miércoles, 30 de agosto de 2017

Llevados del putas - Javier Ramírez Viera - descargar libro


PRIMERA PARTE
El filósofo y sus monos
Capítulo primero

Años 60, en algún lugar de Sudamérica.

Don Washington…

Le advertí al Compadre que no se dejara enamorar, que eso sale caro. Al alma, o a lo que sea. Al cabo uno se duele de algo. La mujer es para tenerla de esposa, o como moza… pero no para quererla.

Y se coló por Antonieta, aquella chica de pinta argentina con el cuerpo siempre como sudado, a saber que el reflujo era los ungüentos femeninos de la tentación, esos que se suponen engañan la vejez, pero que contornean toda línea curva y todo valle o colina de mujer, haciéndonos arder como braseros. Y por aquel río negro de su pelo, que la vestía como acaso unas bonitas cortinas una ventana. De la cual, por allá, asomando su nariz, de esas personas que tienen la trompa anunciada, vista y proa al viento. Sería poco decir que nariz aguileña…

Para describirla bien habría que buscar otro pájaro… No sé si saben lo que es un tucán… Y, sin embargo, para nada le era un reparo. Era la gracia, ese apéndice de la codicia de un cuerpo desmesurado, tentador, y el galope anticipado por donde no se debe para con esas aventuras de juegos de cama. La guinda… el gracioso tropiezo… un punto de referencia para comparar tamaños y vivir estorbos indecentes.

Si una nariz estuviese hecha entera de huesos, y no de carnaza, enseguida hubiésemos estado sobre la pista de que aquel cadáver era Antonieta. Hacíamos muros de contención en piedra para los lindes de las parcelas de cultivo, allá, bajo el sol, en un lugar de la montaña que se nos antojaba el fin del mundo, de tan callado como acaso sólo le diera la gana de soplar a la brisa en la maleza. Y  apenas una fresca, de un par de árboles, para salvaguardarel buche de agua en una tinaja. El resto, echarle ganas y aguante, y los sueldos pendientes de cómo de animado se anduviera el día. Casi de la condición meteorológica, según el paso de una mera nube nos daba por rendir más de la cuenta. Y buen ritmo, hasta que se nos antojó que alguien había manipulado la tierra que apenas se había removido ayer. Por esa corazonada, mi compadre dio con las carcasas de mejillón, negras, de unos zapatos de tacón, rotos tal como si alguien los hubiera cortado con una tijera. En realidad, retorcidos del agua de algún aguacero reciente… sí, el de la semana pasada, el que nos desbarató varios días de aplome de piedras.

…Por cierto que Antonieta había desaparecido más o menos por esas fechas.

Quise convencer a mi Compadre de que la hilada no podía parar. ¿Para qué meterse en líos? ¿Acaso echaba de menos a alguien? Y, si así fuere, ¿le importaba tanto como para parar las obras? Acusábamos la fatiga, y daba igual una perra más que una perra de menos en cuanto mi
Compadre deshizo el falso entierro con algunas pataditas de sus botas.

Entonces, el muerto sacó la mano. La muerta, convertida ya en esqueleto. Y supimos que era hembra porque, aparte de los zapatos, la pala que luego usó mi Compadre con ella la sonsacó la cabeza al ir desvelando esa cocorota como de huevo de avestruz. Y ni pelo, como si todas las musarañas del mundo ya se hubieran aprovechado de la difunta propiedad para tejerse abrigos, pero sí esa delicadeza propia de las féminas bien mujeres, donde la horrenda mirada al infinito de aquella calavera se convertía en una súplica femenina por un quiero de cuentos de hadas y camino al altar.

…No estuvo su nariz. ¡Se la habían comido toda! Por entonces, de todos modos no sabíamos que era Antonieta, ese amor loco de mi compadre. Una prostituta, claro. Una de esas verdaderas mujeres, o esa otra raza de mujer, mejor dicho. La de ensueño, andando todo el santo día con esos camisones perversos de lascivas princesas.

Desperezándose, con los revuelos de su pecaminosa carne tendentes bajo la seda, como con vida propia.

Perfumadas, y con las uñas crecidas. Pintadas, para mujeres convertidas en jarroncitos de decoro… a saber que para el uso. Supuestamente, nada que ver con lo de casa, en esas señoras ataviadas con rebecas, cuasi jorobadas, y bendito sexo en la alcoba de los ancestros, con el silencio del recato, mordiendo la almohada si hiciese falta, y ese desdén carnal tan misterioso, al cabo apenas lo estricto permisible en las Santas Escrituras.

…La reconoció por el brazo roto. Menudo mi compadre, en afanes de forense. Con un palito, removiendo lo que no parecía más que un saco de concreto reseco atravesado de palitroques y raíces. Lo supo de cuando alguna paliza de algún chulito de la tierra natal de aquélla, que se lo crujiera con una silla. Desde entonces, Antonieta solía esconder la mano, tan retorcida como esa lengua viperina de las que asimismo critican y, tras arrojar la primera piedra, esconden su catapulta.

“…Bueno, ¿y cuánta gente cree usted que se han quebrado el brazo?” traté de justificarle. Cierto que podría ser cualquier otro sujeto de este mundo de perros. Quizá, hasta podría ser un hombre vestido de mujer; allí sólo había carroña, una confusa masa del mismo tinte que la tierra roja que apaleábamos.

“No, hermano… es ella”

Lo supo. Lo tenía como intuición clavada. Y, asimismo coherente por acertarle la identidad a la víctima, para poco después dejó ese lamento confuso de quien no sabe si vale la pena lamentar un sinfín de restos cacharreados.

No era ni persona, el muerto. La muerta. Lloró por recuerdos, desde luego; no habría quien se echase al pecho aquella argamasa. No lo haría ni una madre.

La observé, a la pareja. Antonieta… que había sido una mujer cañón, ahora como cañoneada. Casi como si la hubieran odiado tanto que no hubieran querido dejar ni unos restos más que inmundos. La mataron, claro está. La quitaron la vida… y la escondieron. Quitarla de en medio, hasta donde se pudo, donde los medios mecánicos tradicionales no daban para desmaterializarla del todo.

Quizá un molino de moler trigo hubiera hecho polvo aquellos huesos, y alguna hoguera hubiese desmerecido los pocos trapos que le quedaban, y aquellos zapatos.

Quizá la difuminaron con ácido…

“¡Dios, debía quedar el alma!” pensé. Sí, al menos eso.

Que quede eso, cuando uno se muere. Lo pensé, después de haber visto tanta gente muerta. Y lo hice precisamente allí, cuando era propio comparar el antes y el después de Antonieta. No había tetas, ni esa mirada pícara. Ni labios… ni nariz… nada por lo que pagar. Todo a la mierda. Quedaban los cimientos… lo que no se ve, lo que no sabes si es parte de las personas hasta que ya es demasiado tarde para ellas.

Ese yo de adentro… el que lo mantiene todo en pie y da la vida, la sostiene, y es tanto nuestro, y más, que esa corteza que damos cara al mundo.

Sí, la gente sabe dónde está el estómago cuando le duele.

Si no fuera por los empachos, quizá nos diera por pensar que la comida se diluye en nuestro interior como una mágica esencia de lluvia de estrellas.

“Descansa en paz, amor mío…” le oí murmurar a mi compadre. ¿A quién? Antonieta no tenía oídos. Se los habían comido los gusanos. Quizá las hormigas. A saber… Quizá se los comió el asesino, que la despellejó con saña. Quizá con sapiencia, o ese arte para desbaratar que tiene la gente mala.

…Ahí empezaría todo. Ahí empecé a cavilar. Maldita sea… Nacería en mí un nuevo Washington, capaz de cuestionar las cosas. Sopesar, en ese algo tan peligroso.

Pensar… Debatir… Joder, si se quiere.

…Quieres mucho a alguien, lo estimas… Puede dar miles de vueltas, tu carne, y tu ser. Puedes hacer tabiquerías de piedra vista para delimitar plantaciones, o ser el estudioso de casa e ir para abogado. Puedes ser tú, o ella, todo lo que quieras… todo lo que dé la vida, pero el fin es la misma mierda para todo el mundo. Ese amor de tu juventud, el del primer beso, el de aquel sueño de verano en la playa, voló lejos, y se casó con otro. Lo esperas de regreso toda la vida, ésa de suplencia… ésa que te atarea, y que va desgastando el tiempo y engorrona tu pinta. Te encorvas, y tanto de cara como de alma, y aún ansías ese regreso suyo, entre el mal humor del viejo…

Aún lo ves preescrito en las nubes del atardecer… Pero no, un día te cuentan que no sé quién, precisamente ella, murió en su primer parto; joder, ¡por hacer el amor con otro! Duela menos que quizá la cogiera un carro, o se la llevara una caprichosa pus de sus entrañas. Han pasado los años, y, si acaso fueses a buscar ese pelo, esa mirada, esa sonrisa… ¡joder, preciso apartar las larvas y las cucarachas del ataúd para atenderle esa mueca de espanto de los restos humanos descarnados!

Lo supe. Lo supe todo cuando el funeral de Antonieta.
Otro funeral de otra prostituta. Se venían familiarizando en los pueblos de la comarca, porque el exceso del vino y la fiesta, de la hombría del trabajador, asimismo como las atrae las va requemando. Si no de trabajo, de odio. De muerte, que también se da entre bofetadas de celos y desdenes por mujeres que se van adinerando por el pecado, que son deseadas pero que no sirven por esposa.

Antonieta no valía para eso. Quizá por eso había muerto.
Y, si no mi compadre, tarde o temprano por el compadre de algún otro estaría a tientas del destino que alguno la malograra. Ya la empezaron por el brazo, y la terminaron por la vida entera. Lo decía bien claro aquel funeral, en la procesión de preciosas mujeres en negro prestado, porque lo suyo eran los vivos colores de la noche, por las pocas telas de escotes y minifaldas. Ataviadas de santas, las putas, mientras las beatas las veían pasar escondiditas desde las ventanas.

Era su derecho, la columna del llanto. También Dios las perdona, y Antonieta iba a recibir la santa sepultura. El cura lo iba pregonando en su silencio, con La Biblia cogida delante suya, con ambas manos, presta en su rojo carmesí sobre el abdomen… como santificando su entrepierna, o poniendo una barrera entre sus debilidades carnales y la carne de aquellas fieles de la madrugada y el vicio, las que tanto las anhelaba al descarrío, por masa que lo oyera, como las tentaba enmendar. Y detrás el carruaje de las tinieblas con el ataúd, el mismo carro de todo el mundo, tirado por dos mulas. Lo habían vestido de rosas rojas, que, por apetencias del destino, se habían retraído hasta convertirse por sátira casualidad en una multitud de capullos fálicos.

Por ellos se santiguaban las beatas, mientras por ellos también se sonreían adentro diciendo algo así como: ahí tenéis vuestro merecido, pues ni en los momentos solemnes os podéis librar de la profesión y el sentido de uso y desuso para con los hombres.

Allí anduvo mi compadre, entre fulanas y vestido de domingo, como cuando, en otras, las tentaba enamorar con su pobreza. Ahora cabizbajo, con una de aquellas rosas en su ojal, rota por lo abrazos.

Una osadía, a sabiendas que su mujer podría verlo con sólo ocurrírsele salvar el trecho de pueblo a pueblo para comprar algo en el mercadillo. Y el comadreo hablado asimismo podría hacer ese trecho, a la inversa, y habría riña y guerra… la que quizá mi compadre necesitaba para justificarse y coger vuelo, si acaso su esposa se alegrara de que la mujer que le quitaba el amor de su esposo ya estuviera muerta, y asunto zanjado.

Estuvo firme, mientras se oraba por la muerta sobre el hueco en la tierra donde sería alojado el ataúd. Yo impreciso, a su lado. También de negro, si acaso viéndolo todo más de ese color que de cualquier otro.

Porque las mujeres oraban, pidiendo la salvación de aquel alma. Y vaya, porque eso significaba que había alternativas a la muerte misma.

Oraban… luego hay opciones, en el sentido que Antonieta podría irse al cielo o al infierno.

Dos derroteros… ¿Qué los marcaba…? ¿Quién sabe quién? Si fuera fijo que se va al cielo, ¿para qué rezar?

Así, confiando haber convencido de la buena alma al Todopoderoso, la dejaron estar. La echaron tierra encima, y adiós. De Antonieta quedaba el llanto, no más. Sus fotografías, si acaso tenía alguna. Lo demás que fue ella quedaba impreso en las mentes de todos los que la conocieron, y sobretodo en la de mi compadre, el que valientemente me invitó a zanjar aquella mujer con nuestra ida del lugar. Sin más por hacer, sino despojar del camino todo aquello que ya no sirve.

¡No la dejen sola, que la van a desgranar los carroñeros! Los bichitos le crecerán por comida para moscas, y hasta sus flujos se voltearán en bestiecillas devoradoras de la que fue su casa, esfumándola como por arte de magia, tiempo al tiempo, en un halo de fetidez.

Sólo quedarán los soportes óseos, otra vez, siendo el tanto de la persona menos humanizado, pese a su forma. Ahí no hay yo alguno, sino el yo petrificado.
¡Por Dios, no abandonen el cuerpo! Por entonces, me daba por pensar que el alma no había volado, que el alma no vuela. No coge rumbo ni se perpetúa, sino que, del aún revuelo de sesos, de esa col que somos, alguna bacteria se comerá en algún momento aquel trocito del pensamiento donde se guardan las noches de amor con Compadre, la deuda con un hijo secreto en casa de mamá y mil llantos en el espejo en burla a su incierto papel de gloria y fracaso, admirada de borrachos y maridos inconformes como una prima donna de pega.

Y mejor que callara, porque mis impresiones no eran bien vistas entre la gente. Nadie me entendería.

Vale… la temporalidad de por medio. Asimismo me dio por pensar en eso, en el tiempo. Quizá porque, buscando solemnidad, andando ese regreso triste pero satisfecho de los enterramientos multitudinarios, me quise coger de manos como acaso andaba el cura, y el frío de la cúpula de mi reloj me sobrevino al sentimiento de la escarcha de ultratumba. Distaba el vivo del muerto por medio del tiempo, más que de la carne.

Y… ¿cuándo vivo y cuándo muerto? Quizá Antonieta seguía viva, en una mínima parte aún no cuerda, allá como el sustento de los bichos, aún en un bocado que algo bacteriológico disfrutaba. ¿Quién la mandó comérselos ella primero? El vaivén de todo cuanto conozco… Sí, las cosas van y vienen. De eso no hay duda. Ella, mutando…

Ella, la ciudad cosmopolita. Miles de partos y eyaculaciones diminutas en el sinfín desastroso de la carne de aquella mujer. Las esencias prosperando…

…Habría tiempo de que entendiese que uno no es más que eso: malditos bichitos.

Ley primera…


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