viernes, 19 de julio de 2019

Amor burgués - Vicente Muñoz Puelles - descargar libro




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Imaginó que era un caballo y que, abandonando su funda, la verga se le empinaba hasta ponerse totalmente erecta y le golpeaba el vientre con la intermitencia de los latidos, y que ella se arremangaba la falda y con dedos tentaculares se colocaba el negro pene como un obús entre los muslos, y que su crica se abría totalmente, roja y húmeda como una granada, y se convulsionaba con el roce, jadeando como una campana o una gaviota epiléptica, ahora su delta era un río en plena crecida, la súbita contracción del vientre antes del clímax, piel de tambor, y ella se corría una vez y luego otra mientras el mango rígido como un candelabro pero más grueso se deslizaba aguanoso e hinchado como un domo y frotaba, resbalaba, buceaba, un puñado de sangre tras la inminente culminación, pero ella era ahora una yegua, sus muslos un cálido estuche guardado entre grupas, y creyó oír un loco relincho al eyacular como un géiser, denso y abundante.


Después, fuera ya del lecho, él suscitó el tema: —¿No te gustaría copular con un animal? Ella le miró, los ojos aún brillantes, para averiguar si hablaba en serio. Nunca estaba segura con él.

—Me daría asco —respondió finalmente—. No entiendo cómo se puede llegar a eso.

—¿Ni siquiera con un caballo?

—¡Qué cosas tienes!

Uno de septiembre de 1979. Amanecía en las ruinas de Knossos, en Creta, y el sol tanteaba el monte Kephala y comenzaba a reflejarse en los alabastros del antiguo edificio. Uno de los guardianes, tipo robusto de gruesos mostachos, inspeccionaba rutinariamente la laberíntica estructura que poco después acogería a los primeros turistas del día. No la recorría toda, por supuesto, hubiera necesitado la jornada entera para escudriñar cada rincón de las ochocientas estancias que se habían reconstruido parcialmente, pero sí los principales pasillos, algunas barandas, los propileos, los patios… Se movía despreocupadamente y bostezaba de vez en cuando y entornaba los ojos, ablandado por la tibieza del sol. Al llegar al ala oriental se desperezó e imprimió a su cuerpo una inusitada tensión. Dos días antes, al atardecer, había creído oír suspiros y murmullos cerca del megarón de la reina, en el subsótano. Nadie a la vista: imposible discernir si los sonidos procedían de la escalera privada que comunicaba el megarón con el dormitorio de la reina en el primer sótano, o de algún lugar bajo las losas. No se reprodujeron, pero la impresión era aún demasiado reciente.

Conforme descendía la gran escalera hacia los aposentos reales, las sombras ganaban terreno. Estaba acostumbrándose a los cambios de luminosidad cuando le estremeció la cadencia de una respiración muy agitada. Se asomó entre las rojas columnas que enmarcaban el patio de luz y distinguió el dorso de un hombre desnudo, que temblaba en la penumbra; parecía hallarse en el fondo de un pozo.

Fue hacia él; tenía arañazos superficiales en los flancos y, según observó al darle la vuelta, en el pecho y cerca del sexo. Una fea herida le circundaba un pezón, casi arrancado. Mirada extraviada, barba incipiente. No hablaba griego, sino un desmañado balbuceo incomprensible para el guardián. Creyó éste distinguir, por debajo del lenguaje desconocido, ramalazos de locura: el tono parecía unas veces de queja y otras de contento, como si hubiera perdido la razón o no fuera del todo consciente.

El guardián remontó la escalera e hizo sonar un silbato; aguardó a que uno de sus compañeros apareciera en el ala de enfrente y le indicó por señas que se aproximara.

Le contó su hallazgo. Decidieron envolver al extranjero en una sábana, que el segundo guardián fue a recoger del puesto de guardia. Al levantar el cuerpo y cubrirlo con la tela descubrieron que algunos arañazos eran recientes: pequeñas manchas de sangre puntearon el blanco. Como se movía con dificultad, uno lo tomó de los hombros y el otro de las piernas. Lo subieron vacilantes; por fortuna no pesaba mucho. Salieron al nivel del patio central y lo atravesaron, sudorosos ladrones de tumbas raptando una momia.

Lo llevaron al puesto de guardia y, eludiendo la curiosidad de los turistas que ya formaban cola en la entrada del recinto, tomaron un estrecho sendero flanqueado de cipreses hasta llegar a Villa
Ariadna. Así se llama la casa que Evans, el descubridor de Knossos, se hizo edificar para vigilar excavaciones y reconstrucciones; ahora la ocupan el superintendente del recinto, miembros de la sociedad arqueológica griega y algunos estudiantes.

Telefonearon a la policía y al hospital y, mientras aguardaban, el superintendente indicó al extranjero que se sentara y le interrogó en varios idiomas. El hombre de la sábana continuaba temblando y pestañeaba, incapaz de afrontar la luz. Siempre balbuceaba las mismas palabras. De nada servía, comprobaron, tratarle amablemente o amenazarle. La herida del pezón parecía la huella de unos dientes. Un extranjero loco, un borracho, podía escalar la verja que rodeaba las ruinas. O quizá había perdido la razón en el laberinto. ¿Y las ropas? Y aquellos arañazos, ¿se los habría ocasionado él mismo? En cualquier caso, no podía haberse mordido el pezón.

