Sinopsis
Un estudioso de la geometría de Aristóteles
y una joven cronista de una revista de modas se aman y se desean en modo
absoluto y exclusivo. Se revelaron ya mutuamente todos los secretos y las
complejidades eróticas propias de cualquier pareja de nuestro tiempo, inquieta
y curiosa.
Cuando el autor «sorprende» a sus
personajes, éstos se encuentran veraneando en una casa de campo y llevan ya
conviviendo el período normal en que las relaciones eróticas tienden a
mustiarse, de no cultivarlas mediante juegos más elaborados que los crean las
pasiones iniciales. Uno de estos juegos es precisamente La pequeña María, una
jovencita de doce años. El autor narra cuatro días de este principio de verano
en que sus personajes elaboran y llevan a término el arriesgado «juego» que
conciben en el hermoso esfuerzo por reanimar y sacudir la amenazante monotonía
de sus, aun así, intensas y sofisticadas relaciones eróticas
Es, en suma, una historia de amor, pero
contada desde las raíces profundas de toda vida amorosa: el Eros.
La noche del veintiuno de julio
CRUZÓ el umbral de Rune al anochecer. La
tormenta que se gestaba enardecía hacía tiempo el olor de la hierba. En el
momento en que él detenía el coche al pie del viejo porche, ella abrió la
puerta acristalada y, como siempre, al verla, su corazón se estremeció de
alegría. Ella llevaba un vestido de tela azul, muy corto, y sandalias. Había
vuelto a Ruñe tan sólo hacía unos días, pero había recuperado ya su tono
dorado, cual miel salvaje.
Sus bocas se rozaron, y los dos entraron en
el vestíbulo de baldosas rojas y grises.
—Soy feliz —dijo él—. No puedes imaginar
cuánto te he echado de menos. Sin ti, tengo la impresión de caminar al lado de
mis pasos.
Como de costumbre, ella lo precedió por las
escaleras.
—No te muevas —dijo él de pronto.
Ella esperaba esta orden y se quedó inmóvil,
arqueada, una pierna estirada, la punta de su pie derecho ligeramente apoyado
sobre el escalón superior. Él rodeó con la mano su rodilla desnuda y,
lentamente, sin hacer presión alguna sobre la carne fresca y lisa, le acarició
por debajo del vestido el muslo tenso hasta sentir con su dedo el borde de la
braga.
—La reconozco al tacto.
Ella volvió hacia él su rostro radiante y,
moviendo apenas la cabeza, lo besó de nuevo en los labios.
—Me puse la que tú prefieres —dijo ella—.
Ahora conozco tus gustos. ¿Te acuerdas, la primera vez?
Rieron, y la idea de su complicidad los
colmó recíprocamente. Luego, ella volvió a subir lentamente los escalones; cada
vez que superaba uno, sentía la mano de su amante penetrar un poco más en la
intersección de sus piernas y, cuando alcanzó el rellano, su cuerpo ardía, la
cabeza le daba vueltas. Pero ya, suavemente, él retiraba la mano y, abriéndole
la puerta, la hizo entrar en la habitación.
Mientras él se desnudaba en el cuarto de
baño, ella disponía encima de la cama el pantalón de terciopelo beige, un ancho
cinturón de cuero y la camisa de lino blanco con los que le gustaba verle
vestido, en Ruñe. Ese terciopelo algo recio, con reflejos de metal pulido,
evocaba en ella el pelo de un animal, y, bajo esta segunda piel espesa y
tupida, los largos muslos de su amante iban endureciendo bajo la mano que lo
acariciaba con fuerza salvaje. Ella abría los postigos que habían quedado
cerrados al bochorno del día cuando, al lado, el ruido de la ducha se detuvo.
Él entró en la habitación. Ella lo miró.
—Me gusta tu sexo. Es muy bello, muy puro...
Al principio me dolió mucho tu pudor. Habría querido verte, pero tú te
resistías. ¿Por qué?
—No lo sé —dijo él—. Quizás porque, en el
mejor de los casos, jamás me pareció eso muy bonito, en el hombre. E incluso
ahora me cuesta mucho pensar...
Ella se había arrodillado ante él y,
mientras él seguía hablando, ella lo había cogido, ya vibrante y duro en su
menuda mano apretada y, descubriéndolo, lo rozaba delicadamente con la lengua.
