domingo, 16 de julio de 2017

Confesiones de una doncella inglesa - Anónimo


CAPÍTULO I:

A lo largo de los años en que he estado más o menos en contacto con otras prostitutas he escuchado frecuentemente explicaciones sobre el motivo de su degradación: la bajeza particular a la cual atribuía su inicio en una vida de vergüenza. La historia más corriente se refiere a la seducción por un amante bajo la inevitable circunstancia atenuante de «antes de que yo supiera nada», con la ocasional variación «puso algo en mi copa y cuando recobré los sentidos…» o «era más fuerte que yo y no pude hacer nada». En estos relatos, en los que sólo varían los detalles intrascendentes, el hombre siempre es culpable y la mujer nunca es un cómplice complaciente. Siempre es víctima de la depravación de algún hombre, a través de ardides, fuerza o engaño.


Confieso que he escuchado estos relatos e incluso he contemplado algunas lágrimas de autocompasión, con cierta dosis de escepticismo. Al rememorar mi propia vida no puedo encontrar nada que pudiera servir como excusa para cargarle a otro la responsabilidad de mi condición, y tampoco puedo acusar en justicia a ningún hombre de haber instigado mi degradación moral, si bien el número de los que se aprovecharon de mi voluntaria delincuencia suma legión. En realidad, si buscara hipócritamente algún factor que me permitiera justificarme ante mí misma o ante los demás, podría atribuir parte de culpa al ambiente en que me educaron de niña, sin embargo, un análisis consciente de mi vida posterior lleva a la única conclusión de que aun cuando esas condiciones hubieran sido perfectamente normales también me hubiera deslizado, como el agua por una pendiente, hacia una vida parecida a la que llevo ahora.

No creo que el carácter se forme a través del ambiente o la educación. Soy bastante fatalista y estoy convencida de que las semillas del bien o del mal, la generosidad o la malevolencia, la virtud o el vicio, están depositadas en el alma desde el principio y que si bien es posible realizar algunas modificaciones para bien o para mal bajo diversas circunstancias, el resultado neto no cambiará mucho.

En mi infancia conocí a dos hermanos, hijos de padres ricos muy respetados en la comunidad. Estos dos chicos fueron educados bajo las circunstancias más favorables de ambiente hogareño y moral. El mayor, que siempre fue la personificación del honor y la circunspección, ocupa un lugar de alta confianza en la administración de la nación. El hijo menor de los mismos padres, educado exactamente bajo las mismas condiciones y circunstancias, manifestó pronto todas las características de una naturaleza irresponsable y actualmente está perseguido por su participación en un atraco que culminó en un asesinato. Conozco otros ejemplos parecidos.

Ningún hombre me sedujo, pero logré librarme de mi virginidad antes de cumplir doce años. Cuando cumplí los catorce había jodido con una docena de jóvenes y varios hombres mayores. No me sentía orgullosa ni decepcionada ni presionada, dejaba que se me tiraran porque era agradable, porque me gustaba, e incluso el hecho de que así pudiera adquirir algún chelín e incluso mayores sumas de dinero de modo fácil y placentero no tuvo mucho peso en mi complacencia.

Tenía ocho años y René, mi hermanastro, diez cuando la curiosidad mutua sobre nuestros respectivos atributos sexuales comenzó a tomar forma de esfuerzos infantiles por desvelar los misterios de la naturaleza. Estos esfuerzos, que al principio no fueron mucho más allá de la simple observación, con ocasionales manoseos, estaban más inspirados por la curiosidad que por impulsos sexuales; sin embargo, percibíamos la calidad de fruto prohibido y actuábamos con considerable cautela ocultándonos cuando nos sentíamos impulsados a satisfacer nuestra curiosidad.

Bajo el techo de casa había una buhardilla que utilizábamos como almacén de muebles en desuso y otros trastos viejos. René y yo la convertimos en una especie de casa de juegos. Se subía a la buhardilla por una escalera estrecha e inclinada encerrada entre oscuras paredes y nuestros padres raras veces subían por allí y de haberlo hecho sus pasos nos hubieran advertido a tiempo; nos sentíamos razonablemente seguros y siempre recurríamos a ese oscuro escondrijo cuando sentíamos deseos de hacer algo feo.

Mamma Agnes no era mi verdadera madre. Mi propia madre había muerto cuando yo tenía cuatro años. Con la filosofía práctica de un viudo que se ha quedado con un niño pequeño a su cargo, papá no perdió tiempo en adquirir una nueva esposa y menos de seis meses después tenía una mamá y un hermanastro dos años mayor que yo.

