miércoles, 15 de junio de 2016

La joven esposa del panadero - dos capítulos del libro Mis apasionadas zorras de Vesper Galore

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DANIEL era de origen corso y siempre le habían llamado Dino. Sus abuelos habían abandonado la isla de la Belleza en su adolescencia, para ir a París e instalarse en el gris y apagado arrabal sur de la capital. Dino nunca había sido muy apuesto y vivía su sexualidad, desde hacía ya mucho tiempo, con las prostitutas de la Rué St-Denis.

 Había sido muy goloso desde su infancia. Por mucho que se remontara en sus recuerdos, sus compañeros siempre se habían burlado de él llamándole el mantecas o bola de grasa. En la pubertad, su cuerpo se había cubierto de vello negro. Lo había heredado de su padre, un hombre tosco y fuerte a quien los rizos castaños del torso le sobresalían del cuello de la camisa. Los chicos de su instituto de Thiais, en el Val-de-Marne, le habían encontrado entonces un apodo: Chita. Dino soñaba con ser Tarzán y le daban el nombre de su mona. Más tarde, llevó gafas trifocales y le bautizaron como la Rana. Más tarde aún, se puso lentillas.

 A Dino le habría gustado multiplicar sus conquistas, y ser como la mayoría de sus compañeros. Pero las muchachas más hermosas ni siquiera le veían, y las feas esperaban al príncipe azul. En cualquiera de ambos casos, no había lugar para él. Tras unos rápidos estudios y, sobre todo, tras la muerte de su padre, buscó rápidamente empleo. Las mujeres le obsesionaban, sus fantasías se edificaban especialmente sobre las de los demás: amigos, vecinos, comerciantes. Se había convertido en un amigo de la familia, siempre divertido, aficionado a los chistes verdes; el animador al que se invitaba porque quedaba un sitio vacío en la mesa. Aprendió poco a poco a aprovechar esas situaciones, convirtiéndose en confidente de los maridos y, luego, de las mujeres. A fin de cuentas, a un hombre como él, tan buen compañero, se lo podían decir todo, contárselo todo. Era una tumba el tal Dino. Hasta el día que aprovechaba los secretos de las parejas para forzar su intimidad y gozar de ella...

 A los veintitrés años, encontró un curro en una clínica del sur de París y se hizo camillero. Lo destinaron al servicio del doctor B., especialista en colonoscopia, el examen de los intestinos con la ayuda de una cámara muy fina colocada en una sonda e introducida en el ano. Ideal para Dino que, con la excusa de su cargo, podía ver muchas mujeres desnudas y, a veces, hacerse pasar por lo que no era.


 Así, cierto lunes tuvo la agradable sorpresa de leer, en la hoja de admisiones del día el nombre de su panadera, Carole, una morenita con rostro de muñeca y largos cabellos negros. Se mostraba siempre amable con Dino, un buen cliente. Él sabía que aquellas sonrisas no las debía a sus hermosos ojos, pero había advertido ya cierta turbación en esa hermosa mujer que le obsesionaba desde hacía tiempo. Cuando la tienda estaba vacía, se divertía a menudo haciéndole cumplidos sobre su aspecto, su línea o su peinado. A veces, iba un poco más lejos y le contaba historias subidas de tono. Ella reía siempre y él adoraba verla ruborizarse. Tenía veinticinco años, imaginaba que le encontraba atractivo, se humedecía con sus chistes obscenos y soñaba con frotar su cuerpo desnudo contra el suyo. Por la noche, en su cama, se entregaba a este tipo de pensamiento, cuando su anciana madre se había acostado y él se masturbaba.

 Desde hacía algún tiempo, sin embargo, Carole no despachaba ya en la tienda. Era su marido, llamado Robert, quien estaba detrás del mostrador. A Dino no le gustaba aquel alto pelirrojo que reprendía a su esposa ante los clientes a la menor ocasión. Además, era veinte años mayor que su esposa. ¿Cómo podía ella soportar aquellas manos callosas y siempre blancas de harina sobre su cuerpo? Dino había imaginado, muy a menudo, que estaba follando con aquella hermosa yegua y coronando con unos buenos cuernos al idiota del panadero. ¿Cómo sería desnuda? Sin duda con grandes pechos blancos, una cintura estrecha y hermosas nalgas redondas. ¿Se afeitaría la entrepierna? ¿Cuál sería su olor íntimo? Sobre la hoja de admisiones del día, sus dedos temblaban. Se sirvió un café y siguió discutiendo con sus colegas, pero tenía la cabeza en otra parte.


