Sophie
Evans es una gran estrella del cine para adultos. Pieza clave de un negocio
global de 10.000 millones de euros. Ha rodado más de 200 películas. Una
profesional que ama su trabajo. Y aspira a la normalidad.
La
pornografía alberga dos misterios. Primero: ¿consumen los actores sustancias
que prolonguen sus erecciones? Contesta uno de ellos: “La Viagra se ha
extendido en el porno como la pólvora; ha sido nuestra revolución sexual. Pero
ningún actor se lo reconocerá. Es su secreto mejor guardado”. Segundo:
¿alcanzan las actrices orgasmos durante los rodajes? Contesta una de ellas:
“Esto es cine. Finges. Te pueden estar penetrando dos tíos y tú pensando en los
guisantes de la cena. Nadie te lo va a confesar. Es como si le preguntas a la
Princesa si disfruta con su profesión; aunque se aburra como una mona, no lo va
a admitir; acabaría con la magia. Aquí lo mismo”.
Esta
respuesta no es de Sophie Evans. Tiene demasiado respeto hacia su oficio. Es
una profesional. “Yo no finjo; actúo. Hago lo que me gusta y me gusta estar
donde estoy. Intento sacar lo mejor de mí en cada escena erótica. He vivido
dedicada al porno; lo he hecho de corazón. Hay chicas que lo hacen por
temporadas; vienen y van; se sacan unos euros y luego dejan colgado al
empresario. Yo no. Yo he vivido de esto y para esto”.
Sophie
Evans es una estrella. Perfeccionista y exigente. Se cuida. Pasa controles de
hepatitis, VIH y herpes genital. Es monógama. No fuma ni bebe ni se droga.
Lleva una vida ordenada. Como una deportista de élite. Ha intervenido en 200
películas. Ha rodado en Los Ángeles y Budapest, las mecas del sector. A la
orden de los más grandes directores del cine para adultos. Junto a los galanes
del género. Ha protagonizado miles de escenas sexuales. Sin trampa ni cartón.
Ni condón. Felaciones, sexo anal y vaginal; números lésbicos; dobles
penetraciones. Su récord en pantalla ha sido mantener sexo con cinco hombres a
la vez. “Fue muy bonito. Una sensación diferente. Era precioso ver a esos cinco
chicos tan excitados conmigo. He hecho de todo en pantalla salvo cosas
extremas; no me gusta que me aten; ni hago nada con animales ni lluvia dorada.
Y prefiero la doble penetración, me excita más y pagan mejor”.
Sophie
Evans es la heroína del porno español. Y un referente mundial. La versión
femenina de Nacho Vidal. Entra cada día en miles de hogares en todo el planeta
a través de las ventanas del DVD, la televisión de pago, Internet y la
telefonía móvil. Un negocio, la pornografía, que sólo en España factura 450
millones al año y da empleo a un centenar de actores y actrices y una veintena
de directores a través de 178 empresas. Tiene seguidores desde Europa e India
hasta Estados Unidos. Veneran cada centímetro de su cuerpo. Hace unas semanas,
un joven se le acercó en Barcelona y le dijo: “Sophie, no sabes la de pajas que
me he hecho contigo”. “Y no me pareció un insulto. Me pareció muy bonito. Me lo
dijo con cariño. Mi trabajo es excitar a gente como el de un cómico hacer reír.
Puro espectáculo”.
–¿Usted
consume mucho porno?
–Me
da corte. Como soy amiga de los protagonistas, no me excito viéndolos. No me
pone. Son amigos. Y a lo mejor he cenado la noche anterior con ellos. Los veo y
no se me ocurre pensar: “¡Qué bueno está este tío!”, sino “¡qué ilusión
verlo!”. Además, cuando veo una peli estoy todo el tiempo pensando: “Esa
penetración está mal hecha o no se ve bien o no me gusta el decorado”. Lo veo
desde el punto de vista profesional y no disfruto.
–¿Y
haciéndolo?
