domingo, 9 de junio de 2019

El mito de la voluptuosidad en la prostitución femenina - María Cecilia Salas y Héctor Gallo




Permanencia y cambios culturales de la prostitución

En tanto fenómeno inherente a la historia de la humanidad, la prostitución tiene anclajes subjetivos y sociales que la colocan en un lugar muy singular en cada época y en cada contexto cultural, con funciones y significaciones especificas en las que se trasluce lo que se modifica y lo que permanece de este oficio, en el cual se concretiza una forma propia de los humanos de proceder con el goce.


La prostitución alcanza una pluralidad tal que puede designar culturalmente Un rasgo pecador, lujurioso, diabólico, desviado del bien y de lo normal que desde la moral cristiana se ha atribuido a la mujer en Occidente; también puede ser el contrapunto del donjuanismo, el catalizador de un goce disidente, el garante de un cierto orden matrimonial, una expresión del arte de la sensualidad o la más degradada versión del placer sexual y del erotismo, un oficio público y legal o una actividad ilegal y cercana a la delincuencia, un producto que se vende en vitrinas o en los más sórdidos callejones, un problema de salud pública y justicia social distributiva o la puesta en escena de un intento de la mujer por lograr una reivindicación social... en fin, no agotaríamos aquí las múltiples significaciones culturales de la prostitución. 

Inicialmente podríamos decir que en ella se pone en juego un goce que escapa a la ley moral de la ciudad, que constituye una periferia y un producto residual de la cultura, y frente a lo cual esta es ambigua, inconsistente: la condena y la legitima; la segrega y la protege en las burbujas del discurso de los derechos humanos; la reconoce y la excluye...

Culturalmente la prostitución alimenta la ilusión de un goce sexual grandioso e implica a una mujer que supuestamente sabría cómo hacer gozar a un hombre: escenario sexual donde este depositaria todos los excesos voluptuosos que el amor impide. Es decir, que la prostituta y el cliente parecieran apostarle a un placer sexual ubicado en un límite: un imposible.

Esta apuesta inscribe a dicha pareja en una insaciabilidad, en la decepción y repetición monótona de lo mismo, en lo cual se verifica una y otra vez que el anhelado exceso es imposible y que por el contrario lo que se filtra es la pobreza libidinal y el exceso pulsional: el palidecimiento del placer y la felicidad en la degradación de los ideales de la vida amorosa.

Eduard Fuchs se propone identificar tres momentos históricos del discurso moral construido a propósito de esta práctica sexual (el Renacimiento, la galantería tolerada y el amor a destapo en la época burguesa). Para ello se apoya tanto en la comprensión marxista del fenómeno como en su colección de cuadros de costumbres y de caricaturas sobre esta práctica; a partir de allí empieza por considerar la prostitución y el adulterio como instituciones sociales inevitables, insoslayables, inseparables de la cultura, como la puesta en escena de la Venganza de la naturaleza violentada”; es decir, como consecuencias de lo que culturalmente se ha tenido como un "orden natural”, a saber, la idea según la cual el amor y la sexualidad convertirían a la mujer en propiedad privada del hombre, al lado del cual le corresponde permanecer en estricta castidad, mientras que a este le sería concedido el pleno derecho al desfogue ilimitado de sus pasiones.

Así, mientras la mujer adúltera se vale del medio con el que es vencida y sometida para vengarse, la mujer prostituta se ubica como un sucedáneo del matrimonio: en la prostitución se paga por el servicio prestado, mientras que  en el matrimonio existe un valor único de compra.

La prostitución es, pues, una institución que permanece a través de la historia y las culturas como una práctica rebelde que “ninguna ley ha sido capaz de suprimirla, ninguna sentencia por más brutal que fuese ha eliminado un solo día la actividad de sus sacerdotisas. A lo sumo, la prostitución ha tenido que ocultarse de cuando en cuando, pero los interesados en llegar hasta sus escondrijos han sabido siempre encontrar el camino adecuado”.1

En ese recorrido histórico, Fuchs señala, además, como culturalmente la mujer ha sido depositaria y agente de los más diversos apelativos y funciones: animal doméstico y de labor, esclava domestica de por vida, máquina paciente de reproducción sin voluntad propia, objeto mimado y de lujo cuyo capricho es ley, objeto refinado de placer y gozo, camarada y compañera del hombre, personaje refugiado en la mojigatería exhibicionista... y muchas otras designaciones más o menos estrechas en las que no se agota lo que es una mujer.

