domingo, 29 de octubre de 2017

La pequeña María - Sylvain Saulnier - descargar libro


Sinopsis

Un estudioso de la geometría de Aristóteles y una joven cronista de una revista de modas se aman y se desean en modo absoluto y exclusivo. Se revelaron ya mutuamente todos los secretos y las complejidades eróticas propias de cualquier pareja de nuestro tiempo, inquieta y curiosa.

Cuando el autor «sorprende» a sus personajes, éstos se encuentran veraneando en una casa de campo y llevan ya conviviendo el período normal en que las relaciones eróticas tienden a mustiarse, de no cultivarlas mediante juegos más elaborados que los crean las pasiones iniciales. Uno de estos juegos es precisamente La pequeña María, una jovencita de doce años. El autor narra cuatro días de este principio de verano en que sus personajes elaboran y llevan a término el arriesgado «juego» que conciben en el hermoso esfuerzo por reanimar y sacudir la amenazante monotonía de sus, aun así, intensas y sofisticadas relaciones eróticas

Es, en suma, una historia de amor, pero contada desde las raíces profundas de toda vida amorosa: el Eros.



La noche del veintiuno de julio

CRUZÓ el umbral de Rune al anochecer. La tormenta que se gestaba enardecía hacía tiempo el olor de la hierba. En el momento en que él detenía el coche al pie del viejo porche, ella abrió la puerta acristalada y, como siempre, al verla, su corazón se estremeció de alegría. Ella llevaba un vestido de tela azul, muy corto, y sandalias. Había vuelto a Ruñe tan sólo hacía unos días, pero había recuperado ya su tono dorado, cual miel salvaje.
Sus bocas se rozaron, y los dos entraron en el vestíbulo de baldosas rojas y grises.
—Soy feliz —dijo él—. No puedes imaginar cuánto te he echado de menos. Sin ti, tengo la impresión de caminar al lado de mis pasos.
Como de costumbre, ella lo precedió por las escaleras.
—No te muevas —dijo él de pronto.
Ella esperaba esta orden y se quedó inmóvil, arqueada, una pierna estirada, la punta de su pie derecho ligeramente apoyado sobre el escalón superior. Él rodeó con la mano su rodilla desnuda y, lentamente, sin hacer presión alguna sobre la carne fresca y lisa, le acarició por debajo del vestido el muslo tenso hasta sentir con su dedo el borde de la braga.
—La reconozco al tacto.
Ella volvió hacia él su rostro radiante y, moviendo apenas la cabeza, lo besó de nuevo en los labios.
—Me puse la que tú prefieres —dijo ella—. Ahora conozco tus gustos. ¿Te acuerdas, la primera vez?
Rieron, y la idea de su complicidad los colmó recíprocamente. Luego, ella volvió a subir lentamente los escalones; cada vez que superaba uno, sentía la mano de su amante penetrar un poco más en la intersección de sus piernas y, cuando alcanzó el rellano, su cuerpo ardía, la cabeza le daba vueltas. Pero ya, suavemente, él retiraba la mano y, abriéndole la puerta, la hizo entrar en la habitación.
Mientras él se desnudaba en el cuarto de baño, ella disponía encima de la cama el pantalón de terciopelo beige, un ancho cinturón de cuero y la camisa de lino blanco con los que le gustaba verle vestido, en Ruñe. Ese terciopelo algo recio, con reflejos de metal pulido, evocaba en ella el pelo de un animal, y, bajo esta segunda piel espesa y tupida, los largos muslos de su amante iban endureciendo bajo la mano que lo acariciaba con fuerza salvaje. Ella abría los postigos que habían quedado cerrados al bochorno del día cuando, al lado, el ruido de la ducha se detuvo. Él entró en la habitación. Ella lo miró.
—Me gusta tu sexo. Es muy bello, muy puro... Al principio me dolió mucho tu pudor. Habría querido verte, pero tú te resistías. ¿Por qué?
—No lo sé —dijo él—. Quizás porque, en el mejor de los casos, jamás me pareció eso muy bonito, en el hombre. E incluso ahora me cuesta mucho pensar...
