jueves, 28 de noviembre de 2019

Tratado de perversiones (I) - Francisco Umbral



La cuestión está en la rodilla. Baudelaire (lo cuenta Proust) amaba las rodillas femeninas. Amaba, quizás, en la mujer, lo que tiene de menos femenino, esos momentos de su cuerpo en que asoma el hombre que pudo ser, un fantasma varón o un fantasma de varón. No diremos, ingenuamente, que de esto pueda deducirse un trasunto de homosexualidad baudeleriana. Más bien, en la fascinación por el nudo en que se destrenza o se trenza la posible e imposible dualidad sexual de una criatura, descubrimos la inquietud por el enigma mismo de la sexualidad.


¿Qué es un hombre, qué es una mujer? Esto, como todo, se desvela mejor por contraste, o cuando menos se barrunta mejor. En lo que el cuerpo de la mujer tiene de común con el hombre es donde la mujer parece a punto de descubrirse como lo esencialmente otro, que diría Machado. El error de toda la literatura galante o puerilmente feminista, está en subrayar la feminidad de lo femenino. Donde lo femenino se hace más inquietante es allí donde linda con lo masculino, en los momentos vitales o biográficos que son comunes a toda la especie, o incluso a todas las especies. Lo realmente fascinante para el fanático de la mujer —Baudelaire por ejemplo— es aquello que la mujer tiene de común con el hombre, las funciones que comparten (aunque convencionalmente sean las que más les distancian).

La mujer come, como el hombre, la mujer orina y defeca, la mujer tiene enfermedades y ese cuerpo suyo, tan vulnerable como el masculino, se hace más misterioso cuando el mal, la simple biología, la enfermedad o la vida le insultan, pues no por eso deja de resultar sagrado («celeste carne de mujer»), sino que su sacralidad se acrece.

Al hablar del carácter sagrado del cuerpo femenino, para el hombre, no me estoy refiriendo, naturalmente (y quiero advertirlo al principio de este libro) a ninguna clase de divinización galante de la mujer, como la que se dio en las Cortes de Amor de Francia, en la caballería andante o en sus degradaciones posteriores, que llegan hasta el «dígaselo con flores». Todo eso —ya estamos de vuelta— es una cosificación de la mujer mediante el trámite de la divinización, es una sublimización alienante, claro. Pero si la mujer está conquistando su realidad humana y social, está emergiendo hoy al nivel del hombre en cuanto individuo, por lo que se refiere a la relación interior de los dos sexos, ésta sigue y seguirá siendo mágica por siempre, ya que la bisexualidad reproductora, sometida a la reelaboración fantástica de un ser condenado a sus fantasías, el hombre, engendra misterio, magia, sacralidad y esa pura escatología que es la consideración de lo esencialmente otro, como dijera el poeta, según hemos citado más arriba, con expresión casi existencialista. La celeste carne de mujer de los modernistas no puede ser ya objeto de juegos florales a lo divino o a lo profano, pero el erotismo, una de las fuerzas que mueven el universo, desde Dante hasta Freud, nos conecta directamente con la parte del mal, que diría Bataille, con el ala de sombra de la humanidad, con «lo oscuro» que pretendía aclarar Artaud. No vale negar la dimensión irracional de lo humano, sino irla colonizando progresivamente, lo cual no es lo mismo que irla aboliendo, pues esta dialéctica de la luz y la sombra es una dialéctica histórica como otras más ortodoxas, y su lanzadera teje el tapiz de la Historia.

Lo sagrado del cuerpo femenino, tan evidente para el hombre, y que incluso otra mujer puede intuir a veces, tiene su gesto más pueril en el pudor, que no por banal deja de ser algo así como el eco lejano y degradado de una sacralidad que actúa sobre el tiempo desde no sabemos cuándo.