Además, tenía aspecto de llevar algunos días en el subsuelo. ¿Cómo no le habían visto antes, dónde se había ocultado?

Parecía cansado y al borde del sueño cuando la percepción de unas tablillas de arcilla con inscripciones, colocadas en una vitrina, le hizo levantarse. Tropezó con la sábana y estuvo a punto de caer, pero se rehízo. ¿Buscaba algo mientras recorría con la mirada los diferentes estantes? Gritó y se inclinó de pronto, acercándose todo lo posible, la nariz achatada por el cristal, a un fragmento de un gris desvaído. Lo señalaba, parloteaba en aquella lengua absurda y movía la cabeza como si leyese.

A un estudiante se le ocurrió tenderle papel y un lápiz. El extranjero rehusó al principio, pero luego trazó varios signos que parecían corresponder al Lineal A, un tipo de escritura —líneas, no imágenes— supuestamente indescifrado, que empleaban los cretenses entre los siglos XVIII y XV antes de C… —¿No cree usted…? —comenzó el estudiante, dirigiéndose al superintendente. —No sé, déjeme ver. Parece conocer algo. Da la sensación de que improvisa.

Se acercaron a la vitrina y compararon el papel con la tableta de Lineal A que tanto había llamado la atención del extranjero.

—Hay algunos signos parecidos, pero no iguales —declaró el superintendente—.

La semejanza es superficial. Mire aquí. Y aquí. No, no tiene sentido alguno. ¿Creen ustedes que este hombre puede utilizar un tipo de escritura que los especialistas no entienden? Díganme, ¿tiene la apariencia de un minoico resucitado? Si no habla griego, ni italiano, ni francés, ni inglés o alemán, es de suponer que tampoco entenderá otras lenguas latinas o sajonas. ¿Cómo va a escribir en cretense antiguo?

—Podría ser ruso. O turco —aventuró el segundo guardián.

—No —dijo un estudiante—. No suena a turco.

—Y a ruso tampoco —sentenció el superintendente—. Yo diría que es la lengua inventada por un demente. ¿Han observado que no pronuncia las oclusivas sonoras?

Llegó un médico y luego dos policías. Le condujeron a un hospital cercano a las excavaciones y allí continuaron interrogándole. Nada.
En los hoteles de Heraklion, la capital de Creta, no sabían de él. Quizás en Atenas.

La herida del pezón fue desinfectada y suturada. Le internaron en el departamento de psiquiatría, en una sala aparte.

Disfrutaba dibujando en las paredes, con las uñas, signos de oscuro significado. Cuando una enfermera le proporcionó papel y un estuche de acuarela, el extranjero pintó una escalera cuyo pasamanos tenía pomos dorados en las esquinas. Su inteligencia parecía inferior a la normal.

Cerró los ojos tierno él era torpe a veces pero trabajador resoplando allá abajo como fuelle de fragua mejor quizá que con el pito haces de luz persiguiéndose con un ritmo precipitado la primera vez creí que me desmayaba lengua de camaleón diría él aleteando en sus entrañas asediando labios rozando llamas carne dulce caliente entreabriéndose vibrando lira dejarlo ahí siempre destilando placer y toda su carne desepidermizada explotando fuegos artificiales ahora más ahí su pelo rozando frente nariz dedos hurgando ardiente vuelve entra espera ahí otra vez de prisa ahora mete deshaciéndose como en un baño demasiado caliente prolongado sacándome todo el jugo deslizando saliva rosa oliendo excitando bebiendo como una jalea rezumando agua bajo como lluvia sacando todo el placer enervada mejor de puntillas gozando apoyándome en él estrechándome bramar sofocante volcán romperla moviéndome pero sin fuerzas hacia arriba alzándose todos lenguas filtrando placer sobresalto crujido fluyendo médula clava húndete soltándome escapándome ahí ahí ahí ahí corriéndose ahí detente ahora duro su cogote de toro.

R. nació en 1948 en la ciudad de Valencia, en el seno de una familia burguesa de ideas republicanas. Desde muy pequeño manifestó una intensa pasión por los animales. Un pato de mimbre que había pertenecido a su padre siendo éste un niño, una apolillada y reseca piel de zorro que había abrigado el cuello de su abuela paterna, dos elefantes de bronce que apuntalaban una fila de libros constituyeron algunas de sus primeras imágenes. «Gallo» fue una de las palabras más tempranas.

Sus excrementos eran interesantes porque contenían lombrices y, según los adultos, parecían pulpos. Alguien le había dicho que existían tortugas tan vastas como la mesa del comedor. Su madre le levantaba en brazos para que contemplara de cerca los rostros dorados de los leones del edificio central de correos. Los felinos abrían amenazadoramente la boca, pero la mano infantil no temblaba cuando, aupado por su padre o su madre, debía introducir alguna carta entre los dientes de latón. Antes de que conociera a otros niños, aquellos leones eran sus amigos; no podían morderle.

