domingo, 18 de noviembre de 2018

Las hazañas de un joven don Juan - Guillaume Apollinaire




"Las hazañas de un joven don Juan", de Apollinaire, es una de las obras en las que el erotismo y la ironía se unen con más asombrosos resultados. Maligno, lúbrico, casi demoniaco, Apollinaire juega con los instintos del lector, calienta su imaginación y le hace dudar si en verdad es erotismo lo que se le ofrece o es un infame juego de espejos deformantes que pretende mostrar al lector desprevenido sus más ocultas perversiones. Apollinaire nos cuenta la historia de Roger, el hijo de un matrimonio de la alta burguesía francesa, que se marcha de vacaciones a su castillo en el campo, con su madre, su tía y dos de sus hermanas; fornicará —salvo con su madre— con todas las mujeres de su familia y con casi todas las del servicio. Por delante, por detrás, por arriba y por abajo. “Las hazañas de un joven don Juan” es un pequeño catálogo de perversiones y pecados; incluso viola el secreto de confesión al escuchar las revelaciones íntimas que todas las mujeres del castillo hacen al cura, incluyendo la confesión de las perversiones sexuales de su padre, que le complacen extremadamente. Hay sodomía, felaciones, homosexualidad entre mujeres, estupro, incesto, lamidas de ano, olores de excrementos que le excitan... Es todo un inventario de depravaciones que más bien parece escrito para ironizar sobre la literatura pornográfica y sobre los vicios de la sociedad francesa



CAPITULO  I

Los días de verano habían vuelto, mi madre se había ido al campo, a una propiedad que nos pertenecía desde hacía poco. Mi padre se había quedado en la ciudad para cuidarse de sus asuntos. Lamentaba haber comprado esta propiedad a instancias de mi madre.

—Eres tú quien ha querido esta casa de campo —decía— ve, si quieres, pero no me obligues a mí a ir. Además puedes estar segura, mi querida Anna, de que voy a venderla en cuanto se presente la ocasión.

—Pero, amigo mío —decía mi madre— no puedes imaginarte lo bien que les sentará el aire del campo a los niños...

—Bah, bah —contestaba mi padre, consultando una agenda y cogiendo su sombrero

— Me he equivocado al pasarte esa fantasía.

Mi madre había, pues, ido a su campo, como decía, con la intención de disfrutar con la mayor rapidez y lo más completamente posible de este placer momentáneo. Iba acompañada de una hermana más joven que ella y aún soltera, una camarera, yo, su hijo único, y, finalmente, una de mis hermanas, un año mayor que yo. Llegamos muy gozosos a la casa de campo que las gentes de la región habían apodado El Castillo. El Castillo era una vieja residencia de campesinos ricos. Databa, sin duda, del siglo XVII. En el interior había mucho espacio, pero la disposición de las estancias era tan extraordinaria que, en conjunto, esta casa resultaba más bien incómoda a causa de las idas y venidas que este desorden arquitectónico ocasionaba. Las habitaciones no estaban situadas como en las casas corrientes, sino separadas por una masa de pasillos oscuros, de corredores tortuosos, de escaleras en espiral. Resumiendo, era un verdadero laberinto y se requerían varios días para reconocerse en esta casa a fin de llegar a una noción exacta de la disposición de los apartamentos. Los terrenos donde se encontraba la granja con los establos y las caballerizas estaban separados del Castillo por un patio. Estas construcciones estaban unidas por una capilla en la cual se podía entrar tanto por el patio como por El Castillo o la granja

Esta capilla estaba en buen estado. En otro tiempo había estado atendida por un religioso que habitaba en El Castillo y se ocupaba también del cuidado de las almas de los habitantes de la pequeña aldea que estaba esparcida alrededor de nuestra morada.Pero, después de la muerte del último capellán, no se había sustituido a este religioso y solamente cada domingo y cada día de fiesta, a veces también durante la semana para oír las confesiones, un capuchino del convento vecino venía a la capilla a decir los oficios indispensables para la salud de los buenos campesinos. Cuando este monje venía se quedaba siempre a cenar y le habíamos preparado una habitación cerca de la capilla por si tenía que dormir allí. Mi madre, mi tía y la camarera Kate estaban ocupadas preparando la morada, eran ayudadas en esta tarea por el administrador, un mozo y una sirvienta.

Como la cosecha estaba ya recogida casi por completo, teníamos permiso, mi hermana y yo, a pasearnos por todas partes. Recorríamos El Castillo, todas sus esquinas y rincones, desde las bodegas hasta los desvanes. Jugábamos al escondite, alrededor de las columnas, o bien uno de nosotros oculto bajo una escalera, esperaba el paso del otro para salir bruscamente gritando a fin de asustarlo.

La escalera de madera que llevaba al granero era muy empinada. Un día yo había bajado delante de Berthe y me había escondido entre los tubos de chimenea donde estaba muy oscuro, reinaba una gran oscuridad mientras la escalera estaba iluminada por un tragaluz que daba al tejado. Cuando Berthe apareció, descendiendo con circunspección, me lancé imitando con fuerza el ladrido del perro. Berthe, que no me sabía allí, perdió pie a causa del gran susto recibido y, fallando el peldaño siguiente, cayó de tal manera que su cabeza estaba al pie de la escalera mientras sus piernas se encontraban aún sobre los peldaños. Naturalmente, su vestido se había levantado y le cubría el rostro, dejando sus piernas al desnudo. Cuando me acerqué sonriendo, vi que su camisa había seguido al vestido hasta encima del ombligo. Berthe no se había puesto pantalón porque —como me confesó después—, el suyo estaba sucio y no había habido aún tiempo de desempaquetar la ropa blanca. Así fue como vi por primera vez a mi hermana en una desnudez impúdica.En verdad la había ya visto completamente desnuda, porque a menudo nos habíamos bañado juntos los años precedentes. Pero no había visto su cuerpo más que por detrás o como máximo de lado, porque mi madre, así como mi tía, nos habían colocado de tal manera que nuestros culitos de niño estuvieran situados uno frente al otro mientras nos lavaban. Las dos damas tenían buen cuidado de que yo no lanzase ningún vistazo prohibido y, cuando nos pasaban nuestros pequeños camisones, nos recomendaban poner cuidadosamente las dos manos delante de nosotros. Así Kate, una vez, había sido fuertemente reprendida porque había olvidado recomendar a Berthe que se pusiese la mano delante de ella un día en que había tenido que bañarla en lugar de mi tía; por mi parte, yo no debía en manera alguna ser tocado por Kate. Era siempre mi madre o mi tía quienes me bañaban. Cuando estaba en la gran bañera me decían: «Ahora Roger puedes retirar las manos». Y, como se pueden suponer, era siempre una de ellas quien me enjabonaba y me lavaba. Mi madre, que tenía por principio que los niños deben ser tratados como niños el mayor tiempo posible, había hecho continuar este sistema. En esta época yo tenía trece años, y mi hermana Berthe catorce. Yo no sabía nada del amor, ni siquiera de la diferencia entre los sexos. Pero, cuando me sentía completamente desnudo delante de mujeres, cuando sentía las suaves manos femeninas pasearse arriba y abajo por mi cuerpo, ello me producía un extraño efecto

Recuerdo muy bien que, una vez mi tía Marguerite había lavado y secado mis partes sexuales, experimentaba una sensación indefinida, singular, pero extremadamente agradable. Observaba que mi aparatito se ponía bruscamente duro como el hierro y que en lugar de colgar como antes alzaba la cabeza. Instintivamente me acercaba a mi tía y adelantaba el vientre tanto como podía. Un día en que había sucedido esto mi tía Marguerite enrojeció bruscamente y esta rojez hizo más amable su simpático rostro. Apercibió mi pequeño miembro levantado y, haciendo ver que no había visto nada, hizo señas a mi madre, que tomaba un baño de pies con nosotros. Kate estaba en aquel momento ocupada con Berthe, pero enseguida prestó atención. Por otra parte, yo había ya observado que prefería con mucho ocuparse de mí que de mi hermana, y, que no perdía una sola ocasión de ayudar en este menester a mi tía o a mi madre. Ahora quería también ver algo. Volvió la cabeza y me miró sin ningún embarazo, mientras mi tía y mi madre intercambiaban miradas significativas. Mi madre estaba en enaguas y se las había subido hasta encima de la rodilla para cortarse más cómodamente las uñas. Me había dejado ver sus bonitos pies completamente desnudos, sus hermosas pantorrillas nerviosas y sus rodillas blancas y redondas. Este vistazo echado a las piernas de mi madre había causado tanto efecto sobre mi virilidad como los toque de mi tía. Mi madre comprendió probablemente esto enseguida, ya que enrojeció y dejó caer sus enaguas. Las damas sonrieron y Kate se echó a reír hasta que una mirada severa de mi madre y de mi tía hizo que parase. Pero entonces, para excusarse, dijo:

—También Berthe ríe siempre cuando llego a ese sitio con la esponja caliente

—Pero mi madre le ordenó severamente que callase. En ese mismo instante se abrió la puerta del cuarto de baño y entró mi hermana mayor, Elisabeth. Tenía quince años y asistía a la escuela superior.