 En su servicio, los enfermos llegaban a la hora de la cita, se les rogaba que se desnudaran por completo en una cabina individual antes de colocarse bajo la sábana de la camilla que Dino empujaba, luego, hasta la sala de exámenes. Pero el doctor B. se retrasaba siempre. Carole llegó a las diez y se presentó en la recepción. Dino no estaba lejos. La muchacha se sorprendió mucho viéndole allí. Era verano y llevaba una falda ligera y una blusa de flores. Se dijeron unas palabras mientras él la conducía hasta la cabina. Carole tenía un hambre de lobo. Desde la víspera, como se aconsejaba para semejante examen, no había comido nada. Los comprimidos prescritos habían hecho efecto y había pasado parte de la noche vaciándose en el retrete. Dino le explicó que era preciso que los intestinos estuvieran libres para poder practicar el examen en las mejores condiciones. También la tranquilizó, no le harían daño, dijo, no sentiría nada. Se excitó solapadamente diciéndole que sólo le meterían un delgado tubo por el ano y que el doctor seguiría en una pantalla el recorrido de la sonda.

 La abandonó unos minutos en la cabina, tras haber cerrado la puerta. Luego se preocupó ante el número de pacientes que aguardaban su turno. Antes de Carole, debía ser examinada una anciana. Dino la llevó a la sala de curas. Luego, regresó a la cabina donde esperaba Carole. Sabía que el examen duraba por lo menos veinte minutos. La ocasión era demasiado buena. La próxima paciente no llegaría hasta una hora más tarde. Tenía tiempo, pues. Abrió la puerta corredera de la cabina. No era la primera vez que se divertía con aquel jueguecito, pero, ese día, se sintió más nervioso que nunca. La moza no era una desconocida y aquello lo cambiaba todo.

 Estaba allí, tendida en la camilla, cubierta hasta el cuello por la sábana blanca. Dino vio los bultos de sus pechos bajo la tela. El tejido moldeaba las formas. A su lado, en la silla, estaban cuidadosamente dobladas la falda y la blusa. Cerró la puerta a sus espaldas. Se preguntaba si, como muchas mujeres en exceso pudibundas, la muchacha se habría dejado las bragas puestas. Bajo la ropa doblada, sólo veía un tirante del sujetador que sobresalía.

 —Tendrá que esperar un poco, señora. El doctor está con otro paciente.

 —Tengo ganas de que todo termine, para comer un poco. He traído pan y chocolate...

Dino se divirtió leyendo de nuevo su expediente. ¿Podía saber que sólo era un camillero y no tenía la menor idea de medicina? Dejó el expediente y la miró a los ojos, decidido a impresionarla.

 —Se ha quitado ya las bragas, ¿no es cierto?

 —Sí... Bueno, lo haré cuando el doctor...

 No le dio tiempo de proseguir. Podía inventarlo todo.

 —Es preferible que se las quite enseguida. Comprimen inútilmente sus intestinos.

 —Si usted lo dice...

 La mujer introdujo las manos bajo la sábana y se contorsionó. Finalmente, la mano reapareció y dejó las bragas de algodón blanco en la silla. Sus mejillas habían enrojecido. Él la interrogó sobre los dolores de los que se quejaba.

 —A ambos lados. Siempre he tenido problemas de este tipo... Se lo diré al médico... Me han dicho que se debía al estrés. Soy demasiado nerviosa...

 —¡Vamos a ver!



 Y sin más preámbulo, Dino apartó la sábana, descubriendo el cuerpo de Carole totalmente desnudo. Tenía que conservar la sangre fría, pero tuvo que contenerse para no echarse sobre ella. Sus pechos eran grandes, pesados, algo echados hacia ambos lados de su torso. Las areolas eran anchas y fruncidas, los pezones estaban rígidos. Su vientre era plano, sus muslos más bien largos y nerviosos. Y sobre todo aquel vello oscuro, una gruesa alfombra de rizos negros y relucientes que llegaban hasta muy arriba. No se depilaba. Carole mantuvo muy prietos los muslos y puso su mano sobre el conejo.

 —No se preocupe, señora... Es mi oficio... Bueno, ¿es ahí?
 Posó sus dedos en el lado derecho del vientre, no lejos de los pelos que llegaban a lo alto de los muslos de la panadera. La piel estaba caliente, húmeda. Apretó un poco.

 —Sí...

 —¿Y más abajo? Aparte la mano, no sea tímida.

