miércoles, 19 de junio de 2019

Breve historia del condón y de los métodos anticonceptivos - Ana Martos Rubio



Introducción

La historia del condón es, en parte, la historia de las enfermedades venéreas y, en parte, la historia de la contracepción y del control de la natalidad. Convendría, en principio, distinguir estos dos últimos conceptos.



 El control de la natalidad existe desde el momento en que los estados, los pueblos o las familias comprendieron que excedían sus posibilidades de mantener a todos los hijos que nacían. El control de la natalidad pertenece, por ello, tanto al ámbito privado como al ámbito público. En el ámbito privado, cada familia o persona aplica un método según sus conocimientos, posibilidades o recursos. En el ámbito público, los estados se han ocupado de penalizar o premiar los nacimientos, según conviniera, mediante leyes, campañas de concienciación o recomendaciones.


Cada pueblo, cada familia o cada individuo ha utilizado un sistema para controlar la natalidad, es decir, para evitar que el número de hijos creciese demasiado. Los métodos empleados van desde el aborto hasta los programas de abstención periódica en función de las etapas fértiles de la mujer. Se suelen utilizar distintos tipos de productos, tratamientos o adminículos con el fin de evitar que el esperma se deposite o se mantenga en el útero para, así, impedir que los óvulos maduros entren en contacto con espermatozoides vivos.

  
Una de las forma más atroces de controlar la natalidad fueron las matanzas de niños. Esto sirvió al mismo tiempo para aplacar la cólera de algún dios sanguinario o bien para obtener sus favores. Más adelante esta costumbre fue sustituida por los sacrificios de animales.

 
 La contracepción impide el encuentro entre el óvulo y el espermatozoide, es decir, impide la concepción; la antinidación perturba el medio que habría de servir para alimentar al feto y, por tanto, le impide desarrollarse. Los modernos anovulatorios inhiben la ovulación o bloquean el cuello del útero. La píldora que se toma cuando se retrasa la menstruación, interrumpe la gestación, mientras que los métodos llamados «naturales» limitan las relaciones sexuales a los periodos de infertilidad.


Otro método de control de natalidad que no es en modo alguno contraceptivo es el infanticidio o el abandono de los hijos no queridos después de su nacimiento. Este, por desgracia, es un sistema que se viene empleando desde el principio de los tiempos y que, a pesar de todas las medidas contraceptivas e incluso abortivas existentes, continúa vigente en nuestros días.


La historia del condón es, en parte, la historia de las enfermedades venéreas y, en parte, la historia de la contracepción y del control de la natalidad. Convendría, en principio, distinguir estos dos últimos conceptos.


El control de la natalidad existe desde el momento en que los estados, los pueblos o las familias comprendieron que excedían sus posibilidades de mantener a todos los hijos que nacían. El control de la natalidad pertenece, por ello, tanto al ámbito privado como al ámbito público. En el ámbito privado, cada familia o persona aplica un método según sus conocimientos, posibilidades o recursos. En el ámbito público, los estados se han ocupado de penalizar o premiar los nacimientos, según conviniera, mediante leyes, campañas de concienciación o recomendaciones.


 Cada pueblo, cada familia o cada individuo ha utilizado un sistema para controlar la natalidad, es decir, para evitar que el número de hijos creciese demasiado. Los métodos empleados van desde el aborto hasta los programas de abstención periódica en función de las etapas fértiles de la mujer. Se suelen utilizar distintos tipos de productos, tratamientos o adminículos con el fin de evitar que el esperma se deposite o se mantenga en el útero para, así, impedir que los óvulos maduros entren en contacto con espermatozoides vivos.

  
    
Una de las forma más atroces de controlar la natalidad fueron las matanzas de niños. Esto sirvió al mismo tiempo para aplacar la cólera de algún dios sanguinario o bien para obtener sus favores. Más adelante esta costumbre fue sustituida por los sacrificios de animales.
 

 La contracepción impide el encuentro entre el óvulo y el espermatozoide, es decir, impide la concepción; la antinidación perturba el medio que habría de servir para alimentar al feto y, por tanto, le impide desarrollarse. Los modernos anovulatorios inhiben la ovulación o bloquean el cuello del útero. La píldora que se toma cuando se retrasa la menstruación, interrumpe la gestación, mientras que los métodos llamados «naturales» limitan las relaciones sexuales a los periodos de infertilidad.


Otro método de control de natalidad que no es en modo alguno contraceptivo es el infanticidio o el abandono de los hijos no queridos después de su nacimiento. Este, por desgracia, es un sistema que se viene empleando desde el principio de los tiempos y que, a pesar de todas las medidas contraceptivas e incluso abortivas existentes, continúa vigente en nuestros días.