No censuro ni alabo a mamma Agnes. Era amable conmigo de una forma indiferente y creo que se preocupaba tanto de mí como de su propio hijo, René. Simplemente no era del tipo maternal y aunque aceptaba las obligaciones materiales que representaba nuestra presencia sin quejarse y nos mantenía limpios y bien alimentados, existía una ausencia casi total de algo que recordara una educación moral o espiritual. Nos castigaba de vez en cuando, pero sólo cuando nuestro mal comportamiento molestaba a los demás.

René y yo dormimos en la misma cama durante dos años. Cuando tenía unos seis años recuerdo que oí como papá le decía a mamma Agnes que éramos demasiado grandes para dormir juntos. Mamma Agnes formuló algunas protestas que no comprendí, pero al día siguiente René tenía una cama en otra habitación y a partir de entonces dormimos separados. Echaba de menos el cálido cuerpecito de René junto al mío durante la noche y quise saber por qué ya no podíamos dormir juntos. Mamma Agnes me dio una explicación evasiva.

—No es bonito que los niños y las niñas duerman juntos, —fue la respuesta llena de tacto que sólo sirvió para avivar el fuego inquieto de la curiosidad.

Durante los dos años siguientes el tema fue aclarado un poco, aunque de forma confusa, por otros niños bien dispuestos a compartir sus conocimientos con nosotros.

No debía ver la pichula de René y él tampoco debía ver mi conejito. Aparentemente, éste era en resumen el incomprensible orden de cosas que había terminado bruscamente con nuestro lecho común: e inmediatamente ambos comenzamos a arder de deseos de ver lo que no debíamos ver y a lo que habíamos prestado escasa atención cuando la oportunidad estaba al alcance de la mano sin que mediara prohibición alguna.

El alma juvenil está sedienta de cierto tipo de saber. ¿Cuál era la base real de ese misterio sobre las pichulas de los niños y los conejitos de las niñas?

—Un niño mete la pichula en el conejito de una niña —decía uno.

—Así se tienen niños, pero uno no puede tener un niño si no está casado.

—Si te frotas el conejito sentirás algo muy agradable —decía otro.

En la seguridad de nuestro escondrijo de la buhardilla, René y yo buscamos diligentemente la respuesta a ese misterio. El antiguo cuarto de juegos se convirtió en un burdel juvenil. Sacamos un viejo colchón de detrás de un montón de muebles desvencijados y lo pusimos en el suelo. Me acosté encima de ese colchón con las piernas abiertas mientras René miraba y manoseaba hasta que su curiosidad estuvo temporalmente satisfecha y recibí la compensación de mirar y tocar su pichulina. Contemplar sus evoluciones eróticas, expandiéndose, hinchándose, endureciéndose, hasta que se proyecta tiesa y rígida hacia delante era fuente de inagotable asombro. Intenté ver si podía impedir que creciera apretándola en el puño de la mano, pero mi apretón parecía hacerla crecer más de prisa, agitando mis dedos y provocándole curiosas sensaciones de estremecimiento.

Varias veces intentamos realizar una verdadera copulación, pero algo faltaba y el fracaso nos intrigaba. Jugar, mirando y manoseando, era agradable, pero faltaba algo, algo dulce, algo evasivo que sentíamos al alcance de la mano pero que se nos escapaba.

Imaginen un grupo de veinte alegres y despreocupados niños de ambos sexos, entre los ocho y los doce años de edad, cantando con voz estridente y descuidado abandono mientras prosiguen sus juegos, convirtiendo un montón de escombros en un país encantado. Incluso los vagabundos de la calle que miran a los pequeños inocentes al pasar no pueden evitar sentir una oleada de sentimentalidad.

Sobre el puente de Aviñón
todos bailan, todos bailan.
Sobre el puente de Aviñón
todos bailan y yo también.

¡Pero, ojo!, la canción no acaba aquí. Las agudas voces masculinas se adelantan y las niñas sólo se oyen en medio de una confusión de risitas y murmullos.

Madge y Jerry chupándosela están
chupándosela, chupándosela.
Madge y Jerry chupándosela están
chupándosela y yo también.
Después de chupar, van a joder.
Oh qué bien, oh qué bien.
Después de chupar van a joder,
van a joder y yo también.

De una casa cuyas ventanas abiertas caen cerca de los cantores sale una vieja irlandesa, blandiendo una escoba, con la cara sofocada de ira.