 Tenía ganas de tratarla con brusquedad. De acuerdo con su actitud, adivinaría si la situación la turbaba o no. Además, no era la primera vez. Algunas palabras bien seleccionadas y sabría si podía ir más lejos.

 —¿Sabe usted?, a lo largo del día vemos tantos conejos, tantos culos y tantas tetas. Las suyas son muy hermosas... Su marido no debe de aburrirse... Yo, en su lugar...

 Ella dejó que su brazo resbalara hacia un lado, junto a su muslo. Él apretó en el pubis, metiendo los dedos entre los pelos. Sentía que la picha se le enderezaba en los calzoncillos. La muchacha lanzó un breve lamento, apartando los ojos de la insistente mirada de Dino. Luego murmuró:

 —Sí... El dolor llega muy abajo...

—¿Puede llegar hasta el sexo...? ¿Nunca siente dolor en el sexo? Durante el orgasmo, quiero decir... La cosa puede producir espasmos horribles, los intestinos...

 —No...

 —No mienta. ¡Vamos, muéstreme su raja!


 ¡A Dino se le hacía la boca agua! Había dicho «raja» y ella no se había inmutado. Introdujo las manos entre aquellos muslos de un blanco lechoso y los separó lentamente. Ella se lo permitió.

 —Es muy molesto... Nos conocemos.

 Dino sospechaba que mostrarse así a uno de sus clientes la estaba excitando. Su voz era más ronca y tenía la frente enrojecida. Su cuerpo desnudo tenía la carne de gallina a pesar del calor ambiental. Ni siquiera la forzó ya. Ella misma, apartando los ojos, tomó la iniciativa de separar sus muslos. ¿Podía ser lo bastante ingenua para creer todo lo que Dino le contaba? Exhibió su sexo, una raja carnosa y malva, rodeada de rizos húmedos pegados entre sí. «Se ha lavado a fondo —pensó Dino—. Y sin embargo, huele a sexo, a hembra. Ha transpirado.»

 Sin esperar más, apretó junto a la raja, en los dos labios carnosos. El sexo se abrió, la parte baja de los labios se despegó mostrando su interior, casi rojo, reluciente como una fruta madura. Se humedecía con sólo mostrarse a él, estaba claro. Sin embargo, prefirió seguir con su papel hasta el final.

 —¿Aquí? ¿Duele?

 —Sí...

 Mentía. No había razón alguna para que sufriera de los intestinos en aquel lugar preciso. La mujer sabía que estaba aprovechándose. Sintió deseos de meterle un dedo, de liberar su rígido miembro de los calzones y hundírselo entre los muslos... Pero el tiempo pasaba y se le había ocurrido otra idea.
 Le explicó que el examen no era tan indoloro, a veces.

 —Algunos se quejan de dolores en el ano... La sonda... Puedo ayudarle, pero debe quedar entre nosotros. Ya sabe, ¡los médicos son tan puntillosos!

 Llevaba siempre un tubo de vaselina en el bolsillo de su bata. Desenroscó el tapón ante los ojos muy abiertos de Carole y le dijo:

 —Suba sobre la camilla y póngase de rodillas. A cuatro patas, vamos.

 —¿De verdad? ¿Está seguro?



 Le explicó entonces que la vaselina en el conducto anal facilitaría la introducción de la sonda. Pero no debía dejar rastros en el exterior, de lo contrario corría el riesgo de recibir una bronca. Carole no dijo nada. Se dio la vuelta y se instaló con las nalgas al ¡tire y los muslos abiertos. El espectáculo era muy excitante. Dino miró su reloj, colocándose tras ella. Puso un poco de vaselina en su índice. No podía poner más. El doctor lo descubriría inmediatamente.

—Es usted tan amable... Si hubiera sabido que algún día iba usted a verme así. No me atreveré ya a mirarle, cuando entre en la tienda. Soy muy tímida, ¿sabe usted?

 Carole había hablado con voz ronca. Apoyada en los codos, aguardaba con sus blancos pechos balanceándose por debajo y los pezones malva y granulados rozando la sábana. Mucho más arqueada de lo necesario, hacía sobresalir su trasero. Las redondas nalgas, marcadas todavía por la goma de las bragas estaban separadas. Dino acercó su rostro al ofrecido surco y se embriagó con el salvaje olor del culo. El pequeño y fruncido agujero estaba parcialmente oculto por los rizos negros. Pero curiosamente, más arriba no había ya pelo alguno y el liso ano se contraía ya ante sus ojos. «Su marido no le ha dado nunca por el culo, ¡estoy seguro!», pensó. Tenía calor, como ella, cuyo cuerpo brillaba de sudor y desprendía efluvios de especias.