De homo erectus a homo eroticus


Bien haya el inventor tan excelente  de un arte en todas formas eminente, tan útil y gustoso. ¿Quién sería? ¡Qué elogios al saberlo yo le haría! Mas ¿cómo no percibe mi rudeza que el autor solo fue Naturaleza? En la ley natural no fue delito ser los hombres más justos putañeros, ni tuvo entonces tasa el apetito.

 Nicolás Fernández de Moratín, El arte de las putas.
 

En el reino animal, la sexualidad está sometida a los ciclos de fecundidad, porque las hembras solamente aceptan copular con los machos durante los periodos fértiles, los que se conocen habitualmente como «celo».


 Lo mismo sucedió con la especie humana hasta que, hace entre treinta o cuarenta mil años, la hembra independizó su deseo sexual de sus ciclos fértiles y se acercó al macho incluso estando preñada, algo que ninguna otra hembra animal hubiera admitido. Este hecho se deduce de los cambios de comportamiento sexual que aparecen plasmados en las paredes de las cuevas habitadas por seres humanos a lo largo del Paleolítico Superior. En las imágenes más antiguas, la información gráfica de actividad sexual humana aparece siempre relacionada con la fecundación, mientras que, en los dibujos más tardíos, se aprecia que la sexualidad se relacionaba ya con el placer, la seducción y la exploración de objetos sexuales (Javier Angulo y Marcos García, Diversidad y sentido de las representaciones masculinas fálicas paleolíticas en Europa occidental).


 Los resultados de esa emancipación fueron sin duda enriquecedores para la especie y subrayaron nuevas diferencias respecto a los demás animales, una de las cuales fue el nacimiento del erotismo, manifestaciones de la sexualidad que nada tenían que ver con lo genésico. Tengamos en cuenta que, para la biología, la sexualidad es el conjunto de actividades y hechos relacionados con la procreación. Sin embargo, el ser humano empezó a utilizar el placer sexual como moneda de intercambio y terminó por convertirlo en una forma de salvar el abismo que le separa del resto del universo y unirse simbólicamente con el mundo[1].


 No obstante, al comprobar que, a diferencia de las hembras animales, la hembra humana continuaba sintiendo deseo sexual después de aparearse y de concebir, surgió un mito que ha venido planeando sobre la mayoría de los pueblos, que ha sobrevivido a la Edad de la Razón y que reaparece constantemente en nuestro tiempo, tanto en las culturas más conservadoras como en las más renovadoras: la desmesura del deseo de la mujer, la leyenda de la devoradora de hombres, de la mantis religiosa, de la vagina dentada.


En la Antigüedad, este mito aparece plasmado en figuras, relieves y tallas de diosas prehistóricas que son a la vez madres, amantes y devoradoras, como la diosa india Cali, que da la vida y la arrebata, o como las figuras precolombinas de muchas culturas de América que muestran diosas con una boca entre las piernas, dotada de dientes bien afilados, amenazadores y castrantes.


Para los humanos, la diosa se convirtió en el mito de la hembra demandante a la que ningún macho es capaz de satisfacer. Un mito que ha suscitado el temor ancestral del varón al sexo femenino, un sexo oculto, interno, oscuro y misterioso que, además, mana sangre[2]. Tan oscuro y misterioso como sus pensamientos e intenciones. Un temor que probablemente indujo un día al hombre a someter a la mujer y a convertirla en un ser inferior y oprimido, para mantener bajo control su temible voracidad sexual y su aún más temible astucia.


Mitos aparte, la adquisición de la conciencia, esa capacidad que permite al hombre saber intelectualmente que su destino es la muerte, determinó la principal diferencia respecto a los animales. Y la sexualidad marcó nuevos distanciamientos.



   ¿QUIÉN ARARÁ MI TERRENO HÚMEDO?


Primero fueron los ritos de fertilidad, espectáculos sexuales y danzas rituales empapadas de erotismo que habían de atraer la fecundidad sobre los hombres, los animales y las tierras.


 Los artistas o, probablemente, los chamanes, idearon numerosos símbolos femeninos cargados de poder genésico, figuras emblemáticas que en los siglos XIX y XX se llegaron a denominar «pornografía plástica de la prehistoria», sin comprender que aquellas manifestaciones artísticas eran precursoras del arte religioso. Vulvas ostentosas, pechos contundentes, vientres fecundos, caderas desmedidas, representaron la función maternal de la mujer, la madre, la diosa, el origen de la vida. Esto bien pudo proceder de un tiempo en que los hombres desconocían la relación entre el sexo y la generación y atribuían exclusivamente a la hembra la capacidad de procrear, como la tierra producía frutos silvestres sin necesidad de sembrarla.