Ella se había arrodillado ante él y, mientras él seguía hablando, ella lo había cogido, ya vibrante y duro en su menuda mano apretada y, descubriéndolo, lo rozaba delicadamente con la lengua. Entonces, cogiéndola por la nuca, él se hundió profundamente en su boca y, por un instante, bajo la presión, ella vaciló, se atragantó. Él se apartó bruscamente.
—¿Por qué? —preguntó ella en tono de reproche.
—Disponemos de todo el tiempo. Aprende a ser paciente. Además, tengo muchas cosas que decirte. Siéntate. No, aquí no... en este sillón.
—¿Por qué en este sillón?
—Porque tus rodillas quedan más altas, no te hagas la inocente.
Y, ante su mirada insistente, ella bajó la suya, y obedeció. Volviendo a cruzarse la bata, él se dirigió hacia la cama para coger un maletín de piel rojiza con asa de acero e, instalándose ante ella, lo abrió. Ella esbozó un movimiento de curiosidad.
—¿Me has traído algo?
—Sí —dijo—. Espero que te guste, sobre todo cuando te haya contado mi historia... Separa las rodillas.
Pese a la extrema libertad que reinaba en la pareja, ella jamás recibía aquella orden sin un estremecimiento de rebeldía. Por más que se dijera que, en comparación con ciertas exigencias de su amante, esta coacción era a fin de cuentas muy ligera, no podía por menos que experimentar una deliciosa sensación de vergüenza. El vio separarse, con lentitud, como forzadas, las hermosas rodillas de bronce y aparecer al fondo, oculta en la sombra azul, la geométrica blancura de su braga.
—Un poco más —dijo—. Vamos... Más...
Y el vestido, que subía imperceptiblemente por sus muslos a medida que se abrían, revelaba la dificultad de su sumisión.
—Muy bien. No te muevas. Y ahora, mírame.
Ella levantó la vista hacia su amante, pero sin encontrar su mirada, obstinadamente fija en el triángulo de nailon que ella dejaba al descubierto.
—Por favor, un cigarrillo —pidió él suavemente.
Sin mover la parte inferior de su cuerpo, ella tuvo que entregarle el paquete y el encendedor metálico que tenía al alcance de la mano.
—Hasta que nos encontramos —dijo él—, te habían enseñado a apretar las rodillas cuando te sentabas, sobre todo delante de un hombre. Primero tu madre y tu abuelo, luego tus institutrices y por fin tu profesor de teatro. Y todos estaban de acuerdo, ¿no es así?
—Sí —dijo ella—, estaban todos de acuerdo.
—En fin, una excelente educación, y no puedo por menos que alegrarme. ¿Qué valdría mi placer de no extraerlo de la conquista de tu confusión? ¿Me apruebas, espero?
Ella afirmó con la cabeza, y con satisfacción él vio cómo sus uñas cortas se crispaban lentamente en la rodilla.
Volviendo la mirada hacia el maletín de piel rojiza, él extrajo con la punta de los dedos un pequeño slip blanco de lo más clásico y un portaligas también blanco.
—¿Qué te parece? —preguntó.
—No puede hacerse mejor para una jovencita.
Él esbozó una sonrisa.
—Pertenecían efectivamente a una jovencita, y éste es su mayor mérito. No se puede rechazar un regalo.
—¿Isabel? —murmuró ella.
Él asintió con un parpadeo. Un instante de silencio —y ellos oyeron el canto de amor de un ruiseñor—. Ella no había vuelto a juntar las piernas y, en su perspectiva, estrechamente inmaculado, lucía el rombo prohibido en el que parecía centrarse todo el resto del día.
—Tenía algo que decirte —murmuró ella.
—¿Qué?
—Cuenta tú primero.
—¿La pequeña María?
—Sí.
—¿Amaestrada?
—Te lo diré luego. Cuenta. ¿Así que has ido a ver a Isabel?
—Sí, y a una hora en que sabía, gracias a ti, que la encontraría a solas. Justo a la hora del almuerzo. Cuando vio que no ibas conmigo, si hubieras visto su cara...
—Está enamorada de ti.