Entonces, cogiéndola por la nuca, él se hundió profundamente en su boca y, por
un instante, bajo la presión, ella vaciló, se atragantó. Él se apartó
bruscamente.
—¿Por qué? —preguntó ella en tono de
reproche.
—Disponemos de todo el tiempo. Aprende a ser
paciente. Además, tengo muchas cosas que decirte. Siéntate. No, aquí no... en
este sillón.
—¿Por qué en este sillón?
—Porque tus rodillas quedan más altas, no te
hagas la inocente.
Y, ante su mirada insistente, ella bajó la
suya, y obedeció. Volviendo a cruzarse la bata, él se dirigió hacia la cama
para coger un maletín de piel rojiza con asa de acero e, instalándose ante
ella, lo abrió. Ella esbozó un movimiento de curiosidad.
—¿Me has traído algo?
—Sí —dijo—. Espero que te guste, sobre todo
cuando te haya contado mi historia... Separa las rodillas.
Pese a la extrema libertad que reinaba en la
pareja, ella jamás recibía aquella orden sin un estremecimiento de rebeldía.
Por más que se dijera que, en comparación con ciertas exigencias de su amante,
esta coacción era a fin de cuentas muy ligera, no podía por menos que
experimentar una deliciosa sensación de vergüenza. El vio separarse, con
lentitud, como forzadas, las hermosas rodillas de bronce y aparecer al fondo,
oculta en la sombra azul, la geométrica blancura de su braga.
—Un poco más —dijo—. Vamos... Más...
Y el vestido, que subía imperceptiblemente
por sus muslos a medida que se abrían, revelaba la dificultad de su sumisión.
—Muy bien. No te muevas. Y ahora, mírame.
Ella levantó la vista hacia su amante, pero
sin encontrar su mirada, obstinadamente fija en el triángulo de nailon que ella
dejaba al descubierto.
—Por favor, un cigarrillo —pidió él
suavemente.
Sin mover la parte inferior de su cuerpo,
ella tuvo que entregarle el paquete y el encendedor metálico que tenía al
alcance de la mano.
—Hasta que nos encontramos —dijo él—, te
habían enseñado a apretar las rodillas cuando te sentabas, sobre todo delante
de un hombre. Primero tu madre y tu abuelo, luego tus institutrices y por fin
tu profesor de teatro. Y todos estaban de acuerdo, ¿no es así?
—Sí —dijo ella—, estaban todos de acuerdo.
—En fin, una excelente educación, y no puedo
por menos que alegrarme. ¿Qué valdría mi placer de no extraerlo de la conquista
de tu confusión? ¿Me apruebas, espero?
Ella afirmó con la cabeza, y con
satisfacción él vio cómo sus uñas cortas se crispaban lentamente en la rodilla.
Volviendo la mirada hacia el maletín de piel
rojiza, él extrajo con la punta de los dedos un pequeño slip blanco de lo más
clásico y un portaligas también blanco.
—¿Qué te parece? —preguntó.
—No puede hacerse mejor para una jovencita.
Él esbozó una sonrisa.
—Pertenecían efectivamente a una jovencita,
y éste es su mayor mérito. No se puede rechazar un regalo.
—¿Isabel? —murmuró ella.
Él asintió con un parpadeo. Un instante de
silencio —y ellos oyeron el canto de amor de un ruiseñor—. Ella no había vuelto
a juntar las piernas y, en su perspectiva, estrechamente inmaculado, lucía el
rombo prohibido en el que parecía centrarse todo el resto del día.
—Tenía algo que decirte —murmuró ella.
—¿Qué?
—Cuenta tú primero.
—¿La pequeña María?
—Sí.
—¿Amaestrada?
—Te lo diré luego. Cuenta. ¿Así que has ido
a ver a Isabel?
—Sí, y a una hora en que sabía, gracias a
ti, que la encontraría a solas. Justo a la hora del almuerzo. Cuando vio que no
ibas conmigo, si hubieras visto su cara...
—Está enamorada de ti.
—No, de los dos... o más bien de lo que nos
une. ¿No era lo que tú querías? ¿Recuerdas, la primera vez que, delante de mí,
le pediste que entrara en el probador?
