Prefacio:
Filósofos y pornógrafos
¿Qué
distingue las imágenes llamadas «pornográficas » de todas esas representaciones
explícitas de órganos o de actos sexuales que se encuentran en las guías conyugales,
los manuales para comadronas, los libros de arte, los documentales científicos
o las enciclopedias médicas? ¿Existen razones válidas para oponer «pornografía»
a «erotismo»? ¿Es la pornografía necesariamente «obscena»? ¿Qué significa
exactamente «obsceno»?
En
general, ¿a qué puede aplicarse el adjetivo «pornográfico »? ¿Un sueño puede
resultar «pornográfico»? ¿Pueden existir recuerdos «pornográficos»? ¿Las
relaciones sexuales, los accesorios sexuales, los órganos genitales pueden ser
«pornográficos» o sólo debe reservarse el adjetivo «pornográfico» a su representación
escrita, filmada, fotografiada, dibujada, etc.?
¿Quién
consume pornografía? ¿Quién desaprueba la pornografía? ¿Los que la desaprueban
son los mismos que no la consumen? ¿Cómo es posible que la pornografía se
desapruebe masivamente, incluso en aquellos países en los que se consume
masivamente? ¿La producción de pornografía visual está necesariamente vinculada
a relaciones de trabajo degradante, a condiciones de sobreexplotación? ¿Una
producción que respete las normas más progresistas en materia de relaciones y
de condiciones de trabajo resulta verdaderamente inconcebible? ¿Por qué la
desaprobación de las condiciones de producción de la pornografía desemboca la
mayoría de las veces en la condena de la pornografía
y no en la reivindicación de mejores condiciones laborales para los
trabajadores y las trabajadoras de esta industria? ¿Cómo es posible que, en países
democráticos, la mayoría de edad sexual y la edad autorizada para ver las películas
llamadas «pornográficas» no coincidan? ¿Cómo es posible que en países
democráticos un menor de 13 años se considere lo bastante mayor para ir a
prisión pero demasiado joven para ver las llamadas películas «pornográficas»? ¿Cómo
se concibe que cuantas menos prohibiciones relativas a los comportamientos
sexuales hay (prácticamente no hay Estados democráticos donde la sodomía, la
felación, las relaciones con más de una pareja, la sexualidad precoz
-homosexual o heterosexual- se prohíban legalmente o se desaprueben
moralmente), más problemas parece suscitar su representación?
¿Existen
razones válidas para no aprobar la fijación de imágenes o de textos
considerados «pornográficos» en el espacio público (quioscos, emplazamientos
publicitarios,
etc.),
para no aprobar el consumo privado de pornografía para adultos, para
desaprobar la exposición de los más jóvenes a la pornografía? ¿Resulta
realmente imposible hallar razones para promover la pornografía? ¿Cómo puede acusarse
a la pornografía de ser simultáneamente peligrosa, repugnante y aburrida, es
decir, insignificante y amenazadora a la vez?2
La
pornografía plantea toda suerte de problemas económicos, sociológicos,
psicológicos o jurídicos que escapan, en principio, a la competencia de los
filósofos, pero también algunos problemas conceptuales, epistemológicos o
morales que aquéllos podrían contribuir a clarificar. Con todo, es necesario
reconocer que nunca han hecho gala de un gran entusiasmo por abordarlos públicamente.
Dado el oprobio que, siempre y casi por doquier, mancilla a los pornógrafos,
ciertamente es mejor no dejar que los demás crean que se forma parte de la
corporación o, simplemente, que se siente interés por el tema. De un país a
otro existen, sin embargo, diferencias respecto al lugar que ocupa la
pornografía como tema digno de atención filosófica. En Estados Unidos, y de
forma más general en los llamados países «anglosajones», discutir sobre la
pornografía se ha convertido en una industria, y el tema se ha situado en el
orden del día de toda reflexión acerca de la «diferencia sexual» realizada por
las más importantes intelectuales feministas.) Ha resultado fatal que los
filósofos que al principio no estaban personalmente implicados en el debate
también hayan acabado interesándose por el tema.