—¡Largo de ahí, cerdos cochinos, u os sacaré el demonio a golpes de esas puercas bocas! —grita mientras veinte pares de pies huyen en veinte direcciones distintas bajo la amenaza de la escoba de la escandalizada vieja dama.

Cuando tenía unos once años, la capacidad de ganar dinero de papá se vio tan menguada por la embriaguez, que mamma Agnes se vio obligada a aceptar un pensionista. La mejor habitación de la casa, que antes utilizábamos como salón, fue transformada con este objeto y alquilada a un tal Mr. Peters.

Mr. Peters, relojero de profesión, era un caballero de unos cuarenta y cinco años que irradiaba jovialidad, buen humor y que sentía un gran amor por los niños. Inmediatamente sintió debilidad por mí y pronto los peniques y regalitos comenzaron a caer sobre mí en una abundancia desconocida hasta entonces. Mr. Peters me llamaba constantemente para que le hiciera pequeños recados, ir a buscar el periódico, un paquete de cigarrillos, una botella de cerveza, y esos pequeños servicios se veían recompensados invariablemente con un agradable cumplido, una palmadita afectuosa en la mejilla y una moneda de reducido valor.

A medida que progresaba nuestra amistad, su amable afecto tomó la forma de caricias juguetonas, pellizcos y palmaditas. Esto no me perturbaba y era bastante observadora como para advertir que sus expansiones afectivas eran más pronunciadas y en consecuencia más remunerativas cuando estábamos a solas. Así, pronto comencé a buscar oportunidades de estar cerca de él cuando nadie más rondaba por allí, especialmente cuando mamma Agnes había salido con el cesto de la compra.

En esas ocasiones, me sentaba en su regazo y mientras sus manos frotaban mi cuerpo sin parar me llenaba los oídos con un torrente de agradables piropos. Mis piernas parecían ser el principal objeto de su admiración, y mientras las acariciaba y pellizcaba bromeando para subrayar sus palabras, su agradable rostro florido se excitaba aún más y la frente se le llenaba de gotitas de sudor.

Un día Mr. Peters me sorprendió con esta observación:

—Bendita sea, nuestra pequeña Jessie se está volviendo más linda cada día. Esas piernas… esas piernas. Sabes —continuó, mientras pasaba sus manos por mis caderas y muslos—, estoy empezando a sospechar que en realidad no eres una niña. Las niñas no tienen piernas tan finas como éstas. Apostaría que eres un niño y no una niña.

—Los niños no llevan faldas y tienen el pelo corto —exclamé.

—¡Ah! —replicó con mirada de inteligencia, agitando escépticamente el dedo ante mis ojos—, ¡podría ser un truco para engañar a la gente! Un niño podría llevar faldas y dejarse crecer el pelo. Sí… —musitó abstraído—, mientras más lo pienso, más convencido estoy de que en realidad eres un niño vestido de niña.

—¡Soy una niña! —protesté indignada.

—Hace tiempo que lo sospechaba —continuó, ignorando mis protestas—. Quieres que te diga una cosa —añadió confidencialmente—, ¡apostaría un chelín a que eres un niño!

—¡Muy bien! —exclamé excitada—. ¡Puede preguntárselo a mamma Agnes!

—¡Oh, no! —objetó en seguida—. Ahora no está aquí y además podría estar de tu parte y decir que eres una niña de todos modos.

—Bueno, ¿a quién se lo va a preguntar?

—Hummmm —murmuró, meditando profundamente—. Debería haber una forma de saberlo sin preguntárselo a nadie.

Yo esperaba inquieta.

—¡Ya está! ¡Ya lo tengo! —exclamó, como si de pronto se le hubiera ocurrido una solución al desconcertante problema—. Pero recuerda que si gano debes pagarme el primer chelín que recibas. ¡Aquí dejo el mío para pagarte si pierdo!

Y sacó un chelín reluciente de su bolsillo, depositándolo ante mis ojos.

—¡Sí, sí! —respondí ávidamente—. ¡Le pagaré si pierdo!
¡El primer chelín que reciba! ¿Cómo va a saberlo?

—Bueno, no es difícil —replicó—. Es curioso que no se nos ocurriera antes. Los niños tienen… hummm… una cosa que les cuelga entre las piernas… ahí… y las niñas no tienen nada. Ahora todo lo que tienes que hacer es sacarte las braguitas y lo miraremos. Y recuerda, si tienes una cosa que cuelga entre las piernas, como creo, tendrás que pagarme un chelín.

