Introducción
La historia del condón es, en parte, la historia de
las enfermedades venéreas y, en parte, la historia de la contracepción y del
control de la natalidad. Convendría, en principio, distinguir estos dos últimos
conceptos.
El control de
la natalidad existe desde el momento en que los estados, los pueblos o las
familias comprendieron que excedían sus posibilidades de mantener a todos los
hijos que nacían. El control de la natalidad pertenece, por ello, tanto al
ámbito privado como al ámbito público. En el ámbito privado, cada familia o
persona aplica un método según sus conocimientos, posibilidades o recursos. En
el ámbito público, los estados se han ocupado de penalizar o premiar los
nacimientos, según conviniera, mediante leyes, campañas de concienciación o
recomendaciones.
Cada pueblo,
cada familia o cada individuo ha utilizado un sistema para controlar la
natalidad, es decir, para evitar que el número de hijos creciese demasiado. Los
métodos empleados van desde el aborto hasta los programas de abstención
periódica en función de las etapas fértiles de la mujer. Se suelen utilizar
distintos tipos de productos, tratamientos o adminículos con el fin de evitar
que el esperma se deposite o se mantenga en el útero para, así, impedir que los
óvulos maduros entren en contacto con espermatozoides vivos.
Una de las
forma más atroces de controlar la natalidad fueron las matanzas de niños. Esto
sirvió al mismo tiempo para aplacar la cólera de algún dios sanguinario o bien
para obtener sus favores. Más adelante esta costumbre fue sustituida por los
sacrificios de animales.
Otro método
de control de natalidad que no es en modo alguno contraceptivo es el
infanticidio o el abandono de los hijos no queridos después de su nacimiento.
Este, por desgracia, es un sistema que se viene empleando desde el principio de
los tiempos y que, a pesar de todas las medidas contraceptivas e incluso
abortivas existentes, continúa vigente en nuestros días.
La historia del condón es, en parte, la historia de
las enfermedades venéreas y, en parte, la historia de la contracepción y del
control de la natalidad. Convendría, en principio, distinguir estos dos últimos
conceptos.
El control de
la natalidad existe desde el momento en que los estados, los pueblos o las
familias comprendieron que excedían sus posibilidades de mantener a todos los
hijos que nacían. El control de la natalidad pertenece, por ello, tanto al
ámbito privado como al ámbito público. En el ámbito privado, cada familia o
persona aplica un método según sus conocimientos, posibilidades o recursos. En
el ámbito público, los estados se han ocupado de penalizar o premiar los
nacimientos, según conviniera, mediante leyes, campañas de concienciación o
recomendaciones.
Cada pueblo,
cada familia o cada individuo ha utilizado un sistema para controlar la
natalidad, es decir, para evitar que el número de hijos creciese demasiado. Los
métodos empleados van desde el aborto hasta los programas de abstención
periódica en función de las etapas fértiles de la mujer. Se suelen utilizar
distintos tipos de productos, tratamientos o adminículos con el fin de evitar
que el esperma se deposite o se mantenga en el útero para, así, impedir que los
óvulos maduros entren en contacto con espermatozoides vivos.
Una de las
forma más atroces de controlar la natalidad fueron las matanzas de niños. Esto
sirvió al mismo tiempo para aplacar la cólera de algún dios sanguinario o bien
para obtener sus favores. Más adelante esta costumbre fue sustituida por los
sacrificios de animales.
La contracepción
impide el encuentro entre el óvulo y el espermatozoide, es decir, impide la
concepción; la antinidación perturba el medio que habría de servir para
alimentar al feto y, por tanto, le impide desarrollarse. Los modernos
anovulatorios inhiben la ovulación o bloquean el cuello del útero. La píldora
que se toma cuando se retrasa la menstruación, interrumpe la gestación,
mientras que los métodos llamados «naturales» limitan las relaciones sexuales a
los periodos de infertilidad.
Otro método
de control de natalidad que no es en modo alguno contraceptivo es el
infanticidio o el abandono de los hijos no queridos después de su nacimiento.
Este, por desgracia, es un sistema que se viene empleando desde el principio de
los tiempos y que, a pesar de todas las medidas contraceptivas e incluso
abortivas existentes, continúa vigente en nuestros días.
De homo erectus a homo eroticus
Bien haya
el inventor tan excelente de un arte en todas formas eminente, tan útil y
gustoso. ¿Quién sería? ¡Qué elogios al saberlo yo le haría! Mas ¿cómo no
percibe mi rudeza que el autor solo fue Naturaleza? En la ley natural no fue
delito ser los hombres más justos putañeros, ni tuvo entonces tasa el apetito.
En el reino
animal, la sexualidad está sometida a los ciclos de fecundidad, porque las
hembras solamente aceptan copular con los machos durante los periodos fértiles,
los que se conocen habitualmente como «celo».
