Clara
tenía 15 años y vivía con sus padres, su hermana Mariana, de 18 y su hermano
Abel, de 20. Sus hermanos siempre la "chinchaban", con esa tendencia
que tuvo desde pequeña hacia la religión; siempre dijo que sería monja, que su
vocación religiosa estaba por encima de cualquier cosa y, ellos, se burlaban,
no podían entender cómo, Clara, prefería quedarse horas y horas en la
parroquia, antes de estar jugando con sus amiguitas o sus muñecas.
Sus
padres nunca alentaron aquella incipiente vocación, pero tampoco se opusieron,
dejaron que las cosas siguieran su curso porque, Clara, aún era joven y,
seguramente, cambiaría de opinión varias veces, antes de alcanzar la madurez de
su vida. De todas formas, pasaban los años y ella se aferraba más y más a esa
convicción: no faltaba jamás a los grupos de oración adolescentes, participaba
en misiones comunitarias, viajaba a diferentes puntos del país con gente de la
parroquia y era la mano derecha de la hermana superiora de su colegio, en lo
que a la organización de estas tareas se refería.
Mariana
y Abel eran lo opuesto, no pisaban una iglesia ni por encargo, no querían saber
nada porque no creían en nada y, a veces, les daba rabia ver a su pequeña
hermana tan metida en todo eso; sentían que no estaba viviendo la vida como
correspondía a una adolescente de su edad. Clara era bellísima, realmente era
una morena muy hermosa, tenía grandes ojos color noche y una piel aceitunada,
suave y tersa. Lo que más llamaba la atención de ella, era que tenía una
belleza fuerte; un rostro hermoso, pero muy exótico; tenía una mirada casi
diabólica pero, todas esas características, se diluían entre rezos, cirios y
obras de caridad.
El
que la mirara, a simple vista, nunca hubiera podido pensar que era tan devota;
al contrario,, con esos ojos oscuros y esa mirada penetrante, solo podía pensar
en lo temible que podía ser aquella adolescente y tenerle respeto reverencial,
por las dudas. Se llevaba muy bien con sus padres, sentía que ellos la
respetaban y la dejaban elegir. Con Mariana no tenía grandes inconvenientes,
dormían en la misma habitación y a pesar de la cantidad de cosas que su hermana
le decía en contra de su vocación religiosa, la quería mucho y hasta, a veces,
entendía que se rebelara tanto contra ese tema porque, seguramente, quería que
su pequeña hermana compartiera más cosas con ella.
Con
Abel era otro tema. Abel tenía, entre otras cosas, una novia que a ella no le
gustaba y, además, siempre, siempre, siempre, se burlaba de ella. Desde que
eran más pequeños, Abel vivía torturándola. Además, tenía un grupo de amigos
que la molestaban continuamente, llamándola "la monjita", por
supuesto que alentados por su hermano, quien no se metía entre las bromas de
sus amigos y ella; muy por el contrario, las alentaba. Cada vez que se juntaban
Abel, su novia y sus amigos en casa, Clara se esfumaba, se encerraba en su
cuarto y solo abría la puerta si Mariana aparecía. Contrariamente a lo que
todos podían pensar, Clara tenía sentimientos bastante encontrados, respecto al
tema de su hermano.
Sabía
que debía ser compasiva y piadosa pero, a veces, tenía la fantasía de que Abel
desapareciera de su vida, de no verlo nunca más, no lo soportaba en su vida y
se daba cuenta de que esto era radical, porque nunca llegó a sentir
remordimiento por estos sentimientos. Quizás, esa fuera la única sombra que se
cernía sobre su alma, los sentimientos negativos que su hermano le despertaba.
Sus padres siempre creyeron que eso también desaparecería con el correr de los
años, así que no se preocuparon. Próxima a cumplir 16 años, Clara tomó la
decisión de comenzar con cursillos, previos al noviciado y seguía, así, con la
decisión de consagrar su vida a la religión.
Mariana
había partido al exterior para estudiar cine y el único que seguía en casa era
su hermano. A veces, Clara se preguntaba cómo podían ser tan diferentes, cómo
podían dos seres humanos diferir tanto, uno del otro. La novia de Abel era
insoportable, hacía con su hermano lo que quería; era arrogante, altiva,
bellísima, segura de sí misma y no lo dejaba ni a sol ni a sombra. En más de
una oportunidad, Clara los había sorprendido en el sillón besándose
apasionadamente, acariciándose con ardor y metiéndose mano y, ella, se
preguntaba por qué no se iban al cuarto de él o, sencillamente, a un hotel,
donde pudieran calentarse en privado.
