jueves, 17 de mayo de 2018

El hábito no hace a la monja - relato del libro Los pecados de Eva de Benjamín Amo





Clara tenía 15 años y vivía con sus padres, su hermana Mariana, de 18 y su hermano Abel, de 20. Sus hermanos siempre la "chinchaban", con esa tendencia que tuvo desde pequeña hacia la religión; siempre dijo que sería monja, que su vocación religiosa estaba por encima de cualquier cosa y, ellos, se burlaban, no podían entender cómo, Clara, prefería quedarse horas y horas en la parroquia, antes de estar jugando con sus amiguitas o sus muñecas.

Sus padres nunca alentaron aquella incipiente vocación, pero tampoco se opusieron, dejaron que las cosas siguieran su curso porque, Clara, aún era joven y, seguramente, cambiaría de opinión varias veces, antes de alcanzar la madurez de su vida. De todas formas, pasaban los años y ella se aferraba más y más a esa convicción: no faltaba jamás a los grupos de oración adolescentes, participaba en misiones comunitarias, viajaba a diferentes puntos del país con gente de la parroquia y era la mano derecha de la hermana superiora de su colegio, en lo que a la organización de estas tareas se refería.

Mariana y Abel eran lo opuesto, no pisaban una iglesia ni por encargo, no querían saber nada porque no creían en nada y, a veces, les daba rabia ver a su pequeña hermana tan metida en todo eso; sentían que no estaba viviendo la vida como correspondía a una adolescente de su edad. Clara era bellísima, realmente era una morena muy hermosa, tenía grandes ojos color noche y una piel aceitunada, suave y tersa. Lo que más llamaba la atención de ella, era que tenía una belleza fuerte; un rostro hermoso, pero muy exótico; tenía una mirada casi diabólica pero, todas esas características, se diluían entre rezos, cirios y obras de caridad.

El que la mirara, a simple vista, nunca hubiera podido pensar que era tan devota; al contrario,, con esos ojos oscuros y esa mirada penetrante, solo podía pensar en lo temible que podía ser aquella adolescente y tenerle respeto reverencial, por las dudas. Se llevaba muy bien con sus padres, sentía que ellos la respetaban y la dejaban elegir. Con Mariana no tenía grandes inconvenientes, dormían en la misma habitación y a pesar de la cantidad de cosas que su hermana le decía en contra de su vocación religiosa, la quería mucho y hasta, a veces, entendía que se rebelara tanto contra ese tema porque, seguramente, quería que su pequeña hermana compartiera más cosas con ella.

Con Abel era otro tema. Abel tenía, entre otras cosas, una novia que a ella no le gustaba y, además, siempre, siempre, siempre, se burlaba de ella. Desde que eran más pequeños, Abel vivía torturándola. Además, tenía un grupo de amigos que la molestaban continuamente, llamándola "la monjita", por supuesto que alentados por su hermano, quien no se metía entre las bromas de sus amigos y ella; muy por el contrario, las alentaba. Cada vez que se juntaban Abel, su novia y sus amigos en casa, Clara se esfumaba, se encerraba en su cuarto y solo abría la puerta si Mariana aparecía. Contrariamente a lo que todos podían pensar, Clara tenía sentimientos bastante encontrados, respecto al tema de su hermano.

Sabía que debía ser compasiva y piadosa pero, a veces, tenía la fantasía de que Abel desapareciera de su vida, de no verlo nunca más, no lo soportaba en su vida y se daba cuenta de que esto era radical, porque nunca llegó a sentir remordimiento por estos sentimientos. Quizás, esa fuera la única sombra que se cernía sobre su alma, los sentimientos negativos que su hermano le despertaba. Sus padres siempre creyeron que eso también desaparecería con el correr de los años, así que no se preocuparon. Próxima a cumplir 16 años, Clara tomó la decisión de comenzar con cursillos, previos al noviciado y seguía, así, con la decisión de consagrar su vida a la religión.

Mariana había partido al exterior para estudiar cine y el único que seguía en casa era su hermano. A veces, Clara se preguntaba cómo podían ser tan diferentes, cómo podían dos seres humanos diferir tanto, uno del otro. La novia de Abel era insoportable, hacía con su hermano lo que quería; era arrogante, altiva, bellísima, segura de sí misma y no lo dejaba ni a sol ni a sombra. En más de una oportunidad, Clara los había sorprendido en el sillón besándose apasionadamente, acariciándose con ardor y metiéndose mano y, ella, se preguntaba por qué no se iban al cuarto de él o, sencillamente, a un hotel, donde pudieran calentarse en privado.