Lo mismo
sucedió con la especie humana hasta que, hace entre treinta o cuarenta mil
años, la hembra independizó su deseo sexual de sus ciclos fértiles y se acercó
al macho incluso estando preñada, algo que ninguna otra hembra animal hubiera
admitido. Este hecho se deduce de los cambios de comportamiento sexual que
aparecen plasmados en las paredes de las cuevas habitadas por seres humanos a
lo largo del Paleolítico Superior. En las imágenes más antiguas, la información
gráfica de actividad sexual humana aparece siempre relacionada con la fecundación,
mientras que, en los dibujos más tardíos, se aprecia que la sexualidad se
relacionaba ya con el placer, la seducción y la exploración de objetos sexuales
(Javier Angulo y Marcos García, Diversidad y sentido de las representaciones
masculinas fálicas paleolíticas en Europa occidental).
Los
resultados de esa emancipación fueron sin duda enriquecedores para la especie y
subrayaron nuevas diferencias respecto a los demás animales, una de las cuales
fue el nacimiento del erotismo, manifestaciones de la sexualidad que nada
tenían que ver con lo genésico. Tengamos en cuenta que, para la biología, la
sexualidad es el conjunto de actividades y hechos relacionados con la
procreación. Sin embargo, el ser humano empezó a utilizar el placer sexual como
moneda de intercambio y terminó por convertirlo en una forma de salvar el
abismo que le separa del resto del universo y unirse simbólicamente con el
mundo[1].
No obstante,
al comprobar que, a diferencia de las hembras animales, la hembra humana
continuaba sintiendo deseo sexual después de aparearse y de concebir, surgió un
mito que ha venido planeando sobre la mayoría de los pueblos, que ha
sobrevivido a la Edad de la Razón y que reaparece constantemente en nuestro
tiempo, tanto en las culturas más conservadoras como en las más renovadoras: la
desmesura del deseo de la mujer, la leyenda de la devoradora de hombres, de la
mantis religiosa, de la vagina dentada.
En la
Antigüedad, este mito aparece plasmado en figuras, relieves y tallas de diosas
prehistóricas que son a la vez madres, amantes y devoradoras, como la diosa
india Cali, que da la vida y la arrebata, o como las figuras precolombinas de
muchas culturas de América que muestran diosas con una boca entre las piernas,
dotada de dientes bien afilados, amenazadores y castrantes.
Para los
humanos, la diosa se convirtió en el mito de la hembra demandante a la que
ningún macho es capaz de satisfacer. Un mito que ha suscitado el temor
ancestral del varón al sexo femenino, un sexo oculto, interno, oscuro y
misterioso que, además, mana sangre[2]. Tan oscuro y misterioso como sus
pensamientos e intenciones. Un temor que probablemente indujo un día al hombre
a someter a la mujer y a convertirla en un ser inferior y oprimido, para
mantener bajo control su temible voracidad sexual y su aún más temible astucia.
Mitos aparte,
la adquisición de la conciencia, esa capacidad que permite al hombre saber
intelectualmente que su destino es la muerte, determinó la principal diferencia
respecto a los animales. Y la sexualidad marcó nuevos distanciamientos.
¿QUIÉN ARARÁ
MI TERRENO HÚMEDO?
Primero
fueron los ritos de fertilidad, espectáculos sexuales y danzas rituales
empapadas de erotismo que habían de atraer la fecundidad sobre los hombres, los
animales y las tierras.
Los artistas
o, probablemente, los chamanes, idearon numerosos símbolos femeninos cargados
de poder genésico, figuras emblemáticas que en los siglos XIX y XX se llegaron
a denominar «pornografía plástica de la prehistoria», sin comprender que aquellas
manifestaciones artísticas eran precursoras del arte religioso. Vulvas
ostentosas, pechos contundentes, vientres fecundos, caderas desmedidas,
representaron la función maternal de la mujer, la madre, la diosa, el origen de
la vida. Esto bien pudo proceder de un tiempo en que los hombres desconocían la
relación entre el sexo y la generación y atribuían exclusivamente a la hembra
la capacidad de procrear, como la tierra producía frutos silvestres sin
necesidad de sembrarla.
La magia por
analogía (o por simpatía) estableció una relación estrecha entre la sexualidad
humana y la fertilidad de los animales o de la tierra, convirtiendo el ritual
sexual en garantía de fecundidad y de éxito social. En todas las culturas, los
adolescentes han celebrado siempre su llegada al mundo adulto, es decir, su
capacidad para procrear, con distintos rituales que, al refinarse los pueblos,
se convirtieron en ceremonias de presentación en sociedad, como la puesta de
largo para las jóvenes (esos bailes de debutantes que todavía vemos en las
películas) o las novatadas para los muchachos.
La invención
de la agricultura hizo surgir la conexión entre el acto sexual y la fertilidad
de la tierra y de los animales domésticos, una idea de la que participaron las
comunidades agrícolas de todo el mundo, celebrándose rituales de danzas y
apareamientos litúrgicos que habían de promover la abundancia de frutos y de
crías humanas y animales.