Esas
eran las cosas que le molestaban de Katya, ese descaro, esa desinhibición que
tenía, esa imagen de que nada le importaba y la arrogancia de demostrarlo, de
llevarse al mundo por delante y con él, a su hermano que, a su lado, parecía un
muñeco de trapo. Pero también se preguntaba qué la llevaba a ella a abrir esa
clase de juicios sobre los demás, cuando se suponía que era chica y que no
tenía la más mínima experiencia en este tipo de cosas. En definitiva, eso no
interesaba, no tenía simpatía por ninguno de los dos y punto... tal vez, con el
tiempo, Dios le enseñaría a ser piadosa también con ellos y la ayudaría a
entenderlos. Al irse Mariana a estudiar al exterior, Clara quedó sola en la
habitación así que, ahora más que nunca, permanecía prácticamente todo el
tiempo encerrada allí, mientras estaba en casa.
Parecía
que alguien había leído sus pensamientos porque, ahora, Abel y su novia no se
quedaban en el sofá, prodigándose mimos, sino que se metían en el cuarto de él
durante horas y horas y, en más de una ocasión, la despertaban de madrugada los
sonidos de ambos, follando sin parar. Sus padres nada podían escuchar, porque
el cuarto de ellos quedaba en la planta baja, así que dormían sin
interrupciones, pero la pobre Clara era víctima de cada noche de pasión entre
su hermano y su futura cuñada, pero prefería no abrir la boca, de nada
serviría.
Clara
entró en el noviciado después de cumplir los 18 y tomó los hábitos a los 20.
Durante esos años, varias cosas cambiaron en su familia: Mariana resolvió
quedarse a vivir en el exterior y Abel, una vez conseguido un gran trabajo en
una empresa americana, se casó con Katya, tal como ella siempre pensó que iba a
suceder y se fueron a vivir a una preciosa casa, en un barrio privado bastante
lujoso. Conforme pasaban los años, Clara embellecía más y más y hasta el hábito
le quedaba hermoso. Realmente, llamaba la atención su belleza, casi demoníaca
pero, cuando hablaba, cuando se movía, un ángel increíble se dejaba ver desde
su interior, un ángel que inundaba a quienes la rodeaban. Había sido destinada
a una misión de seis meses, para convivir con la gente más pobre del norte de
su país y, a su regreso, colmada de ricas experiencias, se enteró que las cosas
entre su hermano y su cuñada no estaban bien.
Su
madre la llamó, para que intercediera entre ambos, porque estaba realmente
preocupada por la pareja y ella, fiel a su misión en esta vida, tuvo que
hacerle frente a la situación y accedió a charlar con los dos, aunque por
separado. Se encontró con Abel y hablaron largo rato; realmente, a los dos les
parecía increíble poder intercambiar dos frases sin pelearse y lo atribuyeron a
que ambos habían crecido y habían vivido experiencias que les habían marcado
muchísimo. Abel reconoció íntimamente que su hermana había crecido muchísimo y
que estaba más bella de lo que él mismo podía recordar y más pena aún le dio,
verla enfundada en ese hábito, que por un lado le restaba vida pero, por otro,
realzaba su belleza.
Clara
sintió que él había cambiado, que tenía una mirada casi ausente, pero que amaba
profundamente a su esposa y se decidió a ayudarles. Era más que evidente, que
Dios se había encargado de borrar de su alma esos sentimientos adolescentes de
desprecio por ambos. Se reunió con su cuñada y la encontró más serena, pero
igualmente arrogante. Katya era una de esas mujeres que tenían la misma fuerza
para atraer que para repeler. Era una pelirroja exuberante, de ojos verdes,
piel lechosa y físico imponente, pero mirada gélida, distante. Se abrió a
Clara, confesó su amor por Abel, pero las diferencias eran muy hondas. Abel
vivía para su trabajo y, su mujer, se sentía abandonada; el sexo entre ambos
era casi rutina, como si su mejor época sexual hubiera quedado en el sillón de
su casa de soltero o en el cuarto de su casa familiar, allá, en la
adolescencia. Abel le había propuesto miles de variantes para reavivar la
pasión, para dar una vuelta al sexo entre ambos pero, a ella, eso no la
convencía y eso a Clara le llamó la atención, porque de los dos, su cuñada
siempre había parecido la más desinhibida pero, en este caso, parecía que no
era así. Katya le comentó a Clara que, hasta la inclusión de otra mujer en la
cama, estaba planteada, pero ella nunca se había decidido y eso había
fastidiado a Abel, porque lo tomaba como una falta de interés por parte de su
esposa, para solucionar las cosas.