Esas eran las cosas que le molestaban de Katya, ese descaro, esa desinhibición que tenía, esa imagen de que nada le importaba y la arrogancia de demostrarlo, de llevarse al mundo por delante y con él, a su hermano que, a su lado, parecía un muñeco de trapo. Pero también se preguntaba qué la llevaba a ella a abrir esa clase de juicios sobre los demás, cuando se suponía que era chica y que no tenía la más mínima experiencia en este tipo de cosas. En definitiva, eso no interesaba, no tenía simpatía por ninguno de los dos y punto... tal vez, con el tiempo, Dios le enseñaría a ser piadosa también con ellos y la ayudaría a entenderlos. Al irse Mariana a estudiar al exterior, Clara quedó sola en la habitación así que, ahora más que nunca, permanecía prácticamente todo el tiempo encerrada allí, mientras estaba en casa.

Parecía que alguien había leído sus pensamientos porque, ahora, Abel y su novia no se quedaban en el sofá, prodigándose mimos, sino que se metían en el cuarto de él durante horas y horas y, en más de una ocasión, la despertaban de madrugada los sonidos de ambos, follando sin parar. Sus padres nada podían escuchar, porque el cuarto de ellos quedaba en la planta baja, así que dormían sin interrupciones, pero la pobre Clara era víctima de cada noche de pasión entre su hermano y su futura cuñada, pero prefería no abrir la boca, de nada serviría.

Clara entró en el noviciado después de cumplir los 18 y tomó los hábitos a los 20. Durante esos años, varias cosas cambiaron en su familia: Mariana resolvió quedarse a vivir en el exterior y Abel, una vez conseguido un gran trabajo en una empresa americana, se casó con Katya, tal como ella siempre pensó que iba a suceder y se fueron a vivir a una preciosa casa, en un barrio privado bastante lujoso. Conforme pasaban los años, Clara embellecía más y más y hasta el hábito le quedaba hermoso. Realmente, llamaba la atención su belleza, casi demoníaca pero, cuando hablaba, cuando se movía, un ángel increíble se dejaba ver desde su interior, un ángel que inundaba a quienes la rodeaban. Había sido destinada a una misión de seis meses, para convivir con la gente más pobre del norte de su país y, a su regreso, colmada de ricas experiencias, se enteró que las cosas entre su hermano y su cuñada no estaban bien.

Su madre la llamó, para que intercediera entre ambos, porque estaba realmente preocupada por la pareja y ella, fiel a su misión en esta vida, tuvo que hacerle frente a la situación y accedió a charlar con los dos, aunque por separado. Se encontró con Abel y hablaron largo rato; realmente, a los dos les parecía increíble poder intercambiar dos frases sin pelearse y lo atribuyeron a que ambos habían crecido y habían vivido experiencias que les habían marcado muchísimo. Abel reconoció íntimamente que su hermana había crecido muchísimo y que estaba más bella de lo que él mismo podía recordar y más pena aún le dio, verla enfundada en ese hábito, que por un lado le restaba vida pero, por otro, realzaba su belleza.

Clara sintió que él había cambiado, que tenía una mirada casi ausente, pero que amaba profundamente a su esposa y se decidió a ayudarles. Era más que evidente, que Dios se había encargado de borrar de su alma esos sentimientos adolescentes de desprecio por ambos. Se reunió con su cuñada y la encontró más serena, pero igualmente arrogante. Katya era una de esas mujeres que tenían la misma fuerza para atraer que para repeler. Era una pelirroja exuberante, de ojos verdes, piel lechosa y físico imponente, pero mirada gélida, distante. Se abrió a Clara, confesó su amor por Abel, pero las diferencias eran muy hondas. Abel vivía para su trabajo y, su mujer, se sentía abandonada; el sexo entre ambos era casi rutina, como si su mejor época sexual hubiera quedado en el sillón de su casa de soltero o en el cuarto de su casa familiar, allá, en la adolescencia. Abel le había propuesto miles de variantes para reavivar la pasión, para dar una vuelta al sexo entre ambos pero, a ella, eso no la convencía y eso a Clara le llamó la atención, porque de los dos, su cuñada siempre había parecido la más desinhibida pero, en este caso, parecía que no era así. Katya le comentó a Clara que, hasta la inclusión de otra mujer en la cama, estaba planteada, pero ella nunca se había decidido y eso había fastidiado a Abel, porque lo tomaba como una falta de interés por parte de su esposa, para solucionar las cosas.