 —No se contraiga, Carole...

 Se le había escapado el nombre, pero ella no protestó. Dino aproximó su dedo al minúsculo orificio, la yema de su índice encontró la carne sensible y húmeda, y se hundió lentamente en ella para saborear aquel instante que nunca más se repetiría ya. La muchacha lanzó un pequeño gemido y retorció el trasero. Viciosamente, Dino exploró el liso conducto y se excitó contemplando cómo su dedo se deslizaba hacia delante y hacia atrás. Él insistió, por puro placer.

 —¡Qué prieta está usted! Su marido no debe de sodomizarla a menudo... Sin duda, a usted no le gusta...

 El culo se dilató enseguida y disminuyó la presión del esfínter sobre el índice de Dino. Entró por completo en ella, sin encontrar obstáculo. La limpieza había sido perfecta. Quiso saber si le hacía daño.

 —No... Va usted con mucho cuidado...

 Más abajo, la raja se abría de par en par, los blandos y despegados labios rezumaban humedad. Prosiguió unos segundos, retiró luego, por fin, su dedo, oliéndolo a espaldas de la muchacha, embriagándose con el íntimo olor de su culo.

 Con un pañuelo de papel, limpió los rizos pegajosos de vaselina que rodeaban el dilatado ano. Se lo metió en el bolsillo, para más tarde. Carole se tendió de espaldas. Su rostro estaba rojo y gruesas gotas de sudor le pegaban el flequillo en la frente. Sus grandes pechos parecían hinchados, más firmes.


 Alguien se acercaba. Se escuchaba el ruido de las sandalias de una enfermera. Dino cubrió el cuerpo desnudo de Carole. Abrieron la puerta. Era Lucienne, la enfermera jefe.

 —¿Ah, está usted aquí, Dino?

 —Sí. La señora estaba un poco asustada... La he tranquilizado. Somos vecinos... Tiene una panadería cerca de mi casa.

 —Perfecto. Le toca a ella. Llévela a la sala B.

 Durante el examen, volvió a la cabina y se apoderó de las bragas de Carole. ¿Quién podría pensar que había sido él? Inspeccionó rápidamente el pedazo de algodón blanco. La entrepierna estaba húmeda todavía y desprendía cierto aroma pimentado. Se metió la prenda en el bolsillo.

Más tarde, llevó a Carole hasta la cabina. Por lo general, se administraba a los pacientes un sedante para que se relajaran. Algunos se dormían. Era el caso de Carole. Empujó a la siguiente enferma hasta la sala de curas y volvió rápidamente a su lado. Se les dejaba dormir hasta que el médico y los secretarios hicieran el informe. Tenía cierto tiempo. Apartó de nuevo la sábana para verla desnuda, se inclinó para olisquear el pelo de su sexo, sentir el olor a sudor y meado que de allí emanaba. Le abrió los muslos, venteó más directamente los grandes labios blandos. Carole se movió un poco, pero no despertó. Él descubrió lentamente el clítoris, lo rozó.

 Se volvió luego hacia el rostro. Ella dormía con la boca entreabierta. Estaba demasiado excitado para pensar en los riesgos. Extirpó su rígido sexo de la bragueta y pasó suavemente la punta del glande por los carnosos labios. Dino no podía contenerse. Eyaculó en el pañuelo de papel con el que había secado el ano de la muchacha. Se mordió la mejilla para no jadear demasiado. El sudor le caía en los ojos.

 Ella se volvió de lado, como para permitirle admirar de nuevo sus nalgas desnudas. Él la cubrió con la sábana. No la vio salir de la clínica. Le habían mandado a clasificar archivos en el sótano. Pero por la noche pasó, como cada día, a recoger el pan antes de regresar a casa. Ella estaba allí, su marido también. A Dino le costó contener su emoción. Pero la joven hizo como si nada hubiera ocurrido. Le dirigió una sonrisa al tenderle la estrecha barra.

 Dino pasó una velada excelente, embellecida por los recuerdos de la jornada. Más tarde, solo en su habitación, colocó las bragas de Carole con las que había ya robado a otras mujeres casadas.