Además,
el asunto ha beneficiado incluso a los filósofos que no están especializados en
las disciplinas de la sexualidad, el feminismo o la pornografía, ya que personalidades
tan unánimemente respetadas como Bernard Williams o Ronald Dworkin no han
dudado a la hora de implicarse en la cuestión. El primero ha presidido una
comisión gubernamental encargada de arrojar luz sobre el estado de la
legislación relativa a la obscenidad y la censura cinematográfica en el Reino
Unido.4 El segundo ha defendido públicamente un punto de vista más bien
tolerante con respecto a la pornografía que no ha dejado indiferente a nadie, y
eso es lo menos que puede decirse.5
En
Francia, la influencia liberadora de Michel Foucault en todo aquello que
concierne a la investigación de la sexualidad no ha bastado para hacer del tema
algo filosóficamente respetable, tal como lamenta el autor de la única tesis en
lengua francesa (hasta donde yo sé) escrita sobre la cuestión.6
No
obstante, las cosas van evolucionando. Puesto que recientemente se ha otorgado
a la pornografía el dudoso privilegio de ser un «problema social» con el mismo rango
que el alcoholismo, el paro o la seguridad viaria, algunos filósofos, que jamás
se habían interesado seriamente por el tema, han descubierto su vocación en discutir
sobre ello (he de reconocer que ése es mi caso).
A
semejanza de lo que sucedió al otro lado del Canal hace veinte años, en Francia
·se ha confiado recientemente a un miembro de la comunidad de filósofos la presidencia
de una comisión gubernamental con el cometido de evaluar los efectos de los
programas televisivos «de carácter violento o pornográfico»J Aunque el informe
haya quedado sepultado inmediatamente después de presentarse (para gran
satisfacción de todos los comanditarios y los miembros de la comisión, según
parece), 8 nada indica que este tipo de experiencia no vaya a repetirse y que,
de un modo más general, los filósofos no sigan expresando sus opiniones sobre el
tema (prestando, en lo sucesivo, un poco más de atención a lo que dicen).9 Sea
lo que sea la pornografía, los debates públicos que suscita presentan dos
rasgos bastante llamativos:
1.
En Francia, los debates giran en torno al tema de la «protección de la
juventud». En Estados Unidos el centro del debate se sitúa en la «degradación
de la mujer». Algunos opinan que este contraste en realidad opone dos
tradiciones nacionales. lO En Francia, país de la república laica una e
indivisible, una causa no puede tener justificación pública más que cuando se
la defiende en nombre de razones universales.
En
Estados Unidos, país de los lobbies y de las «comunidades», una causa
puede tener justificación pública si se defiende en nombre de razones categoriales.
Este contraste permitiría explicar por qué en Francia, mientras la
pornografía se atacó en nombre de razones categoriales, es decir, de
razones propias de comunidades particulares (feministas que denuncian la imagen
degradante de las mujeres, asociaciones que denuncian el ataque a los valores
cristianos), no hubo «escándalo público», no hubo «problema social». El ataque no
iba a causar impacto público más que en el momento en que se hiciera en nombre
de la «protección de la juventud», esto es, de una razón universal, que
no es propia de una comunidad particular.
Sin
embargo, resultaría falso decir que en Estados Unidos una causa puede
defenderse públicamente sólo por razones categoriales. Como en cualquier otra
parte, para tener posibilidades de ser reconocida como una causa moral o
política digna de tal nombre, es necesario que se comprenda como una causa que
todo el mundo podría tener razones para aprobar. Ése es, evidentemente, el caso
de la «degradación de las mujeres». Aunque entre Francia y Estados Unidos puede
haber diferencias en cuanto al modo de abordar el tema de la pornografía y en
cuanto a la resonancia pública que tiene dicho tema, no es el cliché del
contraste «universalismo francés-comunitarismo americano» lo que permitirá
explicarlas. De hecho, más o menos en todas partes, los conservadores son
quienes tradicionalmente explotan el argumento de la «protección de la
juventud», y los progresistas el de la «degradación de la mujer». Todo cuanto
puede decirse a propósito del contraste entre Francia y
Estados
Unidos es que desde la primera campaña contra la pornografía en Francia11 ha
sido, curiosamente, la izquierda llamada «progresista» la que se ha apoderado
del tema de la «protección de la juventud», por el que la opinión pública se
muestra manifiestamente más sensible. Al no tener los conservadores ninguna
buena razón para abandonar uno de sus temas más populares, se ha instalado un
clima de unanimidad bastante deprimente, y una de sus primeras víctimas ha
sido, sin duda, la reflexión crítica sobre esta cuestión.