La verdad es que Clara podía sugerir varias cosas para intentar una recomposición de la pareja, pero dudaba de la aceptación que tuvieran por parte de ambos. Solo podía inclinarse por las charlas que pudieran tener y hacerles compañía, a los dos, cuando se lo pidieran. En primera instancia, esa noche se quedó a cenar con ellos; fue una velada agradable, los tres se distendieron y hasta se animaron a charlar de las cosas que le hacían a la pobre Clara cuando vivían juntos, de las bromas cuando la veían rezando, reclinada sobre su cama, en su habitación y ella les recordó la cantidad de veces en las que los pescaba acariciándose en el sofá de su casa.

Esa confesión llamó la atención de Abel, quien quiso que su hermana le diera más detalles de aquellas veces y Clara, por pudor, no quiso contar todo detalladamente, pero se aproximó bastante a ello. Les confesó también la cantidad de noches en las que los gritos, gemidos y jadeos de Katya la sacaban de lo más profundo de su sueño y hacían que ella se tapara la cabeza con la almohada, para poder seguir durmiendo. La pareja por un lado se reía, pero ambos, íntimamente, sabían que eso los estaba excitando y se lo confirmaron cuando se miraron mutuamente, mientras Clara seguía contando pequeños detalles, con la mayor y aparente inocencia del mundo.

Siguieron en la sobremesa hasta las tres de la mañana; realmente, se había creado un clima muy grato, pero se había hecho tarde, así que, cuando se levantaron de la mesa, le dijeron a Clara que se quedara en el cuarto de huéspedes a dormir, porque era demasiado tarde como para que volviera sola al convento.

Aceptó, convencida de que ellos tenían razón y se quedó en el pequeño cuarto azul, a dos puertas del dormitorio de Abel y Katya. Entrada la madrugada, un recuerdo vago de su adolescencia despertó a Clara, pero cuando tomó conciencia del lugar donde estaba, comprendió que no la había despertado un recuerdo sino la realidad que estaban viviendo su hermano y su cuñada en su habitación. Una vez más, la había despertado la vehemencia de su cuñada pero, esta vez, no se colocó la almohada sobre la cabeza para seguir durmiendo, sino que se sonrió levemente, porque le causó gracia la situación y pensó que al día siguiente, en tono de broma, se lo comentaría a los dos. Por otra parte, se alegró porque pensó que algo podía llegar a solucionarse de ahora en adelante. Se dio vuelta en la cama y se acomodó para seguir durmiendo. Lo intentó varias veces, pero no pudo. Estaba completamente desvelada y el aumento de la pasión de Abel y Katya no la ayudaban en lo más mínimo.

Desde el fondo de su alma, se dio cuenta de que esta vez no habría almohada que alcanzara, que no serviría de nada colocársela en la cabeza, porque había algo nuevo en esta situación, que ella no estaba manejando. Lo que años atrás le causaba rechazo y le daba más elementos para despreciar a su hermano y a su cuñada, hoy por hoy, le despertaba una inquietud alarmante. Se sorprendió aguzando el oído, en lugar de evitar los sonidos y, a medida que escuchaba los gemidos, sentía que una tibieza inusual se apoderaba de su cuerpo.

Al principio, estaba quieta en la cama, tratando de pensar en otra cosa, pero a medida que pasaban los minutos, notaba cómo sus piernas comenzaban a moverse levemente, cómo las estiraba y las encogía de forma involuntaria, cómo se movía inquieta entre las sábanas. Clara no era tonta y se daba cuenta de que, muy a su pesar, estaba excitándose... Monja o no, era antes que nada, mujer y le estaba resultando muy difícil separar las cosas y no excitarse con los sonidos, con la situación y con la fantasía de esa escena que se estaba desarrollando dos puertas más allá de la suya. Quería creer que su hermano y Katya se habían olvidado de que ella estaba allí, porque si no, no comprendía cómo actuaban tan libremente.

