1.
Es
raro pasar por esta vida sin sentir (generalmente con cierto dolor
inconfesable, quizás al final de una relación, o cuando estamos tumbados en la
cama junto a nuestra pareja sin poder dormir) que somos un poco extraños en
relación con el sexo. En el fondo tenemos la dolorosa impresión de que es un
campo con el que no estamos familiarizados. A pesar de ser uno de los aspectos
más privados de la vida, la actividad sexual está rodeada de ideas
preconcebidas y socialmente compartidas que determinan cómo debe la gente
normal relacionarse con el sexo.
Sin embargo, la mayoría estamos lejos de ser normales
en materia de sexo. Casi todos padecemos sentimientos de culpabilidad y
neurosis, fobias y deseos inquietantes, indiferencia y disgustos. Ninguno de
nosotros se relaciona con el sexo en la manera que se supone adecuada, alegre y
relajadamente, sin obsesiones, con la debida frecuencia y la actitud serena que
proporciona el hecho de no torturarnos pensando que los demás están mejor
dotados. En general sexualmente no entraríamos en lo que se considera normal...
aunque ello solo es así si partimos de ciertas nociones bastante distorsionadas
de la normalidad.
Teniendo
en cuenta que lo más común es sentirse extraño, es de lamentar con qué poca
frecuencia la realidad de la vida sexual sale a la luz. En su mayor parte, lo
que nos ocurre con el sexo es imposible de comunicar a aquellas personas cuya
opinión más nos importa. Los hombres y mujeres enamorados tienden a evitar
compartir sus deseos, sobre todo por temor a provocar un disgusto intolerable a
su pareja. Puede que nos resulte más fácil la idea de morir sin haber tenido
determinadas conversaciones.
La
prioridad de un libro de filosofía acerca del sexo parece evidente. No se trata
de enseñarnos a mantener relaciones sexuales con mayor intensidad y frecuencia,
sino más bien de sugerir a través de un lenguaje compartido la manera de
empezar a sentirnos menos extraños con el sexo que anhelamos tener o que
procuramos evitar.
2.
Cualquier
incomodidad que nos provoque el sexo se ve agravada por la idea de estar
viviendo en una época de liberación sexual. Como consecuencia, esto nos obliga
a considerar que el sexo es un asunto sin ambigüedades ni complicaciones.
El
relato habitual que acompaña a nuestra liberación dice algo así: durante miles
de años, debido a una perversa combinación de fanatismo religioso y normas
sociales pedantes, en todo el mundo la gente vivió afligida por un innecesario
sentido de culpabilidad en relación con el sexo. Estaban convencidos de que se
les caerían las manos si se masturbaban. Creían que los quemarían vivos si
miraban con deseo el tobillo de una mujer. No tenían ni idea de lo que era una
erección o un clítoris. Una situación ridícula.
Luego,
entre la Primera Guerra Mundial y el lanzamiento del Sputnik 1, las cosas
cambiaron para bien. Finalmente las personas empezaron a llevar bikinis, a
admitir que se masturbaban, a mencionar el sexo oral en un contexto social, a
mirar películas porno y a sentirse muy cómodas con un asunto que, inexplicablemente,
había sido el origen de una frustración neurótica innecesaria durante gran
parte de la historia de la humanidad. Mantener relaciones sexuales con
confianza y felicidad se volvió algo tan común en la era moderna como lo habían
sido el temor y la culpa en otros tiempos. El sexo comenzó a ser percibido como
un pasatiempo útil, estimulante y físicamente revitalizante, un poco como el
tenis. Una actividad que todo el mundo debería practicar con la mayor
frecuencia posible para aliviar el estrés de la vida moderna.
Aunque
este relato de ilustración y progreso resulta muy halagador para nuestro
intelecto y nuestra sensibilidad laica, prescinde de un hecho ineludible: el
sexo no es algo de lo que podamos librarnos tan fácilmente. Si nos ha
perturbado durante miles de años no es por mera casualidad. Los preceptos
religiosos restrictivos y los tabúes sociales se apoyan en aspectos de nuestra
naturaleza que no pueden ser suprimidos. El sexo nos perturba porque,
básicamente, se trata de una fuerza demencial, abrumadora e inquietante que
está reñida con la mayoría de nuestras ambiciones y resulta imposible
integrarla discretamente en la sociedad civilizada.
Por
más que nos esforcemos en despojarlo de estas peculiaridades, el sexo nunca
será la actividad fácil y agradable que desearíamos. No es democrático ni
considerado; más bien está vinculado con la crueldad, la transgresión y el
deseo de humillar y subyugar. Se niega a contentarse con el amor, tal y como
socialmente se espera. Aunque intentemos domesticarlo, el sexo muestra una
obstinada tendencia a provocar descalabros en nuestra vida: acaba con nuestras
relaciones, amenaza nuestra productividad y nos obliga a quedarnos en las
discotecas hasta muy tarde hablando con personas que no nos caen bien pero a las
que sin embargo deseamos tocar. El sexo mantiene un conflicto absurdo, y tal
vez sin solución posible, con algunos de nuestros más elevados propósitos y
valores. No es de sorprender que la mayoría de las veces tengamos que reprimir
sus demandas. Deberíamos aceptar que el sexo es en sí mismo algo más bien
extraño, en lugar de culparnos por no responder de una manera más normal a sus
complicados impulsos.
Esto
no significa que no podamos aprender más sobre el sexo. Simplemente deberíamos
asumir que nunca superaremos del todo las dificultades que interpone en nuestro
camino. Nuestra mayor esperanza es que algún día seamos capaces de convivir
respetuosamente con esta fuerza anárquica e ingobernable.
3
Los
manuales de sexo, desde el Kama Sutra hasta La alegría del sexo, han aunado
esfuerzos por centrar los problemas de la sexualidad en la esfera corporal. Nos
aseguran que disfrutaremos más del sexo cuando dominemos la postura del loto,
cuando aprendamos a utilizar cubitos de hielo de una manera creativa o cuando apliquemos
técnicas de probada eficacia para alcanzar el orgasmo simultáneo.
Si
alguna vez hemos sentido rechazo por esos manuales tal vez sea porque —a pesar
de su prosa alentadora y sus ilustrativos esquemas— parecen humillantes hasta
lo intolerable. Quieren que nos tomemos en serio la idea de que el sexo nos
resulta problemático principalmente porque no hemos probado la masturbación
anal o no le hemos pillado el tranquillo al método Carezza. Sin embargo, estas
son aventuras en el límite lujurioso del amplio espectro de la sexualidad
humana, y no contemplan la clase de desafíos a los que normalmente nos
enfrentamos.
En
general, lo que realmente nos preocupa no es cómo hacer que el sexo sea más
placentero con nuestro amante, que ya está dispuesto a pasarse horas en la cama
probando posturas en medio de la fragancia de jazmín y el canto de los
colibríes. Lo que nos preocupa es más bien que el sexo se haya vuelto un
problema en nuestra larga vida en pareja, debido al agotamiento que provoca el
cuidado de los niños y la economía del hogar; o debido quizás a la adicción a
la pornografía de Internet; o al hecho de que al parecer solo deseamos tener
sexo con la gente que no amamos; o tal vez al clima que se respira en la casa,
por haber tenido una aventura con alguien del trabajo, destruyendo
irremediablemente la confianza de nuestro cónyuge
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