Venus de
Willendorf (c. 25 000-20 000 a. C.), hallada en Willendorf en 1908. Este
emblema de fecundidad se conserva en el Museo de Historia Natural de Viena,
Austria.
EL PODER
FEMENINO
Varios
antropólogos de los siglos XIX y XX aseguraron haber encontrado tribus en
Australia que desconocían la intervención masculina en la reproducción,
atribuyendo la fecundación a espíritus que se introducían en el útero de la
mujer. Hay estudiosos que opinan que estas mismas creencias determinaron hace
miles de años la preponderancia de la mujer sobre el hombre en los pueblos
primitivos constituidos como matriarcados. Otros señalan que fueron los
pastores quienes observaron por primera vez la relación entre la cópula y la
fecundación de los ganados y comprendieron la trascendencia del papel del varón
en la generación, dando lugar a las sociedades patriarcales. De hecho, algunas
mitologías atribuyen a los pastores la victoria sobre las tribus de amazonas,
mujeres guerreras y poderosas que han simbolizado el matriarcado.
De la
civilización sumeria nos ha llegado el texto más antiguo que recoge el
simbolismo entre el acto sexual y la siembra. Es un himno procedente del tercer
milenio antes de nuestra Era, en el que la diosa virgen y madre Inanna pregunta:
«¿Quién arará mi vulva? ¿Quién arará mi terreno húmedo?» y el dios pastor
Dumuzi responde: «Gran señora, yo araré tu vulva».
En Sumer, la
gran sacerdotisa Inanna ejercía la prostitución sagrada copulando una vez al
año con el rey, del que era esposa ritual, para materializar en la tierra los
actos de los dioses en el cielo. Nos lo cuenta el himno que canta la Santa Boda
entre la sacerdotisa Shubad, encarnación terrenal de Inanna, y el rey
Mescalamdug, encarnación terrenal de Dumuzi, quien la conduce a la cámara
sagrada para celebrar el rito que asegurará durante un año la fertilidad de las
mujeres sumerias, de los animales y de las tierras.
PARIRÁS A TUS
HIJOS CON DOLOR
Aquel cambio
que se produjo en la hembra del homínido y que convirtió la receptividad sexual
limitada propia de los animales en disponibilidad permanente propia del ser
humano determinó la capacidad de la hembra humana para reproducirse en
cualquier época del año. Y entonces tuvo lugar una nueva circunstancia que
hasta ese momento no se había previsto. El exceso de población llegó a poner en
peligro la subsistencia de los pueblos.
No obstante,
el hecho de que la hembra humana fuera capaz de concebir a lo largo de todo el
año no debió suponer por sí solo un exceso de población. Hay que tener en
cuenta las elevadas tasas de mortalidad infantil, la costumbre de muchos
pueblos de sacrificar niños a los dioses y, además, claro, la dificultad de la
hembra humana para dar a luz.
Si observamos
los mitos antiguos, podemos interpretar la maldición bíblica con la que el dios
judío acompañó la expulsión del Paraíso: «parirás a tus hijos con dolor».
Significa que cuando el ser humano se irguió, hace unos diez millones de años,
sobre sus dos extremidades posteriores, la nueva postura dificultó el parto —a
veces con resultado de muerte— porque, para mantener el equilibrio, el canal
pélvico hubo de estrecharse. La selección natural se ocupó de favorecer a las
hembras que parían crías prematuras o de pequeño tamaño, capaces de atravesar sin
riesgo la estrechez de la pelvis.
Las hembras
animales parían sin grandes dificultades y sus crías se independizaban
rápidamente, pero las hembras humanas que conseguían dar a luz y mantenerse con
vida, parían hijos inmaduros dependientes y necesitados de cuidados durante
largo tiempo, lo que obligaba a las madres a dedicarles la atención que
hubieran podido dedicar a la caza o a la recolección. Para subsistir, recabaron
la protección del macho que debía proporcionarles alimento y amparo. Por fortuna,
para entonces, ya las mujeres contaban con una poderosa moneda de cambio con la
que pagar sobradamente los servicios masculinos: los favores sexuales
continuados y el recién estrenado erotismo.
Para los
machos aquello debió ser la vuelta al Paraíso. La hembra siempre en celo y
siempre dispuesta a copular. Y, por si fuera poco, el coito frontal que
permitía el encuentro social, el reconocimiento del rostro de la hembra que se
ofrecía solícita y que expresaba el placer que los movimientos pélvicos masculinos
le producían al estimular rítmicamente su clítoris. Una nueva distinción de las
otras especies animales y un nuevo hallazgo de la sexualidad humana. El homo
erectus se había convertido en homo eroticus.