Fuchs ilustra muy bien la moral sexual propia del Renacimiento, de la época galante y de la época burguesa, moral que en cierta forma se orienta a regular culturalmente la sexualidad de la mujer. Para nuestros propósitos, nos detendremos en lo que tiene que ver con el ordenamiento, con el lugar y la función social que la prostitución tuvo en cada uno de estos periodos.
En el Renacimiento, durante los siglos XV y XVI, la prostitución es una actividad legal y constante en la sociedad, y opera como correlato de la monogamia; es la época del matrimonio de conveniencia, del amor como propiedad privada y como obligación objetiva. Más allá de la protección del matrimonio y del honor de las mujeres vírgenes, la prostitución le da consistencia, sobre todo, al ánimo masculino del dominio.

“El hombre quería y debía satisfacer sus deseos sin barrera alguna. Para ello habría sido imposible si se hubiera tomado al pie de la letra la exigencia de fidelidad y de castidad y se hubiera consagrado en las leyes, así, se legalizó la prostitución en una decisión que tomó con gusto, ya que garantizaba de manera fácil y a cualquier hora la satisfacción del deseo masculino de variedad y desenfreno sensual porque de eso se trataba: sólo la satisfacción del deseo sexual masculino era tomada en cuenta. (….)2.

En los “callejones de mujeres”, ellas constituyen la materia prima del negocio del amor; ellas son el centro de atención, el mayor estímulo social, transportan goce y vitalidad para el hombre, para la ciudad.

Se observa que en esta época la función de la prostitución en la calle era buscar, esperar y atender clientes: peregrinos, clérigos, forasteros, solteros, casados, militares... afirmando así el trato sexual como lo esencial de la diversión social. Por ello, estas “hijas libres de la ciudad” se ocupaban de animar las fiestas y de dar la bienvenida al visitante, pero también eran objeto de la rudeza y la cólera sin escrúpulos desplegada en las calles y en los bajos fondos de la ciudad, donde ellas se mezclan con rufianes, proxenetas y alcahuetas que las protegen pero que a la vez las explotan y viven de ellas.
En la realeza, la prostituta es artículo de lujo y ostentación: cada uno goza de todas, y cada una sirve a todos. Arte del amor para el disfrute de la nobleza, tal como Fuchs lo describe a propósito de Verónica Franco, prostituta veneciana:
Esta dama sabia en amores contaba entre su clientela a la más alta nobleza de sangre y de espíritu de la segunda mitad del siglo XVI. Su cama era el Gran Hotel en el punto de encuentro más concurrido de Europa por el que había que pasar camino a Roma y camino al Oriente.3

El comportamiento social de la prostituta era una verdadera propaganda en la que ella mostraba el cuerpo como el camino al burdel. En el Renacimiento existía una amplia tolerancia con respecto a la prostitución; por ello se creó la necesidad de regentar esta actividad, para darle progresivamente una ubicación precisa al mercado del amor; era necesario moralizarlo y sectorizarlo en los callejones. “Que todos los establecimientos dedicados oficialmente a lo extramarital y a la alcahueteria deben trasladarse a la Bickergasse, a la Vinkengasse y a la Giyobengasse, tras las murallas u otro limite que le sea adjudicado”.4

Sobrevino, entonces, un movimiento de ordenamiento de esta actividad: diferenciar socialmente a la mujer honorable de la clandestina y callejera; etiquetar y reglamentar en los burdeles cuales son las mujeres aptas para el amor venal, cuanto es el monto de los impuestos para pagar en estos sitios, cuales son los distintivos que ellas deben llevar en el vestuario... Esta es una lucha contra las prostitutas con argumentos morales y medidas drásticas que las condenan socialmente; lucha en la que se sitúa la lascivia y la maldad propias de la mujer como la causa suficiente de la prostitución. En esta idea se inspira la creación de órdenes de arrepentidas o de penitencia: prostitutas contritas, verdaderas magdalenas. No obstante, el ejército de prostitutas aumenta en la marginalidad y se instituye como la otra cara —femenina— de los ejércitos de mercenarios con quienes se reparten el botín luego de la batalla contra la moralidad y las buenas costumbres. Pero, de manera siniestra, la campana moralizante “se complementa”, durante la segunda mitad del siglo XVI, con los estragos de la sífilis y con la decadencia económica. Desde los burdeles se levanta la sífilis, lo cual hace necesario encerrar o desterrar a los agentes transmisores de la epidemia. Triunfa entonces la moral en el Renacimiento, pero sirviéndose de estos dos fenómenos de gran peso cultural: la decadencia económica y la sífilis.