 La magia por analogía (o por simpatía) estableció una relación estrecha entre la sexualidad humana y la fertilidad de los animales o de la tierra, convirtiendo el ritual sexual en garantía de fecundidad y de éxito social. En todas las culturas, los adolescentes han celebrado siempre su llegada al mundo adulto, es decir, su capacidad para procrear, con distintos rituales que, al refinarse los pueblos, se convirtieron en ceremonias de presentación en sociedad, como la puesta de largo para las jóvenes (esos bailes de debutantes que todavía vemos en las películas) o las novatadas para los muchachos.


La invención de la agricultura hizo surgir la conexión entre el acto sexual y la fertilidad de la tierra y de los animales domésticos, una idea de la que participaron las comunidades agrícolas de todo el mundo, celebrándose rituales de danzas y apareamientos litúrgicos que habían de promover la abundancia de frutos y de crías humanas y animales.

  
    
Venus de Willendorf (c. 25 000-20 000 a. C.), hallada en Willendorf en 1908. Este emblema de fecundidad se conserva en el Museo de Historia Natural de Viena, Austria.


 

  
     EL PODER FEMENINO


 Varios antropólogos de los siglos XIX y XX aseguraron haber encontrado tribus en Australia que desconocían la intervención masculina en la reproducción, atribuyendo la fecundación a espíritus que se introducían en el útero de la mujer. Hay estudiosos que opinan que estas mismas creencias determinaron hace miles de años la preponderancia de la mujer sobre el hombre en los pueblos primitivos constituidos como matriarcados. Otros señalan que fueron los pastores quienes observaron por primera vez la relación entre la cópula y la fecundación de los ganados y comprendieron la trascendencia del papel del varón en la generación, dando lugar a las sociedades patriarcales. De hecho, algunas mitologías atribuyen a los pastores la victoria sobre las tribus de amazonas, mujeres guerreras y poderosas que han simbolizado el matriarcado.
 

De la civilización sumeria nos ha llegado el texto más antiguo que recoge el simbolismo entre el acto sexual y la siembra. Es un himno procedente del tercer milenio antes de nuestra Era, en el que la diosa virgen y madre Inanna pregunta: «¿Quién arará mi vulva? ¿Quién arará mi terreno húmedo?» y el dios pastor Dumuzi responde: «Gran señora, yo araré tu vulva».


En Sumer, la gran sacerdotisa Inanna ejercía la prostitución sagrada copulando una vez al año con el rey, del que era esposa ritual, para materializar en la tierra los actos de los dioses en el cielo. Nos lo cuenta el himno que canta la Santa Boda entre la sacerdotisa Shubad, encarnación terrenal de Inanna, y el rey Mescalamdug, encarnación terrenal de Dumuzi, quien la conduce a la cámara sagrada para celebrar el rito que asegurará durante un año la fertilidad de las mujeres sumerias, de los animales y de las tierras.




   PARIRÁS A TUS HIJOS CON DOLOR


Aquel cambio que se produjo en la hembra del homínido y que convirtió la receptividad sexual limitada propia de los animales en disponibilidad permanente propia del ser humano determinó la capacidad de la hembra humana para reproducirse en cualquier época del año. Y entonces tuvo lugar una nueva circunstancia que hasta ese momento no se había previsto. El exceso de población llegó a poner en peligro la subsistencia de los pueblos.


No obstante, el hecho de que la hembra humana fuera capaz de concebir a lo largo de todo el año no debió suponer por sí solo un exceso de población. Hay que tener en cuenta las elevadas tasas de mortalidad infantil, la costumbre de muchos pueblos de sacrificar niños a los dioses y, además, claro, la dificultad de la hembra humana para dar a luz.


Si observamos los mitos antiguos, podemos interpretar la maldición bíblica con la que el dios judío acompañó la expulsión del Paraíso: «parirás a tus hijos con dolor». Significa que cuando el ser humano se irguió, hace unos diez millones de años, sobre sus dos extremidades posteriores, la nueva postura dificultó el parto —a veces con resultado de muerte— porque, para mantener el equilibrio, el canal pélvico hubo de estrecharse. La selección natural se ocupó de favorecer a las hembras que parían crías prematuras o de pequeño tamaño, capaces de atravesar sin riesgo la estrechez de la pelvis.


Las hembras animales parían sin grandes dificultades y sus crías se independizaban rápidamente, pero las hembras humanas que conseguían dar a luz y mantenerse con vida, parían hijos inmaduros dependientes y necesitados de cuidados durante largo tiempo, lo que obligaba a las madres a dedicarles la atención que hubieran podido dedicar a la caza o a la recolección. Para subsistir, recabaron la protección del macho que debía proporcionarles alimento y amparo. Por fortuna, para entonces, ya las mujeres contaban con una poderosa moneda de cambio con la que pagar sobradamente los servicios masculinos: los favores sexuales continuados y el recién estrenado erotismo.