MOLER EL
MOLINO SIN HACER PASAR EL AGUA
Los aedos contaban que un día la Tierra se
quejó con su hijo Zeus: «Me pesan mucho los hombres. ¿Por qué no promueves una
guerra para que mueran unos cuantos?».
Llegó un día
en el que fue necesario recurrir a nuevos medios para impedir el desbordamiento
demográfico. Cuando ya ni las enfermedades, ni las migraciones, ni los
sacrificios, ni las guerras consiguieron equilibrar el balance entre muertes y
nacimientos, el hombre estableció una nueva diferencia con los animales: empezó
a espaciar su reproducción.
Evitar la
reproducción no siempre obedeció a la presión demográfica. Una de las primeras
descripciones que conocemos de un método para eludir un coito fecundo aparece
en la Biblia (Génesis, 38: 8-10), en el relato del matrimonio de Onán y Tamar y
su finalidad nada tuvo que ver con los motivos que subyacen generalmente a la
contracepción.
Tamar se casó
con Er, hijo de Judá, pero quedó viuda antes de tener hijos. Dado que para un
judío no hay cosa peor que morir sin descendientes, Judá obligó a su segundo
hijo, Onán, a cumplir la ley del levirato, casándose con su cuñada y procreando
hijos para el hermano muerto.
Pero Onán,
sabiendo que los hijos que su mujer pariera no serían sus herederos, sino los
de su hermano, derramaba su simiente en la tierra, es decir, practicaba el
coito interrumpido. Y Dios castigó con la muerte su desobediencia a la ley del
levirato.
Dos veces viuda y sin hijos, Tamar se vio abocada a
esperar largos años hasta que el menor de sus cuñados, Selá, tuviese edad para
desposarla. Temió que aquel matrimonio nunca tuviera lugar o que ella perdiera
la fertilidad antes de volverse a casar y tomó una decisión valiente y
definitiva. Se disfrazó de prostituta y sedujo a su suegro Judá, con el que
tuvo finalmente dos hijos gemelos, Farés y Zara.
Judá y
Tamar, por Jean Horace Vernet. Tamar no consiguió hijos de ninguno de sus dos
esposos y se vio obligada a engañar a su suegro, disfrazandose de prostituta,
para tener descendencia.
El coito
interrumpido fue, sin duda, el primer método empleado para evitar la
concepción. No precisa instrumentos ni pócimas ni lavatorios y, además, se le
puede ocurrir al más ignorante, como dice Alfred Savuy.
Sin embargo,
no se encuentran demasiadas referencias exceptuando la historia de Onán y
algunas otras, como un poema de Arquiloco de Paros que, en el siglo VII a. C.,
cuenta que sedujo a la hermana menor de su prometida y que «se dejó ir con todo
su vigor sobre ella, aunque apenas rozando su vello castaño».
Un
historiador francés que vivió a caballo entre los siglos XVI y XVII, Pierre de
Brantôme, explica las muchas trampas que realizaban las damas de la corte de
los Valois para «evitar el escándalo» y cuenta que muchas mujeres engañaban a
sus maridos y consentían en tener hijos de sus amantes, mientras que otras se
les entregaban sin quedar embarazadas de ellos para no engañar al marido con
hijos de otro, porque estaban convencidas de que no le ponían los cuernos «si
el rocío no les entraba dentro».
COITUS
INTERRUPTUS
El coito
interrumpido sigue siendo uno de los métodos más utilizados en nuestro país, a
pesar de la abundancia de información sexual disponible. La revista médica Jano
publicó el 18 de septiembre de 2008 el resultado de un estudio de salud e
higiene íntima realizado por la Sociedad Española de Ginecología y Obstetricia,
según el cual, cuatro de cada diez españolas entre 15 y 50 años no utiliza
método anticonceptivo alguno en sus relaciones sexuales y un 21 % usa el
coito interrumpido habitualmente, porcentaje que se eleva hasta el 33 %
entre las adolescentes. El coito interrumpido es el tercer método más empleado
por las españolas, después del preservativo masculino (44 %) y de la
píldora (35 %).
Cuenta Alfred
Savuy que los corsarios apresaron en cierta ocasión al caballero Sanzay de
Bretaña y lo vendieron como esclavo a un clérigo de la mezquita de Argel.
Recreando la historia bíblica de José y la mujer de Putifar, parece que la
esposa del clérigo musulmán se enamoró del caballero francés y se acostó con él
con la condición de que no permitiera que una sola gota de su semen cristiano
contaminara su cuerpo, porque eso ofendería al Profeta. Y dicen que él obedeció
y que «molía en el molino de su dama sin hacer pasar el agua».
Cierto es que
tampoco parece muy necesario elaborar textos explícitos sobre el empleo de este
método tan común, ya que es sobradamente conocido y, además, salvo
manifestaciones de índole poética o mística, es una actividad que permanece en
la intimidad más oscura de la pareja, sin intervención de terceros y sin que
trascienda al exterior, al contrario que los otros dos métodos de control de
natalidad más utilizados en la historia antigua: el aborto, del que hablaremos
más adelante, y el infanticidio, muy anterior.