Aunque al principio me sentí confundida por este curioso método, bien evidente, de resolver el problema, mis deseos de demostrar la injusticia de la acusación, junto con la perspectiva de ganar un chelín con tanta facilidad, eliminaron los pequeños escrúpulos que podía sentir de mostrarle mi conejito, y sin decir palabra me levanté el vestido, me bajé las bragas descubriendo el factor decisivo entre la feminidad y la virilidad.

Con cierta sorpresa por mi parte, las dudas de Mr. Peters no se disiparon inmediatamente. Su cara enrojecida adquirió un color aún más escarlata y parecía tener dificultades para hablar. Sugirió que me sacara completamente las bragas para poder ver mejor, y cuando lo hice consideró necesaria una inspección más meticulosa hasta que finalmente se convenció de que no tenía nada escondido entre las piernas.

Después de un prolongado examen, durante el cual parecía a punto de sofocarse mientras sus dedos palpaban mi conejito, apretando, explorando, suspiró profundamente y aceptó su derrota, confesando su error. Mi sexo estaba reivindicado, establecido y probado más allá de toda duda razonable, y su arrepentimiento de haber dudado de ello se convirtió en un chelín suplementario además del que habíamos apostado al principio.

Cuando René llegó a casa le mostré llena de júbilo las dos monedas de plata, explicándole su origen y le dije que Mr. Peters había creído que tenía una pichula escondida dentro del conejito. Mi relación del incidente lo dejó pensativo y unos minutos más tarde sugirió que subiéramos a jugar a la buhardilla.

La verdad era que el insistente manoseo de Mr. Peters me había dejado un extraño escozor en el conejito. Estaba excesivamente húmedo y caliente, y acepté la sugerencia de René con presteza. Nos deslizamos escaleras arriba y, siguiendo la rutina acostumbrada, me saqué las bragas y me tendí de espaldas sobre el viejo colchón con las rodillas levantadas y bastante separadas mientras René me hurgaba con su pichulina tiesa.

Sus movimientos frecuentemente erráticos llevaban la punta contra la parte superior de mi conejito, y cada vez que oprimía o frotaba cierto punto sentía un agradable estremecimiento. Para atrapar esa elusiva ternura, bajé la mano, agarré su pichula entre los dedos y la apreté contra el punto sensible. Había un bultito de carne que se hinchaba y agitaba, e instintivamente froté la punta de su pichula contra él. La agradable sensación volvió a inundar toda la parte inferior de mi cuerpo, emitiendo radiaciones tan deliciosas a través de mis nervios, que me hacían temblar violentamente. La sensación culminó en un inesperado estallido de placer que me hizo gemir y balbucear extasiada. Había experimentado mi primer orgasmo.

Siempre había querido y admirado a mi hermanastro René. Era más guapo que la mayoría de los chicos. Tenía hermosos cabellos oscuros y rizados, y su piel era blanca y suave. Cuando logré mi primer orgasmo algo se despertó en mí transformando el afecto en total adoración. No creo haber amado nunca a nadie más, y ni siquiera igual.

Le di uno de los chelines que había ganado tan fácilmente, y mientras continuaba comentando la suprema ignorancia de Mr. Peters, él me miró con ojos compasivos y exclamó:

—¿Estás loca? ¡Sabía que eras una niña! Lo que quería era verte el conejito.

Todo quedó claro, pero los dos chelines borraron cualquier sentimiento o lamentación, e incluso tuve una vaga intuición de una posible explotación futura. Ya hacía tiempo que había advertido el hecho de que el interés que Mr. Peters sentía por mí no era casual. Si me había dado dos chelines sólo por mirarme el conejito, tal vez algún día deseara verlo de nuevo.

Probablemente había algo en mis ojos que descubrió esa esperanza a Mr. Peters, pues cuando tuve una nueva oportunidad de deslizarme en su habitación, se levantó presuroso y echó llave a la puerta. Cuando se sentó de nuevo me situó entre sus rodillas, y mientras yo permanecía allí de pie comenzó a acariciarme el cuerpo desde los sobacos hasta las rodillas, y al subir sus manos pasaron por debajo del vestido en vez de por encima. Acarició mis piernas desnudas por encima de las medias, y todo el rato un torrente de palabras salía de sus labios como si intentara distraer mi atención del movimiento de sus manos.

—Bueno, bueno, bueno, aquí está la pequeña Jessie para consolar al pobre viejo Mr. Peters. Mi dulce coliflor. Ella también está sola. Mamma Agnes ha salido y Jessie está sólita en el enorme caserón… ¿no es así?

Hizo una pausa, esperando mi asentimiento.

