miércoles, 24 de enero de 2018

Preludio Carnal - Robert Sermaise - descargar libro


Todo el mundo sabe que de ciertas novelas eróticas, en particular de aquellas que se firman con seudónimo, se dicen muchas cosas. Por ejemplo, cuenta la leyenda en torno a Preludio carnal que su autor abandonó un día el manuscrito en la puerta de un editor y nunca más dio señales de vida. Se cuenta también que una primera tirada, muy discreta, se agotó en pocos días y que fue, en la segunda mitad de los años cuarenta, el libro secreto del que más se habló.


En 1970, la editora francesa Régine Deforges lo rescató para el espléndido catálogo de su editorial L´Or du Temps, que para nuestra desgracia tuvo una vida demasiado corta.

Entonces, decía : «¡Veinticinco años después, el encanto de esta novela permanece intacto !». Hoy, casi cincuenta años después, este hermoso «tratado» de educación sexual sigue resistiendo. En él encontramos lo que falta en los nuevos manuales tan mecánicamente técnicos : la ternura, la eclosión y la culminación del deseo, las vacilaciones, las emociones del descubrimiento del sexo propio y ajeno, el paciente aprendizaje de la plenitud que desata poco a poco los pudores de la virginidad, la entrega total y el ardor


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preludio-JOKOSS
El latido de mis sienes se precipita y me aturde, vaciando mi mente de cualquier pensamiento; sólo subsisten en ella la visión encendida de una carne húmeda y sin defensa, y las pulsaciones de mi deseo que tiende hacia esa carne. Me enderezo con un movimiento instintivo que hace que mis labios se pongan a la altura de la boca de Thérèse, pero que sobre todo pretende colocar mi sexo a la altura exacta del suyo. Con los dos brazos, que siguen rodeando su cintura desnuda, atraigo lentamente a mi mujer hacia mí; y ya mi carne, vibrante de codicia, roza el rubio musgo que aureola la carne esperada. Entonces, loco de impaciencia, cojo el vestido para subirlo del todo. Thérèse se sobresalta, adelanta la mano para retener la mía, luego renuncia:
—Cariño, cariño mío, soy tuya. Pero piensa en tu promesa.
La suavidad resignada de su voz, más aún que sus propias palabras, me arranca del hechizo del deseo. Con un breve destello, como tras una caída, recupero la conciencia de mis actos. Permanezco un instante todavía inclinado sobre Thérèse, mi boca contra la suya; pues quiero inmovilizar su cabeza contra el respaldo e impedir que me vea, mientras recompongo la indecencia de mi aspecto.
Pero la vulgaridad trivial del gesto acentúa lo grotesco de mi situación. Me enojo contra mí mismo por esta abdicación de mi virilidad; abdicación estúpida, ante una chiquilla que se niega bobamente, cuando tengo el derecho legal a poseerla. Me enojo sobre todo con Thérèse por, una vez más, haber castrado mi deseo. Y cuando levanta la cabeza, buscando mi mirada, le extraña encontrarla tan llena de hostilidad. Me sonríe tristemente; luego sigue con la mirada su pecho desnudo, sus piernas que mantengo separadas, el vestido subido que pone al descubierto el muslo. No hace ningún gesto sin embargo para ocultar su desnudez y, en vez de rechazarme, me atrae contra ella, hundiéndome el rostro en el valle que separa sus pechos y apretándomelo apasionadamente. Se me escapa un sollozo, un sollozo de despecho, de remordimiento, de ternura también; pero las lágrimas me aplacan, relajándome los nervios; y me abandono a la dulce puerilidad de dejarme consolar.
Yo mismo le he bajado el vestido, tras un beso furtivo en la piel húmeda del muslo desnudo; yo mismo he tapado los senos hermosos de mi bien amada, con amorosas precauciones, para no herir sus frágiles pezones rosados. Luego subimos a nuestras habitaciones, estrechamente enlazados. La ventana abierta del descansillo se ilumina ya con una fosforescencia que anuncia el fin próximo de la noche.
Thérèse, apoyada contra mi hombro, me habla en voz baja, pegadita al oído:
—Has sido infinitamente tierno, deliciosamente indulgente, cariño mío. Pero no estés decepcionado, te lo suplico, por esta primera noche de bodas. Ha estado para mí tan llena de amor, que ha sido mucho más hermosa, mucho más desbordante de placer que todos mis sueños. ¿Acaso no ves lo temblorosa que todavía estoy de tus caricias, y lo locamente enamorada de ti? Sé decir estas cosas muy mal. Pero dentro de poco quiero agradecértelo con la entrega total de mi cuerpo.
En el umbral de la puerta, unimos una vez más nuestros labios; y me refugio en mi habitación.
VI
Thérèse está ante mí completamente desnuda; una risa incontenible hace que le tiemblen los pechos y agita sus nalgas. Se está riendo de su marido, por cierto; pues yo no llevo más que una camisa demasiado corta que apenas me llegar, al ombligo. Pero lo que más provoca su hilaridad, es el lastimoso aspecto de mi virilidad, encogida en total impotencia. Acaba finalmente apiadándose de mí, despierta mi deseo con unas caricias y, luego, tumbándose de espaldas sobre la cama, retoza con pasmosa obscenidad. Me abalanzo sobre ella, enloquecido a mi vez por tal lubricidad. Pero me esquiva de un brinco, corre a la ventana y salta al vacío. No puedo reprimir un grito, que pone término a esta pesadilla erótica; y me despierto empapado de sudor, con el sexo tieso. Todavía atontado de sueño, resisto sin embargo al deseo de volverme a dormir. Más vale que me levante en el acto; un poco de cansancio me será sin duda saludable.
Para empezar, me cuesta trabajo clasificar y valorar mis recuerdos del día anterior. ¿Es posible que sólo haga un día que estoy casado? Pero muy pronto una idea sobresale, dominante y luminosa: la certidumbre de que, de nuestra unión, puedo hacer una obra maestra de armonía intelectual y carnal. Y me repito mi juramento. Y pese a que en dos ocasiones ya he experimentado su fragilidad, esta mañana por el contrario me siento más seguro de mí; al calibrar el esplendor del objetivo propuesto, acepto la prueba con alegría.
Escucho un momento detrás de la puerta. Mi mujer sigue durmiendo. Con un gesto de la mano le tiro un beso y voy a vestirme.
Cuando regreso a la habitación, después del aseo, Thérèse me oye; me llama a través del tabique:
—Buenos días, cariño. ¿Qué hora debe de ser?
—Las nueve. Pero sigue durmiendo; ayer nos acostamos muy tarde.
—No, quiero verte; ven a darme un beso.
—¿Te parece muy indicado?
—Claro que sí, viejo marido desatento.
—Pero la puerta está cerrada con llave.
—¡Mentiroso!, sabes perfectamente que no.
Entro y me arrodillo junto al bajo lecho; y me asombra encontrar a mi mujer más divinamente hermosa de lo que la veía en el recuerdo. Sus rubios cabellos, que jamás ha querido cortar, se desparraman como un río de oro en movimiento; el azul cambiante de sus ojos es esta mañana de un azul profundo. Lleva un camisón muy casto, demasiado casto para mi gusto, que apenas si descubre un hombro y el inicio de un pecho.
Le doy un largo beso en la boca. Pero cuando mis labios descienden hacia su pecho, que mi mano ya alcanza, me detiene con un ademán cariñoso:
—Escucha, amor mío, tendrías que ser sensato esta mañana. Me volviste loca ayer por la noche, los pechos todavía me duelen un poco.
Luego echándose a reír:
—Conozco a un señor que debería de estar aplastado por el peso de los remordimientos en vez de tratar de volver a empezar.
Como hago un puchero y frunzo el ceño, añade:
—¿No quieres ser sensato? Aprovecharemos las horas frescas de esta mañana para sentamos en el jardín. Y esta tarde, cuando haga demasiado calor, nos refugiaremos aquí. Entonces me encontrarás como estoy ahora, si así lo quieres.
—¿Y tratarás de hacerte perdonar por tu maldad?
—Sí, señor exigente y malo; pero a condición de que desaparezcáis en el acto.
—¿Por qué?
—Para dejar que tome un baño y que me vista.
—Si es para eso, la verdad, preferiría quedarme.
Me da un golpecito cariñoso en los labios, y luego añade con una sonrisa:
—Prométeme que te vas a ir ahora mismo y te daré una recompensa.
Y sin esperar la promesa exigida, destapa un pecho, luego el otro, y los ofrece a mis labios.
Robert Sermaise
Preludio carnal
La sonrisa vertical 89
https://arbolestelar.wordpress.com/2015/05/04/preludio-carnal/


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