—¡Sí!, —dijo ella—, me acuerdo. Fue muy
bonito. Ella no sabía adonde mirar. Y tú no le quitabas los ojos de encima
mientras ella me ayudaba a sacarme el sostén... Pero sigue.
—Debía ser la una, y ella debía estar
seguramente terminando los postres, porque aún llevaba en el canto de los
labios un poco de mermelada. No puedes imaginar cómo me conmovió este detalle.
—Sí —dijo ella—, lo sé... lo sé muy bien.
¿Cómo iba vestida?
—Un vestidito azul marino con cuello blanco
sobre el que caía su pelo rubio. Parece increíble tal aspecto de inocencia a
los diecisiete años. Y su ropa interior, ya lo ves, está hecha a imagen de su
alma...
—¡Oh, por favor, date prisa, y deja de
hablarme de su alma!
Él estiró la pierna y suavemente, con la
punta del dedo desnudo, tocó su sexo abombado bajo el velo que lo moldeaba.
—¡Vaya —dijo él riendo—, eres terrible!
Todavía no he empezado, y tú ya...
—Cuenta.
—Le explico pues que tú te has ido un mes al
campo y que me encargaste hacer unas compras. Ella pregunta qué quieres. Le
insinúo con mucho tacto que, en lo que se refiere a ropa interior, tú jamás
decides sin mí y que, a fin de cuentas, lo que tú quieres no es más que un
reflejo de mi deseo. Ella bajó un poco la cabeza. Con dos dedos se la levanté
por la barbilla y, obligándola a cruzar mi mirada, le dije secamente que ella
debía saber, dado el tiempo que frecuentábamos su tienda, hacia qué artículos
se inclinaba mi gusto. Que me mostrara pues lo que podía complacerme. Abrió
varios cajones y, con una mano visiblemente emocionada, extrajo unas cuantas
cositas. La verdad es que dos o tres no me dejaron indiferente, pero yo tenía
mi idea. Adivinas ya cuál es. Me limité pues a toquetear en silencio aquella
ropa mirándola fijamente a los ojos.
—¡Debía estar muy turbada!
—Tanto, creo, como si le hubiera metido mano
por debajo de la falda. Y era a eso precisamente... a esa idea a la que deseaba
llevarla al arrugar ante ella la imagen de lo que apretaba su grupa o de lo que
tensaban sus medias. Luego le dije que todo aquello no me tentaba nada. Añadí,
con notable mala fe, que lo que ella me proponía revelaba una inaceptable
fantasía —o en todo caso que yo rechazaba. Ella creyó pertinente recurrir
entonces tímidamente a la moda. Así que simulé enfadarme, señalándole con
frialdad que me horrorizaba aquella moda tan manifiestamente sometida a la
noción de espectáculo. ¿Qué placer podía sentirse al sorprender, al descubrir,
algo que había sido concebido para ser visto? Entrever debajo de una falda que
se levanta una combinación estampada de margaritas, leotardos bordados o
calzoncillos de abuelita estrangulando la rodilla, me parecía una broma que a
gusto dejaba para los aficionados al circo. Tenía una idea más elevada de la
ropa, y todo lo que tocaba el cuerpo de mi amante era para mí sagrado. ¿Acaso
tenía yo que tener ganas de reírme al desnudarla? Ella me señaló que no, los
ojos fijos en los artículos bastante graciosos, ya te lo dije, que se
amontonaban encima del mostrador de cristal. Hacía calor en la boutique ahogada
entre cortinas y alfombras, y, muy lejos, al otro lado del espejo, apenas si se
oía la respiración de París bajo el sol de tormenta. Y sentí que había llegado
el momento.
»—Me gustaría —le dije con una voz de pronto
llena de dulzura— que usted cerrara un momento la boutique.
»Ella alzó hacia mí una mirada
deliciosamente atemorizada.
»—¿Por qué?
»—Ya lo verá.
»Durante un segundo pareció consultarse,
luego, echando atrás su pelo rubio con un valiente movimiento de cabeza,
obedeció. Entreabrí la cortina de terciopelo azul. Tuvo entonces otro momento
de duda. “Entre”, le dije —y pasó delante de mí—. Conoces el probador...
Imagina a Isabel adosada a la hoja central del espejo de tres hojas, con sus
brazos caídos a lo largo del cuerpo y su pequeño rostro sonrojado rodeado por
su cabello. Me senté en la silla dorada y, cogiéndola de la mano... su mano
acalorada, seguí en voz baja: “Escúcheme. Estoy convencido de que usted me ha
entendido —porque usted, usted sabe qué es la decencia... y el placer que puede
sentirse al forzarla—. Lo que yo quiero para Claudia es inútil que lo busque en
sus cajones: lo lleva usted misma”. Sentí su mano crisparse en la mía. “Sí,
Claudia y yo nos queremos, y usted nos envidia, lo sé. Lo que usted se quitará
y me entregará hará que usted esté entre nosotros mañana cuando la desnude a
ella. Levántese el vestido”».
Los amantes estaban ahora en la noche, la
gran noche de verano que desparramaba leche de estrellas por encima de los
árboles del parque. La tormenta se había disuelto. Mañana haría buen día.
Inclinándose hacia adelante, Claudia cogió
con la mano el tobillo de su amante y apoyó con fuerza su pie descalzo sobre la
prominencia de su sexo.
—Sigue —dijo ella.
—Cogió el borde de su vestido, exactamente
como para hacer una reverencia (y este asomo de zambullida, infantil y
ceremoniosa a la vez, no hizo más, como puedes suponer, que incrementar mi
placer), luego la levantó lentamente hasta la sombría doblez de sus medias.
Convendrás fácilmente que a veces hay que ser brutal. «Vamos, más arriba...
Levántala», le dije en tono glacial. «Levántala, o te pego». Se apresuró a
obedecer, muerta de vergüenza, y esta vez reveló la luz de sus muslos
enmarcados por los lazos blancos del portaligas. «¿Por quién me has tomado?
Levántala hasta la cintura... Sí, más arriba». Ella se apoyó en el espejo, y vi
velarse su mirada, estremecerse sus pechos ligeros, vibrar todo su cuerpo. Su
respiración llenó el estrecho espacio de las cortinas, y creí que iba a huir,
pedir ayuda... no sé. ¡Imagínate! Me habría gustado que lo vieras. Con un
sobresalto desesperado, y como para señalar la definitiva derrota de su pudor,
levantó de golpe su vestido hasta las caderas, y de pronto tuve ante mí todo lo
que deseaba ver.
—Entonces, ¿qué hiciste?
—La contemplé mucho tiempo, y luego le rogué
que se abriera de piernas.
—¿Y te obedeció?
—Sí, con lentitud, con gran lentitud,
asiendo siempre el vestido con las dos manos a la altura de la cintura, y su
pubis, así separado, pareció adquirir vida bajo el velo y, entre los lazos que
lo amparaban a los dos lados, bajo el arco esbelto del portaligas, palpitaba
como el fuego bajo el Arco de Triunfo.
—En fin, el sexo desconocido —dijo Claudia
suspirando.
Pero él creyó adivinar algo de celos en la
ironía de su comentario y, cogiéndole la mano en la sombra, la besó en la
palma.
—Anote, pequeña —emitió él doctamente.
Y esta orden, que él le daba en broma cuando
le salía bien una fórmula, tuvo como siempre el efecto de excitar su alegría.
—¿Dónde habíamos quedado? —dijo Claudia—. Ah
sí: ella está de pie delante de ti, con el vestido hasta la cintura, y tú te
pones lírico. ¿Entonces?
—La obligué a avanzar unos pasos con el fin
de ver en el espejo el reflejo de su culito, luego cogí con la mano su pubis a
través de la pantalla de nailon y por fin le pedí, tras haber acariciado sus
nalgas, emocionadas y tensas, que soltara las medias, se quitara el portaligas
y la braga.
—¿Y lo hizo todo en este orden?
—Sí, en este orden. Y, mientras obedecía, no
sin encantadora torpeza, yo recogía su vestido por encima de sus riñones con mi
mano izquierda.
—¿Y con la derecha?...
—La ayudaba en lo que podía.
—¿Y cuando tuviste sus trapos en la mano?...
—Guardemos el resto para la noche —dijo él.
De pronto la luz inundaba la habitación
azul. Él ya se vestía.