Para los machos aquello debió ser la vuelta al Paraíso. La hembra siempre en celo y siempre dispuesta a copular. Y, por si fuera poco, el coito frontal que permitía el encuentro social, el reconocimiento del rostro de la hembra que se ofrecía solícita y que expresaba el placer que los movimientos pélvicos masculinos le producían al estimular rítmicamente su clítoris. Una nueva distinción de las otras especies animales y un nuevo hallazgo de la sexualidad humana. El homo erectus se había convertido en homo eroticus.


   MOLER EL MOLINO SIN HACER PASAR EL AGUA



 Los aedos contaban que un día la Tierra se quejó con su hijo Zeus: «Me pesan mucho los hombres. ¿Por qué no promueves una guerra para que mueran unos cuantos?».


 Llegó un día en el que fue necesario recurrir a nuevos medios para impedir el desbordamiento demográfico. Cuando ya ni las enfermedades, ni las migraciones, ni los sacrificios, ni las guerras consiguieron equilibrar el balance entre muertes y nacimientos, el hombre estableció una nueva diferencia con los animales: empezó a espaciar su reproducción.


Evitar la reproducción no siempre obedeció a la presión demográfica. Una de las primeras descripciones que conocemos de un método para eludir un coito fecundo aparece en la Biblia (Génesis, 38: 8-10), en el relato del matrimonio de Onán y Tamar y su finalidad nada tuvo que ver con los motivos que subyacen generalmente a la contracepción.


Tamar se casó con Er, hijo de Judá, pero quedó viuda antes de tener hijos. Dado que para un judío no hay cosa peor que morir sin descendientes, Judá obligó a su segundo hijo, Onán, a cumplir la ley del levirato, casándose con su cuñada y procreando hijos para el hermano muerto.


Pero Onán, sabiendo que los hijos que su mujer pariera no serían sus herederos, sino los de su hermano, derramaba su simiente en la tierra, es decir, practicaba el coito interrumpido. Y Dios castigó con la muerte su desobediencia a la ley del levirato.

Dos veces viuda y sin hijos, Tamar se vio abocada a esperar largos años hasta que el menor de sus cuñados, Selá, tuviese edad para desposarla. Temió que aquel matrimonio nunca tuviera lugar o que ella perdiera la fertilidad antes de volverse a casar y tomó una decisión valiente y definitiva. Se disfrazó de prostituta y sedujo a su suegro Judá, con el que tuvo finalmente dos hijos gemelos, Farés y Zara.

  
 Judá y Tamar, por Jean Horace Vernet. Tamar no consiguió hijos de ninguno de sus dos esposos y se vio obligada a engañar a su suegro, disfrazandose de prostituta, para tener descendencia.
 

El coito interrumpido fue, sin duda, el primer método empleado para evitar la concepción. No precisa instrumentos ni pócimas ni lavatorios y, además, se le puede ocurrir al más ignorante, como dice Alfred Savuy.


Sin embargo, no se encuentran demasiadas referencias exceptuando la historia de Onán y algunas otras, como un poema de Arquiloco de Paros que, en el siglo VII a. C., cuenta que sedujo a la hermana menor de su prometida y que «se dejó ir con todo su vigor sobre ella, aunque apenas rozando su vello castaño».


 Un historiador francés que vivió a caballo entre los siglos XVI y XVII, Pierre de Brantôme, explica las muchas trampas que realizaban las damas de la corte de los Valois para «evitar el escándalo» y cuenta que muchas mujeres engañaban a sus maridos y consentían en tener hijos de sus amantes, mientras que otras se les entregaban sin quedar embarazadas de ellos para no engañar al marido con hijos de otro, porque estaban convencidas de que no le ponían los cuernos «si el rocío no les entraba dentro».



  
     COITUS INTERRUPTUS


El coito interrumpido sigue siendo uno de los métodos más utilizados en nuestro país, a pesar de la abundancia de información sexual disponible. La revista médica Jano publicó el 18 de septiembre de 2008 el resultado de un estudio de salud e higiene íntima realizado por la Sociedad Española de Ginecología y Obstetricia, según el cual, cuatro de cada diez españolas entre 15 y 50 años no utiliza método anticonceptivo alguno en sus relaciones sexuales y un 21 % usa el coito interrumpido habitualmente, porcentaje que se eleva hasta el 33 % entre las adolescentes. El coito interrumpido es el tercer método más empleado por las españolas, después del preservativo masculino (44 %) y de la píldora (35 %).
 

Cuenta Alfred Savuy que los corsarios apresaron en cierta ocasión al caballero Sanzay de Bretaña y lo vendieron como esclavo a un clérigo de la mezquita de Argel. Recreando la historia bíblica de José y la mujer de Putifar, parece que la esposa del clérigo musulmán se enamoró del caballero francés y se acostó con él con la condición de que no permitiera que una sola gota de su semen cristiano contaminara su cuerpo, porque eso ofendería al Profeta. Y dicen que él obedeció y que «molía en el molino de su dama sin hacer pasar el agua».