La literatura
sexual de la antigua China aporta detalles sobre el coito interrumpido y la
retención seminal como una gimnasia terapéutica para controlar la propia
actividad sexual. Señala que el semen es el tesoro más preciado del hombre y que
su emisión supone una pérdida que solamente se contrarresta con la recepción de
una cantidad equivalente de semen femenino. Por tanto, el hombre ha de
satisfacer completamente a su mujer en el coito aunque él no debe permitirse
eyacular más que en ciertas ocasiones.
En Occidente,
al creer que la mujer era fértil todo el año, los hombres tuvieron que
esmerarse por aprender a evitar eyacular dentro de la vagina para prevenir
embarazos no deseados. Es probable que, al menos en el ámbito en que se produjo
aquel gran movimiento del amor cortés, los hombres se aplicaran a retener la
eyaculación hasta que la mujer hubiera experimentado el orgasmo
No es nada nuevo, por tanto, la técnica que muchos
hombres de hoy han aprendido para controlar su eyaculación y «esperar» a que la
pareja haya llegado no solamente a un orgasmo, sino, en muchos casos, a tres o
cuatro si la mujer es multiorgásmica.
DETENTE,
ABRAHAM
Según la
Historia Universal de la Medicina dirigida por Laín Entralgo, no hay indicio
positivo alguno de aborto o infanticidio en la Prehistoria. Las matanzas
rituales de niños aparecen en culturas complejas, durante el periodo
predinástico egipcio y en América precolombina. Más tarde, las víctimas fueron
reemplazadas por animales. El mismo Quetzalcóatl, la Serpiente Emplumada
azteca, llegó a sufrir las burlas de los partidarios del sacrificio humano
cuando sus seguidores decidieron sustituir a los niños por pájaros, mariposas o
serpientes.
El pueblo
hebreo, como todos los pueblos semitas, practicó el infanticidio hasta que el
contacto con el ya entonces civilizado pueblo egipcio le llevó a reemplazar la
bárbara costumbre de sacrificar el primogénito a los dioses por un sacrificio
animal. Nos lo cuenta detalladamente el mito de Isaac, condenado a ser inmolado
a los crueles dioses hebreos y salvado oportunamente por un nuevo dios más
amable y comprensivo que aceptó un becerro en lugar del niño. No olvidemos que
Abraham, padre de Isaac y protagonista del mito, procedía de Ur, en Caldea, lo
que señala su origen semita. Un poema expresa el reemplazo de un dios
sanguinario por otro bondadoso:
«Detente,
detente, Abraham, no mates a tu hijo Isaac, que ya está mi Dios contento de tu
buena voluntad».
El dios
sanguinario es el que demanda «Conságrame todo primogénito, todo lo que abre el
seno materno entre los hijos de Israel, tanto de hombres como de animales»,
(Éxodo 13) y el dios bondadoso es el que señala «Misericordia quiero y no
sacrificios», (Oseas 6.6). Entre estas dos frases bíblicas algo había sucedido
evidentemente. Los dioses crueles hebreos, Elhoim (que significa «dioses» en
plural), se habían convertido en un solo dios más bondadoso, Yahvé o Jehová
(que ya es un nombre propio).
Otros mitos
antiguos nos recuerdan la costumbre de sacrificar niños para aplacar a dioses
sanguinarios, como la historia de Ifigenia, ofrecida por su padre Agamenón para
propiciar los vientos que permitieran a las naves griegas partir hacia Troya;
como Andrómeda, ofrecida por su madre Casiopea para pacificar a Neptuno
irritado por su arrogancia; como la hija que Jephta que ofreció a Dios en
sacrificio (Jueces 11, 30-39); como las matanzas de niños egipcios que llevó a
cabo el ángel del dios hebreo para mostrar al faraón su poder brutal; o como la
famosa leyenda de la matanza de los Inocentes ordenada por el rey Herodes. Son
mitos que recrean las hecatombes de niños de algunos pueblos primitivos y que
aparecen solamente en obras de carácter religioso, sin nombre de autor ni datos
históricos contrastables[3], que se solían atribuir a personajes antiguos,
venerables o relevantes, para darles más importancia.
Andrómeda,
de John Edward Poynter. El mito de Andrómeda, como el de Ifigenia, el de Jephta
o el de Isaac, cuenta la costumbre que tenían algunos pueblos antiguos que
consistía en sacrificar para sus dioses a los niños más hermosos o a los
pertenecientes a las familias más encumbradas.
Las matanzas
rituales de niños del sexo no deseado, ya fueran varones o hembras, no
solamente sirvieron para controlar el exceso de población o aplacar la cólera
de los dioses, sino que determinaron en un tiempo la constitución de sociedades
basadas en la poliandria (una mujer con varios esposos) o en la poliginia (un
hombre con varias esposas), cuando se daba, respectivamente, un exceso de
varones para cada mujer o un exceso de mujeres para cada varón.