Entender esto así no es reaccionario. Lo reaccionario ha sido, históricamente, invertir los términos y hacer del pudor y el rubor —inercias ancestrales de lo sagrado—, valores en sí mismos, cuando sólo son degradaciones devenidas en el tiempo. Pues bien, esta sacralidad de lo femenino visto, no por el hombre, sino, más exactamente, a través del hombre (nadie ve desde sí, sino a través de sí) queda como injuriada cuando la mujer realiza actos comunes a los dos sexos, actos biológicos, acciones vitales e incluso acciones sociales (aunque estas últimas suelen venir marcados siempre por una artificial división de los sexos). Lo más asombroso para un enamorado es que su amada coma. En principio, el hecho puede ser decepcionante, pero si el enamorado no es completamente tonto (y sabemos que todo enamoramiento comporta una tontería transitoria), pronto encontrará en esa contradicción, en ese sarcasmo biológico, en esa decepción, un momento fascinante de su religión erótica, pues allí donde la mujer parece reflejada en el espejo de lo masculino, asomada a sus aguas, es donde el enigma de lo femenino se plantea con mayor inminencia.

Así, las rodillas de la mujer, que ama Baudelaire. En la rodilla, la mujer casi es un hombre (al margen de apreciaciones estéticas sobre la calidad de las rodillas femeninas). Un gran poeta moderno del amor, Neruda, llega a escribir este verso: «Por oírte orinar al fondo de la casa.» Oye orinar a la amada al fondo de la casa, como derramando una miel lenta, dice él. Es la fascinación de la mujer, no sólo en el acto cotidiano (el fuerte erotismo de la mujer doméstica), sino en el acto indiscriminado de la especie y de tantas especies: el acto de orinar, común a machos y hembras.

No es que el hombre de sexualidad complicada —Baudelaire— busque a un posible macho en la hembra, sino que en el fantasma varonil que ella lleva consigo (como el fantasma femenino que consigo lleva el hombre) es donde la cualidad enigmática de lo femenino se pone más en evidencia y en inminencia. Del mismo modo que van en nuestra sangre los signos de la virilidad y de la feminidad, van también en nuestra vida, en nuestra biografía, y la mujer tiene, no ya momentos neutros, sino momentos masculinos, «noches de capitán», que dijo cierto escritor. Obvio advertir que en el hombre ocurre otro tanto a la inversa. El enamorado de visión observadora, o sencillamente el observador de visión enamorada, capta esos momentos, los busca, los encuentra, y la mayor profundización que podemos capturarle a un ser es la que proyecta sobre el fondo del sexo contrario. Hay instantes en que la mujer proyecta la sombra de un hombre posible. Contra esa sombra, la realidad clara de su cuerpo femenino es más sagrada que nunca.

«El hueso, adonde el amor no llega», dice Aleixandre. El amor de Baudelaire sí que llega al hueso. Al hueso de la rodilla. Un escritor español le hizo un bello poema en prosa al esqueleto de una muchacha. En Lope, en Rafael Morales y en otros poetas castellanos hay poemas al puro hueso femenino. En Quevedo esto es como metafísico: «Médulas que han gloriosamente ardido.» Pero hay otros poetas que cantan la gracia externa y casi mundana —si pudiera decirse— del esqueleto de la mujer. Para Rubén hay una celeste carne de mujer. Acabamos de citarle. Para Baudelaire hay, incluso, un celeste hueso de mujer. El hueso de la rodilla, por ejemplo. ¿Porque es idéntico o es distinto del hueso masculino, de la rodilla del hombre? Porque es idéntico y porque es distinto al mismo tiempo. Y ése es el enigma y la fascinación de lo femenino para el hombre (o de lo masculino para la mujer, con matizaciones que quizás hagamos a lo largo de este libro).

La mujer no es mujer porque haga otras cosas que el hombre, sino porque hace las mismas cosas de manera diferente. Todo el error del machismo y del feminismo mal entendidos ha sido ése. Creer que la mujer tiene que hacer o no hacer las mismas cosas que hace el hombre. El machismo tradicional sostiene que la mujer está para otras cosas. El feminismo tradicional sostiene que la hembra está para las mismas cosas.

