martes, 5 de febrero de 2019

El erotismo oculto del Siglo de Oro - Eduardo Valdemar

La literatura erótica del Siglo de Oro permaneció invisible durante mucho tiempo debido a las contenciones institucionales de la época y de épocas posteriores. Un vistazo a algunos poemas eróticos del Siglo de Oro permite redescubrir en ellos las voces de hombres y mujeres que celebraron de muchas formas el deseo.

Eduardo Valdelamar
I
Soy incapaz de controlar los lugares a los que la lectura de cualquier cosa en la red pueda conducirme. Empiezo por un nombre, digamos María Callas, y de repente me descubro siguiéndole la pista a la maldición de los Onassis. Supongo que todo el mundo se pierde en los laberintos de la “realidad virtual”, pero no puedo evitar pensar que mi naturaleza distraída me convierte en presa fácil de la mafia de los hipervínculos y los clic. Ya no recuerdo qué cosa estaba buscando el día que me encontré con una selección ilustrada de trece poemas eróticos del Siglo de Oro, pero sí recuerdo que fue una grata sorpresa. Aunque el cúmulo de bibliografía crítica sobre la poesía del Siglo de Oro español alcanzaría para cubrir, al menos, veinte manzanas de Bogotá, los poemas de tinte erótico escritos en la misma época no han contado con igual suerte. En parte, por la suposición de que la España inquisitorial y contrarreformista no fue caldo de cultivo para este tipo de literatura; en parte, porque aún hay a quien le resulta inmoral —y le sonroja— la lectura de “coños” y “carajos”.

II
Internet es el milagro del doble clic. En un segundo encuentro la mentada selección y cinco minutos después ya he dado con la versión digital de Poesías eróticas del Siglo de Oro. En un segundo, 13 poemas; en cinco minutos, 144.
Los vientos liberales de las décadas del sesenta y el setenta impulsaron a algunos curiosos a abrirse camino entre bibliotecas y manuscritos para rastrear textos y autores que habían permanecido mudos en las aulas de hispanismo. En 1975, Pierre Alzieu, Robert James e Yvan Lissorgues publican Floresta de poesías eróticas del siglo de oro, antología de 144 poemas eróticos escritos entre 1580 y 1620, y cuya segunda edición (1984) es Poesías eróticas…, el libraco que encontré aquí. La Floresta inspiró numerosas investigaciones y ensayos críticos, pero aún no es suficiente. Pese al esfuerzo de “algunos” por dar a conocer los versos eróticos, burlescos o satíricos que solazaron a los hombres y mujeres del seiscientos, son las formas y tópicos de la denominada poesía petrarquista las que primero aparecen cuando de hablar de poesías del Siglo de Oro se trata.

III
“Musas italianas y latinas,
gentes en estas partes tan extrañas,
¿cómo habéis venido a nuestra España
tan nuevas y hermosas clavellinas?”
(Luis de Milán, Valencia ¿? – 1564)
Granada. Un día soleado de 1526 el poeta Juan Boscán pasea con el embajador de Venecia Andrea Navagero. Hablando de muchas y pocas cosas, al modo de políticos y poetas, Navagero le propone a Boscán que pruebe a hacer sonetos italianos en español. Boscán contará años después en una carta a la duquesa de Soma cómo empezó a ocupar su tiempo en este “género de verso”, motivado, además, por Garcilaso de la Vega, quien al enterarse de las ociosidades del amigo, también quiso ocuparse en ellas. En 1543 fueron publicados conjuntamente los poemas de Boscán y Garcilaso, “hechos al itálico modo” e inspirados en el Cancionero de Francesco Petrarca. De esta manera se dio inicio a la adopción de formas métricas italianas en la poesía culta española. La lista de epígonos es infinita y esta corriente es conocida con el nombre de Petrarquismo.

IV
“Benditas las palabras con que canto
el nombre de mi amada; y mi tormento,
mis ansias, mis suspiros y mi llanto.”
Francesco Petrarca
Cada vez que pienso en el Petrarquismo recuerdo las clases de español y un maravilloso y manoseado cuarteto de Garcilaso: “escrito está en mi alma vuestro gesto, / y cuanto escribir de vos deseo; / vos sola lo escribisteis, yo lo leo / tan solo, que aun de vos me guardo en esto/”. Los poemas petrarquistas son un canto infinito al amor no correspondido: la amada es una figura divina, inalcanzable y, como todo lo divino, cruel: “Ojos claros, serenos, / si de un dulce mirar sois alabados, / ¿por qué, si me miráis, miráis airados?”, reza el famoso madrigal de Gutierre de Cetina.
El amor es para los petrarquistas una “fuerza avasalladora impregnada de dolor”, escribe María del Rosario Aguilar en la introducción a su Antología de poesías de los Siglos de oro. Pero ese “dolor amoroso”, continúa Aguilar, “es la razón de ser del enamorado”; por tanto no renuncia a él, no renuncia al sufrimiento amoroso, y lucha por el beneplácito de la amada con la certeza de que no habrá nota de vuelta. Así, no hay diferencia entre transitar el camino del amor o el camino de la muerte, lo dice el mismo Garcilaso: “cuanto tengo confieso yo deberos; / por vos nací, / por vos tengo la vida, / por vos he de morir, / y por vos muero”. Y suplica Cristóbal de Castillejo: “Mostradme este secreto ya, señora, / sepa yo por vos, pues por vos muero, / si lo que padezco es muerte o vida; / porque, siendo vos la matadora, / mayor gloria de pena ya no quiero / que poder alegar tal homicida”.