Antes de que supiera de pactos, las fieras y él guardaban uno. Otro león, éste de cuerpo entero, dominaba la plaza más importante, que durante cuarenta años se llamó «del caudillo». Un ave fénix con un jinete a cuestas, emblema en bronce de una compañía de seguros, coronaba un céntrico edificio. El cerdo muestra de una tienda de trufas, el armadillo disecado en otra de pieles y curtidos, el faisán argénteo de una platería… Ningún paseo era completo si no incluía la contemplación de todos aquellos fetiches y no culminaba, poco antes de regresar a casa, junto al cocodrilo, vivo pero mágicamente inmóvil, que los propietarios de una tienda de bolsos mantenían como reclamo en un reducido reducto, insuficiente a todas luces, entre los escaparates. Aquél sí era su mejor amigo. No le pedía a su padre que arrojara monedas al reptil a través de una ranura de la jaula acristalada, como pedían otros niños, ni se burlaba de él o repiqueteaba los dedos contra la vidriera para incomodarle y verle alterar su postura. Permanecía extasiado, lo más cerca posible de su ídolo, e igualmente rígido, aguardando el más leve movimiento ocular o un bostezo para interpretarlo como un movimiento de amistad. Cuando su padre le conminaba a abandonar la tienda sin que se hubiese producido revelación alguna, se sentía infeliz y se interrogaba sobre los motivos de que sus relaciones con el reptil se hubiesen entibiado. Durante el invierno el cocodrilo se aletargaba, y por eso, más que por el por el frío o la palidez de los colores, lo juzgaba el niño la época más triste.
También le apesadumbraba volver a casa sin tributar homenaje admirativo a alguno de los emblemas: los leones, el otro león, el águila, el armadillo… Cuando el itinerario que marcaban sus padres no coincidía con su paseo sentimental, bajaba la cabeza y callaba. Como no protestaba, los adultos nunca comprendían sus cambios de humor en la calle. Ya en casa, interrogaba sobre costumbres animales a su padre, quien habitualmente le mostraba algún libro de zoología de su propio padre, ya difunto, y le leía los comentarios que figuraban al pie de los grabados y fotografías. Mucho impresionaba al pequeño que los cocodrilos pudieran permanecer sin comer durante meses. En cuanto a sí mismo, detestaba la carne y los huevos y prefería verduras, frutas, helados y pasteles. Cuando su madre le llevaba al mercado, rehusaba mirar los músculos y vísceras que pendían de ganchos en las carnicerías, pero no siempre lograba evitar una fugaz visión de los despojos, y entonces experimentaba asco, rabia e impotencia en rápida sucesión, y a veces derramaba lágrimas silenciosas. ¡Aquello era lo que los hombres hacían con sus amigos! La negra testa de un toro adornaba una pared de azulejos, y él se sentía inclinado a admirarla, pero ¿cómo estar seguro de que, al levantar la cabeza, sus ojos no encontrarían antes el horror? Más valía olvidar al toro, convertirlo en tabú.

   Tuvo juguetes, un perro y un caballo de trapo que se llamaban «Chubasco» y «Tormenta». Eran suaves como su madre, que amaba el sol y cada mañana le llevaba a la terraza de la vieja casa y le dejaba agitar los animales de trapo, simulando que estaban vivos, que corrían sobre los ladrillos de color naranja, de bordes ennegrecidos y áspero tacto, y algunas noches permitía que los pequeños dedos, tan torpes, le ensortijaran el cabello castaño.

La cámara toma de cerca la mano corta y gordezuela, se mueve a través de ondulaciones capilares y regresa junto a una mano distinta, esbelta y diestra, con uñas pulidas y almendradas. También el pelo es otro, más breve y oscuro. Primer plano repentino de él, girando la cabeza y hundiéndola en el vientre desnudo de ella, desplazamiento lento en torno a la cintura femenina, a la altura de los ojos masculinos pero no tan cerca, hasta detenerse en el surco vertebral. Se aparta él, igualmente desnudo, de la silla y hociquea de rodillas el pubis enmarañado como esparto pero suave como telaraña.

     —¿Qué escribías?

     —«Taurominos» —respondió él, filtrada la voz por la mata del delta.

     —¿«Taurominos»? ¿Qué es, otra novela? ¿La has empezado ahora?

     Su lengua asiente por él, sinuosa y dura a un tiempo como una anguila, o quizá la cabeza titilante de aquellas menudas serpientes que algunas mujeres de la antigua Roma se insertaban en la vagina aprovechando la confusión de los reptiles, que ya se creían en sus madrigueras de los bosques.

     La cámara se centra en el rostro de ella, fundido en la acuidad de las caricias.
 

   ¿Era aquélla la misma habitación del hotel Hesperia donde, tres años antes, había intentado masturbarse mirando un folleto turístico de Creta con una mujer en bikini contemplando el mar? Curioso: la mujer no había podido inspirarle, pero aún recordaba, después de tanto tiempo, su cabello dorado, su piel blanca y la postura de brazos y piernas. ¿Cansado? Siempre se había comportado así con las ciudades que visitaba. ¿Era su timidez perpetua o una rara expresión del instinto sexual lo que le llevaba a caminar continua y rápidamente, con los bolsillos o el macuto repletos de mapas y guías turísticas, sin concederse apenas paradas, descansos, comidas o bebidas? Infinitos paseos vagarosos en múltiples ciudades, deslizándose por calles radiantes, concurridas, de anchas aceras, callejas míseras o barrios pintorescos colmados de música, doblando esquinas con la incontenible excitación del cazador. Pero ¿quería realmente cazar?
Buscar tentaciones, rozarlas con la mirada, huir, noches enteras sin rumbo como un barco fantasma. Atenas le había atraído desde la infancia. Recordó que, la noche de su llegada, tres años antes, había vislumbrado entre unos matorrales del jardín del Theseion a dos hombres que se amaban de pie como garañones, arqueándose a la luz lunar en lo que parecía un ayuntamiento desgarrador. Esa imagen le había conmovido. Y luego, al atravesar Plaka, melodías y parejas furtivas, bailes en las plazuelas, mujeres insinuantes y hombres empeñados en atraerle a un local, tuvo muy claro el sentimiento de que había malgastado su juventud. No haber, a los veintiocho años, librado aún su fuerza a una mujer, no haber conocido, no haber poseído, no haber sido gustado, constituía un fenómeno poco frecuente. Después de dormir en muchos lechos, de recorrer medio mundo, habiendo tenido ocasiones seductoras y gozando de un temperamento inflamable —¿inflamable?—, ¿por qué conservaba la inocencia de un niño?