De todas formas, ahora debía ver cómo manejaba la situación ante ella misma porque, la verdad, es que su mente estaba en la habitación contigua, los pedidos de caricias de su cuñada no la dejaban pensar con claridad y, sus manos, estaban comenzando a transpirar y tomaban el borde de las sábanas con furia, como si ese borde impidiera que las mismas fueran hacia otro destino. Dio vueltas y más vueltas en la cama, pero nada. Cachonda perdida, se levantó, abrió la ventana, dejó que el aire helado entrara en el cuarto; pero nada, las voces seguían taladrándole el alma. Se ordenó dormir, pero no pudo y menos aún cuando comenzó a notar que sus muslos se estaban humedeciendo sin querer... ¡¡¡no podía creerlo!!! ¿Qué haría ahora? Sentía un leve tironcito proveniente de su entrepierna y se daba cuenta de lo que le estaba pasando, pero ella debería controlarlo, tenía la obligación de controlarlo, no podía ganarle esa situación, no podía rendirse a la tentación de tocarse y de poblar su mente de ese tipo de fantasías. Se levantó, fue hasta el espejo y cuando vio su imagen reflejada en él, no pudo creer lo que veía. Su expresión era de lujuria absoluta, sus mejillas estaban encendidas, sus labios rojos e hinchados, húmedos y su mirada era casi desconocida. Eso, la excitó más todavía, estaba transformada, como si la persona que estaba del otro lado del espejo no fuera ella y Clara cayó cautivada por esa imagen, cayó rendida ante el deseo que veía reflejado en ese rostro, como si no se tratara del suyo.

Volvió a meterse en la cama, sintiendo, ante cada movimiento, cómo se desparramaba entre sus piernas la tremenda excitación que tenía; cómo sus pechos se habían hinchado y rozaban, dolorosamente, la camisa de dormir; cómo sus manos luchaban por no ir hasta esos lugares y aflojar la tensión que se había acumulado. De pronto, pensó que, si rozaba levemente esas zonas, calmaría algo de aquel ardor y, con la yema de sus dedos, acarició su vientre, deslizó las manos entre sus muslos, palpó el jugo que los cubría e, involuntariamente, sus dedos fueron hasta el centro mismo del placer. La monjita se estaba masturbando...

Clara jamás se había explorado, aunque sabía perfectamente cómo era su cuerpo... Nunca se había acariciado, jamás se le había pasado por la cabeza masturbarse, sin por ello dejar de conocer tal actividad. Esta vez, sus dedos llegaron hasta la vagina; la apretó con sus manos, pensando que de esa forma dejaría de latir, que se calmaría, que dejaría así de segregar esos jugos, pero no fue así... No pudo apartar los dedos de los labios vaginales y los abrió, asombrándose del tamaño que había alcanzado su clítoris. Con uno de sus dedos, con el índice, presionó sobre él, para que se hundiera y dejara de palpitar, pero esto actuó como un imán; la electricidad que le produjo ese contacto fue tan grande, que no pudo alejarse de él, no pudo dejarlo solo, tuvo que seguir, seguir y seguir. Y llegó un momento en el que se rindió ante sí misma, ante su propio deseo y se acarició de forma total, completamente, sin pensar en nada más que no fuera su propio placer, en su propio goce, en la liberación de esa tensión que le estaba quitando el aliento. Se sorprendió moviendo las caderas al ritmo de sus dedos, los mismos que entraban y salían mojadísimos y, por primera vez en su vida, comenzó a oler su propio aroma, su aroma de mujer, a oler su propia excitación, lo que aumentaba más y más su propio deseo.

Entre caricia y caricia, no dejaba de escuchar los gemidos de su cuñada y esto aumentaba la liberación de sus propios jugos, porque, la mente de Clara, volaba a la cama de su hermano y sin que pudiera apartar semejante pensamiento, se imaginaba entre esas sábanas, bajo las manos de Abel, siendo ella y no su cuñada la que gritaba y suspiraba de esa forma. Así fue como, entre fantasías y caricias, Clara alcanzó el primer orgasmo de su vida, cayendo exhausta y rendida sobre su espalda y durmiéndose al instante, para despertar al día siguiente, cerca del mediodía. Cuando abrió los ojos, pensó que lo vivido la noche anterior había sido un sueño pero, cuando comenzó a recordar, se dio cuenta de que no había sido así; es más, tenía una sensación extrañísima de plenitud y eso le daba la pauta de que, los recuerdos nocturnos que estaban rondándole, habían sido verdaderos. Al despertar, no había nadie en la casa, así que dejó una nota y se fue para el convento. Por la noche llamó a casa de Abel para saber cómo estaban y atendió Katya. Le dijo que necesitaba hablar urgentemente con ella, pero Clara le explicó que no saldría del convento hasta dentro de tres días; quedaron en que ella iría a su casa para charlar.