Seguramente se trata de una broma de mal gusto, pero
Giacomo Casanova cuenta que asistió a la bendición del río Neva en San
Petersburgo, durante la fiesta de la Epifanía, un 6 de enero en que, como es
natural, el agua estaba cubierta por una gruesa capa de hielo. Tras bendecir
las aguas, el pope bautizó a varios niños y, como allí se mantiene el rito
original del bautismo por inmersión, fue sumergiendo a las criaturas en el agua
helada, a través de un gran agujero practicado a ese efecto. La mala fortuna
hizo que uno de los niños se le escurriera de las manos y se perdiera en la
oscuridad de las aguas. Y dice Casanova que el pope, sin inmutarse, gritó:
«¡Dadme otro!» y que los padres, en lugar de espantarse, rieron felices,
convencidos de que su hijo había ido a parar directamente al cielo. Al mismo
cielo, suponemos, al que creían los antiguos que iban a parar los niños que
sacrificaban a sus dioses.
LA MUERTE DEL
ESPERMA
El método
anticonceptivo que más se ha descrito en la Historia es, sin duda alguna, el
empleo de espermicidas, es decir, de sustancias capaces de dar muerte al licor
fecundante que emite el varón y que, para los antiguos, era una gota del
cerebro. En su obra Timeo, Platón escribió que el semen tiene alma (pneuma) que
respira y que anhela salir al exterior para generar nueva vida.
Una vez
conocido por todos el papel que desempeña en la concepción el esperma
masculino[4], el método contraceptivo más explicado fue impedir el acceso del
semen al útero, expulsándolo, bloqueando su entrada o acabando con su vida,
como indican las «recetas para matar el esperma», empleadas por los egipcios y
que Aristóteles describió ya en el siglo IV a. C., en su obra Historia de los
animales. En ella relata que hay quienes evitan la concepción untando la zona
del útero a la que llega el esperma con aceites de cedro o de oliva, mezclado
con incienso o con ungüento de plomo.
La ley judía
autoriza la prevención de nacimientos y por ello los textos hebreos mencionan
esponjas espermicidas y citan la práctica del coito interrumpido. En la India,
en China y en Japón parece que se utilizaron tampones espermicidas empapados en
sal, miel y aceite. En la India, se recomendaba untar la vagina con una pasta
formada por aceite y sal gema. También el Ananga Ranga, texto sánscrito del
siglo VI, describe brebajes esterilizantes o abortivos mezclados con rituales
mágicos.
El Islam
tampoco prohíbe la anticoncepción y así podemos encontrar en textos musulmanes,
como los tratados de Medicina del Profeta o de Medicina islámica, referencias
al uso de óvulos y tampones espermicidas, con fórmulas personalizadas y
secretas, que las comadronas insertaban en la matriz. Y cuenta Norman Himes
que, ya a mediados del siglo XIX, hubo una comadrona en La Meca que establecía
un contrato con sus clientas en el que se comprometía a devolverles el dinero
si su método contraceptivo fallaba.
Las
leyendas más conocidas que narran los sacrificios de primogénitos entre los
pueblos antiguos son las matanzas de los niños egipcios a manos del dios hebreo
y los Santos Inocentes a manos de Herodes.
UN PROTECTOR
PARA EL PENE REAL
Dicen que fue
el rey Minos, el legendario monarca de Creta, quien, hacia el año 1200 a. C.,
utilizó por primera vez un preservativo fabricado con una vejiga de cabra o,
según otros autores, con pulmones de pez[5]. Pero es preciso tener en cuenta
que ni él ni ningún otro varón de la Antigüedad emplearon el condón para evitar
embarazos, sino para protegerse de enfermedades infecciosas. Precisamente, el
manuscrito que menciona el condón del rey Minos alude a una enfermedad venérea
que el rey cretense contrajo tras mantener comercio carnal con cierta ramera.
El citado preservativo llegó, por tanto, tarde, pero nos ha servido para saber
que los condones se utilizaron como protectores para el pene. La evitación de
embarazos no deseados recayó casi siempre sobre las mujeres que pronto
aprendieron a controlar la natalidad con aquiescencia del hombre o sin ella.
Muchas de las
enfermedades venéreas que hoy conocemos existen desde la Antigüedad, aunque no
se haya conocido su verdadera causa y naturaleza hasta tiempo después, pero sí
es cierto que muchos pueblos antiguos ya observaron que existe una relación
causa-efecto entre el contacto sexual y ciertas enfermedades, como la gonorrea,
que aparece en numerosos tratados médicos griegos, egipcios y romanos.
En la
Divina Comedia, Dante pintó al rey Minos como encargado de señalar a los
condenados el círculo infernal en el que debían sufrir su condena. Tras
escuchar los pecados, Minos envolvía con su cola al pecador un número de veces
igual al número del círculo infernal que debía ocupar.