Cierto es que tampoco parece muy necesario elaborar textos explícitos sobre el empleo de este método tan común, ya que es sobradamente conocido y, además, salvo manifestaciones de índole poética o mística, es una actividad que permanece en la intimidad más oscura de la pareja, sin intervención de terceros y sin que trascienda al exterior, al contrario que los otros dos métodos de control de natalidad más utilizados en la historia antigua: el aborto, del que hablaremos más adelante, y el infanticidio, muy anterior.


La literatura sexual de la antigua China aporta detalles sobre el coito interrumpido y la retención seminal como una gimnasia terapéutica para controlar la propia actividad sexual. Señala que el semen es el tesoro más preciado del hombre y que su emisión supone una pérdida que solamente se contrarresta con la recepción de una cantidad equivalente de semen femenino. Por tanto, el hombre ha de satisfacer completamente a su mujer en el coito aunque él no debe permitirse eyacular más que en ciertas ocasiones.


En Occidente, al creer que la mujer era fértil todo el año, los hombres tuvieron que esmerarse por aprender a evitar eyacular dentro de la vagina para prevenir embarazos no deseados. Es probable que, al menos en el ámbito en que se produjo aquel gran movimiento del amor cortés, los hombres se aplicaran a retener la eyaculación hasta que la mujer hubiera experimentado el orgasmo


No es nada nuevo, por tanto, la técnica que muchos hombres de hoy han aprendido para controlar su eyaculación y «esperar» a que la pareja haya llegado no solamente a un orgasmo, sino, en muchos casos, a tres o cuatro si la mujer es multiorgásmica.


   DETENTE, ABRAHAM


Según la Historia Universal de la Medicina dirigida por Laín Entralgo, no hay indicio positivo alguno de aborto o infanticidio en la Prehistoria. Las matanzas rituales de niños aparecen en culturas complejas, durante el periodo predinástico egipcio y en América precolombina. Más tarde, las víctimas fueron reemplazadas por animales. El mismo Quetzalcóatl, la Serpiente Emplumada azteca, llegó a sufrir las burlas de los partidarios del sacrificio humano cuando sus seguidores decidieron sustituir a los niños por pájaros, mariposas o serpientes.


El pueblo hebreo, como todos los pueblos semitas, practicó el infanticidio hasta que el contacto con el ya entonces civilizado pueblo egipcio le llevó a reemplazar la bárbara costumbre de sacrificar el primogénito a los dioses por un sacrificio animal. Nos lo cuenta detalladamente el mito de Isaac, condenado a ser inmolado a los crueles dioses hebreos y salvado oportunamente por un nuevo dios más amable y comprensivo que aceptó un becerro en lugar del niño. No olvidemos que Abraham, padre de Isaac y protagonista del mito, procedía de Ur, en Caldea, lo que señala su origen semita. Un poema expresa el reemplazo de un dios sanguinario por otro bondadoso:


«Detente, detente, Abraham, no mates a tu hijo Isaac, que ya está mi Dios contento de tu buena voluntad».


El dios sanguinario es el que demanda «Conságrame todo primogénito, todo lo que abre el seno materno entre los hijos de Israel, tanto de hombres como de animales», (Éxodo 13) y el dios bondadoso es el que señala «Misericordia quiero y no sacrificios», (Oseas 6.6). Entre estas dos frases bíblicas algo había sucedido evidentemente. Los dioses crueles hebreos, Elhoim (que significa «dioses» en plural), se habían convertido en un solo dios más bondadoso, Yahvé o Jehová (que ya es un nombre propio).


Otros mitos antiguos nos recuerdan la costumbre de sacrificar niños para aplacar a dioses sanguinarios, como la historia de Ifigenia, ofrecida por su padre Agamenón para propiciar los vientos que permitieran a las naves griegas partir hacia Troya; como Andrómeda, ofrecida por su madre Casiopea para pacificar a Neptuno irritado por su arrogancia; como la hija que Jephta que ofreció a Dios en sacrificio (Jueces 11, 30-39); como las matanzas de niños egipcios que llevó a cabo el ángel del dios hebreo para mostrar al faraón su poder brutal; o como la famosa leyenda de la matanza de los Inocentes ordenada por el rey Herodes. Son mitos que recrean las hecatombes de niños de algunos pueblos primitivos y que aparecen solamente en obras de carácter religioso, sin nombre de autor ni datos históricos contrastables[3], que se solían atribuir a personajes antiguos, venerables o relevantes, para darles más importancia.

  
Andrómeda, de John Edward Poynter. El mito de Andrómeda, como el de Ifigenia, el de Jephta o el de Isaac, cuenta la costumbre que tenían algunos pueblos antiguos que consistía en sacrificar para sus dioses a los niños más hermosos o a los pertenecientes a las familias más encumbradas.


