Cuando conocí
a Facundo en una app de citas ya era activamente feminista y con formación
suficiente para conceptualizar palabras como deseo, consentimiento y placer.
Facundo era abogado y fiscal, había quedado huérfano a temprana edad. ¿Qué
podría hacerme un adulto huérfano desesperado por buscar afecto y mostrarse
cariñoso?
Es extraño cómo muchas veces forzamos relatos y sacamos conclusiones que se ajustan en realidad a lo que queremos creer. De un momento al otro se borra toda la información que está en nuestras cabezas sobre lo que vivimos las mujeres a diario, y de alguna forma seguimos creyendo que «a nosotras no nos va a suceder».
Subimos a su
departamento y me invitó a tomar algo en el sillón. Empecé a molestarme, esa
noche quería estar en mi casa. Me impuse, agarró las llaves y prometió
llevarme. Nos dimos algunos besos que rápidamente escalaron a sus manos
manoseando mi cuerpo sin ningún tipo de construcción de la reciprocidad o el
deseo sexual que yo hubiera podido manifestar. Pero en ese momento no lo vi, y
no me importó, porque Facundo me gustaba y yo prefería pensar que era yo la
exagerada que no entendía que él no podía resistirse.
Con sus manos
ya en cualquier lado fui hacia la puerta y le dije que me llamara un taxi.
Finalmente me llevó a mi casa.
En algún
momento, durante el camino, pensé por qué me había expuesto a eso, pero preferí
seguir construyendo la narrativa romántica de sentirme deseada y considerada
«única» ante su mirada. Facundo me hacía sentir que yo era un descubrimiento
para él, y el sentirme deseada me hacía sentir deseo a mí.
Salimos un par
de veces más y tuvimos sexo otras tantas. Había que insistir —siempre— en que
se pusiera el preservativo o en que no me penetrara durante el juego previo sin
protección. Nada de eso me parecía ni violento ni molesto. A decir verdad, la
mayoría de las veces que me había vinculado con varones de forma sexual había
existido ese momento de tensión donde yo debía sugerir la puesta del
preservativo.
Es algo ya
cuasi consensuado socialmente que sucede, y elegimos pensar que es normal que
sea así. No importa cuántos abortos tengamos, cuántas infecciones de
transmisión sexual hayamos contraído nosotras o nuestras amigas, no importa
cuántas veces tuvimos miedo de estar embarazadas por un atraso… en ningún
momento relacionamos eso con las situaciones recurrentes en las distintas
prácticas sexuales donde el preservativo se usa de principio a fin solo si la
mujer insiste.
Lamentablemente,
cuando mis lecturas sobre feminismo y prácticas sexuales lograron converger y
atravesar lo que estaba pasando con Facundo, fue demasiado tarde. Había algo
que no me cerraba, pero en general preferimos sospechar de nosotras mismas y
nos miramos con los mismos sesgos que nos mira el mundo: pensás que sos vos la
exagerada, la que está mal, y seguís adelante.
Aquella última
noche fui a la casa de Facundo y, mientras teníamos sexo, insistió de forma
explícita en tener sexo anal. No tenía interés en ese momento y le pedí que por
favor continuáramos de otra manera.
El manoseo
seguía, como en aquella primera cita, y me sentí visiblemente incómoda, pero no
me animé a interrumpir la relación sexual. Estamos tan educadas en que el amor
y la historia romántica funcionen que forzamos incluso situaciones de alerta y
decidimos muchas veces no ver. Aún recuerdo como él me dio vuelta en la cama,
con mi cara contra la almohada, y me penetró a la fuerza analmente, en un
microsegundo que no me dio tiempo ni de sospechar la maniobra que haría.
Había vivido
muchas violencias con varones, como todas las mujeres, pero esa situación solo
se comparaba con cuando mi primer novio me forzó a hacerle sexo oral, porque
eso es lo que hacían las buenas novias y no una virgen como yo.
El alarido de dolor asustó a Facundo y automáticamente comenzó a pedirme perdón porque no se había dado cuenta. No esperé a escuchar sus excusas, me vestí y me fui. Al día siguiente lo hablé con mi hermana y una amiga, que me dijo con claridad: «Flor, eso es una violación». Los límites entre el consentimiento y esa práctica quedaron muy claros, pero a la vez muy difusos de transmitir a quienes no entienden las violencias que vivimos en situaciones que no son las que esperamos convencionalmente. A Facundo lo bloqueé y por suerte nunca más me lo crucé.
Las
herramientas que tenía hasta ese momento no me ayudaron a evitar esa situación,
pero sí me ayudaron a entender lo que me había pasado y a no quedarme pegada a
ella de forma traumática. También me ayudaron a entender que el camino de la
denuncia es solo uno de todos los caminos posibles y eso no significa que el
hecho haya sido menos grave o no haya sido relevante en mi historia personal,
psíquica y emocional.
Dadas mis opciones en ese momento, yo elegí hacer algo distinto con lo que me había sucedido. Conté esto una vez públicamente y lo que muchas me preguntaban era si no me daba vergüenza. ¿Por qué habría de sentir vergüenza de tener sexo, de decir que en ese momento no quería realizar determinada práctica o de que me penetraran analmente? ¡Aún hoy hay países cuyas legislaciones obligan a las mujeres a casarse con sus violadores para no perder el estatus social y caer en desgracia! Ellos violan y abusan y ni siquiera tienen el peso de la vergüenza encima.
Para mí,
contar esta historia —y otras— con la frente en alto es un acto de resistencia
y de orgullo de una magnitud enorme. Por eso también recuerdo cuando Matías se
sacó el preservativo en pleno acto sexual y no me avisó, o
cuando Marcos
eyaculó adentro dejándome embarazada y exponiéndome a un aborto a los 16 años.
Recuerdo las veces que le tuve que insistir a Sergio para que se pusiera un
preservativo y —como en ese momento era bastante más ignorante— la vergüenza
que me daba hacerlo. Y la cita con Agustín, que me manoseó en su casa, mientras
yo reía y forzaba simpatía porque no entendía que no quería tener sexo, y esa
situación me daba mucho miedo.
Son muchas las
prácticas que recuerdo, mías y de mis amigas. Sin embargo, cuando las expresás,
la gente se muestra sorprendida. Sigo sosteniendo que es extraño, todas y todos
conocemos mujeres que han atravesado estas violencias pero —como dice una frase
que circula últimamente— ninguna conoce en su círculo a un hombre que lo haya hecho…
¡No dan los números!
La sexualidad
y el sexo no lo vivimos de igual manera hombres y mujeres, se configura de
forma distinta a partir de que somos nosotras las educadas para estar
disponibles y ser las femme fatale que permiten todo. Lo que decidimos a
la hora del sexo también está determinado por la información que se nos brinda
y es mi deseo profundo brindar herramientas para que cada mujer pueda vivir una
vida plena en lo sexual, con un marco en la construcción de consentimiento
gradual y recíproco.
Además, la
sexualidad no son solo las prácticas sexuales, también abarca otros aspectos,
como la salud sexual y reproductiva, y las barreras que tenemos en su acceso.
Por eso desnudar cómo vivimos la sexualidad en función de lo que decidimos, y
el porqué de esas decisiones, es fundamental para tener mejores experiencias en
estos aspectos
(Tomado del
libro: María Florencia Feijo: Decididas. Amor, sexo y dinero. Edición digital Lectulandia)

No hay comentarios:
Publicar un comentario