Estas dos sombras fatales opacan el esplendor y la embriaguez creativa del Renacimiento: la sífilis y la caza de brujas. En este punto desemboca el exceso del culto báquico; en eso deviene la orgía que caracteriza la época anterior. Fuchs expresa esta declinación de la época así:

“la química devino en alquimia, la anatomía en sangría, la astronomía en astrología; el erotismo femenino es vinculado con brujería y con prácticas demoniacas, por lo cual son obligadas a confesar pactos con el demonio y condenadas por los tribunales de la santa inquisicion.5

 Durante esta época —la de mayor escasez de hombres registrada en la historia— se exacerba la más brutal misoginia, y la Iglesia católica en particular desata su poder y su desprecio por la mujer, pues asevera que a través de ella entro el pecado al mundo: sus brazos son las tenazas del demonio, ella encama el pecado, se entrega a él para desfogar su insaciabilidad sexual...

Era tal la lujuria supuesta a la mujer, que se creía que solo por “vias sobrenaturales” ella podría satisfacerse. Surge así la figura de la bruja como un ser que aterroriza al hombre y ejerce un secreto poder sobre el para dominarlo y poseerlo, valiéndose para ello del hechizo, los afrodisiacos y los bebedizos. De este modo, la ansiedad secreta de muchas mujeres, su deseo, se convirtió en epidemia. Durante esta época, en la bruja se escuchaba vociferar al demonio, así se demostraba que la sexualidad de esta mujer estaba enferma, y el “tratamiento” era la hoguera, con la cual se silenciaba el delirio y la alucinación orgiástica que paulatinamente tomaba la forma de fenómeno colectivo. A este tratamiento la Iglesia agrega la práctica de la flagelación, con la cual a la vez se reproducía y se condenaba el desafuero erótico.

Declina, pues, el Renacimiento y la sensualidad estaba enferma, enferma de muerte. En dolorosos espasmos heredaba lo que una vez había sido expresión de la más grande energía creativa, de la más alta consumación de la vida. El dios estaba moribundo”.6

En el segundo momento, durante la galantería tolerada (1700-1776), se produce el auge de la prostitución, tanto callejera como oculta. Se genera un cambio grande en cuanto al lugar y la significación social de la prostituta: desaparecen los distintivos de su vestuario y es obligada a vestir decentemente y a “ganarse la vida de manera honesta” en labores como las artesanías, la costura y los bordados. La actividad se recubre de misterio y de secreto; se convierte en algo soterrado. Disminuye la prostitución pública y queda la mujer aún más reducida a la condición de aparato sexual puesto en venta. Por la calle solo deberá transitar el decoro y la decencia; pero a pesar de esta cruzada por la moral, la prostituta sigue siendo  esencial para el placer de los adultos, sin ella les sería inconcebible la sexualidad. Por esto mismo, en las grandes ciudades, a pesar de la moral naciente, las calles son de las prostitutas, mercaderes ambulantes del amor que recorren los teatros, los balnearios, los mercados... De igual modo, para la soldadesca también existían prostitutas dispuestas para la oficialidad, ya no como trabajadoras del amor sino como comerciantes, que divertían a la tropa en su carpa burdel.