   (Una de sus pinturas, fechada a los siete años de edad, muestra a una mujer desnuda con larga cabellera, senos puntiagudos, vientre prominente, gran ombligo y una línea arqueada que se interrumpe entre las piernas. Quizá esperaba contemplarla algún día, cuando adquiriese los conocimientos necesarios. Pero el hecho es que lo olvidó).

   Un sonámbulo que correteaba en torno a la Acrópolis, un conspirador, así se sentía. Y la edad se le echaba encima, necesitaba tener «un éxito» en amor, o mejor en sexo, pues los había disociado tiempo atrás.

   Pero el miedo al ridículo y al rechazo aún superaba al deseo. Le angustiaba el desconocimiento práctico de la vida sexual. Los muchos libros apenas le habían ayudado. Como en el teatro: la lectura no bastaba, había que representar.

   La masturbación calmaba temporalmente la inquietud del cuerpo, apaciguaba la ansiedad. Sin embargo, en Grecia le resultaba imposible. ¿La simple fatiga o quizás el súbito descubrimiento de que, comparadas con tanto esplendoroso amor pagano, hétero y homosexual, aquellas solitarias maniobras eran un recurso infantil? Atenas le hacía sentirse físicamente más viejo, y al mismo tiempo le revelaba que su sexualidad era apenas púber.

   Ni siquiera alcanzaba la erección voluntaria. (De día, en cambio, cuando visitaba los museos, algunas esculturas femeninas, menos abundantes y más recatadas en el arte griego que las masculinas, suscitaban el calor que de noche invocaba en vano. A menudo, ante una figurilla de Tanagra pintada con vivos colores, o una koré arcaica de cabellera rizada y peplo pegado al cuerpo, el fantasma había quedado prendido inesperadamente).

   Tampoco soñaba, o al menos no recordaba sus sueños griegos. Caía en la cama sudado y rendido, doloridos los ojos de tanto ver y las piernas de tanto andar.

   Una noche en que, a pesar de hallarse aún más cansado que de costumbre, rehusaba aceptar la derrota de su cuerpo, se sentó en una de las cafeterías que invadían las aceras de la plaza Sintagma. Acababan de servirle un helado y un vaso de agua cuando le pareció que un joven de fácil sonrisa le guiñaba un ojo desde la mesa opuesta. Apartó la mirada y luego la hizo retroceder para deslizaría sobre el seductor como la luz de un faro. Eran varios. Entrevió cómo uno le daba un codazo a otro y éste también le guiñaba un ojo y se pasaba la lengua por los labios. No me pondrán nervioso, pensó, pero ya lo estaba: tenía que admitir que la ligera y embriagadora noche ateniense favorecía aquellos clásicos pasatiempos Se levantó uno, cigarrillo en mano, y le pidió fuego en inglés. R. le explicó en griego que no fumaba. ¿Dónde había aprendido su idioma? Lo he estudiado. ¿Querría sentarse con ellos? Aunque a R. le atraía su espontaneidad, no le costó negarse. Después de tantos años, no iban a ser hombres quienes le iniciaran. Quiero estar solo, dijo, pero terminó el helado antes de irse.

   No obstante, reconoció al cerrar tras sí la puerta de su habitación, la soledad había cambiado y ya no tenía para él, como antaño, el encanto que emanaba de mujeres y animales. Había estado aislado tanto tiempo que más aislamiento no podía enardecerle.

   Su pene continuaba rebelándose. Y él necesitaba una presencia ajena, alguien con quien hablar sin esfuerzo, o simplemente que estuviera a su lado.

  
     Ella me contó que, en París, había bajado al metro para tomar el último tren de la noche. Estaba sola en su andén, y en el de enfrente había, también solo, un joven de cabello largo y tez oscura, vestido con un chaquetón de piel, que la miró ansiosamente, se desabrochó el cinturón, se desabotonó los pantalones, se los bajó, extrajo el pene y lo exprimió. Dice que vio las gotas desde lejos, y entonces llegó el tren. Que ella se hubiera masturbado también a distancia, separados por las vías, felices por no tener que poseerse.

     Le recordé un mono del zoológico de Lisboa, que se había manoseado al verla. Su miembro delgado como un tallo, la rápida eyaculación (ocho movimientos manuales, cinco contracciones peneales) entre pedazos de fruta, la indulgente sonrisa de ella y mi admiración hacia el simio por su franca y descarada animalidad.
 