—No, de los dos... o más bien de lo que nos une. ¿No era lo que tú querías? ¿Recuerdas, la primera vez que, delante de mí, le pediste que entrara en el probador?
—¡Sí!, —dijo ella—, me acuerdo. Fue muy bonito. Ella no sabía adonde mirar. Y tú no le quitabas los ojos de encima mientras ella me ayudaba a sacarme el sostén... Pero sigue.
—Debía ser la una, y ella debía estar seguramente terminando los postres, porque aún llevaba en el canto de los labios un poco de mermelada. No puedes imaginar cómo me conmovió este detalle.
—Sí —dijo ella—, lo sé... lo sé muy bien. ¿Cómo iba vestida?
—Un vestidito azul marino con cuello blanco sobre el que caía su pelo rubio. Parece increíble tal aspecto de inocencia a los diecisiete años. Y su ropa interior, ya lo ves, está hecha a imagen de su alma...
—¡Oh, por favor, date prisa, y deja de hablarme de su alma!
Él estiró la pierna y suavemente, con la punta del dedo desnudo, tocó su sexo abombado bajo el velo que lo moldeaba.
—¡Vaya —dijo él riendo—, eres terrible! Todavía no he empezado, y tú ya...
—Cuenta.
—Le explico pues que tú te has ido un mes al campo y que me encargaste hacer unas compras. Ella pregunta qué quieres. Le insinúo con mucho tacto que, en lo que se refiere a ropa interior, tú jamás decides sin mí y que, a fin de cuentas, lo que tú quieres no es más que un reflejo de mi deseo. Ella bajó un poco la cabeza. Con dos dedos se la levanté por la barbilla y, obligándola a cruzar mi mirada, le dije secamente que ella debía saber, dado el tiempo que frecuentábamos su tienda, hacia qué artículos se inclinaba mi gusto. Que me mostrara pues lo que podía complacerme. Abrió varios cajones y, con una mano visiblemente emocionada, extrajo unas cuantas cositas. La verdad es que dos o tres no me dejaron indiferente, pero yo tenía mi idea. Adivinas ya cuál es. Me limité pues a toquetear en silencio aquella ropa mirándola fijamente a los ojos.
—¡Debía estar muy turbada!
—Tanto, creo, como si le hubiera metido mano por debajo de la falda. Y era a eso precisamente... a esa idea a la que deseaba llevarla al arrugar ante ella la imagen de lo que apretaba su grupa o de lo que tensaban sus medias. Luego le dije que todo aquello no me tentaba nada. Añadí, con notable mala fe, que lo que ella me proponía revelaba una inaceptable fantasía —o en todo caso que yo rechazaba. Ella creyó pertinente recurrir entonces tímidamente a la moda. Así que simulé enfadarme, señalándole con frialdad que me horrorizaba aquella moda tan manifiestamente sometida a la noción de espectáculo. ¿Qué placer podía sentirse al sorprender, al descubrir, algo que había sido concebido para ser visto? Entrever debajo de una falda que se levanta una combinación estampada de margaritas, leotardos bordados o calzoncillos de abuelita estrangulando la rodilla, me parecía una broma que a gusto dejaba para los aficionados al circo. Tenía una idea más elevada de la ropa, y todo lo que tocaba el cuerpo de mi amante era para mí sagrado. ¿Acaso tenía yo que tener ganas de reírme al desnudarla? Ella me señaló que no, los ojos fijos en los artículos bastante graciosos, ya te lo dije, que se amontonaban encima del mostrador de cristal. Hacía calor en la boutique ahogada entre cortinas y alfombras, y, muy lejos, al otro lado del espejo, apenas si se oía la respiración de París bajo el sol de tormenta. Y sentí que había llegado el momento.
»—Me gustaría —le dije con una voz de pronto llena de dulzura— que usted cerrara un momento la boutique.
»Ella alzó hacia mí una mirada deliciosamente atemorizada.
»—¿Por qué?
»—Ya lo verá.