En las calles, la lascivia aumenta y los caballeros no pueden evitar buscarla: disfrazados, claro está, para no comprometerse con la sociedad y para protegerse de la plebe que acecha. En general, la cosa sucede en la más brutal frugalidad comercial y en la depravación general de las prostitutas, nada lúdicas ni festivas, sino incitadoras de la galantería bestial. En la prostituta de la calle, sobre todo, se pierde la delicadeza y el carácter alegre y festivo que tuvo en épocas anteriores. Pero en las casas de citas de primera categoría reinaba el orden y la discreción; estos eran verdaderos templos del amor, la novedad y la atracción turística para los visitantes que llegaban a las principales ciudades. En este momento se integran nuevos agentes sociales al comercio del sexo, tales como los cocheros que facilitan y trafican con la prostitución, los peluqueros, los adivinos y las alcahuetas.

Esta es una época de grandes contradicciones con respecto a la sexualidad: se la condena y regula pero también se le practica de la manera más degradada en la calle y en las casas de citas de dudosa categoría; se pone en venta el sexo: en volantes se describía de modo detallado las habilidades eróticas, los encantos corporales y —obviamente— el precio de las prostitutas. Se hacía cada vez más evidente la explotación de la satisfacción sexual asalariada a todo nivel, y según cada clase se establecía para la prostitución una función determinada. Así, en la clase alta, es el espacio para desfogar y escenificar todos los caprichos sexuales; en la pequeña burguesía, es un paliativo y un sucedáneo del matrimonio, pues la mayoría de los hombres no accedían al matrimonio o lo hacían  muy tardíamente por causas económicas.

Las medidas moralizantes incluían formas extremas, como difusión escrita sobre los peligros de las visitas a las prostitutas, reclusión de estas en asilos cuando presentaban infecciones venéreas, expulsión de la ciudad, etc. Se establecieron comisiones de buenas costumbres y de castidad, se consolidó cada vez más una violenta moralización de la ciudad y tal vez por ello se dio un gran aumento de los delitos como el aborto y el infanticidio.

Pero a los hombres que acudían a las prostitutas no se les castigaba, sino que se les intentaba disuadir de otro modo. Sin embargo, ninguna medida moral tuvo éxito y, por el contrario, la prostitución aumentó en medio de una nueva irrupción de la sífilis en Europa.

En el tercer momento, el del amor a destajo, en la época burguesa, al final del siglo XIX y comienzos del XX, la prostitución es un fenómeno plenamente consolidado aun por encima de todas las prescripciones de la moral, pues en esta forma del comercio se concentran otros sectores de la sociedad; este es el espacio para responder al amor venal a causa del aplazamiento de la edad del matrimonio. En esta época se incrementan las posibilidades de comprar placer sexual.

Durante este periodo, el auge de la industrialización conlleva modificaciones urbanas profundas: se abandona un estilo de vida sedentaria y se crean “necesidades masivas”, satisfechas por un personaje tan impersonal como podría serlo la prostituta, siempre dispuesta para todos (ella pertenecía a un verdadero ejército mucho más numeroso que en cualquier otra época); la actividad prostibularia se incrementa considerablemente tanto en los burdeles y en las calles como en los sitios y formas mas veladas socialmente: se trata de lanzarse a la calle a vender sexo, a “hacer la calle", a establecer eslabones con rufianes y criminales. Se consolidan verdaderos emporios prostibularios fundados en una concepción mercantil del sexo sin solicitación ni seducción alguna, y se propaga la moral acérrima y el trato indignante para la mujer, lo cual alimenta la prostitución camuflada.

Cada vez más, entonces, la prostitución es menos lúdica, menos sagrada, y más objetalizada: desaparece la cortesana, se mengua la proliferación de burdeles y se incrementa la prostitución callejera cada vez más degradada.
El siglo XX, en sus inicios, está entrampado en una doble moral, en la perversión de la ley de la ciudad y la consolidación de la prostitución como correlato de la monogamia.

**

En Colombia, en particular en Medellín, el periodo de 1900 a 1930 estuvo marcado por un gran auge industrial, comercial y cultural, y por un considerable crecimiento urbano; fenómenos estos que reforzaron estilos de vida social alternativos, muy diferentes a los establecidos tradicionalmente. Asi, Guayaquil dejo de ser un sector exclusivo de personajes distinguidos, para constituirse en el espacio propicio para expresiones culturales marginales.