   ¡Inés! ¿Cómo no se había acordado antes de ella? Tenía una beca de griego moderno y daba clases de castellano en alguna academia de Atenas. Diez o doce años sin verla. Hans le había proporcionado su dirección y su teléfono, el diligente organizador siempre estaba en contacto con todos. Incluso había bromeado al respecto: si te cansas de ver piedras… ¿Sabes que de pequeño le gustabas? R. no había creído a su amigo.

   Evocó el colegio alemán de Valencia, en cuyo jardín de infancia sus padres le habían inscrito a los tres años y medio, buscando una educación laica. Algunos profesores —rostros severos, afilados— habían importado de su patria un ideal de disciplina y dureza. Voluntad, trabajo. Incluso la alegría estaba organizada. Un colegio mixto donde alumnos y alumnas se sentían solidarios frente al sexo opuesto. Cuando llegaba el recreo, cada niño ofrecía la mano a una niña y juntos bajaban la escalera a golpes de silbato, rumbo al patio donde se separaban aliviados. Ellas formaban corro y hablaban, ellos jugaban al fútbol o competían en breves carreras. R., que era hijo único y siempre veía vestidos a sus compañeros de clase, no imaginaba las diferencias genitales —para él, en aquellos tiempos, una niña era un niño con faldas y trenzas—, pero se sentía atraído por la actitud de las «otras», pasiva, tranquila en comparación con la de los muchachos. Intentaba averiguar de qué hablaban las niñas, pero siempre callaban al verle acercarse y se mofaban de él por no jugar con los demás niños. Casi siempre, R. se volvía con brusquedad, intentando retener las lágrimas —un hombre no lloraba, proclamaban los profesores—, pero en alguna ocasión llegaba a articular frases de desprecio: las detestaba, de mayor preferiría casarse con una vaca que con una niña, quería ir a África porque allí no había mujeres.

   Los niños le aturdían: eran ruidosos, pendencieros, frecuentemente crueles: necesitaban imponerse para crecer. AR, por ser uno de los más pequeños, le llamaban «renacuajo», mote que unas veces le enorgullecía y le ofendía otras. A menudo, entre los demás, se sentía débil como un animal acosado. Mimado, protegido, amaba el silencio y la calma de su hogar, que no alteraban el tono prudente y reflexivo de su padre ni la voz siempre cariñosa de su madre. Allí se sentía a gusto, tendido sobre una alfombra y haciendo discurrir a sus nuevos animales de madera por una jungla de macetas, o bien repasando las imágenes de los libros antiguos. Su temperamento pausado y contemplativo, formado en esos momentos hogareños, rechazaba la competitividad. ¿Qué aliciente podía haber en perseguir un balón o en correr más aprisa que sus compañeros? Hans, en cambio, disfrutaba con el deporte tanto como con el estudio, y jugaba al fútbol con la misma actitud segura y eficaz que mostraba en las aulas. R. le miraba con incomprensión y se consolaba buscando hormigas, recogiéndolas, llevándolas bajo unos árboles y excavando para ellas pequeñas tumbas. Curiosos y maliciosos, otros niños se burlaban. Algún día, pensaba él, los animales se rebelarían bajo su inspiración y dominarían el mundo.

   Les plantearon un insensato cuestionario: ¿Te entristecería ver cómo se ahoga una avispa? ¿Pegarías a otro si te molestara o le pedirías que no lo hiciese? Si ardiera un museo que contuviese obras de arte únicas y muy importantes, ¿salvarías primero esas obras o te ocuparías de los visitantes? Antes de contabilizar las respuestas, un profesor explicó que aquella prueba —que llamaba enfáticamente científica— estaba preparada para determinar la proporción que había en cada alumno de masculino y femenino. De todos los niños, R. resultó ser el más femenino; había niñas que lo eran menos. Algunos se rieron de él; también Hans, que parecía no apreciarle tanto cuando se hallaba con otros. Una niña rompió a llorar, atrayendo hacia sí la atención general. Era Inés, rubia de piel muy blanca y trenzas; las lágrimas le brotaban entre gemidos. Lejos de pensar que aquello tuviera relación con su caso, R. se alegró de que hubiese ocurrido y de que la debilidad de la niña hubiera encubierto la suya.