Aquellas noches, en el convento, fueron muy útiles para Clara, porque entendió que lo que había sucedido en casa de Abel solo había sido un momento de lujuria, más que nada, provocado por la relación de su hermano con su cuñada que llegaba a sus oídos. Se confesó, expió sus culpas frente a Dios y siguió con su labor, olvidando lo que le había pasado físicamente, pero no podía olvidar las cosas que había fantaseado. Aquello aún le daba vueltas en la cabeza, el deseo que le había invadido de ser ella y no Katya, la que estuviera bajo las manos de su hermano. Llegado el día del encuentro con su cuñada; prefirió ir a primera hora de la tarde, así no se quedaba mucho tiempo y podía volver sola al convento. Cuando llegó a casa, nadie respondió a su llamado y se quedó sentada en el umbral, esperando que alguien apareciera. Pasaron más de dos horas hasta que, los dos, llegaron en el coche de Abel. Le pidieron disculpas por la demora y entraron en casa. Ambos le querían agradecer lo que ella había hecho, lo que les había dicho a cada uno por su lado y la compañía que sabían les haría en adelante, conscientes también que podrían contar con ella para lo que fuera.

A propósito de eso, Clara no dejó pasar la oportunidad y les comentó, en tono de broma, cómo había revivido viejas épocas de adolescente, cuando los movimientos del cuarto le habían despertado una vez más. No comentó el estado en el que ella había caído al escucharlos; de aquello solo hablaría ante sí misma y ante Dios. Una vez más, se hizo tarde, tardísimo, pero Abel se ofreció a llevarla en el coche al convento. Para mala suerte de Clara, no arrancó jamás el automóvil y pedir un taxi a esa hora, sería casi imposible, por lo que llamó al convento, avisando que estaba en casa de su hermano, que si la necesitaban la llamaran, pero que se quedaría a dormir allí. Esta vez, se acostó con la mente dispuesta a no escuchar nada de nada; aunque, en el fondo, sentía que eso se le iba a complicar un tanto, si su hermano y su cuñada se volvían más efusivos que de costumbre. Una vez más, los gemidos la despertaron de madrugada y, esta vez, decidió tomar el toro por las astas; decidió levantarse, ir hasta el cuarto de su hermano y golpearles levemente la puerta, para que recordaran su presencia en la casa y trataran de moderarse.

De esta manera se levantó, fue hasta la puerta del dormitorio de su hermano y antes de golpear, se detuvo un instante; el deseo de escuchar fue más fuerte que el de interrumpir. Se estaba hundiendo en una nube de deseo, así que decidió tocar dos veces e irse pero, ante el primer golpe, la puerta se entreabrió y allí quedó Clara, parada en el vano de la puerta, con una cama gigante frente a sus ojos y sobre ella Abel y Katya. Ambos arrodillados, enfrentados, las manos de Abel tomándole los senos a su esposa y su boca besándolos. Las manos de Katya sobre los glúteos de su esposo, acariciándolos sensualmente. Clara sintió cómo se le cortaba la respiración ante semejante imagen y se quedó petrificada, muda de sorpresa y deseo, reafirmando sus ganas de ser ella la que estuviera allí, en lugar de su cuñada. Ese sentimiento le alarmó más que la otra vez, no podía ser que ella, justamente ella, estuviera deseando a su propio hermano ¡eso era imposible!

Imperceptiblemente debió hacer algún movimiento porque, de pronto, como de la nada, Katya estaba clavándole los ojos, notando su presencia en la puerta. Abel y ella se separaron y cuando estaban a punto de pedirle disculpas a Clara, notaron esa lujuria en su mirada, la misma que ella había visto reflejada en el espejo la otra noche, la que la convertía en una mujer deseable, completa. Sin decir una sola palabra, Abel le extendió sus manos y Clara, como en un estado hipnótico, se acercó a tomarlas, a sentarse en el borde de la cama, junto a ellos. Abel comenzó a acariciar ese cabello renegrido que tanto había tirado de chico, notando lo sedoso que era ahora, mientras, Katya, acariciaba los hombros de su cuñada, por encima de su camisa de dormir.