2.
Cuando el debate público se orienta en torno al asunto de la «degradación de la
mujer», se produce en un clima intelectual distinto, aunque no menos
deprimente. Tal y como ya suele decirse, empleando una metáfora que, si bien se
mira, resulta bastante apropiada, existe una especie de «guerra civil» entre
distintas corrientes feministas en relación con la pornografía. Los
conservadores piensan, por lo general, que la pornografía es un veneno
subversivo causante de la ruina del orden familiar y social tradicional, que
arranca a las mujeres de sus fogones enviándolas a las aleobas. 12 Pero, para
algunas feministas, la verdad es justamente lo contrario.
La
difusión masiva de pornografía favorece un clima de odio y de violencia hacia
las mujeres, cuyo reaccionario objetivo apenas oculto es «volverlas a poner en
su sitio», castigarlas, de algún modo, por las libertades que han adquirido. Es
un instrumento pérfido, insidioso, para mantener el orden familiar y social o, más
exactamente, para volver a ese orden familiar y social tradicional en el que
las mujeres son tratadas como seres inferiores destinados a satisfacer las
necesidades de los hombres Y esta visión catastrofista de las cosas se
encuentra lejos de crear unanimidad entre las feministas.
Algunas
continúan creyendo que la intuición de los conservadores era la buena: la
pornografía es subversiva con relación al orden sexual o familiar tradicional.
Ésta ridiculiza la sexualidad conyugal, sentimental y procreadora secular;
incita al descubrimiento de los' deseos, valoriza el placer, el reconocimiento
de prácticas sexuales minoritarias, etc. 14
Entre
ambos bandos, entre aquellos ningún participante de este debate tan acalorado, ya
sea en pro o en contra de la pornografía, le apetece pensar que ésta carece de
toda importancia. De hecho, este clima intelectual desfavorable (unanimidad para
la «protección de la mujer», guerra civil para la «degradación de la mujer») no
tiene nada de excepcional. Se podría decir que todas las discusiones de ética
aplicada se producen en un clima intelectual desfavorable (piénsese en la
clonación, en la adopción de hijos por parejas homosexuales, en la
prostitución, etc.).
Evidentemente,
ello no debe impedirnos intentar analizar estos temas. Eso es lo que me
propongo hacer con la pornografía. Analizar la pornografía no
sólo significa evaluar las definiciones del término, es decir, tratar
cuestiones puramente conceptuales. También implica examinar las diferentes
tomas de posición políticas y morales en
torno a este tema, esto es, tratar cuestiones normativas. Examinar estas
cuestiones normativas no significa, por supuesto, evitar discutirlas. Y
discutirlas no significa, evidentemente, permanecer neutral.
Considero
que la habitual distinción entre lo que se da en llamar «documento de carácter
sexual», «erotismo » y «pornografía» posiblemente posee algunas buenas justificaciones
estéticas, jurídicas, políticas o sociales, pero ningún valor moral.
Para
presentar mi idea de un modo sencillo, diré que probablemente entre los
llamados filmes «eróticos », que excluyen los primeros planos de órganos
sexuales en erección y las penetraciones, y los llamados filmes
«pornográficos», que multiplican esas escenas sin justificación narrativa,
existen todo tipo de diferencias de forma estética y de aceptación social en un
determinado momento.16 Pero en mi opinión resultaría absurdo sostener que entre
la representación de un pene en reposo y la de un pene erecto, entre las
escenas de carácter explícitamente sexual filmadas de cerca bajo la brutal luz
de los focos y las escenas de carácter explícitamente sexual filmadas de lejos
con un débil halo de luz, existe una diferencia moral.
