martes, 31 de enero de 2017

Tu piel en mi boca. Catorce relatos eróticos


Escritos con erotismo, estos diecisiete relatos pensados Con la piel de sus concupiscentes autores, para dejarlos en tu boca de lector, nos obligan a leer con todo el cuerpo. Erotismo es una palabra ¡tan personal!, como amorosa, pues su origen griego la define, además de como la «exaltación del amor físico en el arte», como «carácter de lo que excita el amor sensual». Y sus sinónimos también incluyen la erotomanía, es decir, el amor. Se lee con los oídos al igual que con los ojos, aunque no nos demos cuenta. El sonido de la lectura es lo que viene a colmar el placer de la palabra escrita. Queremos leer escuchando al escritor, y que nos erice y erotice. Quizá por ello, este libro sea así de rico al regalarnos tantos y diferentes estilos de sensualidades.

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Pablo Peinado
So in love with you am I/In love with the night mysterious/The night
when you first were there
(Fragmento de la canción So in love de Cole Porter, del disco A foreign sound
de Caetano Veloso)
Para Maree
Sólo las manos

I. Las manos del sueño

Era una calle con anticuadas tiendas de guantes y de ropa interior masculina, expuesta sobre viejos maniquíes desmembrados. Uno de sus edificios más extraños se abría a través de una puerta de madera de color verde. Tras cruzar el patio, entré en una habitación con una gran estantería sin libros. En realidad era una entrada secreta a un cuarto vacío, salvo un rincón donde permanecía una gran caja oxidada que, aunque lentamente, se abrió por sí misma.

Dentro, unos botes de cristal que contenían algo parecido a fragmentos humanos que flotaban en un líquido ligeramente azul. Extraje uno de ellos para verlo de cerca. Dentro estaba la mano seccionada de un hombre. Saqué uno a uno todos los recipientes.
Había manos grandes con largos y huesudos dedos, otras, en cambio, eran tan pequeñas que parecían de niños; unas con mucho vello y otras absolutamente limpias; algunas oscuras y las más tan transparentes que dejaban ver el entramado de músculos y venas.

Empecé a sudar tanto que mi cuerpo se empapó con rapidez tintando de celeste mi piel. No pude soportarlo más. Abrí los ojos y vi el techo agrietado de la habitación, apoyé las palmas abiertas sobre las sienes, presionando para calmar el dolor tan agudo. Acababa de amanecer y todo estaba aún por suceder.

II. Manuel

En la misma calle, un poco más abajo en el sentido en el que viaja el agua, conviven dos restaurantes muy diferentes. Uno de ellos pertenece a la hermana de ese actor que empezó en el cine haciendo de chapero y que se consagró interpretando a un escritor cubano que murió olvidado en la ciudad que tuvo dos torres. Ahora acaba de estrenar otra cinta en la que interpreta a un hombre que no puede mover las manos y escribe poemas con la boca. La película en la que hacía de cubano la dirigió un pintor que llegó a tener, en su momento de mayor gloria, sala propia en un museo de arte contemporáneo que antes fue hospital. Un edificio con varios ascensores de cristal que ay udan a soportar una fea fachada.

El otro restaurante de la calle es de un atractivo presentador de televisión, que ha pasado por distintas cadenas. Un feliz día renació impoluto de pasadas cenizas, visible para reinar en el monte de los dioses catódicos. Además de guapo, tiene unas elegantes manos que poseen vida propia. En los concursos que presenta no para de moverlas, mientras sostiene el tarjetón con las preguntas. Dicen que está a punto de casarse con su novio extremeño y que va a ser, esta sí, la boda del año.

El restaurante es de estilo minimalista. De apariencia austera y casi monacal en su diseño. Los « monjes» que visitan este local generalmente llevan ropa cara, relojes caros y gafas de sol más caras si cabe; huelen bien, caminan bien y piensan mejor. El suelo es de cemento y las sillas de plástico blanco. Pero lo más original es un murete central, que divide en dos el espacio. No llega hasta el techo, pero separa el comedor lo suficiente como para que no veas a las personas que comen al otro lado, excepto por un detalle: una serie de huecos de mediano tamaño que, a intervalos regulares, se suceden a la altura de mesas contiguas, situadas a uno y otro lado del vano, que sin embargo no permiten ver casi nada del comensal vecino. Aunque una parte de su anatomía sí se divisa a la perfección: se trata de las manos. También podríamos ver lo que hay de cintura para abajo, si no fuera porque las mesas son de madera revestida con pan de plata. Pero en esta historia voy a hacer que las mesas sean de cristal transparente. Si no me permitiera esta pequeña licencia, el erotismo de este relato sería excesivamente abstracto y no llegaría a las zonas erógenas primordiales de la anatomía del lector.

La historia comienza el día en que, sentado a una de las mesas situadas junto a la tapia central que divide en dos este contemporáneo bodegón, y a la espera de un acompañante que no acababa de llegar, percibo de pronto a mi derecha, al otro lado del pequeño muro « aberlinado» , justo en la posición contraria a la que yo ocupo, unas manos que se mueven, unas manos de catálogo que sin duda pertenecen a un hombre de mediana edad —más de cuarenta y menos de sesenta—, pero no por eso menos poseedoras de contenido erótico, al menos según los cánones de belleza en los que yo me manejo. Son dos manos de piel muy clara, casi transparente, grandes y fuertes, a la vez que delicadas, peludas en su punto exacto, de un tono entre rubio y rojizo. Manos que me roban el alma con su masculinidad y su poderoso tempo, cadencioso y locuaz. Unas manos que se mueven armónicamente, construyendo en el aire todo tipo de palabras, por medio de gestos que las van transformando en oraciones. Con sus pausas, sus interrogaciones y hasta sus puntos suspensivos, ese eterno trío calavera que siempre te deja a las puertas de la verdad, con la miel en los labios… Son unas manos de varón que ha trabajado duro en una época pasada, pero que ahora se puede permitir cuidarlas en lo que valen, que es mucho. No podía adivinar qué es lo que había más arriba de ellas.


No podía ver más allá de la parte inferior de su pecho. A partir de ese punto, el cemento era mi única perspectiva. De modo que sólo pude permitirme un viaje hacia abajo, que resultó esperanzador. Desde donde me encontraba y sin necesidad de esfuerzo, llegué a divisar un abultamiento de suficiente tamaño que reivindicaba su lugar central con dignidad, denotando su presencia y sus sinuosas formas. Su radical centralidad me trae a la memoria la historia que en una ocasión me relató un amigo. Recuerdo que cuando me la contó, unos años atrás, me produjo una sensación perturbadora. Me explicó que, antes, los sastres —su padre lo era— preguntaban a sus clientes si « cargaban» a izquierda o a derecha. En aquel entonces un dato importante para dar forma a un pantalón hecho a medida.

Más extraño aún resulta encontrarse por la calle con uno de aquellos hombres, hoy día convertidos en reliquias antropológicas que, efectivamente, cargan a uno de los lados, con lo cual el fardo se ve como aumentado, haciendo efecto de taleguilla torera. Pero a diferencia del mayor tamaño y de lo adornado de la auténtica, esta —la falsa taleguilla— resulta procaz a la puritana mirada de nuestros contemporáneos ojos: evidencia todo lo que hay, incluidas sus redondeadas y reproductoras formas, sin el menor recato. Un exceso de visibilidad sexual para la mirada del hombre del siglo XXI, que prefiere el desnudo integral en tiempo de ocio a la vestida insinuación genital en horario laboral.

En cambio, el « envuelto» del hombre que tenía ante mí resumía en su prieto carácter todas las armonías de que es capaz un miembro masculino sorprendido en el instante previo a su momento de gloria, ofreciendo pistas que, sin embargo, no llegaban del todo a delatar, permitiéndole mantener el misterio sobre su exacta forma, su remate, su textura, su color y sobre todo sobre su tamaño. El más grande valor que se le supone a esta ágil pieza de la ingeniería masculina.