La
verdad es que Clara podía sugerir varias cosas para intentar una recomposición
de la pareja, pero dudaba de la aceptación que tuvieran por parte de ambos.
Solo podía inclinarse por las charlas que pudieran tener y hacerles compañía, a
los dos, cuando se lo pidieran. En primera instancia, esa noche se quedó a
cenar con ellos; fue una velada agradable, los tres se distendieron y hasta se
animaron a charlar de las cosas que le hacían a la pobre Clara cuando vivían
juntos, de las bromas cuando la veían rezando, reclinada sobre su cama, en su
habitación y ella les recordó la cantidad de veces en las que los pescaba
acariciándose en el sofá de su casa.
Esa
confesión llamó la atención de Abel, quien quiso que su hermana le diera más
detalles de aquellas veces y Clara, por pudor, no quiso contar todo
detalladamente, pero se aproximó bastante a ello. Les confesó también la
cantidad de noches en las que los gritos, gemidos y jadeos de Katya la sacaban
de lo más profundo de su sueño y hacían que ella se tapara la cabeza con la
almohada, para poder seguir durmiendo. La pareja por un lado se reía, pero
ambos, íntimamente, sabían que eso los estaba excitando y se lo confirmaron cuando
se miraron mutuamente, mientras Clara seguía contando pequeños detalles, con la
mayor y aparente inocencia del mundo.
Siguieron
en la sobremesa hasta las tres de la mañana; realmente, se había creado un
clima muy grato, pero se había hecho tarde, así que, cuando se levantaron de la
mesa, le dijeron a Clara que se quedara en el cuarto de huéspedes a dormir,
porque era demasiado tarde como para que volviera sola al convento.
Aceptó,
convencida de que ellos tenían razón y se quedó en el pequeño cuarto azul, a
dos puertas del dormitorio de Abel y Katya. Entrada la madrugada, un recuerdo
vago de su adolescencia despertó a Clara, pero cuando tomó conciencia del lugar
donde estaba, comprendió que no la había despertado un recuerdo sino la
realidad que estaban viviendo su hermano y su cuñada en su habitación. Una vez
más, la había despertado la vehemencia de su cuñada pero, esta vez, no se
colocó la almohada sobre la cabeza para seguir durmiendo, sino que se sonrió
levemente, porque le causó gracia la situación y pensó que al día siguiente, en
tono de broma, se lo comentaría a los dos. Por otra parte, se alegró porque
pensó que algo podía llegar a solucionarse de ahora en adelante. Se dio vuelta
en la cama y se acomodó para seguir durmiendo. Lo intentó varias veces, pero no
pudo. Estaba completamente desvelada y el aumento de la pasión de Abel y Katya
no la ayudaban en lo más mínimo.
Desde
el fondo de su alma, se dio cuenta de que esta vez no habría almohada que
alcanzara, que no serviría de nada colocársela en la cabeza, porque había algo
nuevo en esta situación, que ella no estaba manejando. Lo que años atrás le
causaba rechazo y le daba más elementos para despreciar a su hermano y a su
cuñada, hoy por hoy, le despertaba una inquietud alarmante. Se sorprendió
aguzando el oído, en lugar de evitar los sonidos y, a medida que escuchaba los
gemidos, sentía que una tibieza inusual se apoderaba de su cuerpo.
Al
principio, estaba quieta en la cama, tratando de pensar en otra cosa, pero a
medida que pasaban los minutos, notaba cómo sus piernas comenzaban a moverse
levemente, cómo las estiraba y las encogía de forma involuntaria, cómo se movía
inquieta entre las sábanas. Clara no era tonta y se daba cuenta de que, muy a
su pesar, estaba excitándose... Monja o no, era antes que nada, mujer y le
estaba resultando muy difícil separar las cosas y no excitarse con los sonidos,
con la situación y con la fantasía de esa escena que se estaba desarrollando
dos puertas más allá de la suya. Quería creer que su hermano y Katya se habían
olvidado de que ella estaba allí, porque si no, no comprendía cómo actuaban tan
libremente.