Para
situar mi punto de vista en el debate filósófico presente, necesito, qué duda
cabe, precisar un poco. Entre los filósofos que se interesan por la
pornografía, ninguno, que yo sepa, es retrógrado, puritano o mojigato hasta el punto
de estimar que deberían prohibirse absolutamente todas las
representaciones sexuales (incluidas las ilustraciones anatómicas y los
desnudos «artísticos»).
Pero
algunos de esos filósofos proponen, en cambio, diferenciar dichas
representaciones según criterios que yo denomino «morales». De éstas, las más
crudas, las más explícitas, las llamadas «pornográficas», son injustas,
degradantes, etc. En consecuencia, plantean, según dicen, un problema moral. En
contrapartida, las menos crudas, las menos explícitas, las llamadas «eróticas»,
no plantean ningún problema de esta naturaleza. 17
Lo
que quiero decir con que «no hay diferencia moral entre las
representaciones sexuales que son crudas y explícitas y las que no lo
son» es que rechazo el modo de ver de esos filósofos.
De
hecho, estoy convencido de que las razones por las cuales pensamos que el erotismo
no suscita un problema moral, si se analizaran (si se comprendieran mejor), podrían
llevarnos a reconocer que la pornografía tampoco lo plantea en mayor medida. 18
A
partir de esta intuición, reforzada por la frecuentación, en ocasiones penosa,
de una literatura bastante hipócrita contra la pornografía, he construido mi
posición general. En mi opinión, la pornografía no amenaza ninguno de los
principios de eso que denomino ética mínima.
Considero,
por tanto, que no hay ninguna razón moral, en el sentido de la ética mínima,
para desaprobar la pornografía.
Pero
¿qué es la ética mínima?
1. Linda
Nead, The Female Nude. Art, Obscenity and Sexualit
y, Londres,
Routledge, 1994, págs. 105-106.
Conviene distinguir
esta cuestión vinculada a la representación de
la actividad
sexual de otra muy próxima, ligada exclusivamente a
los comportamientos
sexuales: ¿por qué está legalmente prohibido y so
socialmente reprobado mantener relaciones sexuales en
público y
no está legalmente prohibido y socialmente reprobado
manteo
nerlas en privado?
2. Bemard Arcand, Le Jaguar et le Tamanoir.
Anthropologie
de la pornographie, Quebec, BoréallSeuil, 1991, págs.
163-164,
inspirándose en una nota de Murray S. Davis, Smut,
Erotic Reality/
Obscene
Ideology, Chicago, Chicago University Press, 1983,
pág. 280.
3.
Drucilla Cornell, Feminism and Pornography, Oxford,
Oxford
University Press, 2000.
4. Home
Office, Report 01 the Committee on Obscenity and
Film
Censorship, Londres, Her Majesty's Stationery Office,
1979.
5. Véase, en particular, el intercambio de argumentos, así
como de insultos, entre Catharine MacKinnon y Ronald
Dworkin:
«Pornography:
An Exchange» ,New York Review olBooks,
3 de marzo de 1994. Ronald Dworkin ha desarrollado
sus ideas
en: «Existe-t-il un droit a la pornographie?», Une
question de
principe (1985), París, PUF, 1996, págs.
417-465; «Liberté et
pornographie», Esprit, n° 10,1991, págs.
97-107.
6. Norbert Campagna, La pornographie, l' éthique,
le droi!,
París, L'Harmattan, 1998.
7. La violenee a la télévision, Informe de Madame Blandine
Kriegel a M. Jean-Jacques Aillagon, ministro de
Cultura y Comunicación,
14 de noviembre de 2002. Publicado en PUF con el
mismo título, col. «Quadrige», 2003.
8. Al menos eso se desprende de las primeras
declaraciones
del ministro de Cultura y Comunicación en el momento de la recepción
del infonne, y de una encuesta sobre el trabajo de
la comisión
a sus miembros, realizada por Le Monde (27 de
diciem
bre). Desde entonces, las cosas parecen haber
evolucionado favorablemente
al Informe, bajo la presión, entre otros, de un
grupo
de diputados derechistas (Le Monde, 11 de
enero de 2003).