Paralelamente al gran desarrollo de la ciudad, se produjo un significativo aumento de la prostitución tanto en la calle como en burdeles de buena y no tan buena categoría. Tal oficio se establece en Medellín como actividad cultural y como profesión; este era un punto de encuentro desinhibido y libre para todas las clases sociales. Hasta comienzos del siglo XX la prostitución era soterrada, penalizada, oculta en las cuevas de Guanteros. Pero ya en la década del veinte existían en la ciudad cuatro sitios de prostitución: Guayaquil, El Llano, La Paz y el Chagualo, en los cuales abundaban las casas de citas, donde la vida era de goce y risa. Muchas de ellas hacían fiestas que parodiaban las de la clase alta. [...j La ley permitía el funcionamiento de las casas de prostitución en pequeñas zonas, siendo las únicas restricciones que estuvieran a más de dos cuadras de las iglesias, escuelas o fábricas o donde hubiera menores de dieciséis años.7

En estos sitios se ofrecían mujeres que en su mayoría eran de origen humilde y rural, Guayaquil se convierte en una mezcla maravillosa de individuos rurales, urbanos, negociantes, homosexuales, prostitutas, poetas, culebreros, músicos... Es el sitio donde nace una ciudad más abierta y permisiva.
Los lugares más exclusivos para esta actividad se ubicaban en la periferia inmediata de la ciudad, donde había mujeres más bellas, incluidas las prostitutas francesas que llegan en 1930, con más clase y, obviamente, más costosas. Es decir, durante estas tres décadas se perfila bien la prostitución en Medellín, ya como arte erótico, ya como forma poco lúdica y degradada de la sexualidad tarifada.

Para ilustrar lo anterior, basta con revisar algunos aspectos de la historia de la prostitución en Medellín durante las primeras décadas del siglo XX.  Para los impulsores de una ciudad civilizada, guardianes de la religiosidad y de la moral pública, caballeros distinguidos que luchan por las buenas costumbres, para toda esta oficialidad, las prostitutas son mujeres de mala vida, inmorales, ruidosas, sin reputación, seres indeseables: en una sola palabra, incivilizadas.

La ley de la ciudad se ve obligada a tomar medidas en esta época de tanto auge prostibulario y ordena regenerar, moralizar y civilizar a estas mujeres. En su defecto, si lo anterior no funciona, exige reglamentar estrictamente este oficio con disposiciones sanitarias y policiales. En caso de escándalo público y desacato a la ley, impone arrestar, multar o desterrar en caso extremo. Pero con este gremio es imposible: el “vicio” no desaparece ni con las más drásticas medidas, como estigmatizar, rechazar, perseguir, ocultar, marginar y discriminar. Se llega incluso a considerar el escándalo producido por estas mujeres de mal vivir como algo mas odioso e insoportable que ellas mismas, puesto que, paradójicamente, resultaban muy necesarias para la estricta y limpia oficialidad medellinense. Por tanto, ellas serian toleradas mientras ejercieran en silencio, sin mucho zafarrancho y en la clandestinidad.

Mujeres de arrabal imposibles de civilizar: mejor será tolerarlas en los márgenes de los lugares decentes. Cada época diseñaba diversas prácticas sociales que procuran controlar o explicar el fenómeno, hacer estadística de el, emprender campanas de dignificación y recuperación moral, adelantar labores de limpieza social o reacomodamiento urbano de las zonas de tolerancia, apelar al discurso de los derechos humanos para que las prostitutas reciban un mejor trato como trabajadoras del sexo y para que accedan a oportunidades laborales más dignas... Pero siempre la prostitución se presenta y se resiste como un incurable en lo social.

Un límite de la prostitución frente a las prácticas institucionales y los discursos sociales

El anterior recorrido que nos ofrece Fuchs sobre tres momentos históricos de la prostitución en Europa, y la referencia a las formas de la prostitución en Medellín a principios del siglo XX, más que una pretensión de hacer historia de esta práctica, busca mostrar —valiéndose de estas referencias como pretexto— lo que de la prostitución permanece a través de las épocas, más allá de las variaciones que cada momento y cultura introduce en ella. Entre Friné y Aspada, cultivadas y significativas hetairas de la antigua Grecia, y las contemporáneas prostitutas de la calle —cada vez más llamadas trabajadoras sexuales— existe en lo factico, en lo manifiesto, una abismal diferencia; sin embargo, más allá de lo fenoménico existe algo que permanece, que se conserva durante la travesía que conduce de las hetairas a las trabajadoras del sexo, a saber, una dimensión radical de la feminidad y el goce que requiere para acontecer de un espacio diferente al doméstico, al de la pareja y el matrimonio, un espacio marginal con respecto a estos. Pero, curiosamente, esta dimensión señalada es difícilmente considerada en la contemporaneidad cuando se trata de emprender prácticas institucionales o de construir discursos sociales a propósito de la prostitución. Más aun, es esta dimensión la que sistemáticamente es encubierta cuando se afirma que la prostitución tiene su causa y su justificación en las necesidades económicas; es decir, que esta sería una opción laboral como cualquier otra.