—Bueno, bueno, bueno. Vamos a charlar un rato a solas. Sus manos se habían introducido bajo las perneras sueltas de mis bragas y sus dedos me estaban pellizcando las nalgas. —Una niña tan bonita e inteligente… pero qué piernas—. Retiró las manos después de un último pellizco afectuoso y las llevó hasta la cinta elástica que sujetaba mis bragas sobre la cintura y un instante después sentí cómo sus manos poco a poco avanzaban y se deslizaban sobre mis caderas. Esperaba impaciente.

Cuando las bragas cayeron sobre mis rodillas, Mr. Peters me rodeó con el brazo, me atrajo más hacia sí y un momento después tenía la mano encima de mi conejito. Esta maniobra me sorprendió un poco, pues suponía que lo que pretendía era volver a mirarlo. Pero no, algo distinto iba a pasar. La mano apretada sobre mi conejito comenzó a moverse suavemente, y casi inmediatamente sentí de nuevo esas deliciosas sensaciones que antes habían despertado la punta de la pichula de René. Involuntariamente, miré el regazo de Mr. Peters. Bajo la pernera de sus pantalones se adivinaba un enorme bulto.

Con la mirada sorprendida, fija en él, pude ver cómo la tela se agitaba bajo las expansiones y contracciones espasmódicas que tenían lugar debajo. Pero la creciente intensidad de las sensaciones placenteras que agitaban mi cuerpo bajo las manipulaciones de Mr. Peters pronto me hicieron olvidarlo todo. Al acercarse el orgasmo, mis rodillas comenzaron a temblar, y en el punto culminante casi me desvanecí, mientras esos estremecimientos indescriptiblemente deliciosos agitaban mi cuerpo, Mr. Peters seguía hablando, pero ya no sabía lo que estaba diciendo.

Cuando René volvió a casa tenía otro chelín para mostrarle. Escuchó atentamente mi relato de lo que había ocurrido y quiso que le enseñara exactamente lo que me había hecho Mr. Peters. Me saqué las bragas y puse su mano exactamente en la misma posición en que Mr. Peters había colocado la suya. Aunque el contacto de la suave manecita de René era mucho más agradable que la palma dura y callosa de Mr. Peters, mi orgasmo sexual, probablemente agotado por la masturbación que había sufrido, se negó a responder a los esfuerzos de René.

Sin embargo, sus propias emociones se excitaron con la pantomima y, obedeciendo sus órdenes, me tendí sobre el colchón y dejé que me apretara mientras golpeaba y frotaba mi conejito con su pichulina. La cogí entre los dedos para apretarla contra el punto más excitable por su contacto, y mientras la sostenía así, los movimientos de René de pronto se hicieron más precipitados.

—¡Apriétala fuerte! —murmuró.

Miré su cara. Estaba tensa y respiraba jadeando. Sus emociones se me contagiaron ligeramente, y por instinto comencé a apretar su pichulina tiesa y a maniobrarla con los dedos. Ya no estaba en contacto con mi conejito, sino que se deslizaba arriba y abajo entre mi puño cerrado.

Sus piernas se pusieron rígidas y sus movimientos cesaron después de una última agitación convulsiva. En ese mismo instante, sentí la presencia de una substancia cálida y húmeda en la mano. La miré con curiosidad y encontré mi palma y mis dedos impregnados de un fluido lechoso y viscoso.

Una noche, aproximadamente una semana después, René y yo nos quedamos solos en casa. Papá raras veces regresaba antes de medianoche, y generalmente estaba tan borracho que mamma Agnes tenía que meterlo en la cama. En esa ocasión, ella había ido a visitar a un amigo enfermo y no pensaba regresar hasta bastante tarde. Mr. Peters había oído algo de eso y me había murmurado que no me acostara hasta que él regresara, pues estaba seguro de que desearía mandarme a hacer un recado.

Volvió sobre las nueve, y después de confirmar la ausencia de mamma Agnes, me envió a la esquina a comprar un periódico con instrucciones de llevarlo a su habitación cuando volviera. Ya le había comunicado a René mis sospechas de que Mr. Peters me «haría algo» cuando le llevara el periódico a la habitación, y René iba a espiarnos por el ojo de la cerradura. Incluso se me ocurrió sacarme las bragas antes de entrar.

Mi intuición juvenil no se equivocó, y Mr. Peters me masturbó de nuevo mientras permanecía de pie entre sus rodillas con el vestido levantado y mi hermanastro René espiaba detrás de la puerta por el ojo de la cerradura.