»Durante un segundo pareció consultarse, luego, echando atrás su pelo rubio con un valiente movimiento de cabeza, obedeció. Entreabrí la cortina de terciopelo azul. Tuvo entonces otro momento de duda. “Entre”, le dije —y pasó delante de mí—. Conoces el probador... Imagina a Isabel adosada a la hoja central del espejo de tres hojas, con sus brazos caídos a lo largo del cuerpo y su pequeño rostro sonrojado rodeado por su cabello. Me senté en la silla dorada y, cogiéndola de la mano... su mano acalorada, seguí en voz baja: “Escúcheme. Estoy convencido de que usted me ha entendido —porque usted, usted sabe qué es la decencia... y el placer que puede sentirse al forzarla—. Lo que yo quiero para Claudia es inútil que lo busque en sus cajones: lo lleva usted misma”. Sentí su mano crisparse en la mía. “Sí, Claudia y yo nos queremos, y usted nos envidia, lo sé. Lo que usted se quitará y me entregará hará que usted esté entre nosotros mañana cuando la desnude a ella. Levántese el vestido”».
Los amantes estaban ahora en la noche, la gran noche de verano que desparramaba leche de estrellas por encima de los árboles del parque. La tormenta se había disuelto. Mañana haría buen día.
Inclinándose hacia adelante, Claudia cogió con la mano el tobillo de su amante y apoyó con fuerza su pie descalzo sobre la prominencia de su sexo.
—Sigue —dijo ella.
—Cogió el borde de su vestido, exactamente como para hacer una reverencia (y este asomo de zambullida, infantil y ceremoniosa a la vez, no hizo más, como puedes suponer, que incrementar mi placer), luego la levantó lentamente hasta la sombría doblez de sus medias. Convendrás fácilmente que a veces hay que ser brutal. «Vamos, más arriba... Levántala», le dije en tono glacial. «Levántala, o te pego». Se apresuró a obedecer, muerta de vergüenza, y esta vez reveló la luz de sus muslos enmarcados por los lazos blancos del portaligas. «¿Por quién me has tomado? Levántala hasta la cintura... Sí, más arriba». Ella se apoyó en el espejo, y vi velarse su mirada, estremecerse sus pechos ligeros, vibrar todo su cuerpo. Su respiración llenó el estrecho espacio de las cortinas, y creí que iba a huir, pedir ayuda... no sé. ¡Imagínate! Me habría gustado que lo vieras. Con un sobresalto desesperado, y como para señalar la definitiva derrota de su pudor, levantó de golpe su vestido hasta las caderas, y de pronto tuve ante mí todo lo que deseaba ver.
—Entonces, ¿qué hiciste?
—La contemplé mucho tiempo, y luego le rogué que se abriera de piernas.
—¿Y te obedeció?
—Sí, con lentitud, con gran lentitud, asiendo siempre el vestido con las dos manos a la altura de la cintura, y su pubis, así separado, pareció adquirir vida bajo el velo y, entre los lazos que lo amparaban a los dos lados, bajo el arco esbelto del portaligas, palpitaba como el fuego bajo el Arco de Triunfo.
—En fin, el sexo desconocido —dijo Claudia suspirando.
Pero él creyó adivinar algo de celos en la ironía de su comentario y, cogiéndole la mano en la sombra, la besó en la palma.
—Anote, pequeña —emitió él doctamente.
Y esta orden, que él le daba en broma cuando le salía bien una fórmula, tuvo como siempre el efecto de excitar su alegría.
—¿Dónde habíamos quedado? —dijo Claudia—. Ah sí: ella está de pie delante de ti, con el vestido hasta la cintura, y tú te pones lírico. ¿Entonces?
—La obligué a avanzar unos pasos con el fin de ver en el espejo el reflejo de su culito, luego cogí con la mano su pubis a través de la pantalla de nailon y por fin le pedí, tras haber acariciado sus nalgas, emocionadas y tensas, que soltara las medias, se quitara el portaligas y la braga.
—¿Y lo hizo todo en este orden?
—Sí, en este orden. Y, mientras obedecía, no sin encantadora torpeza, yo recogía su vestido por encima de sus riñones con mi mano izquierda.
—¿Y con la derecha?...
—La ayudaba en lo que podía.
—¿Y cuando tuviste sus trapos en la mano?...
—Guardemos el resto para la noche —dijo él.
De pronto la luz inundaba la habitación azul. Él ya se vestía.