Si reconocemos que la prostitución no puede ser ajena a esa dimensión de la feminidad y el goce ya señalado, entonces, necesariamente, aquí hemos de asumir el concepto de prostitución más allá del argumento que apela a las necesidades que exigen dinero para ser suplidas, y donde el sexo es lo que se pone en venta para lograr el fin. El concepto deberá ser ampliado para reconocer que la prostitución, que lo que se prostituye, por definición, es también lo que esta estatuido delante de... por fuera de... al margen de. . la pareja estable, el amor y los ideales culturales sobre la sexualidad y el matrimonio. Por tanto, la prostitución estatuye el desorden frente a la moral en la que “debería protegerse” la sexualidad; ella destituye el orden de las "buenas costumbres” sexuales; es decir, con ella se instituye una seria sospecha acerca de la limitación constitutiva que asiste a la cultura en su función de regular los goces sexuales. No es en vano,  entonces, que a una prostituta se le defina como la otra mujer, la de la calle, la de mala vida. Porque moralmente la suya es vina vida a-nómala, a-moral, a-típica, sinverguenza, suelta del orden? O más bien, y sobre todo, porque los moralistas se exacerban al ver en ella una condenable contra-propuesta para el sexo: rápido, fácil, sin barreras morales, sin compromisos, sin los ideales y las mascaradas que se estilan en las parejas legitimas?

Es un hecho que aquí se pone al descubierto que la prostitución es una contra-propuesta para la pulsión sexual, de la cual sabemos que por sí misma —sin la mediación de los ideales y el amor— no tiene reparos en exigir satisfacción directa, inmediata sin miramientos morales; ella no deja de ser —como en la infancia-— perversa polimorfa.

Es decir, lo que se estatuye con la prostitución es familiar al goce, indisociable del arraigado en la naturaleza perversa de la sexualidad humana. Naturaleza que le viene dada por la contingencia y multiplicidad de objetos con los cuales la pulsión puede buscar su satisfacción y por las parciales, variadas y paradójicas formas de obtener la meta de la satisfacción con ese objeto de la pulsión.

Por consiguiente, en esta dirección, la prostitución será pensada aquí como un fenómeno que devela una verdad de la sexualidad humana, de la naturaleza de su goce pulsional, lo cual plantea de entrada una exigencia ética en esta investigación, a saber, no soslayar —con la moral o el positivismo— el problema del goce femenino en la pregunta por la prostitución, y tampoco atenemos—sin interrogarla--- a la reducida y ya clásica y cómoda justificación de esta práctica sexual que la define como venta del cuerpo a cambio de una paga, como venta del cuerpo simplemente por necesidad económica.
Por lo anterior, este trabajo tiene pertinencia ya que aborda la prostitución desde la pregunta abierta por la feminidad y el goce, dimensión capital frente a la cual —sin verla o sin querer reconocerla— las practicas institucionales tropiezan y fallan, fracasan la mayoría de las veces, en sus buenos propósitos de regenerar, resocializar, dignificar,

