miércoles, 12 de noviembre de 2025

Sexo. La puerta hacia la libertad que no fue - María Florencia Feijo


Cuando conocí a Facundo en una app de citas ya era activamente feminista y con formación suficiente para conceptualizar palabras como deseo, consentimiento y placer. Facundo era abogado y fiscal, había quedado huérfano a temprana edad. ¿Qué podría hacerme un adulto huérfano desesperado por buscar afecto y mostrarse cariñoso?

Es extraño cómo muchas veces forzamos relatos y sacamos conclusiones que se ajustan en realidad a lo que queremos creer. De un momento al otro se borra toda la información que está en nuestras cabezas sobre lo que vivimos las mujeres a diario, y de alguna forma seguimos creyendo que «a nosotras no nos va a suceder».

Subimos a su departamento y me invitó a tomar algo en el sillón. Empecé a molestarme, esa noche quería estar en mi casa. Me impuse, agarró las llaves y prometió llevarme. Nos dimos algunos besos que rápidamente escalaron a sus manos manoseando mi cuerpo sin ningún tipo de construcción de la reciprocidad o el deseo sexual que yo hubiera podido manifestar. Pero en ese momento no lo vi, y no me importó, porque Facundo me gustaba y yo prefería pensar que era yo la exagerada que no entendía que él no podía resistirse.

Con sus manos ya en cualquier lado fui hacia la puerta y le dije que me llamara un taxi. Finalmente me llevó a mi casa.

En algún momento, durante el camino, pensé por qué me había expuesto a eso, pero preferí seguir construyendo la narrativa romántica de sentirme deseada y considerada «única» ante su mirada. Facundo me hacía sentir que yo era un descubrimiento para él, y el sentirme deseada me hacía sentir deseo a mí.

Salimos un par de veces más y tuvimos sexo otras tantas. Había que insistir —siempre— en que se pusiera el preservativo o en que no me penetrara durante el juego previo sin protección. Nada de eso me parecía ni violento ni molesto. A decir verdad, la mayoría de las veces que me había vinculado con varones de forma sexual había existido ese momento de tensión donde yo debía sugerir la puesta del preservativo.

Es algo ya cuasi consensuado socialmente que sucede, y elegimos pensar que es normal que sea así. No importa cuántos abortos tengamos, cuántas infecciones de transmisión sexual hayamos contraído nosotras o nuestras amigas, no importa cuántas veces tuvimos miedo de estar embarazadas por un atraso… en ningún momento relacionamos eso con las situaciones recurrentes en las distintas prácticas sexuales donde el preservativo se usa de principio a fin solo si la mujer insiste.

Lamentablemente, cuando mis lecturas sobre feminismo y prácticas sexuales lograron converger y atravesar lo que estaba pasando con Facundo, fue demasiado tarde. Había algo que no me cerraba, pero en general preferimos sospechar de nosotras mismas y nos miramos con los mismos sesgos que nos mira el mundo: pensás que sos vos la exagerada, la que está mal, y seguís adelante.

Aquella última noche fui a la casa de Facundo y, mientras teníamos sexo, insistió de forma explícita en tener sexo anal. No tenía interés en ese momento y le pedí que por favor continuáramos de otra manera.

El manoseo seguía, como en aquella primera cita, y me sentí visiblemente incómoda, pero no me animé a interrumpir la relación sexual. Estamos tan educadas en que el amor y la historia romántica funcionen que forzamos incluso situaciones de alerta y decidimos muchas veces no ver. Aún recuerdo como él me dio vuelta en la cama, con mi cara contra la almohada, y me penetró a la fuerza analmente, en un microsegundo que no me dio tiempo ni de sospechar la maniobra que haría.

Había vivido muchas violencias con varones, como todas las mujeres, pero esa situación solo se comparaba con cuando mi primer novio me forzó a hacerle sexo oral, porque eso es lo que hacían las buenas novias y no una virgen como yo.

El alarido de dolor asustó a Facundo y automáticamente comenzó a pedirme perdón porque no se había dado cuenta. No esperé a escuchar sus excusas, me vestí y me fui. Al día siguiente lo hablé con mi hermana y una amiga, que me dijo con claridad: «Flor, eso es una violación». Los límites entre el consentimiento y esa práctica quedaron muy claros, pero a la vez muy difusos de transmitir a quienes no entienden las violencias que vivimos en situaciones que no son las que esperamos convencionalmente. A Facundo lo bloqueé y por suerte nunca más me lo crucé.

Las herramientas que tenía hasta ese momento no me ayudaron a evitar esa situación, pero sí me ayudaron a entender lo que me había pasado y a no quedarme pegada a ella de forma traumática. También me ayudaron a entender que el camino de la denuncia es solo uno de todos los caminos posibles y eso no significa que el hecho haya sido menos grave o no haya sido relevante en mi historia personal, psíquica y emocional.

Dadas mis opciones en ese momento, yo elegí hacer algo distinto con lo que me había sucedido. Conté esto una vez públicamente y lo que muchas me preguntaban era si no me daba vergüenza. ¿Por qué habría de sentir vergüenza de tener sexo, de decir que en ese momento no quería realizar determinada práctica o de que me penetraran analmente? ¡Aún hoy hay países cuyas legislaciones obligan a las mujeres a casarse con sus violadores para no perder el estatus social y caer en desgracia! Ellos violan y abusan y ni siquiera tienen el peso de la vergüenza encima.

Para mí, contar esta historia —y otras— con la frente en alto es un acto de resistencia y de orgullo de una magnitud enorme. Por eso también recuerdo cuando Matías se sacó el preservativo en pleno acto sexual y no me avisó, o

cuando Marcos eyaculó adentro dejándome embarazada y exponiéndome a un aborto a los 16 años. Recuerdo las veces que le tuve que insistir a Sergio para que se pusiera un preservativo y —como en ese momento era bastante más ignorante— la vergüenza que me daba hacerlo. Y la cita con Agustín, que me manoseó en su casa, mientras yo reía y forzaba simpatía porque no entendía que no quería tener sexo, y esa situación me daba mucho miedo.

Son muchas las prácticas que recuerdo, mías y de mis amigas. Sin embargo, cuando las expresás, la gente se muestra sorprendida. Sigo sosteniendo que es extraño, todas y todos conocemos mujeres que han atravesado estas violencias pero —como dice una frase que circula últimamente— ninguna conoce en su círculo a un hombre que lo haya hecho… ¡No dan los números!

La sexualidad y el sexo no lo vivimos de igual manera hombres y mujeres, se configura de forma distinta a partir de que somos nosotras las educadas para estar disponibles y ser las femme fatale que permiten todo. Lo que decidimos a la hora del sexo también está determinado por la información que se nos brinda y es mi deseo profundo brindar herramientas para que cada mujer pueda vivir una vida plena en lo sexual, con un marco en la construcción de consentimiento gradual y recíproco.

Además, la sexualidad no son solo las prácticas sexuales, también abarca otros aspectos, como la salud sexual y reproductiva, y las barreras que tenemos en su acceso. Por eso desnudar cómo vivimos la sexualidad en función de lo que decidimos, y el porqué de esas decisiones, es fundamental para tener mejores experiencias en estos aspectos

 

(Tomado del libro: María Florencia Feijo: Decididas. Amor, sexo y dinero. Edición digital Lectulandia)

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