 La panadera había aceptado su vicioso juego porque tenía una excusa. Ahora, cada vez que pedía su pan miraba aquellos labios y los imaginaba rodeando su glande malva. Cuando se volvía hacia los estantes, Dino tenía la impresión de estar desnudando sus nalgas redondas y carnosas, como en la clínica. Sabía también lo que ocultaba la bien provista blusa cuyo botón superior dejaba desabrochado cada vez con más frecuencia. En resumen, era cada vez el mismo placer. Y la presencia del marido contribuía al goce de Dino. Aquel tipo antipático no sospechaba nada...

Al contemplar las bragas de Carole entre las de otras mujeres, Dino se empalmaba. Robar bragas era un juego excitante. Tenía una verdadera colección, cada una de ellas correspondía a una aventura. Aquella noche, sus sueños estuvieron llenos de sexos abiertos, nalgas ofrecidas y olorosas. Al despertar, encontró su miembro pegajoso entre el vello, el pantalón del pijama almidonado por el esperma de su eyaculación nocturna.

 Estaba impaciente porque llegara la noche, por ir a buscar su pan a la panadería..

(Primer capítulo de la novela Mis apasionadas zorras de Vesper Galore. Silenio, Editorial Martínez Roca, 1997)



La joven esposa del panadero (final del relato)

LA paciencia daba siempre resultado, era una de las primeras cosas que Dino había aprendido a lo largo de sus «aventuras». Finalmente, aquella noche, la morena panadera le había susurrado, al devolverle el cambio:

 —Si lo desea... Mi marido no estará esta noche. Se va a ver a su madre, a Nantes, y vuelve mañana por la mañana. Sigue doliéndome un poco la barriga...

 —¿Cuándo se va?

 —Dentro de una hora...

 —Puedo pasar cuando sean las ocho.

 Inmediatamente, el rostro de Carole enrojeció. Entraba en la tienda un cliente con su hijo en brazos, susurró bajando los ojos:

 —Si no le molesta...

 A Dino, cuando regresó a casa, le costó mucho no masturbarse. Iba a encontrarse a solas con ella y deseaba que el placer se prolongara. Carole no le parecía muy franca. Con ella era preciso seguir jugando a médicos. Sin duda, en sus fantasías, se aprovechaban de ella con una buena excusa. De lo contrario, ¿por qué no le había dicho que fuera a su casa?, ¿porque lo deseaba?

 A las ocho en punto, Dino estaba en la puerta del pequeño edificio de la panadería. La pareja ocupaba el apartamento que estaba encima de la tienda. Había un interfono; llamó con el corazón palpitante, dijo su nombre y Carole abrió. Un pequeño corredor llevaba hasta una escalera. Oyó rechinar, en el piso superior, la puerta del apartamento. Le llegó un olor a fritura, mezclado con el de un desodorante. Olía a fritada de rosas. Encontró la puerta abierta, entró y cerró a sus espaldas. Hacía calor y se secó el sudor de la frente. Se oyó una vocecilla:

 —Estoy en el salón... Al fondo.

 Las ventanas estaban abiertas pero, a pesar de la leve corriente de aire, el tenaz olor del aceite frito impregnaba la atmósfera. Había hecho mucho teatro antes de llegar allí. Había fantaseado, especialmente, con el modo como iba a encontrarla. Lo había imaginado todo: desnuda, con una picardía, en bragas y sujetador, con un vestido. Pero todo equivocado. Estaba sentada a la mesa de su salón, con unos vaqueros y una camiseta. Ante ella estaban las recetas, el informe de la colonoscopia y varias radiografías.

Decididamente, tenía la intención de jugar a enfermos hasta el final. Pero advirtió inmediatamente que se había maquillado. Nunca la había visto así, con los largos cabellos castaños cayendo en espesa melena, los ojos sombreados, los labios pintados de un rojo vivo. El apartamento estaba sencillamente amueblado, las paredes blancas pedían un buen pintado y había en todas partes recuerdos de España, castañuelas, un toro de plástico y la inevitable muñeca que bailaba flamenco. Era de bastante mal gusto, pensó Dino sentándose en la silla que acababa de indicarle. Se había empolvado las mejillas, pero eso no ocultaba su turbación. De pronto se dirigió a él como si hablase con su médico de cabecera. Su voz era más ronca, su mirada huidiza.

 —Sí... Le he pedido que viniera porque sigo teniendo dolores, a pesar del tratamiento, y eso me preocupa...

 Dino estaba dispuesto a todo. Puesto que quería seguir con la comedia, no había inconveniente.

 —Ante todo, desnúdese.