Sin embargo,
al ignorar la existencia de los virus y de las bacterias, en muchos casos fue
imposible reconocer la relación entre el comercio carnal y la enfermedad, como
sucede con el herpes genital, que desaparece en unas semanas sin dejar
cicatriz, pero el virus permanece en el organismo afectado y puede volver a
producir lesiones más tarde; o la sífilis, cuyos síntomas aparecen al cabo de
varias semanas para desaparecer sin, aparentemente, dejar rastro, pero que
vuelve con fuerza pasado cierto tiempo, con ulceraciones en cuyas secreciones
puede observarse el microbio.
Tampoco se
llegaron a asociar, como es lógico, los efectos posteriores de tales enfermedades
sobre el organismo, como la esterilidad o las lesiones cerebrales, ni las
malformaciones que pueden transmitirse al feto si la enferma está encinta, como
la ceguera o la neumonía que pueden producir la gonococia y las clamidias o
bien las lesiones del sistema nervioso central (incluso la muerte) que pueden
causar el herpes genital o la sífilis. Por último, muchas de las enfermedades
de transmisión sexual, incluso las que hoy siguen azotando al mundo, son
totalmente asintomáticas, lo que las hace mucho más peligrosas, porque las
complicaciones a largo plazo siempre son más graves.
Por ello, ha
sido imposible detectar el origen sexual de numerosísimos casos de patologías
sufridas, transmitidas o heredadas, que se imputaron a cualquier otra causa. Y,
por tanto, los hombres se han protegido contra infecciones solamente en casos
de clara amenaza y, además, el preservativo no ha estado siempre al alcance de
todos, sino que su empleo se limitó a cierta élite que podía obtenerlo o
fabricarlo.
El
preservativo se utilizó como método anticonceptivo ya en nuestro tiempo o,
probablemente, en el siglo XVIII. Aunque hay quien dice que el preservativo que
el doctor Condom (o Cockburn) fabricó en el siglo XVII para el rey Carlos II
«el Insaciable» tuvo también el objetivo de recortar el número de bastardos
reales que proliferaban en la corte de los Estuardo en Inglaterra.
Se ha dicho
que el nombre de «condón» en castellano o «condom» en inglés, procede del
mencionado médico de Carlos II. No obstante, Gustave Witkowski, médico francés
del siglo XIX, asegura que su nombre procede de la palabra latina «con dum»,
que es el acusativo de condis, que procede del verbo «condere» que significa
esconder, proteger. Y no solo se muestra este autor en contra de la procedencia
del nombre del doctor Cockburn mal pronunciado, sino que afirma que es en Francia
donde precisamente pronuncian condom, como nombre de un inventor que nunca
existió.
Como siempre
surge la controversia ante cualquier descubrimiento o invención, parece que
hubo también en Francia un médico llamado Condom (Mme. de Sevigné menciona el
nombre de M. Condom en algunas de las cartas que dirigió a su hija) a quien se
le intentó atribuir la autoría del famoso profiláctico. De hecho, Condom es una
ciudad francesa. Incluso hay quien menciona como etimología del condón al
Coronel Cundum, perteneciente a la guardia real de Carlos II.
Sin embargo,
no parece propio de aquellos momentos el que los países se disputasen la
autoría del famoso profiláctico, sino que más bien debieron huir de ella
porque, antes de que se emplease como anticonceptivo, lo que sucedió ya a
finales del siglo XVIII, su única función fue proteger al hombre del contagio
de venéreas y, por tanto, siempre se asoció su uso a la prostitución y al
libertinaje, de manera que cada país no solamente no trató de atribuirse el
invento, sino que trató de atribuírselo al contrario. Así, en Francia, se le
llamó gorra inglesa o capote inglés (Casanova citó su redingote anglaise),
mientras que los ingleses lo llamaron capa francesa. Veremos que lo mismo
sucedió con la sífilis, a la que cada país denominó con un nombre que la hacía
oriunda de otro país contrario o enemigo.
Carlos II
Estuardo, el Rey Insaciable. Se dice que tuvo tantos bastardos que urgió a su
médico, el doctor Condom, para que le fabricase un dispositivo que le evitara
más hijos o, más probablemente, menos infecciones.
La idea de
prevenir un exceso de bastardos es discutible, porque Carlos II murió dejando
numerosa descendencia ilegítima y ningún heredero legítimo. Además, un
diccionario inglés publicado en Londres en 1781, titulado Classical Dictionary
of the Vulgar Tongue, define el condón como la tripa de una oveja utilizada por
los hombres en el coito para prevenir la infección venérea. No menciona en
absoluto la contracepción.
El
preservativo se consideró definitivamente un método de prevención contra el
embarazo tan solo cuando ya, en el siglo XX, el uso de la penicilina disipó el
fantasma de la infección venérea.