   Ayer iba por casa con mi blusa color crudo con escote de pico y mi jalda de raso rojo. Él no dejaba de mirarme con el bolígrafo en la mano, pero sin escribir palabra mientras me pintaba ojos y labios, y esperó a que me cambiara de zapatos y me pusiera esos de finas tiras negras que me regaló y a que me acercara, lista para salir, para levantarse y abrazarme y besarme y restregar su viejo pene contra mi falda. Él llevaba un slip, siempre va así y luego se viste apresuradamente para bajar a la calle, pero seguramente no tenía intención de acompañarme, sólo quería verme arreglada para joderme, es terrible lo mucho que le excitan mi perfume y mis ojos grandes y mi boca lustrosa, primero lame el carmín de mis labios y luego lo paladea como una golosina, un día voy a pintarme el sexo, sé que le volvería loco, pero no me atrevo a depilarme aunque sé que también le gustaría, porque dicen que al día siguiente ya pica, al principio él era tan original y se cubría el glande con mermelada para sorprenderme, adivina cuál es, me decía, pero ya no, han pasado dos años y cada vez le excita más mi ropa y mi modo de arreglarme que mi cuerpo, aunque todavía le gusto mucho, no sé si ahora soy más consciente, pero nunca tiene ganas cuando se despierta a mi lado y me ve desnuda y sin pintar, por eso aguarda a que me vista, si bien se mira es divertido ver cómo se va abultando su slip mientras me maquillo, es uno de esos hombres que adoran el calado sobre la piel o el contorno de unos zapatos o la suavidad de una media o el misterio de un velo, raja rosa envuelta en raso rojo me dijo el otro día, le creo capaz de besar mis telas, aunque no parece de los que se detienen contemplativos ante un escaparate de ropa interior sino de los que no separan a la mujer del vestido, una vez me contó una historia sobre un hombre que era así y no podía soportar a las mujeres desnudas y en cierta ocasión quiso poseer a una que llevaba un vestido malva, pero ella se negó a hacer el amor con el vestido puesto y él la estranguló y se satisfizo con el cadáver, detestaría ser sólo un accesorio como un broche, para eso podría tomar una muñeca, a veces quisiera ser como él me desea pero no así si al menos supiera que va a durar siempre si él no fuera así no sé si es que soy o no soy cuando necesito vestirme para ser cada día una distinta eso le gustaría que fuera todos fetichistas buscando un tipo pero entonces sí que nunca podría ser yo. Cuán a menudo me he buscado entre velos de rizadas sábanas, bosques furtivos, playas dormidas sobre mi hombro, campos de agua, bajo tejados ajenos, innumerables horas buscando en el espejo mi identidad.

Temía haber perdido el teléfono, pero lo encontró. Una residencia estudiantil. Llamó desde el hotel, tardaron en localizarla. Una voz armoniosa. En griego también, le contó que era un viejo amigo, jugueteó con su curiosidad. Uri amigo de la infancia… Finalmente le reconoció: ¡R.! ¡Hablas griego! ¿Tu propio método? ¡Qué tonterías dices! ¿Dónde estás? ¿Aquí, qué haces aquí?

   Quedaron en cenar juntos. Inés fue a recogerle. Sus ojos grandes y claros conservaban la viveza de la infancia. Una larga melena, un vestido de encaje blanco, casi un sudario de carnaval. ¡Hola, majo!, le dijo, y se besaron en ambas mejillas. Parecía nerviosa, gesticulaba mucho.

   Llegué tarde. Creo que no lo hice adrede. Ya no lo sé. Pero tenía miedo de estar cerca de ti. Había creído librarme de tu recuerdo desde que vine a Grecia a vivir. Aquí conocí a hombres que creían quererme. Es horrible descubrir que te había perseguido en cada uno de ellos. Que no quería renunciar al amor por haber renunciado a ti, desde siempre. Me había forzado a amarles. Brutalmente. Y siempre terminaba rechazándoles porque no estaban a la altura de mi sueño. Ninguno acabó de entenderlo. Y después de este juego que ha durado tantos años, viniste al centro de la escena a desvelar mi verdad. Casi me hería encontrarte allí, en el vestíbulo del hotel, ignorante de todo como un durmiente. ¿Qué te había impulsado a buscarme? Se me ocurrió más tarde: claro, te aburrías, sobre todo de noche, después de tres semanas en Atenas. Y yo creyendo oír campanas.

   Conocías muy bien la ciudad, pero nunca habías entrado en aquel pequeño restaurante al que te llevé, cerca del hotel. Pedí moussaká y calamares, como tú. Me hacía gracia oírte hablar en griego. Mencionabas el colegio, siempre te había intrigado saber de qué charlábamos las niñas cuando formábamos corros. Quisiste sonsacarme cómo si se tratara de algo reciente. Yo había sido una niña más para ti. En cambio, Ana te atraía. ¡Cuántas lágrimas me costabas ya entonces! Y ahora, ¿me veías? No. Como siempre. No me asombraba en absoluto. Podía estar muriéndome, nunca te enterarías. A ratos me sentía ridícula. Tenía ganas de llorar y de salir corriendo, pero también me apetecía hablar del colegio. Los recuerdos se agolpaban, acudían como si los estuviera invocando. Al mismo tiempo, tu ignorancia me tranquilizaba: puesto que no me veías, no podía perder porque nada tenía. No iba a defenderme si me considerabas estúpida. A ratos parecías un anciano escarmentado. «Todo es hormonal», dijiste. No lo sabías bien, tendrías que ser mujer y experimentar en propia carne lo mucho que deprime una menstruación La salida me templó de golpe. Como ya te había resistido un tiempo, notaba cierta seguridad.

   Por la mañana irías a Creta. Un viaje organizado de dos días. ¿Cómo había podido ocurrírsete? ¡Dos días! Y luego, a tu regreso de Creta, cinco días más antes de volver a Valencia. Te escapabas. Hubiera querido que la noche empezara entonces pero no tardaría en acabar. No deseaba que fueras tú quien me dejase. Por eso intenté precipitar la despedida, pero te empeñaste en enseñarme unos libros, no recuerdo cuáles, que guardabas en tu habitación. Subimos. Era todo tan raro que las sienes me zumbaban. Dejaste la puerta abierta. Ese gesto de anticuada cortesía me emocionó. No me encontraba a gusto, y sin embargo no deseaba irme del todo. De alguna manera anhelaba prolongar aquella noche que creía única y que tan sorprendente, tan inesperadamente me brindabas. Y te propuse abandonar la habitación porque me ahogaba. Y porque, tienes que saberlo, si en aquellos momentos un algo de deseo te hubiese impulsado a tocarme, a rozarme una mano (ya tuve cuidado de que no ocurriera) me hubiera entregado como una prostituta y no hubieses vuelto a verme. Prostituta contigo. Eso lo había leído ya. Aquella noche recordé un cuento horrible; su lectura me había lastimado y ahora me aterraba que pudiera reproducirse en nosotros. Pero no me sentí deseada en ningún momento. Ni siquiera noté interés real de algún tipo. Y me salvé. Salí feliz a la calle después del momento crucial de mi vida. Porque el cuento de Stefan Zweig no se repetiría conmigo.