—Granuja... pedazo de granuja —exclamó ella con rencor.
Con pesar se levantó, algo aturdida, recogió la bata de baño que él acababa de quitarse y cerró las persianas.
—Me gustaría bastante traerla a Ruñe un día o dos —dijo él terminando de abrochar su camisa de lino.
—¿Isabel?
—Sí. ¿Qué te parece? Sería una fiesta muy bonita.
—Antes, tendremos otra aún más bonita.
Él esbozó una sonrisa de satisfacción y preguntó:
—¿La pequeña María?
—Vendrá a merendar mañana.
Feliz de su alegría, ella lo miraba sonriendo. Él fue hacia ella y la cogió con ternura por los hombros. Le gustaban mucho sus hombros limpiamente moldeados, tan puros, tan frescos.
—¿Aceptó, pues?
—Sí.
—Gracias —murmuró él besándola en la boca.
—No te diré que todo el placer es mío —dijo ella.
Y él apreció su respuesta en su justo valor.
Se divertían mucho juntos, y entre las cosas que tenían en común —casi todo— el humor no figuraba entre las menores.
Cenaron en la cocina de baldosas rojas, revestida de madera clara, donde se encontraba, por una desafortunada casualidad, la única mesa que les gustaba de la casa.
—Tengo hambre —reconoció él—. Cuando estoy contigo, siempre tengo hambre. ¿Cómo te las arreglas?
—Te doy lo que te gusta.
—¿Y cómo sabes lo que me gusta?
—Lo adivino.
Antes de conocerla él no sospechaba que comer podía ser un placer a la vez que un arte. Se lo había hecho descubrir entre muchas otras cosas, y él se sorprendía aún de ello. «En fin —pensaba él—, soy un bon vivant» —y, ante este aspecto tan inesperado en él, permanecía confundido.
—Cuando la invitaste, ¿no se sorprendió?
—Un poco, creo. En realidad, no nos conocemos más que de vista. ¡En fin, lo esencial es que haya aceptado!
—Lo esencial... ¡en eso te muestras muy optimista!
—Tiene un aire que da que pensar. Si la hubieras visto, esta mañana, en su bici, con su falda en tela de vichy, su blusa de algodón y sus calcetines blancos...
—¡Ah —dijo él—, no me hables! ¡Qué maravilla! ¡Y su mirada misteriosamente impertinente, sus rodillas rasguñadas, su traserito admirable...! ¡Y pensar que está ahí, en la casa de al lado...! ¡Pensar que mañana mismo estará aquí!...
—Come. Tu bistec va a enfriarse. ¿Me pasas el vino?
—Perdona. Ya no sé dónde tengo la cabeza. ¡Ah, la pequeña María!
—¡Espera! Hay más... ¿Sabes qué me dijo, como si nada?
—Cómo quieres que lo sepa. Anda, dilo... de lo contrario no te doy el vino.
—Celebra mañana sus doce años.
—¡No!...
—Sí, te lo juro. Mañana, es su cumpleaños.
—Estoy soñando —murmuró él, deslumbrado—, estoy soñando. Pero ¿te das cuenta? ¡Isabel por la tarde, tú dentro de un momento y mañana para merendar la pequeña María!
—Cuidado —señaló ella—. La pequeña María, no es aún cosa hecha, y no eres feliz más que en dos terceras partes. Te aviso: ella será sin duda menos fácil que Isabel y yo juntas.
—Pues, me ayudarás —dijo él con voz decidida—. Después de todo, tú has tenido su edad. Procura recordarlo.
—No la habría invitado si no me acordara —murmuró ella gravemente.
Paseaban por el parque. La Folette, con sus aguas siempre alegres y apresuradas, susurraba en la noche, y sólo le respondía a veces el estallido sordo de un árbol viejo de pesadas ramas. Ella lo cogía por la cintura, y él había descansado la mano sobre su cadera, allí donde el músculo se mueve a cada paso.
—Me gusta ese contoneo —dijo él—. A cada paso, tus piernas se abren, e imagino esta separación, la imagino vista por debajo.
—¿Te gustaría verla así?
—Sí, pero ¿cómo? A menos que me construyera un carrito muy estrecho que fuera a la velocidad de tu paso y que me tumbara en él de espaldas...
Ella soltó una carcajada.
—¡Un sueño! Creo que en este caso estás condenado al plano fijo. A propósito, ¿te lo he dicho? Ella está de acuerdo con lo de las fotos... la pequeña María.
—¿Y no me lo habías dicho?
—Hay que cuidar los efectos.
Jamás habría esperado tanto. ¡La visita, el cumpleaños y las fotos! Realmente no podía pedirse más.
—Creo que eres genial —reconoció él con sencillez—. Sí, genial. ¿Cómo le has planteado tu propuesta?
—Le he dicho que buscaba a una chiquilla para una colección. Ella sabe que escribo en una revista de modas y le pareció muy normal. En fin, al menos si me atengo a su mirada...
—Ya veo —dijo él, lleno de admiración—. Eres única. Ah, te quiero... sí, te quiero.
Una gran ave nocturna, asustada por sus voces, llenó de pronto el oquedal con el blando aleteo de sus alas, y ella se apretó contra él, con temor.
—Queda claro —siguió ella— que la primera vez me quedaré a solas con ella. No hay que apresurarse demasiado. Además —añadió con ese ligero cinismo que le encantaba—, te debo una amabilidad: me toca a mí contarlo mañana.
—Pero, esta vez —dijo él—, con documentos fehacientes.
—No te hagas ilusiones: los primeros serán muy decentes... Diría incluso publicables.
—Sí —dijo él sonriendo en la sombra—, tengo confianza en ti. Además, no lo ignoras: lo decente es mi debilidad.
Habían alcanzado ese lugar del parque, en el extremo noreste, donde la bóveda de tupidas ramas por encima de sus cabezas espesaba totalmente la noche. Un profundo olor a humus contribuía curiosamente a envolver las tinieblas. Ella dejó de sentir su mano.
—¿Dónde estás? —dijo ella, angustiada—. Contesta. Anda, contesta.
Sintió en aquel momento que su vestido se levantaba, descubriéndola hasta la cintura.
—Y ahora —dijo él imperiosamente—, camina, camina y aguanta tu vestido levantado.
Ella obedeció, y él la siguió a tres pasos, los ojos fijos en la blancura de su braga, iluminando la oscura alameda.
Al final, cuando volvieron a aparecer las estrellas, ella se detuvo bruscamente, y, al ir él hacia ella, experimentó su gran deseo contra sus riñones. Entonces, ella se arrodilló espontáneamente en la hierba y, apoyándose en los codos, esperó. Sin prisa, él tanteó en el matorral. Ruido de la ramita de avellano que él rompe —y lenta, ligeramente, la goma deja de apretarla, y el nailon resbala sobre su carne repentinamente invadida de frescor—. Momento de espera. Arqueada, tensa, al límite de la paciencia, está a punto de reclamar lo que le es debido cuando el junquillo aún emplumado de hojas con afilados dientes se abre un camino preciso por entre sus muslos desnudos. Gemido furtivo. La fina rama se retira tan vivamente que el surco que exploraba se abrasa. Por tres veces, a todo alcance, la quemadura de los golpes; su liberación. Ella grita y cae hacia delante. Pero ya él la sostiene, la levanta, la besa con ternura.
Su despacho estaba situado en el primer piso, frente a la habitación azul. Aquella noche, trabajó hasta tarde. Pese a todo el deseo que sentía, él ya no tocaría a su amante antes de medianoche, tanto para asegurarse el control sobre sí mismo como por la voluptuosidad de diferir un placer seguro. El trabajo que había iniciado sobre la geometría de Aristóteles no carecía tampoco de interés, y su reloj marcaba la una menos cuarto cuando cruzó el estrecho pasillo y entró en la habitación. Acostada de espaldas, ella esperaba. No leía, no fumaba, no soñaba. Enteramente vestida, las piernas juntas, esperaba, y, bajo su cuerpo, la manta que ella rehundía por la mitad con una real huella alargada era como una de esas alfombras de serrallo en las que solía presentarse al sultán su pequeña esclava nocturna.