 Se levantó, evitando todavía su mirada, y se desabrochó los vaqueros. Dino estaba ya empalmado y se felicitó por no haberse puesto calzoncillos bajo los pantalones de tergal. Lentamente, ella hizo resbalar los vaqueros y se encontró en bragas y camiseta. Unos pelos sobresalían en lo alto de los muslos.

 —¿Está bien así?

 —No, quíteselo todo si desea usted que le examine correctamente y a fondo.

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 Ella volvió a suspirar, se quitó la camiseta por encima de la cabeza y se mostró en sujetador. Dino la miró atentamente. Tenía cierta faceta animal, con la melena negra cayendo sobre sus ojos. La curva natural de su espalda acentuaba la redondez de su trasero, moldeado por las bragas de algodón blanco. Sus pechos aprisionados en un sujetador sin armadura danzaban al menor de sus movimientos. Los pezones sobresalían.

 —Acérquese.

 Se colocó ante él. Olisqueó su embriagador perfume, lamentó que saliera del baño. Le abrió los muslos y la tomó del talle para acercársela. A pocos centímetros de su rostro palpitaba aquel vientre apenas abombado. Recordó el salvaje olor que había encontrado entre sus muslos, mientras dormía. Ella bajó los ojos y contempló los dedos que le palpaban el vientre. Sin duda veía la polla de Dino que abultaba sus pantalones. Él presionó las costillas y ella no dejó de gemir a cada presión. La carne estaba húmeda, elástica.

 —¿Ha ido usted hoy al retrete? ¿Antes de que yo llegara?

 —No especialmente...

 «Pues bueno, es muy sencillo», se alegró Dino, hipnotizado por la hinchazón del pubis moldeado por las bragas. Había traído lo necesario
.
 —Es preciso liberar sus intestinos. He traído lo que hace falta. Compréndalo, debo examinarla por todas partes para estar seguro. 

Miró a su alrededor, descubrió el viejo sofá cubierto por una manta de lana hecha a mano y ordenó a Carole que se quitara las bragas y se tendiera allí. Ella lo hizo. Con el ancho y tupido vello al aire, se dirigió hacia el sofá y él pudo admirar el balanceo de las carnosas nalgas. Se levantó y le pidió que le dejara algo de sitio para que pudiera sentarse junto a ella. La mujer respiró con más fuerza, turbada. Pese a los prietos muslos y el bosque de rizos negros, vio la parte alta de su raja, el espolón del clítoris.

 —¿Qué debo hacer?

Sacó de su bolsillo un tubito al que había adaptado una cánula.

 —¿Qué es?

 —Un producto muy eficaz. Se inyecta y, cinco minutos más tarde, ya está. Abra los muslos. Más.

 —Estaría mejor boca abajo, ¿no?

 —No, lo prefiero así.

 Ella se abrió al máximo. Su coño liberó unos efluvios que subieron hasta las narices de Dino. La raja entreabrió sus labios mayores malva y relucientes de humedad.

 —Ahora, encoja mucho las piernas, sin cerrarlas.

 Ella obedeció exhibiendo así la totalidad de su intimidad. Su raja estaba abierta de par en par, con los carnosos labios muy separados. Los rizos llegaban hasta la raya de las nalgas y el ano, distendido por el movimiento, se contrajo. Los olores de ambos orificios se mezclaron. Dino desenroscó el extremo de la cánula. Posó la palma sobre el sexo abierto y, con la punta de los dedos, tironeó los repliegues del agujero del culo. Hundió en él la cánula y apretó la pequeña pera. El líquido se introdujo en el conducto anal. Carole dio un respingo. Bajo la mano de Dino, su conejo babeaba, ardiente y blando.

 —Si no conociera su profesión, pensaría que es usted terriblemente vicioso, señor Dino...

 —Bueno, ya está. Ahora, cierre las piernas y desabróchese el sujetador.
 Lo hizo sin preguntar por qué, liberando sus grandes pechos. Él los tomó en las palmas de sus manos, pellizcó suavemente los hinchados pezones en el centro de las areolas, anchas y malva. Ella se retorció suspirando:

 —Su producto me pica un poco...

 —Eso va bien, ya verá. Pero déjeme terminar el estudio de sus tetas.
 Ella no reaccionó ante la palabra «tetas». El palpado que estaba efectuando no tenía relación alguna con la enorme excusa que justificaba aquella puesta en escena. Era sólo por placer. Ella gimió.

 —Tengo ganas de ir al retrete... El producto hace efecto...

 —Perfecto, venga. ¿Dónde está?