Pero la sencilla verdad es que la mujer hace las mismas cosas que el hombre, pero de otra forma que el hombre. (Habría que plantearse si al hacerlas de otra forma hace ya otras cosas, y eso es lo que nos pone otra vez en el enigma mismo de la dualidad masculino/femenino y en el límite de la mujer como recinto de lo sagrado, entendiendo por sagrado lo inexpugnable, lo irreductible, lo esencialmente otro, por volver a la expresión insustituible de Machado.)

Baudelaire, pues, no anda equivocado —él menos que nadie— cuando se pone a amar las rodillas femeninas. Como cuando atisba el amor de las sálicas. En el amor sáfico hay una mujer ejerciendo de hombre, o ambas ejerciendo de hombre alternativamente. Por sobre el amor de las sáficas flota un hombre, sobrevuela un ángel viril que entre ambas componen y descomponen. Lo que la mujer tiene da varón, se realiza en el lesbianismo, pero al realizarse perdemos lo sagrado. Lo sagrado femenino, que era en alguna medida masculinidad en potencia, ese hombre malogrado que hay en toda mujer. Como esa mujer malograda que hay en todo hombre. «La mujer es un hombre enfermo», escribió alguien. Si el enfermo sana y el hombre se realiza, la palpitación del misterio se ha perdido. Nos enamoramos siempre de una carencia, de esa tierna castración que la mujer esconde y que no es tal, pero que sólo como tal podemos experimentar a través del hombre que somos.



En puridad, no hay amor homosexual. Lo he leído en una revista banal y creo que es el enunciado de algo más profundo de lo que pudiera suponer la revista. El amor homosexual, entre hombres o entre mujeres, es quizás el amor límite o el amor inverso, en el sentido de que el proceso normal (la mujer con su sombra masculina, el hombre con su sombra femenina) queda invertido. A Baudelaire le fascina en la mujer el hombre posible e imposible. A Proust le fascina en el muchacho la adolescente posible e imposible. El hombre normal —simplifiquemos— intuye momentos masculinos, los más extraños y profundos, en la mujer que ama. El homosexual, empezando el proceso por el otro lado, parte de un hombre para fabricarse una mujer, o parte de un afeminado para fabricarse un macho. Viene a ser lo mismo: en todo caso, un amor distorsionado, y por eso patético, siempre, y por eso maldito (más que por las razones pequeñoburguesas de rechazo social).

El homosexual acecha en su amante momentos femeninos. Y si su amante es muy afeminado, él le forja idealmente una virilidad que no tiene. Lo característico del amor, pues, es una manipulación, una elaboración, un hacer de la prosa otra cosa, como decía el poeta de la poesía. De la prosa del sexo hay que hacer otra cosa. El enamorado bisexual hace de la mujer un mito. El enamorado homosexual hace del hombre una mujer. O se hace a sí mismo mujer, y si es mujer se hace hombre. El transformismo y el travestismo está en la esencia misma del amor, del deseo, del erotismo, que no es sino sexo imaginativo, sexo manipulado. Por eso son tan toscos y groseros los aperos eróticos que nos venden en los barrios porno de Hamburgo o Amsterdam. No por su pequeño cinismo comercial, sino porque materializan una metáfora, y las metáforas no hay que materializarlas. El sex-shop que expende penes artificiales para sáficas ha degradado toda la poesía del safismo, pues este vicio no es sino un ejercicio metafórico por el que una mujer se convierte a sí misma en hombre para desear a otra mujer. Pura y mera imaginación. En cuanto el pene metafórico es sustituido por uno de yeso o de plástico, la metáfora no es que haya sido suplantada, sino que se ha desvanecido. Salvador Dalí probó una vez a hacer realidad las viejas metáforas amatorias. Dientes de perla, labios de rubí. Fabricó unos extraños maniquíes con dientes de perla auténtica y labios de rubí carísimo. Sin duda hizo un gran negocio, como le es propio, pero se cargó la metáfora y no creó nada válido plásticamente. El surrealismo no vivía de imitar metáforas literarias, sino de crearlas con objetos. El paraguas junto a la máquina de coser, sobre la cama de operaciones, tiene un poderoso valor de sugerencia insólita. La señorita de celulosa con perlas en la boca es una estupidez. Del mismo modo que no nos gusta que nos reciten ni nos canten a los grandes poetas (cuanto más valiosa sea la interpretación, peor) porque los grandes poetas no son para recitados, tampoco sus metáforas son para pintadas. Y es lo que ocurre con el sexo. El sexo metafórico que entre dos homosexuales o entre dos lesbianas se forja imaginativamente, en ese límite de luz y sombra que hemos venido viendo como el ápice del erotismo, no puede ser sustituido por un falo o una vagina de sex-shop, porque entonces sobreviene lo grotesco, ya que la imaginación no manipula nunca con objetos. La imaginación sólo trabaja con imaginaciones.