De
todas formas, ahora debía ver cómo manejaba la situación ante ella misma
porque, la verdad, es que su mente estaba en la habitación contigua, los
pedidos de caricias de su cuñada no la dejaban pensar con claridad y, sus
manos, estaban comenzando a transpirar y tomaban el borde de las sábanas con
furia, como si ese borde impidiera que las mismas fueran hacia otro destino.
Dio vueltas y más vueltas en la cama, pero nada. Cachonda perdida, se levantó,
abrió la ventana, dejó que el aire helado entrara en el cuarto; pero nada, las
voces seguían taladrándole el alma. Se ordenó dormir, pero no pudo y menos aún
cuando comenzó a notar que sus muslos se estaban humedeciendo sin querer...
¡¡¡no podía creerlo!!! ¿Qué haría ahora? Sentía un leve tironcito proveniente
de su entrepierna y se daba cuenta de lo que le estaba pasando, pero ella
debería controlarlo, tenía la obligación de controlarlo, no podía ganarle esa
situación, no podía rendirse a la tentación de tocarse y de poblar su mente de
ese tipo de fantasías. Se levantó, fue hasta el espejo y cuando vio su imagen
reflejada en él, no pudo creer lo que veía. Su expresión era de lujuria
absoluta, sus mejillas estaban encendidas, sus labios rojos e hinchados,
húmedos y su mirada era casi desconocida. Eso, la excitó más todavía, estaba
transformada, como si la persona que estaba del otro lado del espejo no fuera
ella y Clara cayó cautivada por esa imagen, cayó rendida ante el deseo que veía
reflejado en ese rostro, como si no se tratara del suyo.
Volvió
a meterse en la cama, sintiendo, ante cada movimiento, cómo se desparramaba
entre sus piernas la tremenda excitación que tenía; cómo sus pechos se habían
hinchado y rozaban, dolorosamente, la camisa de dormir; cómo sus manos luchaban
por no ir hasta esos lugares y aflojar la tensión que se había acumulado. De
pronto, pensó que, si rozaba levemente esas zonas, calmaría algo de aquel ardor
y, con la yema de sus dedos, acarició su vientre, deslizó las manos entre sus
muslos, palpó el jugo que los cubría e, involuntariamente, sus dedos fueron
hasta el centro mismo del placer. La monjita se estaba masturbando...
Clara
jamás se había explorado, aunque sabía perfectamente cómo era su cuerpo...
Nunca se había acariciado, jamás se le había pasado por la cabeza masturbarse,
sin por ello dejar de conocer tal actividad. Esta vez, sus dedos llegaron hasta
la vagina; la apretó con sus manos, pensando que de esa forma dejaría de latir,
que se calmaría, que dejaría así de segregar esos jugos, pero no fue así... No
pudo apartar los dedos de los labios vaginales y los abrió, asombrándose del
tamaño que había alcanzado su clítoris. Con uno de sus dedos, con el índice,
presionó sobre él, para que se hundiera y dejara de palpitar, pero esto actuó
como un imán; la electricidad que le produjo ese contacto fue tan grande, que
no pudo alejarse de él, no pudo dejarlo solo, tuvo que seguir, seguir y seguir.
Y llegó un momento en el que se rindió ante sí misma, ante su propio deseo y se
acarició de forma total, completamente, sin pensar en nada más que no fuera su
propio placer, en su propio goce, en la liberación de esa tensión que le estaba
quitando el aliento. Se sorprendió moviendo las caderas al ritmo de sus dedos,
los mismos que entraban y salían mojadísimos y, por primera vez en su vida,
comenzó a oler su propio aroma, su aroma de mujer, a oler su propia excitación,
lo que aumentaba más y más su propio deseo.
Entre
caricia y caricia, no dejaba de escuchar los gemidos de su cuñada y esto
aumentaba la liberación de sus propios jugos, porque, la mente de Clara, volaba
a la cama de su hermano y sin que pudiera apartar semejante pensamiento, se
imaginaba entre esas sábanas, bajo las manos de Abel, siendo ella y no su
cuñada la que gritaba y suspiraba de esa forma. Así fue como, entre fantasías y
caricias, Clara alcanzó el primer orgasmo de su vida, cayendo exhausta y
rendida sobre su espalda y durmiéndose al instante, para despertar al día
siguiente, cerca del mediodía. Cuando abrió los ojos, pensó que lo vivido la
noche anterior había sido un sueño pero, cuando comenzó a recordar, se dio
cuenta de que no había sido así; es más, tenía una sensación extrañísima de
plenitud y eso le daba la pauta de que, los recuerdos nocturnos que estaban
rondándole, habían sido verdaderos. Al despertar, no había nadie en la casa,
así que dejó una nota y se fue para el convento. Por la noche llamó a casa de Abel
para saber cómo estaban y atendió Katya. Le dijo que necesitaba hablar
urgentemente con ella, pero Clara le explicó que no saldría del convento hasta
dentro de tres días; quedaron en que ella iría a su casa para charlar.