 La miró caminando a saltitos ante él, con las nalgas apretadas. Empujó la primera puerta y corrió hacia la taza. El lugar era exiguo, pero había sitio bastante para dos. Se agachó ante ella, le abrió los muslos para no perderse nada y ordenó con sequedad:

 —¡Primero orine! ¡Tiene que liberar primero su vejiga!

 —¿De verdad? No podré contenerme por más tiempo... ¡El trasero me pica!
 Él la estaba gozando. La moza sabía perfectamente que todo era un pretexto. Apenas hizo fuerza. De sus labios mayores, colgantes, brotó un fuerte chorro. «Mea como una vaca», pensó Dino excitándose en primera fila. El olor ácido y caliente le aturdió. Ella se asió el vientre gimiendo:

—No puedo esperar más...

 —Un poco de paciencia.

 La orina humedecía los rizos que rodeaban la raja y las últimas gotas cayeron en la taza. Con las mejillas ardiendo, ella le miró, decidida sin duda a demostrar que no era tan idiota como todo eso.

 —Sabe usted muchas cosas para ser camillero... Es usted un sabio...
 Dino no respondió. Le dijo que se aliviara y permaneció ante ella. La mujer hizo unos melindres:

 —¿Y tiene usted que mirar? Es muy molesto...

 —Tengo que asegurarme de que hace lo que le pido. Hasta el final.
 Se deleitó viéndola vaciarse ante él. El producto provocaba unos espasmos que obligaron a Carole a retorcerse. Para Dino, el retrete era puro aroma. Se tocó francamente la verga a través de los pantalones, viendo que la roja almeja soltaba un último e inesperado chorro de orina.

 —Déjeme un segundo —imploró ella.


 Regresó al salón, encendió un cigarrillo, la oyó secarse, ir al cuarto de baño y hacer correr el agua. Debía de lavarse. Esperó. Iba a volver con el culo limpio, dispuesta a proseguir. ¡Qué placer, para Dino, estar allí, en casa de la pareja, en aquella ridícula decoración! La panadera no tardó. El volvió la cabeza y la vio en el umbral del salón, totalmente desnuda.

 —Bueno... He creído que no iba a terminar nunca... Es fuerte...
 Él se levantó y la tomó del brazo.

 —¿Dónde está la alcoba? Estaremos más cómodos en su cama que en el sofá...

 No tuvo que repetírselo. La habitación estaba tan mal amueblada como el resto del apartamento, con los muros empapelados de rosa, con motivos geométricos. Un puf cubierto de terciopelo rojo se hallaba junto a un tocador en el que se amontonaban productos de belleza y maquillaje. El cobertor, hecho de largo pelaje sintético, era de un rosa fuerte especialmente feo. Dino lo arrojó al pie de la cama. Las sábanas, muy tensas, eran de algodón beige.

 —Tiéndase y abra las piernas.

 Ella se dejó caer hacia atrás mientras él se colocaba entre sus piernas para lamer directamente la raja.

 —Es usted vicioso, señor Dino...

 —Debo hacerlo, el sabor me indicará muchas cosas.

 —Sí, sin duda tiene usted razón...



 Lamió la viscosa raja, metió la punta de la lengua en la empapada vagina. Tenía un sabor soso. Más arriba, los pelos olían a sudor y meados. Se había lavado el culo, pero no el sexo. El humor era espeso, el clítoris se desarrollaba ante sus narices. Él lo mordisqueó mientras la panadera lanzaba unos gemidos.

—Es usted tan vicioso..., tan asqueroso...

 Levantó los muslos y él hundió la lengua en el surco nalgar, descubriendo el aroma salvaje y perfumado a la lavanda del ano recién lavado. El pequeño cráter pespunteado se contraía ante sus lengüetazos. Con la nariz aplastada en la carne babosa y cálida de la raja, siguió lamiéndole el culo unos instantes. Su polla, erguida en sus pantalones, casi le dolía. Carole se incorporó de pronto, con los ojos brillantes y el cuerpo reluciente de sudor. Sus pezones parecían más oscuros, casi violeta.

 Desabrochó la camisa de Dino y se la quitó. Luego, le bajó los pantalones y le tendió en la cama. Con las nalgas muy cerca de él, pasó la mano por sus pelos castaños, palpó su vientre, rodeó el rígido miembro con sus dedos y le masturbó suavemente. También él chorreaba sudor. Le propuso que se sentara sobre su polla, pero ella prefirió seguir tocándola. Oprimió los peludos huevos, los levantó haciendo zalemas:

 —También yo quiero auscultarle...