Pobre Mr. Peters. Nunca intentó nada más que jugar conmigo de este modo y nunca se sabrá si tenía algún proyecto para más adelante a medida que mis instintos sexuales se fueran desarrollando, pues un día, menos de tres meses después de su primera tentativa, fue atropellado por un autobús y trasladado a un hospital donde murió sin recuperar la conciencia. Lloré sinceramente cuando supe que no volveríamos a verle y sus sencillos efectos fueron embalados para trasladarlos. En mi estima era un alma amable y generosa, fuente de muchas bendiciones.

Poco después de fallecer Mr. Peters, hubo un escándalo entre los residentes del vecindario. Al final de la calle, en la gran casa de la esquina, vivía un capitán de barco retirado y su familia bastante numerosa. Se les consideraba acomodados y empleaban una criada, una linda jovencita cuyas finas piernas cubiertas de seda, el uniforme negro y el delantal con puntillas siempre había envidiado en secreto.

Entre los hijos menores de esa familia había un chico llamado Leonard y una niña llamada Maisie. Leonard tenía aproximada mente la misma edad que René, pero era de baja estatura y llevaba gafas que le daban un curioso aspecto. Maisie era muy bonita. Tenía dos años menos que yo. Los dos niños eran muy precoces. Se decía que Maisie enseñaba su conejito a todos los niños que quisieran verlo, y Leonard proclamaba que se tiraba a la criada siempre que le daba la gana. Había ciertas dudas en cuanto a la veracidad de esto último, pero las dudas se disiparon bruscamente cuando la criada desapareció de pronto y los chicos mayores de la casa susurraron a sus confidentes predilectos que había sido despedida sin demora después de ser descubierta en el mismo acto de chupar la pichula de Leonard mientras se suponía que vigilaba su baño.

—¡La tenía toda en la boca cuando mamá la descubrió! —susurraban con aire impresionante.

René persiguió a Leonard para que le diera detalles en cuanto tuvo oportunidad, y escuchó una descripción totalmente franca de los hechos, que luego me comunicó a mí.

La relación con la criada había comenzado varios meses antes por iniciativa de la versátil jovencita. Cada noche, al acostarlo, tenía la costumbre de meter la mano bajo las sábanas para ver si estaba dura. Puesto que esto ocurría casi invariablemente y en su opinión la condición no era favorable para un buen sueño, su forma de remediarlo era reducir la rigidez mediante un masaje manual que la hacía «acostarse y dormir».

Una noche le dijo a Leonard que sus esfuerzos para hacerlo dormir tenían un efecto contrario sobre ella y que después de acostarla pasaba horas en vela. Había una forma de que ambos pudieran remediar su insomnio. Ella subiría a su dormitorio más tarde cuando todos estuvieran en la cama y se lo explicaría. Le palpó la pichula para asegurarse de que estuviera en su acostumbrado estado de erección, pero evitó tomar las medidas acostumbradas para hacerla dormir.

Cuando todo estuvo tranquilo en la casa, se deslizó en la habitación como un fantasma en su camisón de dormir blanco, retiró las sábanas y se acostó a su lado. Cogiendo su pichula con una mano la frotó hasta que alcanzó el estado máximo de rigidez. Con la otra introdujo los dedos entre las piernas y con varios movimientos e instrucciones en voz baja le enseñó cómo responder al masaje.

—Su conejito está lleno de pelos, como el de una persona mayor —confesó Leonard.

Al cabo de un rato cesó el manoseo y le dijo que se pusiera encima de ella. Cuando estuvo en la posición adecuada encaminó la pichula en la dirección correcta y ¡hop!, entró, así por las buenas.

Llegados a este punto del relato, René interrumpió para aclarar un punto confuso. ¿La pichula de Leonard había entrado o sólo se había frotado contra el conejito?

Decididamente, había entrado, completamente y toda entera, ni un trocito había quedado fuera. Estaba seguro de ello. Esa vez estaban a oscuras, pero posteriormente lo habían hecho a la luz del día cuando él podía mirar y verla cómo entraba y salía, y entraba directamente.

El relato de la relación de Leonard con la criada se extendió del simple contacto al acto completo para llegar a la escena final, en la cual la inesperada entrada de su madre en el cuarto de baño mientras gozaba, y no por primera vez, de los placeres de que la versátil criada se la chupara, puso fin a toda la diversión.

Ahora la criada se había ido y estaba obligado a hacerse él mismo masajes en la pichulina por la noche a fin de hacerla dormir.

La cuestión de la chupada resultaba bastante incomprensible para René y para mí. Todavía éramos novicios en las artes del amor y teníamos mucho que aprender. Nos preocupaba que no hubiéramos podido conseguir nada parecido al éxito de Leonard y la criada. La pichulina de René simplemente no podía meterse dentro. Sabíamos que en teoría debía hacerlo, y los dos habíamos manoseado y explorado en un esfuerzo por encontrar un orificio bastante grande. No parecía existir ninguno o, si existía, estaba muy bien cerrado.

Con la candidez de la juventud, René confió la dificultad a Leonard, y Leonard pronto se ofreció a enseñarle cómo hacerlo. Nunca me oponía a lo que proponía René, y me sometí obedientemente a la demostración. Leonard no sabía más sobre la virginidad que René, pero tenía la confianza que nace de la experiencia, y cuando me saqué las bragas y me acosté sobre el colchón, se tendió entre mis rodillas y sacó su pichula que, a pesar de su escasa estatura, era tan grande como la de René, oprimiéndola contra mi conejito. Dio un golpe, y un chillido salió de mis labios, el cual, de haber habido alguien más en casa en esos momentos hubiera provocado una investigación. Su pichula había penetrado directamente, pero la sensación que experimenté distaba mucho de invitar a mayores experimentos. Después de un primer chillido de dolor comencé a llorar, las lágrimas corrían por mis mejillas y luchaba por liberarme.

Aterrado de los inesperados resultados, Leonard se apartó de mí, y su pichula salió teñida de un fluido rojizo y algunas gotas se deslizaron entre mis piernas. Leonard estaba tan asustado que huyó del lugar, dejándonos solos a René y a mí.

El dolor sólo fue momentáneo y cuando se desvaneció dejé de llorar, pero observé con temor las manchas de sangre que teñían la carne blanca entre mis piernas. René las frotó nervioso con su pañuelo y cuando desaparecieron comenzamos a recuperar nuestra seguridad, pero me sentía vejada por el dolor que había sufrido. Cuando me levanté sentí un agudo dolor en mis partes sexuales. Afortunadamente, mamma Agnes no hizo preguntas embarazosas cuando me encontró acostada mucho más temprano de lo acostumbrado y al día siguiente el dolor había desaparecido casi por completo.

Así perdí mi virginidad sin placer ni para mí ni para mi violador. Que me atravesaran el himen de forma tan desagradable, sin saber exactamente lo que había ocurrido, excepto que era algo decididamente poco placentero, tuvo como consecuencia una reticencia por mi parte a nuevas investigaciones, que duró algunas semanas y podría haberse prolongado más si mis emociones no se hubieran visto estimuladas de nuevo por un curioso incidente.

Revolviendo un montón de trastos, periódicos viejos y revistas gastadas que habían sacado de una casa largo tiempo deshabitada de la vecindad, René encontró un librito de tapas verdes que al abrirlo descubrió ante sus ojos sorprendidos un dibujo que confirmó su teoría básica del amor. Era un boceto bastante bien ejecutado que representaba a una hermosa joven tendida sobre la hierba bajo un árbol. Tenía el vestido levantado, no llevaba bragas y sobre el borde de su blusa desordenada y entreabierta asomaban un par de tetas de proporciones sorprendentes.

Entre sus piernas, medio acostado, medio arrodillado, con una de las piernas cubiertas de seda de ella sobre sus caderas, había un joven. De su vientre destacaba una pichula que penetraba y se perdía de vista hasta la mitad de su longitud en el conejo de ella, cuyos labios prominentes se veían claramente bajo una profusión de pelo negro y rizado. En cuanto se recuperó de la emoción que le había provocado este dibujo, René corrió a casa y me indicó excitado que le siguiera a la buhardilla. Contemplamos el dibujo sin respirar; luego nos fijamos en el texto que lo acompañaba. Mientras devorábamos las páginas impresas, sentí que mi conejito se humedecía, se hinchaba, ardía. El deseo de experimentar de nuevo las deliciosas sensaciones que había despertado el dedo de Mr. Peters en ciertas ocasiones y la punta de la pichula de René en otras, comenzó a invadirme y se hizo más y más insistente a medida que digeríamos lentamente las revelaciones contenidas en el libro, que estaban formuladas en frases perfectamente comprensibles para nosotros.

El título del relato era: La institutriz apasionada o el primer polvo de Hubert. Antes de abandonar ese libro, lo leímos tantas veces que podíamos haberlo recitado de memoria palabra por palabra.