  
     Idiotizado por la reciente sucesión de espasmos, se miraba con una mano en el pene aún semierecto, estirando el prepucio, en el espejo que había al pie del lecho sin patas, donde además se reflejaba el espejo donde apoyaba la cabeza, y el reflejo dentro del reflejo.

     —Me gustaría leerla —dijo ella, todavía con un kleenex asomando del delta, pequeño iceberg derritiéndose entre las algas.

     —He escrito muy poco…

     —¿No quieres?

     —No es eso. Además, hay muchas tachaduras. Y mi letra es muy mala.

     —Tonterías, tu letra es facilísima.

     —No cuando escribo en sucio.

     —Vamos, no te hagas de rogar. Siempre te niegas y acabas cediendo.

     —Está bien, cógelo si quieres. En mi mesa.

     Después de leerlo: —¿No me dijiste que era una novela erótica?

     —Sí. ¿No te lo parece?

     —No demasiado. ¿De qué te ríes?

     —Lo erótico eres tú.

     —¿Otra vez? ¿Has estado mirando esas revistas mientras leía?

     —Me ha ocurrido ahora. Creo que me ha excitado el olor de tu cosa.

     —¿Mi cosa, dices? Si aún huele a la tuya…
 

   Y te quise, te quise tanto aquella noche. Amé cada frase tuya en aquel banco donde nos sentamos, en Akadimías. No sé cómo, llegaron los animales y llenaron tu boca. Nunca hablará de mí con tanto entusiasmo, pensé. Te burlaste del asco que me producen las arañas y las serpientes. En la facultad trabajabas con sapos, intentando cambiar sus hábitos de reproducción. No sé cómo hacen el amor los sapos, te confesé, y te lanzaste a una larga perorata. Me explicaste que la mayoría copula en el agua: el macho agarra a la hembra, para que no resbale, mediante unas protuberancias negruzcas que le aparecen en las palmas cuando llega la época de celo, y la mantiene abrazada durante semanas —¿semanas, dijiste?— hasta que ella pone unos huevos que él fecunda. ¿Lo recuerdo bien? Te habías empeñado en que unos sapos que copulan en tierra, parteros los llamabas, se reprodujeran en el agua como los demás. Para conseguirlo —y tú amas a los animales— alterabas el ambiente del terrario. ¡Qué horrible verbo, copular, pero tú lo empleabas con tanta fruición! ¿Ignoras que no existen dos parejas que hagan el amor de la misma manera? Claro, tú sólo utilizas ese horrible verbo y así te va. Tenías problemas, creo que los huevos de sapo partero se malograban en el agua. Había que esterilizar el terrario, airear el líquido. Me gustó lo de airear el líquido. Te suponía manejando grandes abanicos. No entiendo nada, manifesté para atraer tu atención, porque hablabas sin mirarme, como si impartieras una clase. ¿Para qué tanto esfuerzo? Querías, me contaste, repetir los experimentos de un científico austríaco, de quien se rumoreaba que había conseguido reproducir sapos parteros en el agua y, ¡oh maravilla!, que al cabo de la tercera generación les crecieran esas protuberancias nupciales en las palmas. Ya ves cuántas cosas me enseñaste en aquel banco de Akadimías. Acusado de falsear los resultados, el austríaco se había suicidado. Como en una novela. ¿Aún escribías?, te pregunté. Últimamente, los sapos casi no te dejaban tiempo. Me hablaste de que te había costado convencer a alguien para que los cuidara durante tus vacaciones. ¡Cuidar sapos! Eras un singular alcahuete, un biólogo borracho de bichos. Y no había decepción en tu boca. Eras como tenías que ser, como te había imaginado en los últimos años. Un científico loco, capaz de los peores experimentos. Casi me sentí un cobaya. ¿Y qué probarías si confirmabas los resultados del austríaco? Me lo explicaste, parecías contento de que te hiciera preguntas.

   Pero, claro, seguías sin verme. No entendía por qué no me dejabas. ¿No te atrevías? Cualquier otra persona hubiera podido escucharte.

   Fuimos a la plaza Omonia a tomar un refresco, y cuando cerraron la cafetería nos sentamos en el barandal del metro. En toda la noche, R., en toda la noche, no supe por qué estabas allí. No adiviné el menor interés. Apenas alguna pregunta sobre mi trabajo, hasta eso parecía importarte más que yo. Hubiera querido contarte mucho de mí y de mis amigos, de mi familia. ¿De veras no sabías que mi padre nos había abandonado, años antes, a mi madre y a mí? No pareció impresionarte. Ni un comentario. Y no me atreví a preguntar por la muchacha australiana de quien, al decir de Hans, te habías enamorado tan violentamente. Quizá prefería ignorarlo. Sólo animales. Eras un idiota especializado, un cerebro con patas. Genética, tu tema principal. Te jactabas de ello.