—Granuja... pedazo de granuja —exclamó ella
con rencor.
Con pesar se levantó, algo aturdida, recogió
la bata de baño que él acababa de quitarse y cerró las persianas.
—Me gustaría bastante traerla a Ruñe un día
o dos —dijo él terminando de abrochar su camisa de lino.
—¿Isabel?
—Sí. ¿Qué te parece? Sería una fiesta muy
bonita.
—Antes, tendremos otra aún más bonita.
Él esbozó una sonrisa de satisfacción y
preguntó:
—¿La pequeña María?
—Vendrá a merendar mañana.
Feliz de su alegría, ella lo miraba
sonriendo. Él fue hacia ella y la cogió con ternura por los hombros. Le
gustaban mucho sus hombros limpiamente moldeados, tan puros, tan frescos.
—¿Aceptó, pues?
—Sí.
—Gracias —murmuró él besándola en la boca.
—No te diré que todo el placer es mío —dijo
ella.
Y él apreció su respuesta en su justo valor.
Se divertían mucho juntos, y entre las cosas
que tenían en común —casi todo— el humor no figuraba entre las menores.
Cenaron en la cocina de baldosas rojas,
revestida de madera clara, donde se encontraba, por una desafortunada
casualidad, la única mesa que les gustaba de la casa.
—Tengo hambre —reconoció él—. Cuando estoy
contigo, siempre tengo hambre. ¿Cómo te las arreglas?
—Te doy lo que te gusta.
—¿Y cómo sabes lo que me gusta?
—Lo adivino.
Antes de conocerla él no sospechaba que
comer podía ser un placer a la vez que un arte. Se lo había hecho descubrir
entre muchas otras cosas, y él se sorprendía aún de ello. «En fin —pensaba él—,
soy un bon vivant» —y, ante este aspecto tan
inesperado en él, permanecía confundido.
—Cuando la invitaste, ¿no se sorprendió?
—Un poco, creo. En realidad, no nos
conocemos más que de vista. ¡En fin, lo esencial es que haya aceptado!
—Lo esencial... ¡en eso te muestras muy
optimista!
—Tiene un aire que da que pensar. Si la
hubieras visto, esta mañana, en su bici, con su falda en tela de vichy, su
blusa de algodón y sus calcetines blancos...
—¡Ah —dijo él—, no me hables! ¡Qué
maravilla! ¡Y su mirada misteriosamente impertinente, sus rodillas rasguñadas,
su traserito admirable...! ¡Y pensar que está ahí, en la casa de al lado...!
¡Pensar que mañana mismo estará aquí!...
—Come. Tu bistec va a enfriarse. ¿Me pasas
el vino?
—Perdona. Ya no sé dónde tengo la cabeza.
¡Ah, la pequeña María!
—¡Espera! Hay más... ¿Sabes qué me dijo,
como si nada?
—Cómo quieres que lo sepa. Anda, dilo... de
lo contrario no te doy el vino.
—Celebra mañana sus doce años.
—¡No!...
—Sí, te lo juro. Mañana, es su cumpleaños.
—Estoy soñando —murmuró él, deslumbrado—,
estoy soñando. Pero ¿te das cuenta? ¡Isabel por la tarde, tú dentro de un
momento y mañana para merendar la pequeña María!
—Cuidado —señaló ella—. La pequeña María, no
es aún cosa hecha, y no eres feliz más que en dos terceras partes. Te aviso:
ella será sin duda menos fácil que Isabel y yo juntas.
—Pues, me ayudarás —dijo él con voz
decidida—. Después de todo, tú has tenido su edad. Procura recordarlo.
—No la habría invitado si no me acordara —murmuró
ella gravemente.
Paseaban por el parque. La Folette, con sus
aguas siempre alegres y apresuradas, susurraba en la noche, y sólo le respondía
a veces el estallido sordo de un árbol viejo de pesadas ramas. Ella lo cogía
por la cintura, y él había descansado la mano sobre su cadera, allí donde el
músculo se mueve a cada paso.
—Me gusta ese contoneo —dijo él—. A cada
paso, tus piernas se abren, e imagino esta separación, la imagino vista por
debajo.
—¿Te gustaría verla así?
—Sí, pero ¿cómo? A menos que me construyera
un carrito muy estrecho que fuera a la velocidad de tu paso y que me tumbara en
él de espaldas...
Ella soltó una carcajada.
—¡Un sueño! Creo que en este caso estás
condenado al plano fijo. A propósito, ¿te lo he dicho? Ella está de acuerdo con
lo de las fotos... la pequeña María.
—¿Y no me lo habías dicho?
—Hay que cuidar los efectos.
Jamás habría esperado tanto. ¡La visita, el
cumpleaños y las fotos! Realmente no podía pedirse más.
—Creo que eres genial —reconoció él con
sencillez—. Sí, genial. ¿Cómo le has planteado tu propuesta?
—Le he dicho que buscaba a una chiquilla
para una colección. Ella sabe que escribo en una revista de modas y le pareció
muy normal. En fin, al menos si me atengo a su mirada...
—Ya veo —dijo él, lleno de admiración—. Eres
única. Ah, te quiero... sí, te quiero.
Una gran ave nocturna, asustada por sus
voces, llenó de pronto el oquedal con el blando aleteo de sus alas, y ella se
apretó contra él, con temor.
—Queda claro —siguió ella— que la primera
vez me quedaré a solas con ella. No hay que apresurarse demasiado. Además
—añadió con ese ligero cinismo que le encantaba—, te debo una amabilidad: me
toca a mí contarlo mañana.
—Pero, esta vez —dijo él—, con documentos
fehacientes.
—No te hagas ilusiones: los primeros serán
muy decentes... Diría incluso publicables.
—Sí —dijo él sonriendo en la sombra—, tengo
confianza en ti. Además, no lo ignoras: lo decente es mi debilidad.
Habían alcanzado ese lugar del parque, en el
extremo noreste, donde la bóveda de tupidas ramas por encima de sus cabezas
espesaba totalmente la noche. Un profundo olor a humus contribuía curiosamente
a envolver las tinieblas. Ella dejó de sentir su mano.
—¿Dónde estás? —dijo ella, angustiada—.
Contesta. Anda, contesta.
Sintió en aquel momento que su vestido se
levantaba, descubriéndola hasta la cintura.
—Y ahora —dijo él imperiosamente—, camina,
camina y aguanta tu vestido levantado.
Ella obedeció, y él la siguió a tres pasos,
los ojos fijos en la blancura de su braga, iluminando la oscura alameda.
Al final, cuando volvieron a aparecer las
estrellas, ella se detuvo bruscamente, y, al ir él hacia ella, experimentó su
gran deseo contra sus riñones. Entonces, ella se arrodilló espontáneamente en
la hierba y, apoyándose en los codos, esperó. Sin prisa, él tanteó en el
matorral. Ruido de la ramita de avellano que él rompe —y lenta, ligeramente, la
goma deja de apretarla, y el nailon resbala sobre su carne repentinamente
invadida de frescor—. Momento de espera. Arqueada, tensa, al límite de la
paciencia, está a punto de reclamar lo que le es debido cuando el junquillo aún
emplumado de hojas con afilados dientes se abre un camino preciso por entre sus
muslos desnudos. Gemido furtivo. La fina rama se retira tan vivamente que el
surco que exploraba se abrasa. Por tres veces, a todo alcance, la quemadura de
los golpes; su liberación. Ella grita y cae hacia delante. Pero ya él la
sostiene, la levanta, la besa con ternura.
Su despacho estaba situado en el primer
piso, frente a la habitación azul. Aquella noche, trabajó hasta tarde. Pese a
todo el deseo que sentía, él ya no tocaría a su amante antes de medianoche,
tanto para asegurarse el control sobre sí mismo como por la voluptuosidad de
diferir un placer seguro. El trabajo que había iniciado sobre la geometría de
Aristóteles no carecía tampoco de interés, y su reloj marcaba la una menos
cuarto cuando cruzó el estrecho pasillo y entró en la habitación. Acostada de
espaldas, ella esperaba. No leía, no fumaba, no soñaba. Enteramente vestida,
las piernas juntas, esperaba, y, bajo su cuerpo, la manta que ella rehundía por
la mitad con una real huella alargada era como una de esas alfombras de
serrallo en las que solía presentarse al sultán su pequeña esclava nocturna.