 Las matanzas rituales de niños del sexo no deseado, ya fueran varones o hembras, no solamente sirvieron para controlar el exceso de población o aplacar la cólera de los dioses, sino que determinaron en un tiempo la constitución de sociedades basadas en la poliandria (una mujer con varios esposos) o en la poliginia (un hombre con varias esposas), cuando se daba, respectivamente, un exceso de varones para cada mujer o un exceso de mujeres para cada varón.


Seguramente se trata de una broma de mal gusto, pero Giacomo Casanova cuenta que asistió a la bendición del río Neva en San Petersburgo, durante la fiesta de la Epifanía, un 6 de enero en que, como es natural, el agua estaba cubierta por una gruesa capa de hielo. Tras bendecir las aguas, el pope bautizó a varios niños y, como allí se mantiene el rito original del bautismo por inmersión, fue sumergiendo a las criaturas en el agua helada, a través de un gran agujero practicado a ese efecto. La mala fortuna hizo que uno de los niños se le escurriera de las manos y se perdiera en la oscuridad de las aguas. Y dice Casanova que el pope, sin inmutarse, gritó: «¡Dadme otro!» y que los padres, en lugar de espantarse, rieron felices, convencidos de que su hijo había ido a parar directamente al cielo. Al mismo cielo, suponemos, al que creían los antiguos que iban a parar los niños que sacrificaban a sus dioses.




   LA MUERTE DEL ESPERMA


El método anticonceptivo que más se ha descrito en la Historia es, sin duda alguna, el empleo de espermicidas, es decir, de sustancias capaces de dar muerte al licor fecundante que emite el varón y que, para los antiguos, era una gota del cerebro. En su obra Timeo, Platón escribió que el semen tiene alma (pneuma) que respira y que anhela salir al exterior para generar nueva vida.


Una vez conocido por todos el papel que desempeña en la concepción el esperma masculino[4], el método contraceptivo más explicado fue impedir el acceso del semen al útero, expulsándolo, bloqueando su entrada o acabando con su vida, como indican las «recetas para matar el esperma», empleadas por los egipcios y que Aristóteles describió ya en el siglo IV a. C., en su obra Historia de los animales. En ella relata que hay quienes evitan la concepción untando la zona del útero a la que llega el esperma con aceites de cedro o de oliva, mezclado con incienso o con ungüento de plomo.


La ley judía autoriza la prevención de nacimientos y por ello los textos hebreos mencionan esponjas espermicidas y citan la práctica del coito interrumpido. En la India, en China y en Japón parece que se utilizaron tampones espermicidas empapados en sal, miel y aceite. En la India, se recomendaba untar la vagina con una pasta formada por aceite y sal gema. También el Ananga Ranga, texto sánscrito del siglo VI, describe brebajes esterilizantes o abortivos mezclados con rituales mágicos.


El Islam tampoco prohíbe la anticoncepción y así podemos encontrar en textos musulmanes, como los tratados de Medicina del Profeta o de Medicina islámica, referencias al uso de óvulos y tampones espermicidas, con fórmulas personalizadas y secretas, que las comadronas insertaban en la matriz. Y cuenta Norman Himes que, ya a mediados del siglo XIX, hubo una comadrona en La Meca que establecía un contrato con sus clientas en el que se comprometía a devolverles el dinero si su método contraceptivo fallaba.

  
 Las leyendas más conocidas que narran los sacrificios de primogénitos entre los pueblos antiguos son las matanzas de los niños egipcios a manos del dios hebreo y los Santos Inocentes a manos de Herodes.
 

   UN PROTECTOR PARA EL PENE REAL


Dicen que fue el rey Minos, el legendario monarca de Creta, quien, hacia el año 1200 a. C., utilizó por primera vez un preservativo fabricado con una vejiga de cabra o, según otros autores, con pulmones de pez[5]. Pero es preciso tener en cuenta que ni él ni ningún otro varón de la Antigüedad emplearon el condón para evitar embarazos, sino para protegerse de enfermedades infecciosas. Precisamente, el manuscrito que menciona el condón del rey Minos alude a una enfermedad venérea que el rey cretense contrajo tras mantener comercio carnal con cierta ramera. El citado preservativo llegó, por tanto, tarde, pero nos ha servido para saber que los condones se utilizaron como protectores para el pene. La evitación de embarazos no deseados recayó casi siempre sobre las mujeres que pronto aprendieron a controlar la natalidad con aquiescencia del hombre o sin ella.


Muchas de las enfermedades venéreas que hoy conocemos existen desde la Antigüedad, aunque no se haya conocido su verdadera causa y naturaleza hasta tiempo después, pero sí es cierto que muchos pueblos antiguos ya observaron que existe una relación causa-efecto entre el contacto sexual y ciertas enfermedades, como la gonorrea, que aparece en numerosos tratados médicos griegos, egipcios y romanos.