Él se sentó en silencio al pie de la cama iluminada únicamente por un quinqué y le desabrochó las sandalias sosteniéndole la pierna un poco levantada. Una hojita agrietaba el interior de su rodilla que seguía marcada por la hierba recia. Él le rogó que se levantara y, delante de él, que permanecía sentado, se quitara el vestido por arriba, ya que, de entre todos, le gustaba el momento en que, su rostro apresado en la estrechez de la tela, ella le ofrecía, cegada, sin la defensa de sus ojos, el espectáculo más perfecto.
Su sostén se sujetaba con dos corchetes. Uno por uno quedaron sueltos, y ella puso sus codos hacia adelante para que resbalaran cómodamente sobre sus brazos desnudos las cintas de raso del sujetador.
En aquel instante, él se encontraba de pie detrás de ella con el fin de vislumbrar desde arriba, por la tierna curva de su hombro y del cuello, el cono de sus pechos menudos, muy blancos, tan jóvenes. Entonces, él se desnudó muy rápido, e, inmóvil, ella oyó caer sin verlas las prendas de su amante. De pronto, él se arrojó sobre ella, atrapada, alternativamente modelada y saqueada, perdiendo la respiración y tomando vida bajo aquellas manos que la trituraban y la llevaban lejos de ella misma con el salvaje vigor de un torrente de primavera.
Él la rechaza.
Arrojada entre sus piernas, de bruces y la mejilla hundida en la lana. Pequeña náufraga medio desnuda. Una presa vigilada desde arriba por la mirada del amo. Y otra vez sus manos, pero esta vez tan suaves, al límite de la ausencia. Oh no, nadie sabrá jamás mejor que él quitarme la braguita de esa manera, como quien no toca, como si se bajara por sí sola o por el efecto de un encanto.
—Estás marcada —dijo él— y sin duda lo estarás todavía mañana. Estoy seguro de que estas tres líneas rojas interesarán muchísimo a la pequeña María.
Quiso decir no, rebelarse, gritarle que iba demasiado lejos, pero, cogiendo con toda la mano su pelo negro, él ahogó su protesta.
—He dicho. ¿No has pedido tú misma este castigo? Debes ahora enseñar sus huellas.
Ella no dudaba de que él haría, en el momento deseado, lo que acababa de decidir y, con los ojos cerrados, la sangre en las mejillas, ella escuchaba el estallido de aquellas temibles palabras. El puso sus manos sobre sus riñones y abrió con una presión el estrecho surco. Luego, inclinándose, tocó con su lengua puntiaguda el anillo secreto. Por un momento, él la mantuvo abierta por la fuerza.
—Confiesa que te gustaría cerrarte. Confiesa que tienes vergüenza...
Sí, le habría gustado... Sí, le invadía la vergüenza, pero ella era suya, y que él la utilizara a su antojo la llenaba de reconocimiento.
Al fin, volcándola hacia un lado, él la giró hacia él.
Otra vez de espaldas, una pierna colgando a un lado de la cama y la otra doblada. Él la recorrió largamente con la boca, por el vientre, los pechos, el tierno interior de los muslos, y luego, arrodillado, abrió camino a su lengua en el centro mismo de su corto vello. Cuando vio erguirse el copete rojo y, al comprimir la base entre sus labios, tocó la cresta con los dientes, ella gritó. Interrumpiendo su caricia, y al igual que el nadador a punto de zambullirse estira los brazos ante él, alcanzó sus pechos y, con los dedos, hizo despuntar sus pezones rosas. Ella volvió a gritar y, el vientre endurecido, las piernas dobladas hacia atrás, volcó bruscamente la cabeza hacia atrás con la boca entreabierta, la mirada fija. Entonces, mientras él aspiraba incansablemente, su mano derecha abandonó el pecho e, insertándose debajo de las nalgas, penetró sin resistencia en el lugar de su máxima estrechez.

Ahora estaba dentro de ella y, su cuerpo amoldado al suyo, balanceándose suave, profundamente, como un barco anclado, él le hablaba, la boca metida en su cuello, la mano en su cabello, al borde del sueño. Estaban juntos para siempre. Siempre amarían juntos.

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