Aquellas
noches, en el convento, fueron muy útiles para Clara, porque entendió que lo
que había sucedido en casa de Abel solo había sido un momento de lujuria, más
que nada, provocado por la relación de su hermano con su cuñada que llegaba a
sus oídos. Se confesó, expió sus culpas frente a Dios y siguió con su labor,
olvidando lo que le había pasado físicamente, pero no podía olvidar las cosas
que había fantaseado. Aquello aún le daba vueltas en la cabeza, el deseo que le
había invadido de ser ella y no Katya, la que estuviera bajo las manos de su
hermano. Llegado el día del encuentro con su cuñada; prefirió ir a primera hora
de la tarde, así no se quedaba mucho tiempo y podía volver sola al convento.
Cuando llegó a casa, nadie respondió a su llamado y se quedó sentada en el
umbral, esperando que alguien apareciera. Pasaron más de dos horas hasta que,
los dos, llegaron en el coche de Abel. Le pidieron disculpas por la demora y
entraron en casa. Ambos le querían agradecer lo que ella había hecho, lo que
les había dicho a cada uno por su lado y la compañía que sabían les haría en
adelante, conscientes también que podrían contar con ella para lo que fuera.
A
propósito de eso, Clara no dejó pasar la oportunidad y les comentó, en tono de
broma, cómo había revivido viejas épocas de adolescente, cuando los movimientos
del cuarto le habían despertado una vez más. No comentó el estado en el que
ella había caído al escucharlos; de aquello solo hablaría ante sí misma y ante
Dios. Una vez más, se hizo tarde, tardísimo, pero Abel se ofreció a llevarla en
el coche al convento. Para mala suerte de Clara, no arrancó jamás el automóvil
y pedir un taxi a esa hora, sería casi imposible, por lo que llamó al convento,
avisando que estaba en casa de su hermano, que si la necesitaban la llamaran,
pero que se quedaría a dormir allí. Esta vez, se acostó con la mente dispuesta
a no escuchar nada de nada; aunque, en el fondo, sentía que eso se le iba a
complicar un tanto, si su hermano y su cuñada se volvían más efusivos que de
costumbre. Una vez más, los gemidos la despertaron de madrugada y, esta vez,
decidió tomar el toro por las astas; decidió levantarse, ir hasta el cuarto de
su hermano y golpearles levemente la puerta, para que recordaran su presencia
en la casa y trataran de moderarse.
De
esta manera se levantó, fue hasta la puerta del dormitorio de su hermano y
antes de golpear, se detuvo un instante; el deseo de escuchar fue más fuerte
que el de interrumpir. Se estaba hundiendo en una nube de deseo, así que
decidió tocar dos veces e irse pero, ante el primer golpe, la puerta se
entreabrió y allí quedó Clara, parada en el vano de la puerta, con una cama
gigante frente a sus ojos y sobre ella Abel y Katya. Ambos arrodillados,
enfrentados, las manos de Abel tomándole los senos a su esposa y su boca
besándolos. Las manos de Katya sobre los glúteos de su esposo, acariciándolos
sensualmente. Clara sintió cómo se le cortaba la respiración ante semejante
imagen y se quedó petrificada, muda de sorpresa y deseo, reafirmando sus ganas
de ser ella la que estuviera allí, en lugar de su cuñada. Ese sentimiento le
alarmó más que la otra vez, no podía ser que ella, justamente ella, estuviera
deseando a su propio hermano ¡eso era imposible!
Imperceptiblemente
debió hacer algún movimiento porque, de pronto, como de la nada, Katya estaba
clavándole los ojos, notando su presencia en la puerta. Abel y ella se
separaron y cuando estaban a punto de pedirle disculpas a Clara, notaron esa
lujuria en su mirada, la misma que ella había visto reflejada en el espejo la
otra noche, la que la convertía en una mujer deseable, completa. Sin decir una
sola palabra, Abel le extendió sus manos y Clara, como en un estado hipnótico,
se acercó a tomarlas, a sentarse en el borde de la cama, junto a ellos. Abel
comenzó a acariciar ese cabello renegrido que tanto había tirado de chico,
notando lo sedoso que era ahora, mientras, Katya, acariciaba los hombros de su
cuñada, por encima de su camisa de dormir.
Sin
quererlo, Clara estaba haciendo realidad el pedido que tantas veces Abel le
había hecho a su esposa: otra mujer en su cama. Al mismo tiempo, satisfaría la
fantasía de ser acariciada de esa forma por su hermano y encendería la llama
interna de Katya que, quizás, de no tratarse de su propia cuñada, nunca hubiera
aceptado lo que estaba sucediendo. Katya seguía acariciando por detrás a su
cuñada y pensaba que era increíble que la monjita estuviera allí, a punto de
ser convertida en mujer por ella y su esposo, por el propio hermano...Y esa
imagen la excitó terriblemente; la idea de ver a los dos hermanos en la cama,
juntos, besándose y haciéndose el amor, la puso como loca y aumentó el ritmo de
las caricias, de manera que, Clara quedó, en menos de dos minutos, sin su
camisa de dormir; se la quitó, lentamente, por encima de su cabeza, dejando al
descubierto ese cuerpo escultural que los hábitos escondían permanentemente.
Abel
quedó pegado a la figura de su hermana; siempre supo que era hermosa, pero
jamás imaginó cuánto y, ahora, su propia esposa le regalaba la posibilidad de
admirar el bello cuerpo desnudo de su hermana. Clara seguía sentada al borde de
la cama, como dormida, con los ojos cerrados, inmóvil, tensa. Abel no podía, ni
quería, dejar de acariciarla y cuando colocó sus manos en los pechos de su
hermana, se dio cuenta de que la había encendido. En ese preciso instante,
Clara abrió los ojos y dejó ver su mirada diabólica, esa mirada cargada de
pasión y lujuria, esa mirada que la alejaba de la religiosa que todos veían a
diario, esa mirada que se cruzó con la de su hermano y le dio vía libre, el
pleno consentimiento, para que hiciera de ella suobjeto de deseo. Clara sentía
que se hundía en un pozo de sensaciones placenteras; Abel hacía que su boca
siguiera a sus manos; lugar que abandonaban las manos de su hermano, lugar que
reemplazaba su boca. Katya recorría con las manos su espalda y sus brazos; con
la punta de su lengua, vagaba dentro de sus orejas y mordía levemente sus
lóbulos; de tanto en tanto, interrumpía la tarea para besarse profundamente con
Abel, dejando a Clara en un estado de soledad enorme, deseando que esas bocas y
esas manos nunca se alejaran de ella. La única vez que cruzó por su mente la
idea del pecado, una fuerza muy superior la desterró inmediatamente, una fuerza
que se había apoderado de ella y no pensaba dejarla sola en aquel momento, al
contrario, la alentaría a seguir hasta el final.
Su
hermano y su cuñada la besaron por completo, la lamieron entera, espalda,
brazos, orejas, pechos, vientre, pies, piernas... Sus lenguas subían y bajaban
por aquel cuerpo glorioso, encendiéndolo, aromatizándolo. Clara se movía muy
despacio, colocando siempre la parte del cuerpo que era besado, al alcance de
la boca que lo buscaba y lo hacía de una forma tan natural, que nadie podía
imaginar jamás que ese cuerpo nunca hubiera sido anteriormente explorado. La
sola idea de ser quien desvirgase a su hermana, enardecía más y más los deseos
de Abel y lo alentaba a seguir, a darle más y más placer a quien, hasta hace
unos años atrás, solo deseaba verlo desaparecer de su vida. Katya estaba
fascinada al sentir el sabor de la piel de su cuñada bajo su lengua y quería
verle la cara de éxtasis cada vez que la acariciara. Extendió el brazo derecho
y alejó a Abel del cuerpo de su hermana; le indicó, con un solo dedo, que se
retirara y cesara con sus caricias.
Abel
no podía creer lo que estaba sucediendo frente a sus ojos: dos mujeres para él
solo, las dos a punto de gozar solas y para colmo, una era su esposa y la otra,
nada menos que su propia hermana, quien, además de todo, ¡¡¡era monja!!! Sin
chistar, se retiró de la escena y las dejó solas. Katya se levantó de la cama y
se enfrentó a su cuñada; se paró frente a ella, con las piernas abiertas y
después de tomarle las manos, las colocó sobre sus senos, dejando que Clara
sintiera la suavidad de su piel, la turgencia de sus pechos y la dureza de sus
pezones. Como si lo hubiera hecho siempre, Clara comenzó a acariciar esos
senos, movía sus manos en redondo sobre ellos y pellizcaba levemente los
pezones, sintiendo cómo se entibiaban con la fricción de sus dedos. Un poco más
atrás, Abel estaba sentado en una silla, con el pene entre las manos,
acariciándolo lentamente, disfrutando de esa imagen increíble, gozando el
placer de esa visión.
A
medida que Clara acariciaba a Katya más intensamente, comenzaban a escaparse
pequeños jadeos de placer y asentimiento, los mismos que ella conocía tan bien,
los mismos que la habían despertado tantas y tantas noches en su adolescencia.
Sin que nadie se lo indicara, Clara dejó deslizar una de sus manos por el
estómago de Katya y descendió por él, navegó por el vientre liso y chato de su
cuñada y llegó hasta su entrepierna. Delicadamente, abrió los labios vaginales
y, de pronto, sin que ella misma comprendiera cómo, clavó dentro de esa vagina
empapada su dedo índice, lo clavó de un solo tirón y hasta el fondo, haciendo
que Katya saltara de sorpresa y de gozo. A medida que Clara seguía metiendo más
y más adentro ese dedo, Katya encontró el ritmo de su cuñada y así, de pie como
estaba frente a ella, movía sus caderas en redondo, alrededor de ese dedo que
se había adueñado de su vagina, que la había violado imprevistamente y que le
estaba dando muchísimo placer.
Cuando
los gemidos de Katya eran incontenibles, Clara retiró su dedo y, empapado como
estaba, lo metió completo en su boca, mirando fijamente a su hermano que seguía
acariciándose, totalmente excitado, en su rincón, como en penitencia, sin poder
acercarse a ellas, prohibiéndoselo ambas con la mirada.
Clara
había interrumpido deliberadamente el primer orgasmo de su cuñada y esto le dejó
terriblemente excitada y por eso, sin pensarlo, mientras Clara saboreaba sus
jugos mirando a su hermano, Katya la recostó sobre su espalda, dejándola boca
arriba, sentada al borde de la cama y con las piernas abiertas frente a ella.
Con semejante espectáculo frente a sus ojos, Katya se arrodilló y abrió más aún
las piernas de su querida cuñadita, exponiendo esa vagina limpia, carnosa,
intacta y húmeda frente a sus ojos y a los de su esposo, que seguía atentamente
la acción desde su sitio.
Se
hizo cargo de aquella vagina completamente; comenzó lamiéndola con los labios
cerrados, de arriba a abajo, de lado a lado, notando cómo rezumaba líquidos,
cómo largaba jugos sin parar y eso la excitaba más y más, notando cómo su
propia vagina respondía a semejante excitación. ¿Quién le hubiera dicho a ella
que terminaría accediendo a los deseos de su marido y nada menos que con su
propia cuñadita? Clara había comenzado a acariciarse los pechos al sentir la
lengua de Katya lamiéndola despacito, sin prisa, sensualmente, con los labios
de su vagina cerrados, pero anhelando que los abriera y se hiciera cargo de su
clítoris, que estaba creciendo y creciendo y comenzaba a tirar más y más de
deseo. Adivinando lo que ella deseaba, Katya, con su misma lengua, abrió los
labios vaginales y llegó al centro del deseo de Clara, sintiendo cómo saltaba
de placer cuando sintió la rugosidad de su lengua, notando cómo crecía el
placer, a medida que la lamía, recogía sus jugos y los saboreaba, al tiempo que
sus dedos iban metiéndosele dentro, daban vueltas dentro de la vagina de Clara,
salían empapados y acariciaban sus muslos, mojándola también allí. El vientre
de Clara se estremecía, vibraba; las manos de Clara empujaban la cabeza de su
cuñada hacia su vagina, pidiéndole en silencio más y más lengua. Abría los
labios vaginales, para que los dedos de Katya trabajaran con más comodidad;
abría más sus piernas y las sostenía con las manos, en ángulo recto, para que
pudiera tener más amplitud y llegar más adentro; quería que esos dedos la atravesaran
por completo y en definitiva, era el primer contacto que tenía Clara, la
primera prueba tangible de que ese espacio estaba siendo estrenado por alguien.
Después
de enloquecer a Clara con sus dedos, de arrancarle los gemidos más extensos que
alguien pudiera imaginar, sacó los dos dedos que tenía dentro de la vagina de
su cuñada, empapados de flujo y dándose vuelta, los extendió para que Abel los
probara. Esa fue la señal clara de que lo estaba uniendo al goce, de que estaba
sirviéndole a su hermana, de que lo invitaba a gozarla. Abel se acercó, chupó
los dedos de Katya con fruición, saboreó en ellos a su hermana y, después,, la
retiró de entre las piernas de Clara, para acomodarse él mismo en ese lugar.
Ahora, la que se había convertido en espectadora era Katya, la que se había
corrido hacia el costado de la cama era ella, la que estaba besando y
mordisqueando los pechos de Clara era ella, mientras que, su marido, se
encargaba de lamer, una y otra vez, la vagina de su hermana, encontrándola
terriblemente sabrosa, dulce, cremosa, abundante.
Con
la boca empapada de Clara, besó apasionadamente a Katya, le dejó los labios
llenos del flujo de Clara y ella, a su vez, besó a su cuñada, para que ésta se
saboreara a sí misma, a su hermano y a ella, en una sola boca. Abel enterró su
boca en la vagina de Clara y le dio dos orgasmos increíbles; Clara se retorcía
pidiendo más y más, elevaba las caderas hacia la boca de su hermano, extendía
los brazos para que esa boca no la abandonara y su lengua buscaba la de su
cuñada, dejando que las dos bailaran una danza erótica increíble, como si
fueran dos serpientes entrelazándose y excitándose.
Cuando
Abel no aguantó más, se incorporó y separó a su esposa del lado de Clara, la
colocó a la altura de su pene y dejó que la boca de Katya se encargara de él,
succionándole, lamiéndole, dejando que su hermana viera cómo se le daba placer
a un hombre, admirando esa cara de lujuria que veía en Clara, la expresión
diabólica que esa noche había conocido y que le enloquecía. Mientras Katya
lamía y engullía por completo el pene de su marido, Clara se acariciaba
alternadamente los pechos y el clítoris, incapaz de abandonar el placer que
estaba sintiendo y acrecentándolo con la imagen de la pareja en plena sesión de
sexo oral. Cuando Abel ya no podía ver más a su hermana, masturbándose sin que
el pudiera intervenir, apartó la boca de Katya de su pene y así, enhiesto y
tieso como estaba, se acercó a Clara y, sin darle respiro, la penetró. El
cuerpo de Clara se arqueó como si quisiera tocar el cielo, su hermano no tuvo
compasión de su virginidad, arremetió dentro de ella de la forma más salvaje
posible y comenzó a moverse, seguro, potente, horadándola, abriendo un túnel
dentro de las entrañas de Clara, sacándole el aliento, pero dándole a conocer
el goce, la lujuria, la pasión que veía en sus ojos y que ahora estaba haciendo
realidad. Sentir la estrechez de su hermana le enloqueció, tomó sus piernas y las
elevó a su cuello y así, en esa posición que a él le fascinaba, le dio más y
más, hundió su pene dentro de Clara, una y otra vez, hasta que sobrevino otro
orgasmo para Clara.
Dejándola
dos segundos para que se recompusiera, se hizo cargo de su mujer, la enloqueció
también con su pene, la penetró por adelante, por atrás, la colocó en cuatro y
le hizo probar el mejor sexo anal de su vida, sintiendo cómo Katya se retorcía
de placer, mientras él se hundía en su ano y Clara le besaba los pechos,
tomando la iniciativa, desinhibiéndose por completo, solo buscando el placer
del sexo más puro. Cuando Katya había estallado con su marido dentro, se colocó
sobre la vagina de su cuñada, acomodándole la propia en la boca de Clara, en el
más completo 69 que ambas podían pedir y se dedicó a lamerle el clítoris, una y
otra vez, mientras Clara metía sus finos dedos dentro de ella y el pene de su
marido entraba y salía de Clara, con una velocidad increíble, dándole a Katya
la posibilidad de lamerlo cada vez que rozaba su lengua, al salir de la vagina
de su cuñada, completamente mojado, lubricado y caliente.
Los
tres estallaron en otro orgasmo, pero esta vez conjunto; así, tanto una como
otra mujer, pudieron saborear el esperma de Abel, que salió disparado, con
fuerza, tibio, cremoso, espeso y exquisito. De esta manera, el matrimonio
encontró otro camino para solucionar sus problemas de pareja y Clara encontró
la salida definitiva del convento, hallando la entrada segura a la cama de su
hermano y su cuñada...
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