–A
veces sí; depende del rodaje. Si es en un sitio íntimo; si estás relajada,
cómoda; con un chico que lo hace bien y tienes un buen día, te puedes correr.
Hombre, si tienes calor, la escena es larga y lo tienes que hacer en la playa y
se te clava la arena, no disfrutas; todo es interpretación.
–¿Cuál
es su secreto para calentar al público?
–Disfrutar
con lo que haces. Y para que disfrutes, el actor te debe respetar y ser
sensato. El actor tiene que tratarte con cariño. Es bueno hablar antes del
rodaje de lo que te gusta y no te gusta. De las posturas. Para eso, Nacho Vidal
es extraordinario. He trabajado con él en diez películas y es un amigo. Si
existe ese feeling, sale una buena escena. Pero si el actor tiene reputación de
tratar mal a las actrices o viene sucio, me niego a trabajar con él.
Sophie
Evans habla despacio con un curioso deje entre castizo, catalán y húngaro. Es
educada. Flemática y modosa. De una timidez infantil. Alta, delgada, de
constitución atlética, pecho perfecto y caderas amplias y ondulantes. De las
pocas estrellas del porno que no han sucumbido a la silicona. Un ejemplo de
pornostar europea frente al californiano de adictas al bisturí. El aclarado
pelo rubio recogido, boca grande, nariz de María Callas y unos bellísimos ojos
verdes. Vaqueros ceñidos, mínimo top y botas de altísimos tacones. Maquillaje
excesivo. Está recostada indolente en un sofá desventrado del camerino de la
sala Bagdad, el templo barcelonés del sexo duro. A su lado, sus uniformes de
trabajo envueltos con mimo en fundas de tela: “El vestuario es importantísimo;
me gasto lo que haga falta; éste es el de policía con su porra y su gorra;
éste, de colegiala; aquél, de enfermera hecho de látex, y el que más me gusta,
el de ninfa con sus alitas”. El elegido para su primer número esta madrugada es
el de corredora de fórmula 1: rosa chicle, ceñido como un guante y escotado
hasta la cintura.
El
espacio donde se cambian y descansan y aguardan turno para saltar al escenario
las estrellas del Bagdad es una enorme, destartalada y mal ventilada sala a la
que se accede por una estrecha escalera de caracol, con un largo mostrador
abrasado por miles de cigarrillos, espejos enmarcados por bombillas fundidas,
taquillas cuarteleras y sillones huérfanos. Llamar camerino a este rincón es un
eufemismo. Huele a comida de varias nacionalidades consumida con cubiertos de
plástico; algunos artistas dormitan, saben que su trabajo concluirá rayando el
alba y conviene estar fresco para aguantar los tres pases. Chirrían en la radio
ritmos latinos. Los profesionales del porno se cambian, desnudan y duchan ante
los ojos de sus colegas. La piel es su mono de trabajo. Un semental del Este
cruza la sala con cara de pocos amigos. Acaba de eyacular en el escenario y
está enfadado con su pareja. Es mejor no cruzarse en su trayectoria. Tara, una
transexual brasileña, balancea sus posaderas embutidas en un vestido rojo. Una
stripper chilena chatea ausente con su portátil. Y la argentina Karyna Moure,
abultados labios y pechos con implantes, se despoja de sus vaqueros y Converse
de adolescente, se calza un tanga de lentejuelas y se transforma en la bomba
sexual de la noche. Acaba de ser portada de Interviu. En la pared, un sobado
pasquín advierte: “La entrada de todos los artistas es a las 22.45; si llegan
más tarde, no trabajan”.
Las
normas del Bagdad son estrictas. Hay que ser puntual; nada de drogas ni
alcohol; ni hablar de prostituirse. Gobierna con mano de hierro Juani de Lucía.
La matriarca del porno español. La emperatriz del Paralelo. Roza los 60 y
recibe cordial y redicha en un despacho presidido por una caja fuerte y
decorado con un mural de una sensual puesta de sol caribeña. Todo en ella es
muy Miami Vice. El traje-pantalón blanco y las botas tejanas; el amplísimo
escote y el Rolex de oro. Se las sabe todas. Es jefa, maestra, consejera
sentimental y madre postiza de los actores y actrices del Bagdad. Cuida su
salud y asuntos financieros. Les anima a ahorrar y estudiar. A ellas les enseña
cómo se hace una felación; a ellos, a retrasar su eyaculación. Para ser un buen
profesional del porno hay que ser un atleta. Olvidar el placer propio para brindárselo
al público. “La relación sexual se tiene que ver; a la gente le gusta que la
penetración se distinga; que la pareja no se acurruque en una posición cómoda.
No quiere perderse nada. Y tiene que ser estético”, describe Sophie. “Hay que
ser profesional y artista. Esto es un espectáculo, no Gran Hermano. Se trata de
cubrir pista; de cambiar de postura aunque estés cómodo y cambiar suponga que
puedas perder la erección. Al chico le gustaría eyacular dentro, pero no puede,
no es bonito para el público. Se tiene que ver. Si hay conexión entre la
pareja, el público lo percibe. Hay que ser artista. Si lo haces sólo por
dinero… es mejor que te vayas de puta”, recalca Juani de Lucía.
En
diciembre de 1975, con el cadáver de Franco aún caliente, Juani levantó sobre
un polvoriento tablao flamenco de posguerra este santuario del porno español.
En aquellos tiempos importaba números eróticos desde Hamburgo, entonces capital
de la industria europea. “No teníamos actores en España; el porno había estado
prohibido durante 40 años. Nos obligaron a poner un cartel en la puerta
advirtiendo a la gente que aquí había sexo explícito”, explica Juani. En poco
tiempo crearía su cantera. Toda productora que pretendiera rodar cine erótico
en España tendría que recurrir al Bagdad para sus castings. De esta factoría
saldrían grandes estrellas mundiales. En cabeza, Sophie Evans.
La
sala Bagdad ha conservado en todos estos años esa decoración de tablao kitsch y
decadente que tenía en tiempos de su primera propietaria, la Bella Dorita. Con
su escueto escenario rodeado de celosías de patio andaluz y un mostrador
tapizado de espejos donde ponen copas las actrices en minúscula ropa de
trabajo. Se mira pero no se toca. Todo tiene un tono entre lila y rosa y aroma
a desinfectante. Varias cámaras filman las actuaciones y las difunden desde la
web del Bagdad. Sophie es la atracción de la noche. Puede cobrar hasta 500
euros por jornada. Algo más si hay una despedida de soltero y le piden un pase
privado. Inicia un strip tease que no deja nada a la imaginación. Su rostro
muta de niña buena a chica mala. Insinúa. Sonríe. Provoca. Deja que el cava se
deslice por su cuerpo. La noche está floja. Hay crisis y la entrada cuesta 90
euros. Ella se esmera. Resulta graciosa y elegante. Relajada y sensual. Es un
porno aligerado. Borda los movimientos. Entre 1997 y 2000 hizo el amor en este
escenario con su ex marido –el actor y director de cine porno Toni Ribas– dos
veces por noche seis días a la semana. Ribas resume esa época en 1.500
penetraciones en directo. No fallaron ni una vez.
Sophie
Evans no es una gran actriz. No es Meryl Streep. Lleva tres años estudiando
interpretación en el Centro de Estudios de las Artes Cinematográficas y
Escénicas de Barcelona con intención de saltar al cine convencional, pero
confiesa que cuando trabaja en montajes normales le cuesta sustraerse al
registro histriónico del porno, a su actitud exagerada y depredadora. “Al
principio, en la escuela hacía siempre el mismo personaje. En el porno te
inventas uno y lo interpretas mil veces, hagas de enfermera, azafata o ama de
casa. Siempre es igual. El mismo ritmo, gemidos y final. Con el tiempo he
aprendido otros movimientos e incluso he hecho teatro clásico. Pero en el porno
he sido una autodidacta”, explica al final de su actuación, con la piel
reluciente de cava y sudor. Exhibe su desnudez con naturalidad. “Nadie me ha
enseñado a hacer porno.