Aunque mi tía hubiese echado rápidamente un camisón sobre mi desnudez Elisabeth había tenido tiempo de verme y ello me produjo un gran embarazo. Pues, si bien no tenía vergüenza alguna delante de Berthe, no quería que me viese completamente desnudo Elisabeth, la cual, desde hacía ya cuatro años, no se bañaba más con nosotros, sino que lo hacía bien con las damas bien con Kate. Experimenté una especie de cólera ante el hecho de que todas las personas femeninas de la casa tuvieran derecha a entrar en el cuarto de baño incluso cuando yo estaba, mientras que yo no tenía este derecho. Y encontraba absolutamente abusivo que se me prohibiese la entrada incluso cuando bañaban solamente a mi hermana Elisabeth, ya que no veía por qué, aunque afectase aires de señorita, la trataban de manera diferente a nosotros

La misma Berthe estaba exasperada por las pretensiones injustas de Elisabeth, que un día se había negado a desnudarse delante de su joven hermana y no había vacilado en hacerlo cuando mi tía y mi madre se habían encerrado con ella en el cuarto de baño. No podíamos comprender estas maneras de actuar, debidas a que la pubertad había hecho su aparición en Elisabeth. Sus caderas se habían redondeado, sus pechos comenzaban a hincharse y los primeros pelos habían hecho su aparición en su pubis, como supe más tarde. Aquel día, Berthe solamente había oído a mi madre decir a mi tía al abandonar el cuarto de baño:—A Elisabeth le ha venido muy pronto.—Sí, a mí un año más tarde.—

A mí dos años más tarde.—Ahora habrá que darle una habitación para ella sola.—Podrá compartir la mía —había contestado mi tía. Berthe me había contado todo esto y, naturalmente, lo comprendía tan poco como yo mismo.
Esta vez, pues, desde que mi hermana Elisabeth, al entrar, me hubo visto, completamente desnudo con mi pijita levantada como un gallito encolerizado, me di cuenta de que su mirada se había dirigido a este punto para ella extraordinario y que no pudo ocultar un movimiento de profunda sorpresa, pero no desvió la mirada. Al contrario. Cuando mi madre le preguntó bruscamente si quería también bañarse, una gran rojez invadió su rostro y contestó balbuceando:—¡Sí, mamá!—Roger y Berthe han terminado ya —contestó mi madre—, puedes desnudarte. Elisabeth obedeció sin vacilar y se desnudó hasta la camisa. Sólo vi que estaba más desarrollada que Berthe, pero esto fue todo, ya que me hicieron abandonar el cuarto de baño. Desde aquel día no me bañaron más con Berthe. Mi tía Marguerite o bien mi madre seguían estando presentes, porque mi madre se habría sentido demasiado inquieta si me hubiese dejado bañarme solo después de haber leído que un niño se había ahogado en una bañera. Pero las damas no me tocaron más la pijita ni los cojoncitos, aunque siguiesen lavándome el resto. A pesar de ello, yo todavía tenía erecciones delante de mi madre o de mi tía Marguerite. Las damas se daban perfecta cuenta, aunque mi madre volvía la cabeza al levantarme y al ponerme el camisón y mi tía Marguerite bajaba los ojos hacia el suelo.

Mi tía Marguerite tenía diez años menos que mi madre y contaba por consiguiente veintiséis; pero, como había vivido con una tranquilidad de corazón muy profunda, estaba muy bien conservada y parecía una muchacha. Mi desnudez parecía hacerle mucha impresión, ya que cada vez que me bañaba no me hablaba más que con una voz aflautada. Una vez en que me había enjabonado y enjuagado fuertemente, su mano rozó mi aparatito. La retiró bruscamente, como si hubiese tocado una serpiente. Me di cuenta y le dije con un poco de despecho:

—Gentil tiita querida, ¿por qué no lavas ya todo entero a tu Roger? Enrojeció mucho y me dijo con una voz poco segura:

—¡Pero si te he lavado todo entero!

—Vamos pues, tiita mía, lava también mi aparatito.

—¡Vaya! ¡Qué chico! Puedes muy bien lavártelo tú mismo.

—No tía, por favor, lávamela tú. Yo no sé hacerlo como tú.

—¡Oh! Atrevido —dijo mi tía sonriendo y, volviendo a coger la esponja, me lavó cuidadosamente la pija y los cojones.

