sensaciones que había despertado el dedo de Mr. Peters en ciertas
ocasiones y la punta de la pichula de René en otras, comenzó a invadirme y se
hizo más y más insistente a medida que digeríamos lentamente las revelaciones
contenidas en el libro, que estaban formuladas en frases perfectamente comprensibles
para nosotros.
El título del relato era: La institutriz
apasionada o el primer polvo de Hubert. Antes de abandonar ese libro, lo
leímos tantas veces que podíamos haberlo recitado de memoria palabra por
palabra.
Se trataba de una bella y joven institutriz
de una casa rica que iniciaba unas relaciones amorosas con uno de sus
discípulos, Hubert, un chico de quince años. Después de una serie de excitantes
episodios, en uno de los cuales descubre a Hubert espiando por el ojo de la
cerradura y masturbándose mientras ella se baña, decide gratificar su
curiosidad y salvarle del vicio de la masturbación permitiéndole tener
relaciones sexuales con ella. El escenario escogido para la dulce lección de
amor es un hermoso prado al que se llega después de cruzar un lago en un bote
de remos. Mientras la bella institutriz está sentada en la proa con Hubert a
sus pies, permite descuidadamente que sus faldas suban tanto por encima de sus
rodillas que Hubert goza de la deliciosa oportunidad de mirar entre sus piernas
y obtener un panorama de los encantos sólo cubiertos a medias por el tenue
encaje de sus bragas. Bajo el estímulo de esta visión, está en condiciones
adecuadas para su iniciación en los ritos del amor.
Después de excitantes preliminares en los
cuales besos apasionados, caricias y contactos de las mutuas partes sexuales
tienen lugar, y durante las cuales queda completamente satisfecha la curiosidad
de Hubert respecto a los aspectos más íntimos de la anatomía femenina, se
realiza la verdadera iniciación representada en el dibujo, y Hubert aprende que
los placeres que acompañan el acto de introducir su pichula en la velluda
protuberancia entre las piernas de una chica bonita son muy superiores a los
que había experimentado antes en la masturbación.
Era un relato con moraleja, como habrán
observado, destinado a apartar a los jóvenes de la práctica del autoerotismo.
Cuando terminamos la última página me sentía
mojada y me parecía que tenía las bragas húmedas. Los pantalones de René
estaban abultados por delante de una forma que indicaba el efecto que le había
producido el relato.
Me miró y yo también le miré.
—¿Lo hacemos? —susurró.
—¡Sí! —respondí, olvidando completamente
todos los recuerdos del dolor que había sufrido la última vez que esa
buhardilla se había utilizado para ese fin.
Mientras René se desabrochaba los pantalones,
me saqué las bragas y me acosté sobre el blando colchón. Mis emociones estaban
muy excitadas por el vivo relato, y los primeros contactos de la pichula de
René contra la carne húmeda de mi coño fueron indescriptiblemente tiernos.
Durante unos instantes permanecí temblando lánguidamente bajo la suave fricción
y presión, mientras la punta de su pichula palpaba la zona sensible como una
persona buscando una puerta en la oscuridad. Pero de pronto me contraje
asustada, pues sentí claramente la presión que acompañaba una verdadera
penetración y que me hizo recobrar conciencia de lo que había ocurrido la otra
vez.
Con los músculos tensos, preparada para
zafarme al primer signo de dolor, contuve el aliento y esperé. Pero no hubo
dolor. Al contrario, la sensaciones que me invadían a medida que René iba
penetrando en el pequeño agujero eran más agradables que todo lo que había
experimentado hasta entonces.
Gemí, pero esta vez no de dolor, sino de
placer, y al instante siguiente, impulsados por esos instintos naturales que no
requieren experiencia anterior ni maestro que nos guíe, ambos comenzamos a
mover frenéticamente el trasero en un esfuerzo por gustar inmediatamente el
supremo placer que nos anunciaban los estremecimientos intoxicantes que nos
atormentaban.
Sólo ocurre una vez en la vida ese
indescriptible resplandor celestial que sofoca las almas y funde los cuerpos de
los amantes en un arrebato inolvidable: la primera unión sexual perfecta de dos
seres que sienten hacia el otro la tierna pasión de la juventud, libre de las
mayores complejidades de la madurez, y afirmo que aquellos que no han saboreado
el fruto del amor bajo estas condiciones se han perdido lo que probablemente es
la experiencia más dulce de la vida.
René y yo finalmente habíamos logrado abrir
la puerta que hasta entonces había obstruido nuestro progreso, y al hacerlo los
gérmenes latentes de la sensualidad, sin duda sembrados en mi alma, florecieron
rápidamente. Mi ardor superaba el suyo, y ahora era yo quien sugería e incluso
suplicaba frecuentes visitas a la polvorienta buhardilla donde, sin bragas y
con el vestido levantado o sin él me agitaba y suspiraba extasiada en respuesta
a sus vigorosos movimientos. Y, cuando un delicioso orgasmo había recompensado
nuestros esfuerzos, lamentaba para mis adentros la inevitable transformación de
su pichulina, que se encogía lenta pero segura, mientras su viril rigidez
degeneraba en una flácida inercia que la incapacitaba para toda utilización inmediata.
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