Véase el capítulo 7.
9. Los lectores más indulgentes del Informe no han
acabado
de comprender que una comisión delegada para la
televisión
acabara proponiendo medidas para el cine, sin haber
consultado
a los expertos sobre esta última materia (Libération,
15 de noviembre
de 2002).
10. Véase la crítica de este punto de vista
realizada por Éric
Fassin, Les Inrockuptibles, 7 -13 de agosto
de 2002.
11. Iniciada por la núnistra socialista Ségolene
Royal en 2001.
Continuada en la primavera de 2000 por Dominique
Baudis, pre
sidente del Consejo Superior del Audiovisual, de
adscripción derechista.
Mantenida por Christine Boutin, infatigable
perseguidora
del vicio, que presenta, a fmales de julio de 2002,
una proposición
de ley encaminada a prohibir la difusión de las
llamadas películas
pornográficas en la televisión con el apoyo de un
centenar de di·
putados de derechas. Siempre de actualidad: una
proposición de
ley que aspira a proteger a los menores frente a los
«peligros de la
violencia y de la pornografía», presentada por tres
diputados de
derechas algo más moderados (en apariencia) que
Christine Boutin,
se examinó el 12 de diciembre de 2002, pero tras
cuatro horas
de debate seguía sin estar lista para ser votada.
Desde entonces sigue
en la orden del día un proyecto de decreto
gubernamental para
cortar el paso a la iniciativa parlamentaria (Le
Canard enchainé,
8 de enero de 2003; Le Monde, 11 de enero de
2003).
12. Fred
Berger, «Pornography, Sex and Censorship», Social
Theory
and Prac/ice, vol. 4, n° 2, 1977, págs. 183-209; Walter
Berns,
«Beyond the (Garbage) Pale, or Democracy, Censorship
and the
Arts», en Ray C. Rist, The Pornography Controversy, New
Brunswick,
Nueva Jersey, Transaction Books, 1975, págs. 40-63.
13. Laura Lederer (comp.), L'envers de la nuit.
Lesfemmes
con/re la pornographie (1980), Quebec, Éditions du
Remue-Ménage,
1983.
14. Id.,
Wendy McEllroy, XXX, A Woman's Right to Pronography,
Nueva
York, St. Martin's Press, 1995; Alan Soble, Por
16. La forma más escueta (y probablemente la más
citada) de
caracterizar estas diferencias es la que empleó, muy
profesionalmente,
una vieja estrella de este género, Gloria Leonard:
«La única
diferencia entre la pornografía y el erotismo es la
iluminación».
17 .
Véase Hélene Longino, «Pomographie, oppressíon, liberté;
en y regardant de plus pres ... », en Lederer
(comp.), op. cit.,
1983, págs. 41-56. La exposición más clara de esta
idea se encuentra
en el ensayo de la escritora Gloria Steínem,
«Erotica
and
Pornography. A Clear and Present Dífference», en Susan
Dwyer
(comp.), The Problem ofPornography, Belmont, California,
Wadsworth Publishing Company, 1994, págs. 29-34.
18. Esta posición estaba bastante extendida, según
parece,
entre los defensores «na"ifs» de las libertades
sexuales de comienzos
del siglo pasado. Véase, por ejemplo, Bertrand
Russell,
op. cit. Agradezco a Frédéric Nef que
llamara mi atención sobre
este texto, que personalmente nunca se me hubiera
ocurrido
consultar, a buen seguro debido a todo tipo de
prejuicios con
respecto a la calidad de los .juicios morales de
Russell. De hecho,
el texto me ha parecido destacable. Incluso me he
deprimido ante
la actualidad y la audacia de sus conclusiones: «Por
ello, aunque
no espero contar con un amplio sufragio, estoy
firmemente
convencido de que no se necesitan leyes sobre las
publicaciones
obscenas» (pág. 105). ¿Habrá que vivir condenado a
repetir indefinidamente
los excelentes argumentos contenidos en este libro,
sin la esperanza de que algún día sean aceptados?
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