  
 En la Divina Comedia, Dante pintó al rey Minos como encargado de señalar a los condenados el círculo infernal en el que debían sufrir su condena. Tras escuchar los pecados, Minos envolvía con su cola al pecador un número de veces igual al número del círculo infernal que debía ocupar.
 

Sin embargo, al ignorar la existencia de los virus y de las bacterias, en muchos casos fue imposible reconocer la relación entre el comercio carnal y la enfermedad, como sucede con el herpes genital, que desaparece en unas semanas sin dejar cicatriz, pero el virus permanece en el organismo afectado y puede volver a producir lesiones más tarde; o la sífilis, cuyos síntomas aparecen al cabo de varias semanas para desaparecer sin, aparentemente, dejar rastro, pero que vuelve con fuerza pasado cierto tiempo, con ulceraciones en cuyas secreciones puede observarse el microbio.


Tampoco se llegaron a asociar, como es lógico, los efectos posteriores de tales enfermedades sobre el organismo, como la esterilidad o las lesiones cerebrales, ni las malformaciones que pueden transmitirse al feto si la enferma está encinta, como la ceguera o la neumonía que pueden producir la gonococia y las clamidias o bien las lesiones del sistema nervioso central (incluso la muerte) que pueden causar el herpes genital o la sífilis. Por último, muchas de las enfermedades de transmisión sexual, incluso las que hoy siguen azotando al mundo, son totalmente asintomáticas, lo que las hace mucho más peligrosas, porque las complicaciones a largo plazo siempre son más graves.


Por ello, ha sido imposible detectar el origen sexual de numerosísimos casos de patologías sufridas, transmitidas o heredadas, que se imputaron a cualquier otra causa. Y, por tanto, los hombres se han protegido contra infecciones solamente en casos de clara amenaza y, además, el preservativo no ha estado siempre al alcance de todos, sino que su empleo se limitó a cierta élite que podía obtenerlo o fabricarlo.


El preservativo se utilizó como método anticonceptivo ya en nuestro tiempo o, probablemente, en el siglo XVIII. Aunque hay quien dice que el preservativo que el doctor Condom (o Cockburn) fabricó en el siglo XVII para el rey Carlos II «el Insaciable» tuvo también el objetivo de recortar el número de bastardos reales que proliferaban en la corte de los Estuardo en Inglaterra.


Se ha dicho que el nombre de «condón» en castellano o «condom» en inglés, procede del mencionado médico de Carlos II. No obstante, Gustave Witkowski, médico francés del siglo XIX, asegura que su nombre procede de la palabra latina «con dum», que es el acusativo de condis, que procede del verbo «condere» que significa esconder, proteger. Y no solo se muestra este autor en contra de la procedencia del nombre del doctor Cockburn mal pronunciado, sino que afirma que es en Francia donde precisamente pronuncian condom, como nombre de un inventor que nunca existió.


Como siempre surge la controversia ante cualquier descubrimiento o invención, parece que hubo también en Francia un médico llamado Condom (Mme. de Sevigné menciona el nombre de M. Condom en algunas de las cartas que dirigió a su hija) a quien se le intentó atribuir la autoría del famoso profiláctico. De hecho, Condom es una ciudad francesa. Incluso hay quien menciona como etimología del condón al Coronel Cundum, perteneciente a la guardia real de Carlos II.


Sin embargo, no parece propio de aquellos momentos el que los países se disputasen la autoría del famoso profiláctico, sino que más bien debieron huir de ella porque, antes de que se emplease como anticonceptivo, lo que sucedió ya a finales del siglo XVIII, su única función fue proteger al hombre del contagio de venéreas y, por tanto, siempre se asoció su uso a la prostitución y al libertinaje, de manera que cada país no solamente no trató de atribuirse el invento, sino que trató de atribuírselo al contrario. Así, en Francia, se le llamó gorra inglesa o capote inglés (Casanova citó su redingote anglaise), mientras que los ingleses lo llamaron capa francesa. Veremos que lo mismo sucedió con la sífilis, a la que cada país denominó con un nombre que la hacía oriunda de otro país contrario o enemigo.

  
Carlos II Estuardo, el Rey Insaciable. Se dice que tuvo tantos bastardos que urgió a su médico, el doctor Condom, para que le fabricase un dispositivo que le evitara más hijos o, más probablemente, menos infecciones.
 

La idea de prevenir un exceso de bastardos es discutible, porque Carlos II murió dejando numerosa descendencia ilegítima y ningún heredero legítimo. Además, un diccionario inglés publicado en Londres en 1781, titulado Classical Dictionary of the Vulgar Tongue, define el condón como la tripa de una oveja utilizada por los hombres en el coito para prevenir la infección venérea. No menciona en absoluto la contracepción.


El preservativo se consideró definitivamente un método de prevención contra el embarazo tan solo cuando ya, en el siglo XX, el uso de la penicilina disipó el fantasma de la infección venérea.