Sin quererlo, Clara estaba haciendo realidad el pedido que tantas veces Abel le había hecho a su esposa: otra mujer en su cama. Al mismo tiempo, satisfaría la fantasía de ser acariciada de esa forma por su hermano y encendería la llama interna de Katya que, quizás, de no tratarse de su propia cuñada, nunca hubiera aceptado lo que estaba sucediendo. Katya seguía acariciando por detrás a su cuñada y pensaba que era increíble que la monjita estuviera allí, a punto de ser convertida en mujer por ella y su esposo, por el propio hermano...Y esa imagen la excitó terriblemente; la idea de ver a los dos hermanos en la cama, juntos, besándose y haciéndose el amor, la puso como loca y aumentó el ritmo de las caricias, de manera que, Clara quedó, en menos de dos minutos, sin su camisa de dormir; se la quitó, lentamente, por encima de su cabeza, dejando al descubierto ese cuerpo escultural que los hábitos escondían permanentemente.

Abel quedó pegado a la figura de su hermana; siempre supo que era hermosa, pero jamás imaginó cuánto y, ahora, su propia esposa le regalaba la posibilidad de admirar el bello cuerpo desnudo de su hermana. Clara seguía sentada al borde de la cama, como dormida, con los ojos cerrados, inmóvil, tensa. Abel no podía, ni quería, dejar de acariciarla y cuando colocó sus manos en los pechos de su hermana, se dio cuenta de que la había encendido. En ese preciso instante, Clara abrió los ojos y dejó ver su mirada diabólica, esa mirada cargada de pasión y lujuria, esa mirada que la alejaba de la religiosa que todos veían a diario, esa mirada que se cruzó con la de su hermano y le dio vía libre, el pleno consentimiento, para que hiciera de ella suobjeto de deseo. Clara sentía que se hundía en un pozo de sensaciones placenteras; Abel hacía que su boca siguiera a sus manos; lugar que abandonaban las manos de su hermano, lugar que reemplazaba su boca. Katya recorría con las manos su espalda y sus brazos; con la punta de su lengua, vagaba dentro de sus orejas y mordía levemente sus lóbulos; de tanto en tanto, interrumpía la tarea para besarse profundamente con Abel, dejando a Clara en un estado de soledad enorme, deseando que esas bocas y esas manos nunca se alejaran de ella. La única vez que cruzó por su mente la idea del pecado, una fuerza muy superior la desterró inmediatamente, una fuerza que se había apoderado de ella y no pensaba dejarla sola en aquel momento, al contrario, la alentaría a seguir hasta el final.

Su hermano y su cuñada la besaron por completo, la lamieron entera, espalda, brazos, orejas, pechos, vientre, pies, piernas... Sus lenguas subían y bajaban por aquel cuerpo glorioso, encendiéndolo, aromatizándolo. Clara se movía muy despacio, colocando siempre la parte del cuerpo que era besado, al alcance de la boca que lo buscaba y lo hacía de una forma tan natural, que nadie podía imaginar jamás que ese cuerpo nunca hubiera sido anteriormente explorado. La sola idea de ser quien desvirgase a su hermana, enardecía más y más los deseos de Abel y lo alentaba a seguir, a darle más y más placer a quien, hasta hace unos años atrás, solo deseaba verlo desaparecer de su vida. Katya estaba fascinada al sentir el sabor de la piel de su cuñada bajo su lengua y quería verle la cara de éxtasis cada vez que la acariciara. Extendió el brazo derecho y alejó a Abel del cuerpo de su hermana; le indicó, con un solo dedo, que se retirara y cesara con sus caricias.

Abel no podía creer lo que estaba sucediendo frente a sus ojos: dos mujeres para él solo, las dos a punto de gozar solas y para colmo, una era su esposa y la otra, nada menos que su propia hermana, quien, además de todo, ¡¡¡era monja!!! Sin chistar, se retiró de la escena y las dejó solas. Katya se levantó de la cama y se enfrentó a su cuñada; se paró frente a ella, con las piernas abiertas y después de tomarle las manos, las colocó sobre sus senos, dejando que Clara sintiera la suavidad de su piel, la turgencia de sus pechos y la dureza de sus pezones. Como si lo hubiera hecho siempre, Clara comenzó a acariciar esos senos, movía sus manos en redondo sobre ellos y pellizcaba levemente los pezones, sintiendo cómo se entibiaban con la fricción de sus dedos. Un poco más atrás, Abel estaba sentado en una silla, con el pene entre las manos, acariciándolo lentamente, disfrutando de esa imagen increíble, gozando el placer de esa visión.

A medida que Clara acariciaba a Katya más intensamente, comenzaban a escaparse pequeños jadeos de placer y asentimiento, los mismos que ella conocía tan bien, los mismos que la habían despertado tantas y tantas noches en su adolescencia. Sin que nadie se lo indicara, Clara dejó deslizar una de sus manos por el estómago de Katya y descendió por él, navegó por el vientre liso y chato de su cuñada y llegó hasta su entrepierna. Delicadamente, abrió los labios vaginales y, de pronto, sin que ella misma comprendiera cómo, clavó dentro de esa vagina empapada su dedo índice, lo clavó de un solo tirón y hasta el fondo, haciendo que Katya saltara de sorpresa y de gozo. A medida que Clara seguía metiendo más y más adentro ese dedo, Katya encontró el ritmo de su cuñada y así, de pie como estaba frente a ella, movía sus caderas en redondo, alrededor de ese dedo que se había adueñado de su vagina, que la había violado imprevistamente y que le estaba dando muchísimo placer.

Cuando los gemidos de Katya eran incontenibles, Clara retiró su dedo y, empapado como estaba, lo metió completo en su boca, mirando fijamente a su hermano que seguía acariciándose, totalmente excitado, en su rincón, como en penitencia, sin poder acercarse a ellas, prohibiéndoselo ambas con la mirada.

Clara había interrumpido deliberadamente el primer orgasmo de su cuñada y esto le dejó terriblemente excitada y por eso, sin pensarlo, mientras Clara saboreaba sus jugos mirando a su hermano, Katya la recostó sobre su espalda, dejándola boca arriba, sentada al borde de la cama y con las piernas abiertas frente a ella. Con semejante espectáculo frente a sus ojos, Katya se arrodilló y abrió más aún las piernas de su querida cuñadita, exponiendo esa vagina limpia, carnosa, intacta y húmeda frente a sus ojos y a los de su esposo, que seguía atentamente la acción desde su sitio.

Se hizo cargo de aquella vagina completamente; comenzó lamiéndola con los labios cerrados, de arriba a abajo, de lado a lado, notando cómo rezumaba líquidos, cómo largaba jugos sin parar y eso la excitaba más y más, notando cómo su propia vagina respondía a semejante excitación. ¿Quién le hubiera dicho a ella que terminaría accediendo a los deseos de su marido y nada menos que con su propia cuñadita? Clara había comenzado a acariciarse los pechos al sentir la lengua de Katya lamiéndola despacito, sin prisa, sensualmente, con los labios de su vagina cerrados, pero anhelando que los abriera y se hiciera cargo de su clítoris, que estaba creciendo y creciendo y comenzaba a tirar más y más de deseo. Adivinando lo que ella deseaba, Katya, con su misma lengua, abrió los labios vaginales y llegó al centro del deseo de Clara, sintiendo cómo saltaba de placer cuando sintió la rugosidad de su lengua, notando cómo crecía el placer, a medida que la lamía, recogía sus jugos y los saboreaba, al tiempo que sus dedos iban metiéndosele dentro, daban vueltas dentro de la vagina de Clara, salían empapados y acariciaban sus muslos, mojándola también allí. El vientre de Clara se estremecía, vibraba; las manos de Clara empujaban la cabeza de su cuñada hacia su vagina, pidiéndole en silencio más y más lengua. Abría los labios vaginales, para que los dedos de Katya trabajaran con más comodidad; abría más sus piernas y las sostenía con las manos, en ángulo recto, para que pudiera tener más amplitud y llegar más adentro; quería que esos dedos la atravesaran por completo y en definitiva, era el primer contacto que tenía Clara, la primera prueba tangible de que ese espacio estaba siendo estrenado por alguien.

