miércoles, 26 de septiembre de 2018

La flor que más me gusta - Tatiana Escobar Casares



Como tantos otros hijos de la izquierda setentera, yo tuve la suerte de crecer en un hogar progre, rebosante de información sexual para los pequeños. Pero más allá de la resaca hippy, me gusta pensar que el origen de tanta progresía se encuentra sin duda en mi familia materna, en su actitud abierta y desprejuiciada hacia el sexo. 


Mi abuelo –sexualmente activo a sus ochenta y tantos, para desesperación de mi abuela- lleva décadas repitiendo una máxima que no aprendió en la escuela ni con los predicadores de la sexualidad positiva en San Francisco, sino de la sabiduría popular basada en el respeto a la diferencia: “Cada quien hace de su culo un florero y le pone la flor que más le gusta”.  

Siempre que pienso en las perversiones me acuerdo de la máxima de mi abuelo y me alegro por la valentía de algunos seres capaces de ser consecuentes con sus deseos por raros que nos parezcan: esos que buscan información para aprender y encontrar a sus semejantes, esos que un buen día se deciden a hablar sin miedo y negocian sus fantasías en busca del consenso, esos que no descansan hasta ser ellos mismos.

La perversión es un concepto-paraguas bajo el que se agrupan todos los comportamientos humanos con respecto al sexo que se salen de la norma sexual de la época –instintos sexuales excesivos, reducidos o desviados- y que se comenzó a utilizar en psicología para describir la homosexualidad y otros "trastornos" del instinto sexual como el sadismo, el masoquismo o el fetichismo. Si quieren profundizar en la historia del concepto, les recomiendo el brillante libro del filósofo Arnold I. Davidson La aparición de la sexualidad, en la cuidadísima traducción de Juan Gabriel López Guix, publicado por Alpha Decay. Alérgicos a
Michel Foucault, favor abstenerse.

En nuestros tiempos, lo políticamente correcto es llamarlas “parafilias”, que viene del griego παρά (además, al margen de) y φιλία (amor), y definirlas como fantasías, urgencias o comportamientos entre personas adultas, físicamente sanas y que actúan en consenso, marcadas por un interés sexual poderoso y persistente en actividades que no son la copulación ni los preliminares, incluyendo a menudo objetos, actividades o situaciones inusuales. El concepto va aún más allá, señalando las posibles consecuencias negativas de estos comportamientos, pero como somos partidarios de que la parafilia desaparezca del listado de diagnóstico de desórdenes mentales, os ahorramos el resto.

Si partimos de la mera descripción del fenómeno, no hace falta que nos pongamos excesivamente confesionales para asumir con honestidad que todos somos un poco aberrados, desviados, en suma, pervertidos. ¿Qué usted prefiere a su mujer en medias, liguero y corpiño que desnuda? ¡Pervertido! ¿Qué a usted le encanta chuparle los dedos de los pies a su novio? ¡Pervertida! ¿Qué os encanta morder o que os muerdan? ¡Pervertidos! ¿Que no hay nada que le ponga más que lo traten como a un niño o niña que se ha portado mal? ¿Que le encanta masturbarse con zapatillas deportivas usadas? ¿Que le excita que lo utilicen de mesita del salón? ¡Pervertidos, pervertidos, pervertidos! 

Sólo los que limitan su vida sexual a la rutina de un beso y tres caricias como antesala a la apoteosis del “misionero”, pueden dormir tranquilos y aburridos con su intachable ejercicio y defensa de la normalidad y mirarnos al resto de los mortales con mala cara… de pura envidia, supongo.

Es tan divertido ser un pervertido que, desde hace tiempo, en lengua anglosajana –una cultura, por cierto, que tiene mucho que enseñarnos en materia de perversiones- la abreviatura “pervy” se utiliza comúnmente entre la gran familia de pervertidos como un término positivo que reafirma y defiende la singularidad de su naturaleza. En inglés, ser “kinky” es un piropo.

Lo que pasa es que hay perversiones “vainilla” y perversiones, digamos, más pintorescas. Y la reacción de cada uno ante una determinada perversión es absolutamente subjetiva. Yo, por ejemplo, jamás podría establecer una relación con una persona que fuese fetichista de los pies, porque me molesta que me los toquen y la sola idea de que alguien me los chupe me pone los pelos como escarpias. Pero cuando hace relativamente pocos años descubrí que tenía un acentuado fetichismo por la lencería femenina desconocido hasta entonces, me lancé de cabeza, sorprendida y feliz, a cultivar mi nuevo tesoro.

¿Qué tenemos en común un entusiasta de las estatuas, los maniquíes y la inmovilidad en general (agalmatofilia) y yo y mi gusto por la lencería femenina? Pues todo: cada uno cultiva su fetiche sin dañar al prójimo, embelesados con la flor que más nos gusta.

Por: Tatiana Escobar Casares | 07 de junio de 2012



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