EL DISCUTIBLE CONDÓN PREHISTÓRICO


El 8 de septiembre de 1901, tres científicos franceses que examinaban un pequeño valle en el corazón del Périgord reconocieron una cueva que había descrito ya en 1894 otro investigador, Emile Rivière, y cuyo hallazgo supuso un hito en el conocimiento de la Prehistoria europea, la cueva de Les Combarelles, situada en Les Eyzies de Tayac.


 Hasta 291 dibujos contabilizaron los científicos, repartidos en 105 conjuntos. A partir de los indicios existentes, los habitantes de la gruta fueron identificados como hombres de Cromañón. En 1973 se realizó la datación de los restos animales encontrados en la cueva y el método del Carbono 14 arrojó la fecha: entre 13 680 y 11 380 años de antigüedad.


Sin embargo, los 291 dibujos se quedaron en nada cuando los investigadores avanzaron hacia el interior de la cueva. Les Combarelles guardaba un inmenso tesoro que se salvó de milagro a través de los siglos, a pesar de las infiltraciones y las agresiones climáticas: sus paredes mostraban pinturas monocromas de caballos, renos, leones, osos, bisontes, mamuts y figuras antropomorfas estilizadas, típicas de la cultura del periodo Magdaleniense reciente medio (fuente: www.hominides.com).


Pero el dibujo que nos interesa es el de un hombre que parece a punto de realizar el coito y que, según algunos estudiosos, lleva en el pene algo similar a un preservativo. Esto dio lugar a numerosas interpretaciones. El hecho de que un hombre prehistórico utilizara un preservativo resultó un hallazgo memorable, una bomba antropológica. Sin embargo, pronto surgió la controversia, porque lo que para algunos era, sin duda, la primera evidencia de la utilización de un condón, para otros se trataba de una representación más de un ritual de fecundación, interpretada subjetivamente.


En las Actas urológicas españolas de marzo de 2006 (Marcos García Díez y Javier Angulo, 30 [3]: 254-267), podemos leer la descripción y el análisis de diversas escenas sexuales protagonizadas por figuras antropomorfas, halladas en diferentes yacimientos prehistóricos, entre ellas, las dibujadas en la pared de la cueva de Les Combarelles y otras grutas, como La Marche y Los Casares, en muchas de las cuales pueden apreciarse actitudes de masturbación, coito, precoito, eyaculación e incluso bestialismo.

  
    

  El posible condón de Les Combarelles.
 

Pero, en lo que respecta al famoso condón de Les Combarelles, diversos expertos señalan el hecho de que las pinturas realizadas en las cuevas por los hombres prehistóricos ni eran pura decoración ni respondían a momentos de ocio, sino que tenían un significado místico, relacionado con los ritos de fertilidad o caza. Por ejemplo, una escena que representase a un ciervo podía muy bien atraer animales de esa especie y propiciar su caza. Una escena que representase un coito podía favorecer la fertilidad de la tribu y de la tierra, como hemos mencionado en el poema sumerio de Inanna. Este tipo de representaciones basadas en la magia por analogía se han venido reflejando a través de la Historia en las figuras votivas de numerosas religiones, exvotos con forma de órganos humanos, ofrecidos a la divinidad, solicitando o agradeciendo una curación.
  

Uno de los indicios más claros del contenido místico de las pinturas es la nitidez con la que se representan las figuras de animales frente a la imprecisión con la que se dibujaron las figuras humanas, probablemente por temor al poder espiritual de las imágenes. Es lógico pensar, como opina Shahrukh Husain, que las paredes de las cuevas paleolíticas fueron las precursoras y equivalentes prehistóricos de los libros sagrados. Por tanto, sus autores no fueron artistas, sino probablemente chamanes o jefes religiosos. Apunta también este autor hacia otra posible simbología y es que, el hecho de que las pinturas más espectaculares del Paleolítico se hallen en los lugares más escondidos, podría significar que aquellas cuevas casi inaccesibles representaron el útero de la tierra, del que nace todo ser viviente.


Por tanto, la descripción de la figura humana de Les Combarelles procediendo a la cópula con el pene protegido por un preservativo, no deja de ser una interpretación más o menos caprichosa o, cuando menos, subjetiva. Aun cuando realmente se trate de una funda que envuelve el pene del hombre dibujado, nada puede asegurar que se trate de un preservativo, es decir, de una medida de protección. Bien puede tratarse de un ornamento ritual.

  
    
Un condón utilizado actualmente como fetiche en rituales eróticos sin ningún valor profiláctico ni contraceptivo. Ese pudiera ser el empleo del posible condón de Combarelles.

(Este es el primer capítulo del libro Breve historia del condón y de  los métodos anticonceptivos - Ana Martos Rubio. Edición Digital Lectulandia)  

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