Se trataba de una bella y joven institutriz de una casa rica que iniciaba unas relaciones amorosas con uno de sus discípulos, Hubert, un chico de quince años. Después de una serie de excitantes episodios, en uno de los cuales descubre a Hubert espiando por el ojo de la cerradura y masturbándose mientras ella se baña, decide gratificar su curiosidad y salvarle del vicio de la masturbación permitiéndole tener relaciones sexuales con ella. El escenario escogido para la dulce lección de amor es un hermoso prado al que se llega después de cruzar un lago en un bote de remos. Mientras la bella institutriz está sentada en la proa con Hubert a sus pies, permite descuidadamente que sus faldas suban tanto por encima de sus rodillas que Hubert goza de la deliciosa oportunidad de mirar entre sus piernas y obtener un panorama de los encantos sólo cubiertos a medias por el tenue encaje de sus bragas. Bajo el estímulo de esta visión, está en condiciones adecuadas para su iniciación en los ritos del amor.

Después de excitantes preliminares en los cuales besos apasionados, caricias y contactos de las mutuas partes sexuales tienen lugar, y durante las cuales queda completamente satisfecha la curiosidad de Hubert respecto a los aspectos más íntimos de la anatomía femenina, se realiza la verdadera iniciación representada en el dibujo, y Hubert aprende que los placeres que acompañan el acto de introducir su pichula en la velluda protuberancia entre las piernas de una chica bonita son muy superiores a los que había experimentado antes en la masturbación.

Era un relato con moraleja, como habrán observado, destinado a apartar a los jóvenes de la práctica del autoerotismo.

Cuando terminamos la última página me sentía mojada y me parecía que tenía las bragas húmedas. Los pantalones de René estaban abultados por delante de una forma que indicaba el efecto que le había producido el relato.

Me miró y yo también le miré.

—¿Lo hacemos? —susurró.

—¡Sí! —respondí, olvidando completamente todos los recuerdos del dolor que había sufrido la última vez que esa buhardilla se había utilizado para ese fin.

Mientras René se desabrochaba los pantalones, me saqué las bragas y me acosté sobre el blando colchón. Mis emociones estaban muy excitadas por el vivo relato, y los primeros contactos de la pichula de René contra la carne húmeda de mi coño fueron indescriptiblemente tiernos. Durante unos instantes permanecí temblando lánguidamente bajo la suave fricción y presión, mientras la punta de su pichula palpaba la zona sensible como una persona buscando una puerta en la oscuridad. Pero de pronto me contraje asustada, pues sentí claramente la presión que acompañaba una verdadera penetración y que me hizo recobrar conciencia de lo que había ocurrido la otra vez.

Con los músculos tensos, preparada para zafarme al primer signo de dolor, contuve el aliento y esperé. Pero no hubo dolor. Al contrario, la sensaciones que me invadían a medida que René iba penetrando en el pequeño agujero eran más agradables que todo lo que había experimentado hasta entonces.

Gemí, pero esta vez no de dolor, sino de placer, y al instante siguiente, impulsados por esos instintos naturales que no requieren experiencia anterior ni maestro que nos guíe, ambos comenzamos a mover frenéticamente el trasero en un esfuerzo por gustar inmediatamente el supremo placer que nos anunciaban los estremecimientos intoxicantes que nos atormentaban.

Sólo ocurre una vez en la vida ese indescriptible resplandor celestial que sofoca las almas y funde los cuerpos de los amantes en un arrebato inolvidable: la primera unión sexual perfecta de dos seres que sienten hacia el otro la tierna pasión de la juventud, libre de las mayores complejidades de la madurez, y afirmo que aquellos que no han saboreado el fruto del amor bajo estas condiciones se han perdido lo que probablemente es la experiencia más dulce de la vida.

René y yo finalmente habíamos logrado abrir la puerta que hasta entonces había obstruido nuestro progreso, y al hacerlo los gérmenes latentes de la sensualidad, sin duda sembrados en mi alma, florecieron rápidamente. Mi ardor superaba el suyo, y ahora era yo quien sugería e incluso suplicaba frecuentes visitas a la polvorienta buhardilla donde, sin bragas y con el vestido levantado o sin él me agitaba y suspiraba extasiada en respuesta a sus vigorosos movimientos. Y, cuando un delicioso orgasmo había recompensado nuestros esfuerzos, lamentaba para mis adentros la inevitable transformación de su pichulina, que se encogía lenta pero segura, mientras su viril rigidez degeneraba en una flácida inercia que la incapacitaba para toda utilización inmediata.


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