 Le hizo abrir las piernas, metió su dedo entre las nalgas y lo hundió sin ambages en el ano. Él se arqueó, ella agitaba el dedo en su culo. Ese tratamiento consiguió que se hinchara más aquella verga, muy rígida ya, sin embargo. La panadera no se controlaba ya. Se metió el ancho glande en la boca y mamó con avidez. Él la contemplaba chupando, con la boca rodeando su estaca. Pocas mujeres habían hurgado en su culo, y él lo adoraba. Ella retiró el dedo para inclinarse un poco más y lamerle el ano. Entre sus nalgas, la lengua era suave y cálida, Dino no tardaría ya en eyacular. Ella lo comprendió e, irguiéndose, se puso a cuatro patas en la cama.


 —Auscúlteme con su picha, señor Dino.

 No tuvo que rogárselo y se arrodilló tras ella. Volvió a lamerle el ano. En la cómoda había una foto de la pareja, tomada el día de la boda. Ver la jeta del panadero, cuando estaba en su cama y se disponía a joder con su mujer, le excitó terriblemente. Colocó su glande malva junto a la vagina, saboreó la deliciosa sensación que le procuraba la carne blanda y viscosa en la punta de su verga. Se clavó por fin en ella. Alrededor de su sexo, la vaina ardiente se contraía. Tuvo la impresión de que la vagina de Carole se estrechaba, se adaptaba al volumen de su miembro. Advirtió unas antiguas huellas de esperma en la sábana, junto a ellos, y se puso a cien. Estaba follándose a la mujer de otro...

 No pudo evitar salir del baboso coño para intentar penetrar en el culo entreabierto. El glande, lubrificado por el humor, penetró en el ano cuyos bordes se habían vuelto más rojos.

 —¡Oh, sí, auscúlteme el culo, hasta el fondo!

 Empujó con los lomos, de golpe, y hundió su picha en el ofrecido culo. Ella lanzó un grito animal y, luego, un gran suspiro, como si la polla de Dino expulsara el aire de su cuerpo. El conducto era liso, estaba engrasado por la lavativa. La porculizó con fuerza. Sus cojones golpeaban la empapada raja. Se inclinó para tomar los pechos que se bamboleaban bajo la mujer. Todo el cuerpo de Carole exhalaba un olor a sexo caliente y, entre sus dedos, los grandes pechos húmedos resbalaban de sudor. La panadera tuvo su orgasmo cuando, incapaz de contenerse, él se vaciaba en sus intestinos. Estaba tan excitado que tuvo la impresión de eyacular interminablemente. Los esfínteres se contraían alrededor de la verga, como para extraer hasta la última gota de jugo.

 Cuando retiró su polla, el agujero del culo permaneció abierto, como un cráter de carne viva. La mujer se dejó caer boca abajo, sacudida por viólenlos espasmos. Él se derrumbó a su lado, jadeando. El esfuerzo y la excitación le habían agotado. Ella se pegó a él, excitada todavía. Dino había doblado el brazo por detrás de la cabeza y ella lamió el vello sudoroso de sus axilas. Luego, de pronto se levantó y metió su mano entre las nalgas.

 —Voy al lavabo, mi trasero chorrea.

 Se levantó y se vistió. De pronto, Carole regresó muy asustada.

 —¡Mi marido! ¡Está abajo! ¡Ha vuelto! ¡Lárguese, pronto!

 Dino no tenía miedo, la situación casi le divirtió. Ella le empujó por las escaleras y le mostró la puerta que daba al jardín. Luego le aconsejó que huyera en cuanto el marido hubiera subido por la escalera. Él salió. 
Asustada, la panadera le abandonó sin esperar más. La oyó abrir la puerta de entrada y, mientras se largaba, oyó gritos en el piso. El marido aullaba. ¿Por qué iba desnuda? ¿Qué había pasado en la cama? Dino se eclipsó.
 Al día siguiente, por la tarde, advirtió la cara muy triste de la panadera. Estaban solos en la tienda y ella susurró:

 —Lo comprendió todo, pero no le dije que había sido usted...

 Apenas un mes más tarde, Dino encontró la panadería cerrada. Y supo que la pareja la había vendido y se había marchado a provincias. Las malas lenguas decían que el marido había sorprendido a la mujer en manos de otro y que iban a divorciarse. Dino no había deseado algo así y no volvería a ver nunca a la panadera. Una lástima...

 Se masturbó muchas veces, olisqueando las bragas de Carole, como recuerdo.


(Tomado del capítulo 4 de Vesper Galore: Mis apasionada zorras)


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