EL DISCUTIBLE CONDÓN PREHISTÓRICO
El 8 de
septiembre de 1901, tres científicos franceses que examinaban un pequeño valle
en el corazón del Périgord reconocieron una cueva que había descrito ya en 1894
otro investigador, Emile Rivière, y cuyo hallazgo supuso un hito en el
conocimiento de la Prehistoria europea, la cueva de Les Combarelles, situada en
Les Eyzies de Tayac.
Hasta 291
dibujos contabilizaron los científicos, repartidos en 105 conjuntos. A partir
de los indicios existentes, los habitantes de la gruta fueron identificados como
hombres de Cromañón. En 1973 se realizó la datación de los restos animales
encontrados en la cueva y el método del Carbono 14 arrojó la fecha: entre 13
680 y 11 380 años de antigüedad.
Sin embargo,
los 291 dibujos se quedaron en nada cuando los investigadores avanzaron hacia
el interior de la cueva. Les Combarelles guardaba un inmenso tesoro que se
salvó de milagro a través de los siglos, a pesar de las infiltraciones y las
agresiones climáticas: sus paredes mostraban pinturas monocromas de caballos,
renos, leones, osos, bisontes, mamuts y figuras antropomorfas estilizadas,
típicas de la cultura del periodo Magdaleniense reciente medio (fuente:
www.hominides.com).
Pero el
dibujo que nos interesa es el de un hombre que parece a punto de realizar el
coito y que, según algunos estudiosos, lleva en el pene algo similar a un
preservativo. Esto dio lugar a numerosas interpretaciones. El hecho de que un
hombre prehistórico utilizara un preservativo resultó un hallazgo memorable,
una bomba antropológica. Sin embargo, pronto surgió la controversia, porque lo
que para algunos era, sin duda, la primera evidencia de la utilización de un
condón, para otros se trataba de una representación más de un ritual de
fecundación, interpretada subjetivamente.
En las Actas
urológicas españolas de marzo de 2006 (Marcos García Díez y Javier Angulo, 30
[3]: 254-267), podemos leer la descripción y el análisis de diversas escenas
sexuales protagonizadas por figuras antropomorfas, halladas en diferentes
yacimientos prehistóricos, entre ellas, las dibujadas en la pared de la cueva
de Les Combarelles y otras grutas, como La Marche y Los Casares, en muchas de
las cuales pueden apreciarse actitudes de masturbación, coito, precoito,
eyaculación e incluso bestialismo.
El posible condón de Les Combarelles.
Pero, en lo
que respecta al famoso condón de Les Combarelles, diversos expertos señalan el
hecho de que las pinturas realizadas en las cuevas por los hombres
prehistóricos ni eran pura decoración ni respondían a momentos de ocio, sino
que tenían un significado místico, relacionado con los ritos de fertilidad o
caza. Por ejemplo, una escena que representase a un ciervo podía muy bien
atraer animales de esa especie y propiciar su caza. Una escena que representase
un coito podía favorecer la fertilidad de la tribu y de la tierra, como hemos
mencionado en el poema sumerio de Inanna. Este tipo de representaciones basadas
en la magia por analogía se han venido reflejando a través de la Historia en
las figuras votivas de numerosas religiones, exvotos con forma de órganos
humanos, ofrecidos a la divinidad, solicitando o agradeciendo una curación.
Uno de los
indicios más claros del contenido místico de las pinturas es la nitidez con la
que se representan las figuras de animales frente a la imprecisión con la que
se dibujaron las figuras humanas, probablemente por temor al poder espiritual
de las imágenes. Es lógico pensar, como opina Shahrukh Husain, que las paredes
de las cuevas paleolíticas fueron las precursoras y equivalentes prehistóricos
de los libros sagrados. Por tanto, sus autores no fueron artistas, sino
probablemente chamanes o jefes religiosos. Apunta también este autor hacia otra
posible simbología y es que, el hecho de que las pinturas más espectaculares
del Paleolítico se hallen en los lugares más escondidos, podría significar que
aquellas cuevas casi inaccesibles representaron el útero de la tierra, del que
nace todo ser viviente.
Por tanto, la
descripción de la figura humana de Les Combarelles procediendo a la cópula con
el pene protegido por un preservativo, no deja de ser una interpretación más o
menos caprichosa o, cuando menos, subjetiva. Aun cuando realmente se trate de
una funda que envuelve el pene del hombre dibujado, nada puede asegurar que se
trate de un preservativo, es decir, de una medida de protección. Bien puede
tratarse de un ornamento ritual.
Un condón
utilizado actualmente como fetiche en rituales eróticos sin ningún valor
profiláctico ni contraceptivo. Ese pudiera ser el empleo del posible condón de
Combarelles.
(Este es el primer capítulo del libro Breve historia del condón y de los métodos anticonceptivos - Ana Martos Rubio. Edición Digital Lectulandia)
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