V
El ruego, el sufrimiento, el amor no correspondido hacen de la poesía petrarquista una manifestación del deseo contenido. Y esta contención del deseo es la imagen más recurrente cuando pensamos en los hombres del seiscientos. Obviamos todo lo que, en esa misma época, celebró la vida y la libertad, como la poesía erótica, que se mofó de los formalismos petrarquistas y con verbo ágil y atrevido burló las contenciones institucionales.
Los poemas eróticos pretenden nombrar la realidad tal cual es, con claridad, aunque sin abandonar los juegos con el lenguaje. Esta apuesta por la claridad es evidente en los primeros versos del delicioso Jardín de Venus, publicado hacia 1560 y recogido en la primera parte de las Poesías eróticas del siglo de oro: “Aquí no hay enigmas ni figuras, / rodeos, circunloquios, indiretas, / sino la claridad destinta y pura” (sic). De esta manera la voz poética se reconoce cercana a la voz del pueblo, que trastoca las sutilezas de los cortesanos petrarquistas y no escribe ni en griego ni en latín.
La muerte, que en el Petrarquismo es una de las formas del sufrimiento amoroso, en la poesía erótica se convierte en acto, goce y celebración. La muerte es la muerte gozosa de la consumación. No son pocos los poemas en los que encontramos a Venus, diosa del amor, exhausta en brazos de Adonis, Marte o Vulcano: “Los ojos vueltos, que del negro de ellos, / muy poco o casi nada parecía, / y la divina boca helada y fría, / bañados en sudor rostro y cabellos, // las blancas piernas y los brazos bellos, / con que al mozo en mil lazos envolvía, / ya Venus fatigados los tenía, remisos, sin mostrar vigor en ellos”. El mozo de estos versos es Adonis.
Frases como “calla, mi vida, calla, que me muero por culear tiniéndote debajo” o “Al entrar de la iglesia dije ¡Aleluya, sacristán de mi alma soy toda tuya!” retratan el deseo masculino y femenino “sin rodeos ni circunloquios”; cada imagen es fiel representación de la existencia terrenal, sensual. Mientras el ideal femenino petrarquista es el de un ser angelical, impalpable, la mujer de la poesía erótica es una presencia de carne y hueso (una fregona, una moza, una doncella, una viuda, una vieja), demasiado tangible a veces. Al no existir un ideal femenino, todas las mujeres —bellas o feas, gordas o flacas, negras o blancas, monjas o laicas— se convierten en objeto de deseo: “Ninguna mujer hay que yo no quiera / a todas amo y soy aficionado; /de toda suerte, condición y estado, / todas las amo y quiero en su manera. […] // Agora sea fea, agora hermosa, /siempre es tenella por hermosa y bella, / en la mujer el hombre se conviene”.
En la gran mayoría de poemas eróticos la mujer es el objeto de deseo; en algunos, incluso, se adoctrina a doncellas y damas sobre cómo satisfacer a los hombres. Pero no faltan las historias de mujeres que revelan sin tapujo lo que quieren: “—¿Qué hacéis, hermosa? —Mírome a este espejo. / —¿Por qué desnuda? —Por mejor mirarme. / —¿Qué veis en vos? —Que quiero acá gozarme”. El último verso, “que quiero acá gozarme”, es una invitación transparente al encuentro sexual.
La poesía erótica del Siglo de oro ofrece una visión positiva, gozosa, del erotismo y del amor corporal; en su exaltación y celebración del deseo, echa mano, sin aspavientos morales, de los relatos de curas y doncellas, maridos cornudos, monjas y sacristanes, mujeres insaciables, hombres impotentes, viudas lujuriosas… no hay quién se salve, ni siquiera la cama, a la que se interroga, en el divertidísimo “Soneto a una cama”, por sus chirridos durante el encuentro de los enamorados: “Señora cama ¿en qué habéis vos hallado / que habéis de estar contino rechinando / cuando en vuestro regazo está gozando / su hermosa dama el fiel enamorado? / ¿Tenéis acaso de su gusto enfado, / que estáis lo que ellos hacen murmurando? / ¿O vais a sus acentos remedando / como a la voz el eco en prado?”.