moralizar, educar... a las prostitutas. Dimensión escamoteada por los discursos y las investigaciones sociales, siempre muy atentos a las mentalidades e imaginarios en los que se sostiene la prostitución en las diferentes épocas, a la marginación social y la pobreza como causas de dicha práctica, a la distribución y las tipologías de esta en las ciudades, a la estadística, a la cuestión del género allí ímplicita... Este trabajo se propone, por tanto, rastrear esa dimensión como un no dicho acerca de la prostitución, un no dicho, un real, que retorna e insiste: haciendo fracasar las prácticas institucionales y haciendo agujeros en los discursos sociales propuestos a propósito de ella. Ese no dicho se anuda a la pulsión, al goce, a la parte femenina, y del no podemos sino obtener un medio-decir, una insinuación en los hechos y fenómenos; no se trata, pues, de un decir total que venga a suturar los agujeros de los discursos sociales frente a la cuestión de la prostitución, sino de incluir un medio-decir que no puede ser sino mítico. Por eso planteamos aquí el mito de la voluptuosidad como expresión que designa el exceso pulsional y el déficit libidinal que definen a la prostitución. Este mito es nuestro punto de partida.

Mito y voluptuosidad, siempre incomodos para el orden cultural, articulan —en la pregunta por la prostitución— el problema de la verdad y el goce. Es en esta perspectiva que avanza este trabajo de investigación: como una palabra a medias sobre el problema, mas no —eso esperamos— como una investigación a medias; como una palabra a medias que cuente en todo momento, tanto con el siempre por decir propio de la verdad como con el siempre por acontecer propio del goce. Valga decir que ese siempre por decir y ese siempre por acontecer es —para el caso de la prostitución— lo que no cesa de escapar y de resistirse a ser petrificado en significaciones exclusivas.

Esta perspectiva define, entonces, nuestros límites y nuestros alcances. Tanto la verdad como el goce son marginales e irreductibles al saber acumulado y a la palabra del hablante: el saber acumulado oscurece la verdad y el goce es una dimensión “fuera del universo del discurso”, y como tal es prohibido al hablante.

Desde este punto de vista, puede afirmarse que la prostitución siempre estará atravesada por ese constante retorno del goce que manifiesta sus efectos, en primer lugar, en la degradación del cuerpo y en el destino mortífero que generalmente se apropia de quienes allí participan; y en segundo lugar, en la resistencia de la prostitución frente a las prácticas y los discursos sociales que se ocupan de ella.

Contenido

Agradecimientos

Proemio

María Cecilia Salas

Permanencia y cambios culturales de la prostitución
Un límite de la prostitución frente a las prácticas institucionales y los discursos sociales

Introducción metodológica

Héctor Gallo

Primera parte

Entre el cuerpo y el significante: la voluptuosidad

1. Prostitución y voluptuosidad
Héctor Gallo

Voluptuosidad y codicia
Prostitución y subjetividad
Prostitución y más de goce
Voluptuosidad y significante

2. Sexualidad femenina y prostitución: un goce excluido

Héctor Gallo

Introducción histórica
Definición del problema
Recolección de los hechos
El brillo de las ausencias
La oscuridad del órgano vaginal
El complejo imaginario y las preguntas del desarrollo
Desconocimientos y prejuicios
La frigidez y la estructura subjetiva
La homosexualidad femenina y el amor ideal
La sexualidad femenina y la sociedad

Segunda parte

Del enigma de la feminidad al mito

1. El mito en la prostitución femenina

María Cecilia Salas

Mito y pulsión
EJ mito no es una mentalidad
El mito de la voluptuosidad: lo sagrado, lo pulsional y el vínculo social
La prostitución: un asunto sagrado
Avatares del mito en el vínculo social
El mito en la razón

2. Del carácter enigmático de la prostitución: la parte femenina

María Cecilia Salas

La dignidad del mito
Mito y ficción
Monstruos míticos, cuerpos fragmentados y un ser prostituido
El goce del monstruo femenino
Mujer-órgano: la parte por el todo
De cómo exorcizar el goce del monstruo

3. Imágenes artísticas del mito de la voluptuosidad

María Cecilia Salas

Nana: la ironía contra el orden
La carne y el oro: la comprensión marxista de Nana
La voluptuosidad o el "gasto inútil”
La prostitución: de la orgia al erotismo de los objetos
La prostitución por fuera del don: el desmoronamiento

Conclusiones y problemas

Héctor Gallo y María Cecilia Salas

Bibliografía

Índice analítico

María Cecilia Salas y Héctor Gallo

Editorial Universidad de Antioquia
Departamento de Psicoanalisis
Facultad de Ciencias Sociales y Humanas
Universidad de Antioquia
Medellín, Colombia, 2001.

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