—Ven, tiita, —dije—, deja que te bese por haber sido tan gentil

Y la besé en la bonita boca, roja como una cereza y abierta, mostrando unos hermosos dientes sanos y apetitosos.

—Ahora sécame también —le pedí, las manos juntas, desde que había salido de la bañera. Entonces mi tía me secó y se entretuvo en el punto sensible quizá más de lo que era necesario. Ello me excitó al máximo, me cogía al borde de la bañera para poder tender más el vientre y me meneaba de tal manera que mi tía dijo suavemente:

—Ya basta, Roger, ya no eres un niño pequeño. A partir de ahora te bañarás solo.

—¡Oh no! Tiita, por favor, solo no. Tienes que bañarme tú. Cuando eres tú quien lo hace me da mucho más gusto que cuando es mi madre.

—¡Vístete, Roger!

—No —dije yo— quiero ver cómo te bañas.

—¡Roger!—Tía, si no quieres bañarte, le diré a papá que te has metido otra vez mi pija en la boca. Mi tía enrojeció bruscamente. En efecto, era verdad que lo había hecho, pero sólo un momento. Había sido un día en que yo no tenía ganas de bañarme. El agua de la bañera estaba demasiado fría y yo me había refugiado en mi habitación. Mi tía me había seguido y, como estábamos solos me había acariciado y finalmente se había metido mi pijita en la boca donde sus labios la habían apretado un momento. Esto me había ocasionado un gran placer y, finalmente, me había tranquilizado. Por otro lado, en una circunstancia parecida, mi madre había actuado del mismo modo y conozco muchos ejemplos de este hecho. Las mujeres que bañan a los niños lo hacen a menudo. Ello les produce el mismo efecto que cuando nosotros hombres, vemos o tocamos la pequeña raja de una chiquilla, pero las mujeres saben variar mejor sus placeres. Yo tuve en mis primeros años una vieja criada que, cuando no podía dormir, me hacía cosquillas en la pijita y los cojones o incluso me chupaba suavemente la pija. Incluso recuerdo que un día me puso sobre su vientre desnudo y me dejó un buen rato allí. Pero, como esto ocurrió en una época muy lejana, sólo me acuerdo vagamente. Cuando mi tía se hubo serenado, me dijo encolerizada:—Sólo fue una broma, Roger, y entonces no eras más que un niño pequeño. Pero ya veo que ahora no se puede bromear contigo, te has hecho un hombre. Y lanzó una nueva mirada a mi pija tiesa.

—Además eres un maldito atrevido, ya no te quiero.

 —y, al mismo tiempo, dio un golpecito a mi miembro. Entonces quiso marcharse, pero yo la retuve diciendo

—Perdóname tiita, no diré nada a nadie, aunque te metas en la bañera.

—Puedo hacerlo —dijo ella sonriendo. Se quitó las zapatillas rojas, mostrando los pies desnudos, se levantó la bata hasta encima de las rodillas y se metió en la bañera cuya agua le subía hasta lo alto de las pantorrillas.

—Ahora ya he hecho tu voluntad, Roger, haz el favor de vestirte y obedece, si no, no volveré a mirarte. Decía aquello de una manera tan segura que vi que iba en serio. Ya no tenía erección. Cogí mi camisa y me vestí mientras mi tía Marguerite tomaba un baño de pies. Además, para que no le pidiera nada más, me dijo que se sentía indispuesta y que no se bañaría. Cuando estuve vestido, salió de la bañera para secarse. La toalla estaba húmeda de mi cuerpo, me puse de rodillas y sequé los bonitos pies de mi tía. Ella me dejó hacer sin protestar. 

Cuando pasé por entre los dedos rió y, cuando toqué las plantas de los pies, haciéndole cosquillas, se puso de nuevo de muy buen humor y consintió también de dejarse secar las pantorrillas. Cuando llegué a las rodillas, ella misma me indicó que no debía ir más arriba. Obedecí, aunque desde hacía tiempo ardía por saber lo que las mujeres llevaban bajo las faldas que era tan precioso que se creían obligadas a mantenerlo tan cuidadosamente escondido. Mi tía y yo éramos de nuevo amigos, pero desde entonces tuve que bañarme solo. Mi madre debía de haberse enterado de estas cosas por mi tía, pero no me hacía saber nada

Ahora vamos a abandonar estos preliminares que eran necesario para la comprensión de lo que va a seguir. Ahora hay que hacer marcha atrás un poco y volver a tomar el hilo de nuestra historia

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