Vale mucho más la mujer plurimembre o imposible de mis siestas desveladas de la juventud, que sólo se resolvía en masturbación, vale mucho más, digo, que todas las muñecas hinchables de la moderna industria porno, porque el tejido de la imaginación es infinitamente más sutil y precioso que el tejido plastificado de la gran industria textil europea. Si al adolescente de hoy se le da la muñeca (que no se le da, afortunadamente), quizás haya encontrado un medio mecánico de resolver su urgencia, pero se ha matado en él, quizá para siempre, la imaginación, que es erotismo, el erotismo, que es siempre imaginativo. Todo el arte nace del Eros, como confirma Marcuse en un famoso y ya olvidado libro.

¿Es, entonces, más lírico el amor homosexual que el amor bisexual, porque exige mayor elaboración imaginativa? No, porque el enamorado bisexual tampoco se conforma con lo que tiene, sino que a partir de su novia o de su vecina elabora otra mujer, ya que al forjar una fantasía erótica se está forjando a sí mismo, y lo que necesita el individuo, sobre todo, en la pubertad y la juventud, es autofabricarse, autoelaborarse, tomando para ello toda clase de materiales y, por supuesto, tomando como pretexto a la mujer ideal o idealizada.

Las grandes épocas de idealización de la mujer, como la Edad Media o el Romanticismo, han sido épocas que se estaban idealizando a sí mismas, que tomaban a la mujer como espejo de su propia perfección deseada. Por eso dije al principio que estas idealizaciones de la mujer fueron pueriles. Porque a lo que se iba era a forjar un ideal de vida, y la mujer era sólo el muñeco sobre el cual colgar todo el revestimiento ideológico, cultural, lírico y místico que se estaba tejiendo. La mujer no es el ideal de la caballería andante. El ideal de la caballería andante no es otro que la propia caballería andante, y la mujer sirve en esto como álter ego, como una silla con la que se dialoga, como el espejo del armario que usa el político para ensayar sus discursos. Los espejos de los armarios suelen estar previamente persuadidos, como las mujeres por otra parte, pero el político, el caballero, el poeta, les habla y les habla, pues realmente se está hablando a sí mismo.

¿Y la mujer sagrada, de que nos ocupábamos más arriba? Hay una voluntaria sacralización del mundo, por parte del hombre, de la cual se beneficia también la mujer, es claro, pero hay una sacralidad más profunda, o más experimentada, que es la que se da, crea, manifiesta o descubre en la relación sexual, cuando uno llega a la ribera de lo realmente otro y se queda tembloroso tocando el enigma de la especie, de las especies. ¿Por qué está el mundo montado sobre este chispazo eléctrico? Ahí está lo sagrado interrogante de la carne femenina.