Pero regreso a mi primer objeto de deseo, a las auténticas protagonistas: ese par de extremidades, o remate de extremidades, rebosantes de digitalidad, que mi vecino comensal me está regalando, estoy casi convencido de que del todo inconsciente de lo agradecido que le estaba y o, por permitirme compartir con él de forma tan generosa sus vistosos « trofeos» , aunque sólo entregados en versión visual, a un anónimo cliente del otro lado del « mundo» .

Manos afortunadamente sin anillos que las oprimiesen, encadenasen y separasen de mí, por la existencia de otras visibles ataduras, fueran estas litúrgicas o no. Manos con un vistoso vello protector, sin llegar a estar ocultas o desaparecidas bajo un obtuso manto capilar.

Manos generosas y alegres y divertidas, hasta que intentan coger las de su compañero de mesa y este, que apenas si llego a entrever desde mi posición en paralelo, las rechaza. Entonces se produce el milagro de que ambas, en movimiento de bajada, se unan sobre la bragueta, en un solo centro de poder. Un único polo de atracción para todos los objetos de mi deseo. Las unas apoyadas sobre los otros, apuntando la posibilidad de llegar a tutearse, rozándose, pero sin que en el último momento se produzca la fusión, a pesar de que la base de operaciones, excitada —al menos eso quiero creer—, se revele en franco crecimiento, en dirección ascendente lateral derecha, la misma en la que yo me encontraba, descubriendo, si cabe más aún que antes, su grosor y sus muy adecuadas formas.

Debajo, protegiendo su flanco inferior en una sutil retaguardia, dos suaves sacos, móviles, grandes y oscilantes, retráctiles, pegados a los muslos y en consecutivos movimientos ascendente y descendente, según las ingles apretaban por uno u otro lado. Ambos peluches tutean al alargado y robusto hermano mayor, le agasajan y rodean y y o, con cada uno de aquellos rozamientos suaves y peludos, me pongo más y más nervioso.

Las manos, adivino que contrariadas y algo avergonzadas por el « contratiempo» del que han sido testigos táctiles, aunque mudos, ascienden de nuevo a la mesa y se apoyan sobre el cristal, abriéndose con generosidad para dejar ver sus rayas y el trío de líneas que divide cada dedo, para recibir un sobre de un verde oscuro y sucio. Del interior, sus manos sacan un papel del mismo color, que parece leer atentamente. Duro el mensaje y pesado como el plomo.

Se precipita en caída libre el papel sobre la mesa, donde una vez asentado, recibe un proyecto de lluvia salada que percibo porque, de súbito, y sin motivo aparente, comienzan a aparecer círculos húmedos sobre el verde original, manchas oscuras que ennegrecen el tono verdoso del papel. Interpreto la escena como la despedida de un amante que explica por carta los motivos de su abandono. No me importaría, en este caso, recoger los pedazos de los que aquellas manos eran tan solo una parte y ay udar a recomponerlos, haciendo de aquel puñado de escombros humanos el objeto de mi cuidado.



* * *
La escena que acabo de presenciar parece sacada de una película, pero hoy es real. Lo sé porque acontece en esta ocasión delante de mí —también delante de ti, lector— para asombro y disgusto del hombre compasivo que todavía vive en mí.

Llegado este momento, he decidido asomarme al otro lado del muro para conocer de una vez por todas las facciones de mi maltratado ídolo, propietario de las manos más hermosas y perfectas que he visto en toda mi vida. Un tótem sin cabeza ni voz, al que sin embargo sólo por sus manos salvaría del infierno al que todos iremos a parar algún día, un lugar al que él parece haber alcanzado antes de lo debido, como esas citas a ciegas a las que llegas demasiado pronto y en las que durante la larga espera sientes un agudo y desconocido dolor.

Quiero creer que sus manos no pueden ser tan ágiles como las de aquel actor que las usaba para asirse de los gigantescos árboles de un milenario bosque y de esa forma huir de la justicia, evocando así la figura mítica del hombre que robaba para luego entregar el botín a los miserables que no tenían nada, tan sólo la vergüenza de su propia indigencia.

Tampoco debo esperar que las manos del desconocido sean tan grandes, proporcionadas y poderosas como las de aquel otro intérprete que se dio a conocer en una película en la que hacía de trapecista, y que destacó en otra en la que él solo, con sus manos y su inteligencia, detenía un tren que pretendía llevarse del país obras maestras de las que los nazis querían apoderarse. Le recuerdo en la última etapa de su vida, en un país mediterráneo, rodando un par de maravillosas películas. En una hacía de anciano reprimido y decadente, que se veía obligado a compartir un decimonónico palacio con un grupo de jóvenes que trataban de abrir las puertas de su olvidado deseo. En la otra, intentaba agarrar su propio sexo (que supuse, como espectador intuitivo, espectacular) con una mano temblorosa de anciano caduco y sin embargo deseable, a pesar del derrumbe físico al que el injusto reloj del tiempo le había sometido.

Lo menos probable es que las manos de mi invisible amigo ganen en elegancia a las del mejor galán de la meca del cine, cuando con suave pero contundente fuerza masculina, empujaba a su amada/odiada flacucha (como la llamaba su amante en la vida real, un hombre que la maltrataba y del que ella, a pesar de todo, estaba locamente enamorada) y la tiraba hacia atrás, en la puerta de su propia casa. Lo hacía con humor pero, al menos aparentemente, con gran violencia, aunque resultado tan solo de apoyar la manaza sobre el delicado rostro de la actriz.

Seguramente, las manos reales de este hombre no reúnen todas las fascinantes características de las de ficción cinematográfica. Pero la excitación que me provocan es superior a la de cualesquiera otras manos que el cine haya podido mostrar. Quizás por eso, y animado por un súbito arrebato, decido levantarme para ver el rostro del misterioso desconocido que habla con las manos, y cuy as lágrimas hacen cambiar el color del papel. Pero en ese mismo instante suena el móvil y escucho, débil pero perceptible, la voz de mi esperado amigo, que me avisa de su inmediata llegada disculpándose por el retraso.

Cuando la breve conversación concluye, la mesa contigua está vacía. El hombre y su acompañante no están y el lugar que antes ocupaban ha quedado vacío. Al mismo tiempo, escucho el golpe que produce la puerta del local al cerrarse. Cuando mis ojos alcanzan la salida, sólo acierto a ver una sombra que desaparece hacia la derecha, hacia el muro ciego. De haberse marchado hacia la izquierda, le habría visto a través de la gran cristalera que defiende el interior de la calle. Un enorme vidrio, con la única compañía de una flor, siempre distinta, siempre rara, que parece flotar en el aire, en el propio vacío que el cristal excava.

Pero en aquel preciso momento, la única vaciedad era la mía. Mi flor humana había escapado en dirección a la nada y mi deseo, una vez más, se veía frustrado. Aunque siempre tendré el consuelo de pensar que las mejores historias de amor son aquellas que nunca viviré. Lo que no nació nunca morirá, porque jamás llegó a iniciarse.

Además las reviviré siempre, mientras el recuerdo perdure en mi memoria. Recuerdos inquietantes, como el de la mirada seductora del viajero anónimo del metro, que desde el andén de enfrente observa. Crees ver en él a alguien que podría ser importante para ti.

En cambio, quizás no vuelvas a encontrarle nunca más, ninguna otra mañana, ni en esta ni en ninguna otra ciudad de tu vida. Me enamoré de las manos de un desconocido y sin embargo, aunque durante días y días las busqué, nunca volví a encontrarlas.

Hoy he vuelto al restaurante, engañándome con la excusa de recuperar aquello que nunca llegué a perder y me doy cuenta de que alguien está a punto de sentarse a la mesa contigua a la mía; quizás un mes de espera hay a merecido la pena. Pero cuando creo que el hecho milagroso va a producirse, una suave mano, vagamente familiar, visita mi hombro y lo gira hacia sí. Es el dueño del restaurante, el guapo chico de la tele, que ha venido a interesarse por mí. Quizás alguien le haya contado mi historia y quiere saber cómo acaba. Pero él tan solo se interesa por mí en mi calidad de comensal. Le respondo que todo está siendo de mi agrado y se marcha. Giro de nuevo la cabeza a su posición original y percibo que aquello que estoy viendo me pertenece, no me es ajeno e imita fielmente mis propios movimientos, las oscilaciones de los dedos dirigiéndose hacia los de la otra mano, para encajarse en ellos como un engranaje perfectamente diseñado.

El presentador ha regresado a mi lado, observa atónito la escena y dice, susurrándome al oído, como para no quebrar ese mágico instante de íntimo descubrimiento: « Hace unos días decidimos cerrar los huecos con espejos; muchos clientes se nos quejaban de que los del otro lado escuchaban sus conversaciones. Por eso decidimos cubrirlos. ¿No te habías dado cuenta?» . « No, no me había dado cuenta de nada», le respondo mientras rompo a llorar. Otra mano, que en esta ocasión proviene de la parte de atrás de mi silla, me tiende un pañuelo bordado con una letra, que apenas llego a entrever antes de que se me nublen los ojos del todo. No puedo rechazarlo, ni puedo tampoco dejar de mirar aquella mano vigorosa y atenta, que procura ayudar a calmar el dolor que otra mano parecida, un mes antes, me ha provocado. La letra J amorosamente había limpiado mis lágrimas. Le devuelvo su pañuelo y durante un instante, en medio de ese pequeño gesto, rozo una mano dura y cálida que, con su tacto, cura el dolor más grande que uno puede sentir: el de no conocer la cara del amado o el de, sin querer, haberla borrado de la memoria. Finalmente, en mi interior, ambas ausencias acaban uniéndose, sellando una alianza que quiero llamar olvido. Y es que el tiempo me ha hecho olvidar los rasgos del hombre cuy o rostro nunca llegué a conocer.

* * *

Llevo algún tiempo pensando si la pesadilla que supuso mi breve relación con Alonso habrá dañado mi capacidad de recordar. Quizás se trate de otro problema y todo sea fruto de mi imaginación, dolida por la pérdida del tesoro « manual» de un hombre, al que por otro lado apenas conocí. Sólo ha pasado un mes, pero no estoy del todo seguro de lo que sucedió. No estoy seguro de casi nada, porque no lo recuerdo. No recuerdo nada que tenga que ver con el deseo o con el sexo, y eso, creo poder recordar, es muy serio y delicado. En ese momento rompí a llorar con la misma fuerza e intensidad con la que lo había hecho en los últimos minutos de aquella película en la que el padre, cuando muere, se transforma en un gran pez. Una historia que me recordaba, de algún extraño modo, a mi propio padre. No podía más y me encaminé al baño. No debía dejar que me vieran en ese estado de desolación. Pese a mi desánimo, todavía tuve fuerzas para percatarme de que alguien me seguía…



III. Juan

Pasó hace un mes, pero también podría haber sucedido hace apenas unas horas. Fue el día que mi amigo Júnior me enseñó la carta que le había escrito Enrique antes de largarse definitivamente de su vida, algo que a mí me parecía bien. Lo que no me gustó fue la forma de hacerlo. Las palabras de aquella carta eran demasiado duras, había demasiada violencia en aquellas nerviosas líneas, escritas sobre un extraño papel de color vejiga. Pronto me di perfecta cuenta de que él, desde la mesa del otro lado, estaba pendiente de lo que hacíamos Júnior y yo. Quiero pensar que más pendiente de mí, al fin y al cabo estábamos casi frente a frente, aunque con aquella odiosa pared de por medio separándonos, espantando la posibilidad de vernos, arruinando la felicidad que podría haber significado mirarnos a los ojos. Me fijé en él durante unos segundos cuando entré en el restaurante y también antes de sentarme. Por eso elegí aquella mesa y no otra. Me fijé muy bien y me gustó aquel hombre moreno, ancho, de grandes ojos negros, pelo muy corto y muy oscuro, con algunas canas, una bonita boca y barba de días, alrededor de cuarenta años y una mirada intensa, con algo de misterio y muchas cosas por descubrir. Después, con todo lo que sucedió durante la comida, resultó imposible volver a mirarle. Tan solo intuía su nerviosa presencia, su espera de otra persona que no acababa de llegar y que debió llamar en el mismo instante en que me levanté para irme, cabreado por la decisión de mi amigo de seguir a Enrique, de ir tras él como un perrito, sin pensar en que quizás ese veneno por el que se arrastraba fuera su ruina, como lo habían sido antes otros hombres parecidos. En aquel instante no me decidí a volver los ojos hacia él. No habría sobrevivido a una mirada indiferente. Prefiero creer que llevaba sus pestañas clavadas sobre mi espalda y que ahora está soñando conmigo, como lo hago y o con él. Todas las noches y a todas horas.

Quizás sea actor o abogado, aunque también podría ser fotógrafo y vivir, sin y o saberlo, a dos manzanas de mi casa. De lo único que estoy seguro es que no puedo quitármelo de la cabeza. Sueño con él. Me imagino pidiéndole que me deje lamerle su sexo, un fruto dulce y oscuro como su piel y de un tamaño tan generoso como su cuerpo. Mientras tanto, mi mano derecha busca su cielo negro, ese pequeño y feliz botón rugoso. La entrada al paraíso de mis mejores fantasías.

Con una presión de mi mano estiro sus delicados y concéntricos pliegues, tantos y tan salientes que el tesoro recuerda a un pequeño clítoris. Presiono y el dígito central, ministro de las emociones, se adentra por un laberinto de pasiones y hallazgos, buscando un límite, una muralla que no acaba de alcanzar, lo que me permite seguir gozando de cada uno de los misterios que voy descubriendo.

Al mismo tiempo me deleito con el gran músculo creciente que a duras penas logro sostener en mi boca, siento su versatilidad y también percibo cómo poco a poco va segregando un breve néctar. Buscando su origen, juego a introducir la lengua por la boca del pez. Resulta evidente que la diferencia de escala lo impide.
Rodeo con mis papilas el descomunal remate de su ariete, a la vez que recorro de arriba abajo su columna vertebradora, que va desde la base hasta la cúspide.


Cada zona posee un sabor propio. Me deleito en cada uno de sus diferentes aromas, a la vez que sigo cavando en el campo de cultivo del deseo, que palpo y enredo por detrás. Le he pedido permiso para hacerlo, pero antes de recibirlo, ya había tomado posesión de mis nuevos territorios. Creo soñar, pero a la vez es todo demasiado real; hasta el escenario me resulta familiar: el baño del restaurante donde nos vimos por primera y única vez. Ese color gris acero de las paredes de cemento pintadas, incluso del muro que una vez nos separó, ahora caído irremisiblemente y sobre cuy os cascotes apoy a su espalda para entregarse del todo a mí. Quiero pensar que este momento es real y por ello afirmo que lo es, convirtiéndose así en algo más que un sueño. Con la certeza de que lo que cuento está ocurriendo en este mismo instante. Unos minutos eternos en los que el placer nos desborda y nos materializa para siempre. En ese preciso momento alguien llama, golpeando con los nudillos sobre la madera. Para entonces he tomado una decisión irrevocable: no volver a abrir nunca más aquella puerta, por la que ni tan siquiera sé cómo he entrado.

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