VI
Al leer estos poemas de contenido erótico uno descubre que pasados cuatro siglos la humanidad no ha cambiado mucho en su hábito de sentir, desear. Los instintos permanecen allí: ellos (aquellos hombres) y nosotros (estos hombres) deseamos. Y celebramos —en la medida de lo posible— el deseo. El deleite que produce la lectura sugiere también la pregunta de por qué, pese a los muchos estudios e investigaciones, aún persiste el desconocimiento de las vertientes eróticas, jocosas o satíricas de la poesía del Siglo de Oro, por qué son de difícil acceso (o no interesan) las obras que cuentan la capacidad de reír y fornicar que tuvieron los hombres pasados, por qué la presencia casi absoluta del Petrarquismo, con sus poesías (maravillosas, eso sí) que narran el dolor y la imposibilidad de alcanzar el amor. Se me ocurren, a vuela pluma, dos posibles causas: una es el fervor religioso que subyace a la inclinación por el Petrarquismo: la obsesión cristiana por mirar la vida como un infinito valle de lágrimas, el sufrimiento que hermana a los hombres. La otra es la censura.
A la censura institucional imperante en el Siglo de Oro hay que sumar la censura de épocas posteriores. No pocos textos eróticos fueron “corregidos”, “enmendados”, desaparecidos por eruditos del dieciocho, el diecinueve y hasta del veinte. Y no desaparecían simplemente por su contenido erótico explícito, por ese decir las cosas que no deben ser dichas, sino también por el sentido revolucionario que tal decir supone: la literatura como posibilidad de rechazar las normativas institucionales.
Si poco se conoce del erotismo y sus múltiples significados es porque nuestro tiempo es un tiempo de contenciones, de censura. Aunque mucho se permite, parece cierto que somos actores en el teatro del mundo de las libertades aparentes. Hay quién todavía decide por nosotros qué leemos y qué no, qué es bueno y qué es malo, “quien” nos ha enseñado a decidir de acuerdo a los preceptos impuestos por la institución, la moral, la tradición, muros que refrenan el deseo. Cuando “quien” promueve alguna forma del deseo, lo hace como un bien de consumo, para satisfacer una necesidad inmediata. Y entonces, aunque yo me queje del poco conocimiento de la poesía erótica del Siglo de Oro, me encuentro en internet numerosos links con esta poesía. Y me asusto y me parece que es preciso recelar, porque la represión, cuando se apropia del arte para fomentar la cultura del deseo, lo desviste de sus significaciones, y así empezamos a leer la poesía erótica del Siglo de Oro como quien lee la última edición de Playboy…

Algunos poemas…
(… de la insaciabilidad femenina)
Entre unos centenales yo vi un día
dos hombres y una moza hermosa entre ellos;
jamás faltaba encima el uno dellos:
cuando acababa el uno, otro subía.
Cada cual su deber muy bien hacía,
mas pudo tanto más ella que ellos,
que, después de cansallos y vencellos,
aún le quedaba brío y lozanía.
Cansada, dijo, sí, es cosa posible,
que no hay tal ejercicio que no canse,
por más que sea gustoso y agradable;
pero quedar contenta es imposible:
que el apetito mío es insaciable,
y no consiente el hombre que descanse.
***

(…de la impotencia)
Viendo una dama que un galán moría,
padeciendo por ella gran tormento,
concertó de metelle en su aposento
para poner remate en su porfía.
Veniendo pues el concertado día,
o por mucha vergüenza, o gran tormento,
no pudo alzar cabeza el istrumento
para los dos formar dulce harmonía.
Ella, viéndole, dijo: “¿Tal ansina?
¿Antes tantas recuestas y alcahuetas,
y agora no hacer? Ya me admira.”
El respondió con voz mansa y mohína:
“Debe de ser de casta de escopetas,
pues cuanto más caliente menos tira.”

***
(… del gusto de las mujeres… y de los hombres)
Estaba una fregona por enero
metida hasta los muslos en el río,
lavando paños con tal donaire y brío
que mil necios traía al retortero.
Un cierto conde, alegre y placentero,
le preguntó por gracia si hacía frío.
Respondió la fregona: “Señor mío,
siempre llevo conmigo yo un brasero”.
El conde, que era astuto y supo dónde,
le dijo, haciendo rueda como pavo,
que le encendiese un cirio que traía.
Y dijo entonces la fregona al conde,
alzándose las faldas hasta el rabo:
– Pues sople este tizón Vueseñoría.

***
 (… de la cantidad adecuada)
Una, en buena cuenta, no hace cuento:
dos veces, ya podrá decirse una,
mas una sola dígole ninguna.
De gentileza tres es argumento.
De cuatro, valentía es el intento,
de cinco, su blasón es la coluna,
y si hay quien llegue a seis con su fortuna,
bellaquería es y atrevimiento.
Deben tener las cosas su medida:
Con mucha miel se estragan los guisados;
lo dulce cuando es poco es agradable.
Remítase a la cuenta la corrida
antes que los caballos mal usados
algún torzón padezcan incurable.

Ilustraciones: Giulio Romano. Del libro Sonetos lujuriosos de Pietro Aretino
http://www.elojodelcangrejo.com/ensayo/el-erotismo-oculto-del-siglo-de-oro/

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