Después de enloquecer a Clara con sus dedos, de arrancarle los gemidos más extensos que alguien pudiera imaginar, sacó los dos dedos que tenía dentro de la vagina de su cuñada, empapados de flujo y dándose vuelta, los extendió para que Abel los probara. Esa fue la señal clara de que lo estaba uniendo al goce, de que estaba sirviéndole a su hermana, de que lo invitaba a gozarla. Abel se acercó, chupó los dedos de Katya con fruición, saboreó en ellos a su hermana y, después,, la retiró de entre las piernas de Clara, para acomodarse él mismo en ese lugar. Ahora, la que se había convertido en espectadora era Katya, la que se había corrido hacia el costado de la cama era ella, la que estaba besando y mordisqueando los pechos de Clara era ella, mientras que, su marido, se encargaba de lamer, una y otra vez, la vagina de su hermana, encontrándola terriblemente sabrosa, dulce, cremosa, abundante.

Con la boca empapada de Clara, besó apasionadamente a Katya, le dejó los labios llenos del flujo de Clara y ella, a su vez, besó a su cuñada, para que ésta se saboreara a sí misma, a su hermano y a ella, en una sola boca. Abel enterró su boca en la vagina de Clara y le dio dos orgasmos increíbles; Clara se retorcía pidiendo más y más, elevaba las caderas hacia la boca de su hermano, extendía los brazos para que esa boca no la abandonara y su lengua buscaba la de su cuñada, dejando que las dos bailaran una danza erótica increíble, como si fueran dos serpientes entrelazándose y excitándose.

Cuando Abel no aguantó más, se incorporó y separó a su esposa del lado de Clara, la colocó a la altura de su pene y dejó que la boca de Katya se encargara de él, succionándole, lamiéndole, dejando que su hermana viera cómo se le daba placer a un hombre, admirando esa cara de lujuria que veía en Clara, la expresión diabólica que esa noche había conocido y que le enloquecía. Mientras Katya lamía y engullía por completo el pene de su marido, Clara se acariciaba alternadamente los pechos y el clítoris, incapaz de abandonar el placer que estaba sintiendo y acrecentándolo con la imagen de la pareja en plena sesión de sexo oral. Cuando Abel ya no podía ver más a su hermana, masturbándose sin que el pudiera intervenir, apartó la boca de Katya de su pene y así, enhiesto y tieso como estaba, se acercó a Clara y, sin darle respiro, la penetró. El cuerpo de Clara se arqueó como si quisiera tocar el cielo, su hermano no tuvo compasión de su virginidad, arremetió dentro de ella de la forma más salvaje posible y comenzó a moverse, seguro, potente, horadándola, abriendo un túnel dentro de las entrañas de Clara, sacándole el aliento, pero dándole a conocer el goce, la lujuria, la pasión que veía en sus ojos y que ahora estaba haciendo realidad. Sentir la estrechez de su hermana le enloqueció, tomó sus piernas y las elevó a su cuello y así, en esa posición que a él le fascinaba, le dio más y más, hundió su pene dentro de Clara, una y otra vez, hasta que sobrevino otro orgasmo para Clara.

Dejándola dos segundos para que se recompusiera, se hizo cargo de su mujer, la enloqueció también con su pene, la penetró por adelante, por atrás, la colocó en cuatro y le hizo probar el mejor sexo anal de su vida, sintiendo cómo Katya se retorcía de placer, mientras él se hundía en su ano y Clara le besaba los pechos, tomando la iniciativa, desinhibiéndose por completo, solo buscando el placer del sexo más puro. Cuando Katya había estallado con su marido dentro, se colocó sobre la vagina de su cuñada, acomodándole la propia en la boca de Clara, en el más completo 69 que ambas podían pedir y se dedicó a lamerle el clítoris, una y otra vez, mientras Clara metía sus finos dedos dentro de ella y el pene de su marido entraba y salía de Clara, con una velocidad increíble, dándole a Katya la posibilidad de lamerlo cada vez que rozaba su lengua, al salir de la vagina de su cuñada, completamente mojado, lubricado y caliente.

Los tres estallaron en otro orgasmo, pero esta vez conjunto; así, tanto una como otra mujer, pudieron saborear el esperma de Abel, que salió disparado, con fuerza, tibio, cremoso, espeso y exquisito. De esta manera, el matrimonio encontró otro camino para solucionar sus problemas de pareja y Clara encontró la salida definitiva del convento, hallando la entrada segura a la cama de su hermano y su cuñada...

DESCARGAR EL LIBRO COMPLETO AQUÍ:


No hay comentarios:

Publicar un comentario