No
hay profesores. Cuando empiezas, copias a las otras; pones las caras que ellas
ponen; cómo se acarician y miran al espectador. A partir de ahí, vas creando tu
imagen. Toni y yo nos inventamos un estilo especial; durante la penetración
cambiábamos de posición sin separarnos; estábamos como fundidos. Nos copiaban.
Y después de haber hecho tantos espectáculos en vivo, rodar la escena de una peli
erótica es un juego de niños. Si eres capaz de hacer sexo tres veces por noche,
eres capaz de cualquier cosa ante una cámara. Y un actor, ni te cuento. Delante
del público no se le puede caer la erección. Sin erección no hay espectáculo. Y
en el cine porno, eso es lo más importante; cada gatillazo significa perder
tiempo y dinero”.
No,
a primera vista Sophie Evans no parece una gran intérprete. Pero no es del todo
cierto. Cuando uno reflexiona, llega a la conclusión de que si a lo largo de 12
años ha hecho creer a millones de espectadores de todas las razas y edades que
experimentaba grandes y felices orgasmos mientras era atravesada por un miembro
de 25 centímetros, es que es merecedora del Oscar.
No
estaba destinada a ser estrella del porno. No nació en una familia rota ni
marginal. Vino al mundo como Zsofia Szabo, en 1976, en Szeged, una somnolienta
capital húngara. Sus padres eran una joven pareja de biólogos. Ganaban poco
dinero; en Hungría coleaba el régimen comunista y los intelectuales huían. A
mediados de los ochenta obtuvieron sendas becas de investigación en la
Universidad de Tennessee. Su padre, en biología molecular y genética, y su
madre, en el campo de los estudios biomédicos. La pareja y sus dos hijas vivirían
en aquel campus de la América conservadora durante tres años. Zsofia aprendería
un buen inglés. “Era una niña tímida, pero me gustaba actuar y disfrazarme;
tenía una educación cristiana tradicional. Nunca fui lanzada en cosas de sexo
aunque me gustaba divertirme y experimentar”.
En
1990, la familia regresaba a Budapest. Tras terminar el instituto, Zsofia se
matriculó en psicología. Ese verano, con 18 años, comenzó a trabajar de
camarera y, para sacarse un sobresueldo, posó para un catálogo de lencería. Había
comenzado a subir los peldaños del estrellato. Su siguiente paso sería un club
de strip tease en Atenas durante las vacaciones de verano. “Fue de broma; no
había visto un espectáculo de esos en mi vida; estaba muy nerviosa y no tenía
vestuario. Salí a bailar de los nervios, pero me gustó. Descubrí que era una
exhibicionista. Me pone que me miren. Gustar a los hombres. Ver sus ojos de
deseo. Para mí no es algo sucio, sino un piropo. Y se me daba bien. Era 1994.
Me apunté a una agencia de bailarinas y les dije que quería ir a otro país y
seguir actuando. Me mandaron a Toronto. Allí estuve seis meses en un club y
aprendí la técnica de stripper. Quería seguir conociendo mundo. Me apetecía
moverme a un lugar más cálido. Por ejemplo, España”.
Zsofia,
conocida en el negocio como Leslie, aterrizaba en 1997 en Asturias. Batacazo.
Era una encerrona. No había club. El empleo era de prostituta. “Un engaño. No
llegué a actuar. Salí disparada. Cogí un avión con mi último dinero y vine a
Barcelona. Tenía 23 años. Me habían hablado de un club que se llamaba Bagdad.
Pensaba que era de strip tease. No sabía que existía el porno. Juani me lo
explicó como pudo y me dijo que probara sin compromiso. Ensayé con una chica y
un chico. El chico era Ramón Nomar, que hoy es un número uno. Hicimos de todo,
y todo es todo, pero no me dolió porque Ramón es un profesional. Me trató bien,
vio que era novata. Me gustó. Y Juani me contrató. Así empezó todo. Nunca
imaginé que me iba a meter tanto en este mundo; que se iba a convertir en mi vida.
Y España, en mi país. Me gustó el ambiente. Y podías ganar 900 euros (de
entonces) a la semana. Éramos gente joven y con ganas de divertirnos. Como una
familia. Siempre estábamos juntos. Que tengamos sexo entre nosotros hace que se
rompan muchas barreras. No hay hipocresía”.
Bagdad
ya era una leyenda en el porno europeo. Nacho Vidal, una estrella en ciernes.
La industria española comenzaba a despegar. En gran parte gracias al director
José María Ponce, que con su novia, la actriz María Bianco, un vídeo doméstico
y un grupo de amigos luchaba por revitalizar el paupérrimo cine erótico made in
Spain a base de títulos como Los vicios de María, Venganza sexual o Perras
callejeras. En ese trasvase de profesionales entre el Bagdad y el cine para
adultos, Ponce daría a Zsofia su primera oportunidad. Antes enterraría su viejo
sosias artístico, Leslie, y la bautizaría Sophie Evans. Era 1997. En una de
aquellas películas conocería al que sería durante diez años su socio, marido y
pareja artística: Toni Ribas. Fue un flechazo. “No tenía ninguna escena con él;
la tenía con Nacho; pero mientras hacía el amor le miraba a él”.
La
industria mundial del porno vivía un momento dorado gracias a la explosión de
Internet y la extensión de la televisión de pago. La web era el maná, como lo
había sido en los ochenta el vídeo doméstico. Corría el dinero. Brotaban las
productoras. En España, 18; además de 28 distribuidoras y en torno a 50 webs.
Se hablaba de un negocio global de 10.000 millones de euros. Hacían falta
contenidos. España quería su tajada. En 1997, Juani de Lucía comenzaba a emitir
por la web los números del Bagdad y ofrecía conexiones íntimas con sus chicas.
Un negocio hoy extendido al teléfono móvil de tercera generación. En los
suburbios de Los Ángeles se rodaban a diario decenas de escenas. Y Hungría y la
República Checa brotaban como capitales europeas del porno tras la caída del
muro. Faltaban chicas. “Siempre se necesitan actrices”, explica Natalia Kim,
una de las organizadoras del Festival Internacional de Cine Erótico de
Barcelona. “El porno está hecho para hombres. Y las protagonistas de las
películas son tías, y mejor si son desconocidas. El problema es que se queman
enseguida. Tienen una vida más corta que los actores. Por eso cobran más. Con
los actores, por el contrario, las productoras apuestan por valores
consagrados. La tía puede ser la protagonista, pero si el tío no funciona, si
se le baja, no hay escena. No es un oficio fácil y los que valen pueden seguir
en la brecha con 50 años, como Rocco Siffredi. El éxito de Sophie ha sido
aguantar. Pocas estrellas han tenido una carrera tan larga y son tan
respetadas”.
En
aquellos fulgurantes años noventa iba a surgir un peculiar star system en la
industria del porno. Un Hollywood en pobre. Una estrella del cine para adultos
puede cobrar un máximo de 5.000 euros por película. Una actriz de segunda
división, poco más de 1.000. A partir de ahí, el negocio está en entrar en el
circuito de los clubes de strip tease, las discotecas, las apariciones en
Internet y las despedidas de soltero. “Se gana mucho más en la prostitución”,
reflexiona Sophie. “Aunque en el porno cada una tiene su precio; decide dónde,
cómo y con quién trabaja y qué está dispuesta a hacer. Te pagan según lo lejos
que llegues. Si lo haces sin condón, ganas más. Y cuanto más lejos vayas,
cobras más”.
–Habla
de prostitución. ¿En qué se diferencia de su profesión? Porque ustedes cobran
por vender su sexo…
–Es
diferente. Si me llaman puta, no me están insultando; es que no lo soy. Soy
actriz. Es un trabajo distinto; una prostituta va en secreto con un cliente al
que no elige y yo tengo sexo con un director y un equipo de cine y
exclusivamente para hacer una película. Todo es sexo pagado, pero el cliente es
distinto. Y la forma de expresarnos… la prostituta se mueve en el anonimato, y
nosotras, cuanto más conocidas seamos, cuantas más películas, fotos y
actuaciones hagamos, mejor.
“Hay
muy pocas actrices porno que se dediquen a la prostitución”, aclara Juani de
Lucía, que da trabajo a una veintena de chicas en el Bagdad de Barcelona además
de decenas más a las que subcontrata para alimentar sus contenidos en la web.
“Una puta no se pone a follar a cara descubierta. Y nadie la protege. En el
Bagdad tenemos contratos, pagamos la Seguridad Social, exigimos a las
extranjeras el permiso de trabajo, y a todas, que se hagan un análisis de
sangre periódico. Vivimos del espectáculo; esto es espectáculo y diversión.
Industria del ocio. El que quiera putas, que se vaya a otro sitio”.
Dentro
de ese peculiar star system del porno, Sophie Evans y Toni Ribas se
convertirían en los Angelina Jolie y Brad Pitt del cine para adultos. La pareja
de oro. Su boda, el 19 de diciembre de 1998 en Cataluña, de blanco y por la
Iglesia, supondría la consagración de la industria española. Estaban todos.
Actores y actrices; productores y directores. Y sus padres. Cuando el oficiante
exhortó a los contrayentes, “Antonio y Sofía”, a la fidelidad absoluta,
surgieron en el templo risas contenidas. “Muchos de los que estábamos allí
habíamos tenido sexo con los novios; el sermón era un chiste para nosotros”,
explica una asistente al enlace. “La endogamia en esta profesión es total. El
porno es una burbuja. Y es difícil salir. Es muy difícil que alguien de fuera
entienda nuestra forma de vida. Por eso las estrellas se casan con estrellas”.
Sophie
y Toni decidieron apostar por su amor y no trabajar en el porno con otras
parejas. De esa decisión saldrían sus 1.500 penetraciones en directo y más de
50 películas juntos. “Éramos muy posesivos y nada liberales, optamos por no
trabajar con nadie más. Nos ofrecían rodar con otros actores, pero aguantábamos
por amor. Y también por celos. No es agradable ver a la persona que quieres
disfrutando con otro. Después nos dimos cuenta de que éramos jóvenes y estábamos
perdiendo dinero. Y volvimos a trabajar con otros actores, pero con
preservativo. Y nos pagaban menos. Total, que volvimos a hacerlo sin condón.
Aquello resucitó nuestra carrera. Había que explotar el filón. Entendimos que
lo podíamos pasar bien rodando con otras personas y probar cosas nuevas y que
eso fortalecería nuestra relación… en teoría”.
–¿No
sentían celos?
–El
tema de los celos es complicado en el porno. Comprendes que es tu trabajo y el
de tu pareja, pero surgen emociones muy fuertes cuando ves que tu chico está
practicando sexo con otra mujer y se está corriendo y la gente lo ve. Teníamos
unas broncas impresionantes. Es complicado que un matrimonio aguante en este
negocio.
Era
la pareja del momento. Rodaron de Cataluña a Francia, Italia, Europa del Este y
por la puerta grande a California, al Valle de San Fernando, el “Hollywood del
porno”; el “otro Silicon Valley”. “Vivíamos como estrellas. No teníamos mucha
pasta, pero era bonito estar en comunidad, ser conocido y respetado. Allí todo
está organizado alrededor del porno. El 90% de las películas para adultos se
producen en San Fernando. Yo rodaba todos los días. Es una industria paralela a
la del cine convencional, con sus agencias de actores, asociaciones y hasta un
sindicato. Tienen incluso sus clínicas para hacer análisis a los actores.
Cuando en 2004 se supo que un actor con VIH había infectado a varias actrices,
se pararon los rodajes durante un mes, se nos puso en cuarentena y se hizo un
estudio de todos los que habían trabajado con esa persona en las últimas
semanas y con quien había rodado a continuación. Eran 65.
Todos
nos hicimos análisis. Y se controló el contagio. En la industria no hay sida,
se controla demasiado. Estuvimos en San Fernando un par de años. Toni comenzó a
dirigir y yo me encargaba de la producción y los castings. Ganábamos dinero. Y
empecé a plantearme dejar el porno. Ya no me sentía cómoda rodando con algunos
actores. Cada vez me pedían cosas más bestias para la web. Tenía 200 películas
a mi espalda y había hecho todo lo que tenía que hacer. Pero Toni me animaba a
seguir. Toni no paraba”.
La
mayoría de los grandes actores y actrices de la industria del porno se han
convertido en directores y productores. A la cabeza, Toni Ribas con su
productora, Hot Frames. Produce, rueda, dirige, protagoniza y promociona. Un
hombre orquesta. Cubriendo todos los resquicios del negocio. Es la única forma
de ganar dinero para los actores profesionales en un momento en que cualquier
aficionado con una cámara barata puede filmar porno y lanzarlo a la Red sin
intermediarios. En 2005 ya se rodaba menos. Y con presupuestos más bajos. La
piratería, sumada a la avalancha de contenidos gratuitos en Internet, estaba
machacando a las productoras. No podían competir. Comenzaron a tirar de sus
viejos éxitos. De su librería. La web, que había sido una bendición para la
industria a mediados de los noventa, se estaba convirtiendo en su verdugo. El
pudding del porno se iba desinflando. Y también el matrimonio de Sophie Evans y
Toni Ribas. La pareja de oro del porno no daba más de sí. Se divorciaron en
2005. “Se nos acabó la pasión de tanto usarla”.
Pasadas
las cuatro de la madrugada, concluido su último número en el Bagdad, Sophie
Evans despacha una ración de melón con jamón, pan tumaca y una Fanta de naranja
con pajita. Su cena y su desayuno. Caen las luces del escenario. A primera hora
tiene clase de interpretación. No puede faltar. Es su futuro. En los últimos
tres años sólo ha rodado media docena de películas porno. Quiere cambiar de
registro. Pero tiene que comer. Y la transición no es fácil. “El porno te
cierra muchas puertas en el cine convencional.
Mucha
gente no se da cuenta de que esto es un trabajo y que cuando acabas eres una
persona como otra cualquiera”. Durante este tiempo de reflexión ha simultaneado
el cine con apariciones en discotecas, televisiones locales y festivales
eróticos, espectáculos de strip tease y actuaciones en el Bagdad. Hace tiempo
que la página web que lleva su nombre se vino abajo. “No podía competir con los
contenidos gratis (incluso fotos mías) que ofrecían otras páginas y dejé que se
muriera”. A sus 34 años, Sophie tiene una nueva pareja que nada tiene que ver
con la industria y se plantea tener un hijo. “Me gustaría ser madre pronto. Y
contarles que he sido una estrella del cine para adultos antes de que se lo
digan los otros niños”.
–¿Le
recomendaría a su hija que se dedicara al porno?
–No
se lo recomendaría, pero le ayudaría si se metiera en esto. Le aconsejaría que
tuviera cuidado con quién trabaja; hay productores falsos; tíos que son unos
cerdos y quieren acostarse contigo, te contratan y no hay película detrás. Hay
mucha mentira.
–¿Cómo
es la vida sexual de una estrella del porno?
–Normalita.
En casa no hago acrobacias. Las dejo para la pantalla. Pero los hombres me
tienen miedo. Les asusta no dar la talla; que les vayas a exigir mucho. Piensan
que te van a dejar insatisfecha y se ponen a hacer cosas raras en la cama, como
si fueran actores porno. Y a mí me entra la risa. Mi trabajo no es normal. Pero
yo lo soy.
JESÚS RODRÍGUEZ 10/05/2009 El País
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8200
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de Sophia Evans de vacaciones con Tony Riva en la isla de Capri, sur de Italia:
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