Él se sentó en silencio al pie de la cama
iluminada únicamente por un quinqué y le desabrochó las sandalias sosteniéndole
la pierna un poco levantada. Una hojita agrietaba el interior de su rodilla que
seguía marcada por la hierba recia. Él le rogó que se levantara y, delante de
él, que permanecía sentado, se quitara el vestido por arriba, ya que, de entre
todos, le gustaba el momento en que, su rostro apresado en la estrechez de la
tela, ella le ofrecía, cegada, sin la defensa de sus ojos, el espectáculo más
perfecto.
Su sostén se sujetaba con dos corchetes. Uno
por uno quedaron sueltos, y ella puso sus codos hacia adelante para que
resbalaran cómodamente sobre sus brazos desnudos las cintas de raso del
sujetador.
En aquel instante, él se encontraba de pie
detrás de ella con el fin de vislumbrar desde arriba, por la tierna curva de su
hombro y del cuello, el cono de sus pechos menudos, muy blancos, tan jóvenes.
Entonces, él se desnudó muy rápido, e, inmóvil, ella oyó caer sin verlas las
prendas de su amante. De pronto, él se arrojó sobre ella, atrapada,
alternativamente modelada y saqueada, perdiendo la respiración y tomando vida
bajo aquellas manos que la trituraban y la llevaban lejos de ella misma con el
salvaje vigor de un torrente de primavera.
Él la rechaza.
Arrojada entre sus piernas, de bruces y la
mejilla hundida en la lana. Pequeña náufraga medio desnuda. Una presa vigilada
desde arriba por la mirada del amo. Y otra vez sus manos, pero esta vez tan
suaves, al límite de la ausencia. Oh no, nadie sabrá jamás mejor que él
quitarme la braguita de esa manera, como quien no toca, como si se bajara por
sí sola o por el efecto de un encanto.
—Estás marcada —dijo él— y sin duda lo
estarás todavía mañana. Estoy seguro de que estas tres líneas rojas interesarán
muchísimo a la pequeña María.
Quiso decir no, rebelarse, gritarle que iba
demasiado lejos, pero, cogiendo con toda la mano su pelo negro, él ahogó su
protesta.
—He dicho. ¿No has pedido tú misma este
castigo? Debes ahora enseñar sus huellas.
Ella no dudaba de que él haría, en el
momento deseado, lo que acababa de decidir y, con los ojos cerrados, la sangre
en las mejillas, ella escuchaba el estallido de aquellas temibles palabras. El
puso sus manos sobre sus riñones y abrió con una presión el estrecho surco.
Luego, inclinándose, tocó con su lengua puntiaguda el anillo secreto. Por un
momento, él la mantuvo abierta por la fuerza.
—Confiesa que te gustaría cerrarte. Confiesa
que tienes vergüenza...
Sí, le habría gustado... Sí, le invadía la
vergüenza, pero ella era suya, y que él la utilizara a su antojo la llenaba de
reconocimiento.
Al fin, volcándola hacia un lado, él la giró
hacia él.
Otra vez de espaldas, una pierna colgando a
un lado de la cama y la otra doblada. Él la recorrió largamente con la boca,
por el vientre, los pechos, el tierno interior de los muslos, y luego,
arrodillado, abrió camino a su lengua en el centro mismo de su corto vello.
Cuando vio erguirse el copete rojo y, al comprimir la base entre sus labios,
tocó la cresta con los dientes, ella gritó. Interrumpiendo su caricia, y al
igual que el nadador a punto de zambullirse estira los brazos ante él, alcanzó
sus pechos y, con los dedos, hizo despuntar sus pezones rosas. Ella volvió a
gritar y, el vientre endurecido, las piernas dobladas hacia atrás, volcó
bruscamente la cabeza hacia atrás con la boca entreabierta, la mirada fija.
Entonces, mientras él aspiraba incansablemente, su mano derecha abandonó el
pecho e, insertándose debajo de las nalgas, penetró sin resistencia en el lugar
de su máxima estrechez.
Ahora estaba dentro de ella y, su cuerpo amoldado
al suyo, balanceándose suave, profundamente, como un barco anclado, él le
hablaba, la boca metida en su cuello, la mano en su cabello, al borde del
sueño. Estaban juntos para siempre. Siempre amarían juntos.
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