   Por eso, cuando las tabernas abrieron al alba, insistí en invitarte a desayunar. Quise pagar la rareza que te hizo quedarte conmigo. Fue una noche como no se repetirá otra. La sorpresa de hallarme a tu lado me impedía paladear todo el amor que volvía. Estaba mordiendo un bollo cuando murmuraste que mi melena era bonita. Me atraganté, tuve que beber en seguida. ¿Habías dicho eso? No lo entendía. No parecía que te dirigieses a mí. Y luego pediste volver a verme a tu regreso de Creta. Lo dijiste dos veces. La primera lo tomé a la ligera. Pero al despedirnos insististe. Y pensé mientras me alejaba que te habías quedado conmigo toda la noche porque realmente te apetecía.

   R. llegó corriendo al hotel, satisfecho de la pequeña locura que representaba pasar la noche en blanco, poco antes de que apareciese el taxi que enviaba la agencia de viajes. En el camino hacia el aeropuerto, el vehículo se detuvo en el Atenas Hilton para recoger a una joven de breve estatura, nariz prominente y anchos hombros, que resultó ser mexicana. Parloteaba sin cesar, y al momento de conocerla ya supo R. que su acompañante estaba dando la vuelta a Europa y que tenía un padre inmensamente rico. Acosado a preguntas, R., que, como muchos tímidos, lo era menos con las personas que desconocía, le habló de sí mismo como no había hablado a Inés. Así la mexicana comenzó donde la otra había terminado, mientras, desde el avión, la costa del Peloponeso se alejaba. Torres de nubes sobre las pequeñas islas, barcos arando, cielo de lapislázuli con incrustaciones de marfil. Al final, una cadena montañosa se alzó ante ellos. Creta se aproximaba rápidamente.

—¿Qué había ocurrido allí?

     —No sabemos nada, salvo que en Creta había grandes rebaños de toros consagrados al sol, que provocaban terremotos a su paso. Cuentan que el rey Minos, descendiente de Zeus, rehusó sacrificar a Poseidón su mejor toro, el portento blanco único en las manadas pintas de la isla, y en su lugar mandó degollar a otro. Y el dios del mar le castigó haciendo que Pasiphae, su esposa, concibiera una monstruosa pasión por el toro blanco. Dédalo, el ingeniero, la ayudó construyendo una vaca hueca de madera que forró con piel. Pasiphae se introdujo en ella de tal manera que su sexo coincidía con el de la vaca, y el toro la olisqueó y la montó, de modo que Pasiphae satisfizo su deseo y más tarde alumbró al Minotauro, cabeza de toro y cuerpo de hombre. Dédalo levantó el laberinto destinado a enterrar y esconder al monstruoso vástago. Comía éste carne humana; para satisfacerle, Minos exigía anualmente siete donceles y siete doncellas de Atenas. Teseo quiso acabar con el tributo. Se incluyó en él y, gracias a la madeja que Ariadna, la hija de Minos, le proporcionó para que no se perdiera en los corredores, pudo salir del laberinto tras matar al Minotauro. Había prometido a Ariadna que se casaría con ella, pero de regreso a Atenas desembarcaron en la isla de Naxos y la abandonó dormida en la orilla. Hasta aquí la leyenda, que puede no ser sino el último eco de mayores pesadillas. Los cretenses adoraban a la madre tierra; la imagen de la semilla que muere sepultada y torna a surgir en la cosecha del año siguiente cobró realidad en el sacrificio del rey. Éste era un personaje condenado; las sacerdotisas de Knossos desgarraban sus carnes cada vez que aparecía la luna de la vendimia; no utilizaban instrumentos, sólo manos de largas uñas. Con sangre real se renovaba la juventud y el vigor de la tierra. Un nuevo rey, también llamado Minos, reemplazaba al rey de la vida del año anterior. Posteriormente, los reyes sólo fueron sacrificados en tiempos de crisis; habitualmente se les reemplazaba por los mancebos y doncellas atenienses, que eran arrojados a los toros del sol, toros en edad de padrear que los corneaban y pisoteaban. O quizá no era así, y los jóvenes cuerpos servían secretamente para satisfacer la concupiscencia del rey, que se disfrazaba de toro y los tomaba al final de una danza en la que recorría todas las habitaciones del laberinto. ¿Era éste un intrincado coso que imitaba el trayecto del sol? Alguien se travestía de toro ardiente y bailaba la danza de la fertilidad siguiendo al astro. O tal vez el rey se cubría con una piel de toro para montar a las vacas, o a la reina disfrazada de vaca, o a la sacerdotisa de la luna, de cuyo tocado asomaban dos cuernos, un matrimonio entre la luna y el sol tras cuya consumación ella lo devoraba como una mantis, comenzando por la cabeza hasta que sólo quedaba el sexo titilante, un pene ensangrentado fecundando la luna y la tierra, última ofrenda a la diosa madre que daba la vida y la quitaba, creciente y menguante a un tiempo como la misma luna En el aeropuerto de Heraklion les recogió un empleado de la agencia de viajes, que les acompañó al hotel y luego al museo arqueológico, donde se unieron a un grupo muy numeroso bajo la tutela de un guía. