PRIMERA PARTE
El filósofo y sus monos
Capítulo primero
Años
60, en algún lugar de Sudamérica.
Don
Washington…
Le
advertí al Compadre que no se dejara enamorar, que eso sale caro. Al alma, o a
lo que sea. Al cabo uno se duele de algo. La mujer es para tenerla de esposa, o
como moza… pero no para quererla.
Y se
coló por Antonieta, aquella chica de pinta argentina con el cuerpo siempre como
sudado, a saber que el reflujo era los ungüentos femeninos de la tentación, esos
que se suponen engañan la vejez, pero que contornean toda línea curva y todo
valle o colina de mujer, haciéndonos arder como braseros. Y por aquel río negro
de su pelo, que la vestía como acaso unas bonitas cortinas una ventana. De la
cual, por allá, asomando su nariz, de esas personas que tienen la trompa anunciada,
vista y proa al viento. Sería poco decir que nariz aguileña…
Para
describirla bien habría que buscar otro pájaro… No sé si saben lo que es un
tucán… Y, sin embargo, para nada le era un reparo. Era la gracia, ese apéndice
de la codicia de un cuerpo desmesurado, tentador, y el galope anticipado por
donde no se debe para con esas aventuras de juegos de cama. La guinda… el gracioso
tropiezo… un punto de referencia para comparar tamaños y vivir estorbos
indecentes.
Si una
nariz estuviese hecha entera de huesos, y no de carnaza, enseguida hubiésemos
estado sobre la pista de que aquel cadáver era Antonieta. Hacíamos muros de contención
en piedra para los lindes de las parcelas de cultivo, allá, bajo el sol, en un
lugar de la montaña que se nos antojaba el fin del mundo, de tan callado como
acaso sólo le diera la gana de soplar a la brisa en la maleza. Y apenas una fresca, de un par de árboles, para
salvaguardarel buche de agua en una tinaja. El resto, echarle ganas y aguante,
y los sueldos pendientes de cómo de animado se anduviera el día. Casi de la
condición meteorológica, según el paso de una mera nube nos daba por rendir más
de la cuenta. Y buen ritmo, hasta que se nos antojó que alguien había
manipulado la tierra que apenas se había removido ayer. Por esa corazonada, mi
compadre dio con las carcasas de mejillón, negras, de unos zapatos de tacón, rotos
tal como si alguien los hubiera cortado con una tijera. En realidad, retorcidos
del agua de algún aguacero reciente… sí, el de la semana pasada, el que nos desbarató
varios días de aplome de piedras.
…Por
cierto que Antonieta había desaparecido más o menos por esas fechas.
Quise
convencer a mi Compadre de que la hilada no podía parar. ¿Para qué meterse en
líos? ¿Acaso echaba de menos a alguien? Y, si así fuere, ¿le importaba tanto como
para parar las obras? Acusábamos la fatiga, y daba igual una perra más que una
perra de menos en cuanto mi
Compadre
deshizo el falso entierro con algunas pataditas de sus botas.
Entonces,
el muerto sacó la mano. La muerta, convertida ya en esqueleto. Y supimos que
era hembra porque, aparte de los zapatos, la pala que luego usó mi Compadre con
ella la sonsacó la cabeza al ir desvelando esa cocorota como de huevo de
avestruz. Y ni pelo, como si todas las musarañas del mundo ya se hubieran
aprovechado de la difunta propiedad para tejerse abrigos, pero sí esa
delicadeza propia de las féminas bien mujeres, donde la horrenda mirada al
infinito de aquella calavera se convertía en una súplica femenina por un sí
quiero de cuentos de hadas y camino al altar.
…No
estuvo su nariz. ¡Se la habían comido toda! Por entonces, de todos modos no
sabíamos que era Antonieta, ese amor loco de mi compadre. Una prostituta,
claro. Una de esas verdaderas mujeres, o esa otra raza de mujer, mejor dicho.
La de ensueño, andando todo el santo día con esos camisones perversos de
lascivas princesas.
Desperezándose,
con los revuelos de su pecaminosa carne tendentes bajo la seda, como con vida
propia.
Perfumadas,
y con las uñas crecidas. Pintadas, para mujeres convertidas en jarroncitos de
decoro… a saber que para el uso. Supuestamente, nada que ver con lo de casa, en
esas señoras ataviadas con rebecas, cuasi jorobadas, y bendito sexo en la
alcoba de los ancestros, con el silencio del recato, mordiendo la almohada si hiciese
falta, y ese desdén carnal tan misterioso, al cabo apenas lo estricto
permisible en las Santas Escrituras.
…La
reconoció por el brazo roto. Menudo mi compadre, en afanes de forense. Con un
palito, removiendo lo que no parecía más que un saco de concreto reseco
atravesado de palitroques y raíces. Lo supo de cuando alguna paliza de algún
chulito de la tierra natal de aquélla, que se lo crujiera con una silla. Desde entonces,
Antonieta solía esconder la mano, tan retorcida como esa lengua viperina de las
que asimismo critican y, tras arrojar la primera piedra, esconden su catapulta.
“…Bueno,
¿y cuánta gente cree usted que se han quebrado el brazo?” traté de
justificarle. Cierto que podría ser cualquier otro sujeto de este mundo de
perros. Quizá, hasta podría ser un hombre vestido de mujer; allí sólo había
carroña, una confusa masa del mismo tinte que la tierra roja que apaleábamos.
“No,
hermano… es ella”
Lo
supo. Lo tenía como intuición clavada. Y, asimismo coherente por acertarle la
identidad a la víctima, para poco después dejó ese lamento confuso de quien no
sabe si vale la pena lamentar un sinfín de restos cacharreados.
No era
ni persona, el muerto. La muerta. Lloró por recuerdos, desde luego; no habría
quien se echase al pecho aquella argamasa. No lo haría ni una madre.
La
observé, a la pareja. Antonieta… que había sido una mujer cañón, ahora como
cañoneada. Casi como si la hubieran odiado tanto que no hubieran querido dejar
ni unos restos más que inmundos. La mataron, claro está. La quitaron la vida… y
la escondieron. Quitarla de en medio, hasta donde se pudo, donde los medios
mecánicos tradicionales no daban para desmaterializarla del todo.
Quizá
un molino de moler trigo hubiera hecho polvo aquellos huesos, y alguna hoguera
hubiese desmerecido los pocos trapos que le quedaban, y aquellos zapatos.
Quizá
la difuminaron con ácido…
“¡Dios,
debía quedar el alma!” pensé. Sí, al menos eso.
Que
quede eso, cuando uno se muere. Lo pensé, después de haber visto tanta gente
muerta. Y lo hice precisamente allí, cuando era propio comparar el antes y el
después de Antonieta. No había tetas, ni esa mirada pícara. Ni labios… ni
nariz… nada por lo que pagar. Todo a la mierda. Quedaban los cimientos… lo que
no se ve, lo que no sabes si es parte de las personas hasta que ya es demasiado
tarde para ellas.
Ese yo
de adentro… el que lo mantiene todo en pie y da la vida, la sostiene, y es
tanto nuestro, y más, que esa corteza que damos cara al mundo.
Sí, la
gente sabe dónde está el estómago cuando le duele.
Si no
fuera por los empachos, quizá nos diera por pensar que la comida se diluye en
nuestro interior como una mágica esencia de lluvia de estrellas.
“Descansa
en paz, amor mío…” le oí murmurar a mi compadre. ¿A quién? Antonieta no tenía
oídos. Se los habían comido los gusanos. Quizá las hormigas. A saber… Quizá se
los comió el asesino, que la despellejó con saña. Quizá con sapiencia, o ese
arte para desbaratar que tiene la gente mala.
…Ahí
empezaría todo. Ahí empecé a cavilar. Maldita sea… Nacería en mí un nuevo
Washington, capaz de cuestionar las cosas. Sopesar, en ese algo tan peligroso.
Pensar…
Debatir… Joder, si se quiere.
…Quieres
mucho a alguien, lo estimas… Puede dar miles de vueltas, tu carne, y tu ser.
Puedes hacer tabiquerías de piedra vista para delimitar plantaciones, o ser el
estudioso de casa e ir para abogado. Puedes ser tú, o ella, todo lo que
quieras… todo lo que dé la vida, pero el fin es la misma mierda para todo el
mundo. Ese amor de tu juventud, el del primer beso, el de aquel sueño de verano
en la playa, voló lejos, y se casó con otro. Lo esperas de regreso toda la
vida, ésa de suplencia… ésa que te atarea, y que va desgastando el tiempo y
engorrona tu pinta. Te encorvas, y tanto de cara como de alma, y aún ansías ese
regreso suyo, entre el mal humor del viejo…
Aún lo
ves preescrito en las nubes del atardecer… Pero no, un día te cuentan que no
sé quién, precisamente ella, murió en su primer parto; joder, ¡por
hacer el amor con otro! Duela menos que quizá la cogiera un carro, o se la llevara
una caprichosa pus de sus entrañas. Han pasado los años, y, si acaso fueses a
buscar ese pelo, esa mirada, esa sonrisa… ¡joder, preciso apartar las larvas y
las cucarachas del ataúd para atenderle esa mueca de espanto de los restos
humanos descarnados!
Lo
supe. Lo supe todo cuando el funeral de Antonieta.
Otro
funeral de otra prostituta. Se venían familiarizando en los pueblos de la
comarca, porque el exceso del vino y la fiesta, de la hombría del trabajador,
asimismo como las atrae las va requemando. Si no de trabajo, de odio. De muerte,
que también se da entre bofetadas de celos y desdenes por mujeres que se van
adinerando por el pecado, que son deseadas pero que no sirven por esposa.
Antonieta
no valía para eso. Quizá por eso había muerto.
Y, si
no mi compadre, tarde o temprano por el compadre de algún otro estaría a
tientas del destino que alguno la malograra. Ya la empezaron por el brazo, y la
terminaron por la vida entera. Lo decía bien claro aquel funeral, en la procesión
de preciosas mujeres en negro prestado, porque lo suyo eran los vivos colores
de la noche, por las pocas telas de escotes y minifaldas. Ataviadas de santas,
las putas, mientras las beatas las veían pasar escondiditas desde las ventanas.
Era su
derecho, la columna del llanto. También Dios las perdona, y Antonieta iba a
recibir la santa sepultura. El cura lo iba pregonando en su silencio, con La
Biblia cogida delante suya, con ambas manos, presta en su rojo carmesí sobre el
abdomen… como santificando su entrepierna, o poniendo una barrera entre sus
debilidades carnales y la carne de aquellas fieles de la madrugada y el vicio,
las que tanto las anhelaba al descarrío, por masa que lo oyera, como las
tentaba enmendar. Y detrás el carruaje de las tinieblas con el ataúd, el mismo
carro de todo el mundo, tirado por dos mulas. Lo habían vestido de rosas rojas,
que, por apetencias del destino, se habían retraído hasta convertirse por
sátira casualidad en una multitud de capullos fálicos.
Por
ellos se santiguaban las beatas, mientras por ellos también se sonreían adentro
diciendo algo así como: ahí tenéis vuestro merecido, pues ni en los
momentos solemnes os podéis librar de la profesión y el sentido de uso y
desuso para con los hombres.
Allí
anduvo mi compadre, entre fulanas y vestido de domingo, como cuando, en otras,
las tentaba enamorar con su pobreza. Ahora cabizbajo, con una de aquellas rosas
en su ojal, rota por lo abrazos.
Una
osadía, a sabiendas que su mujer podría verlo con sólo ocurrírsele salvar el
trecho de pueblo a pueblo para comprar algo en el mercadillo. Y el comadreo
hablado asimismo podría hacer ese trecho, a la inversa, y habría riña y guerra…
la que quizá mi compadre necesitaba para justificarse y coger vuelo, si acaso
su esposa se alegrara de que la mujer que le quitaba el amor de su esposo ya
estuviera muerta, y asunto zanjado.
Estuvo
firme, mientras se oraba por la muerta sobre el hueco en la tierra donde sería
alojado el ataúd. Yo impreciso, a su lado. También de negro, si acaso viéndolo todo
más de ese color que de cualquier otro.
Porque
las mujeres oraban, pidiendo la salvación de aquel alma. Y vaya, porque eso
significaba que había alternativas a la muerte misma.
Oraban…
luego hay opciones, en el sentido que Antonieta podría irse al cielo o al
infierno.
Dos
derroteros… ¿Qué los marcaba…? ¿Quién sabe quién? Si fuera fijo que se va al
cielo, ¿para qué rezar?
Así,
confiando haber convencido de la buena alma al Todopoderoso, la dejaron estar.
La echaron tierra encima, y adiós. De Antonieta quedaba el llanto, no más. Sus fotografías,
si acaso tenía alguna. Lo demás que fue ella quedaba impreso en las mentes de
todos los que la conocieron, y sobretodo en la de mi compadre, el que valientemente
me invitó a zanjar aquella mujer con nuestra ida del lugar. Sin más por hacer,
sino despojar del camino todo aquello que ya no sirve.
¡No la
dejen sola, que la van a desgranar los carroñeros! Los bichitos le crecerán por
comida para moscas, y hasta sus flujos se voltearán en bestiecillas devoradoras
de la que fue su casa, esfumándola como por arte de magia, tiempo al tiempo, en
un halo de fetidez.
Sólo
quedarán los soportes óseos, otra vez, siendo el tanto de la persona menos
humanizado, pese a su forma. Ahí no hay yo alguno, sino el yo petrificado.
¡Por
Dios, no abandonen el cuerpo! Por entonces, me daba por pensar que el alma no
había volado, que el alma no vuela. No coge rumbo ni se perpetúa, sino que, del
aún revuelo de sesos, de esa col que somos, alguna bacteria se comerá en algún
momento aquel trocito del pensamiento donde se guardan las noches de amor con
Compadre, la deuda con un hijo secreto en casa de mamá y mil llantos en el
espejo en burla a su incierto papel de gloria y fracaso, admirada de borrachos
y maridos inconformes como una prima donna de pega.
Y mejor
que callara, porque mis impresiones no eran bien vistas entre la gente. Nadie
me entendería.
Vale…
la temporalidad de por medio. Asimismo me dio por pensar en eso, en el tiempo.
Quizá porque, buscando solemnidad, andando ese regreso triste pero satisfecho
de los enterramientos multitudinarios, me quise coger de manos como acaso
andaba el cura, y el frío de la cúpula de mi reloj me sobrevino al sentimiento
de la escarcha de ultratumba. Distaba el vivo del muerto por medio del tiempo,
más que de la carne.
Y…
¿cuándo vivo y cuándo muerto? Quizá Antonieta seguía viva, en una mínima parte
aún no cuerda, allá como el sustento de los bichos, aún en un bocado que algo bacteriológico
disfrutaba. ¿Quién la mandó comérselos ella primero? El vaivén de todo cuanto
conozco… Sí, las cosas van y vienen. De eso no hay duda. Ella, mutando…
Ella,
la ciudad cosmopolita. Miles de partos y eyaculaciones diminutas en el sinfín
desastroso de la carne de aquella mujer. Las esencias prosperando…
…Habría
tiempo de que entendiese que uno no es más que eso: malditos bichitos.
Ley
primera…
No hay comentarios:
Publicar un comentario