Dicen que ciertas ratas machos, después del coito, despiden de sí un fluido que rechaza a la hembra recalcitrante o a la nueva hembra. Todo el juego eléctrico de lo sexual ha sido apurado al máximo por Masters y Johnson, recientemente, en Estados Unidos, llegando a medir la intensidad eléctrica que genera un beso o un orgasmo. (Más intensidad el orgasmo que el beso, naturalmente.) Bien, pues todo este juego de fuerzas es el que se toca en el amor, el que se manipula en el erotismo, y la experiencia de lo sagrado, en la mujer y con la mujer, es precisamente la experiencia de que no somos sagrados: de que somos electricidad, química y hasta un poco de lírica.

Una sexualidad sin erotismo, que es la más corriente, puede sustituir la metáfora por la cosa sin mayor trauma (o sin advertir el trauma, que de todos modos se opera en lo más íntimo, generando insatisfacción). Un hombre de sexualidad decadente, por razones de edad o cualesquiera otras, puede recurrir a diversas ortopedias sexuales sin que sufra eso que banalmente llamaríamos su sensibilidad. Una sexualidad sin erotismo puede recurrir a la muñeca de goma, a la prostituta o a cualquier otro procedimiento vicario. Una sexualidad erotizada, madura, fantaseante, creativa, imaginadora, lírica, con sentido de lo sagrado, no puede salir jamás de la imaginación y se siente más rica con sus fantasías, fantasías que no suponen soledad, sino que se multiplican con la compañía. A partir de una mujer real que me ama o me desea, puedo transformar el mundo. A partir de una muñeca de goma o de una prostituta urgente sólo puedo dar un orgasmo. La relación sexual es generadora de metáforas (de signos, diría Delleuze), pero la relación mecánica, convencional o rutinaria no genera nada, es metafóricamente muy pobre, incluso nula, no sólo por su misma limitación, sino porque al sustituir la metáfora, la mata. Si no tengo una mujer, tengo la metáfora de una mujer: el erotismo solitario. Si tengo una mujer, tengo la posibilidad de transformarla en otra mujer, de metaforizarla constantemente. Pero si en lugar de la metáfora imaginativa tengo una metáfora real (muñeca o prostituta) es indudable que mi metaforización se ha secado: me la han obturado. Ya no tengo la mujer ni la metáfora.

Llegaron a fabricar unas muñecas con el rostro y el cuerpo de Brigitte Bardot. Me parece que eran para la marina, para no sé qué marina. (Creo que la artista, incluso, se querelló.) Yo no tengo a Brigitte Bardot, pero tampoco quiero la muñeca. Yo tenso mi Brigitte Bardot imaginativa, mi metáfora de Brigitte Bardot, que vale más que la muñeca, por supuesto, y no diré más que Brigitte Bardot, pero sí que si me dieran a Brigitte Bardot, en seguida la transformaría en otra cosa, no por insatisfacción, claro (como se dice tontamente de los imaginativos) sino porque Brigitte Bardot —o sea la realidad, el mundo, la vida, la prosa— está para eso: para hacer otra realidad, otro mundo, otra vida, otra Brigitte Bardot. ¿Mejor o peor que la real?, preguntaría el ingenuo. Ni mejor ni peor. Lo que cuenta es el proceso.

De todo esto se deduce el carácter frenéticamente imaginativo, fabulador, patético, de los amores desviados, de la sexualidad pervertida, que necesita imaginar lo contrario de lo que tiene, o ganar lo que tiene a partir de lo que imagina. La homosexualidad y toda clase de sexualidad heterodoxa, por decirlo de alguna forma, es un proceso metaforizante en delirio, y por eso nunca da amores vulgares, rutinarios, mediocres: porque está obligada a trabajar a mayor presión fabuladora. Por eso, asimismo, ha dado tanta literatura escrita por sus protagonistas. Es literaria en sí misma.

Francisco Umbral, 1977

No hay comentarios:

Publicar un comentario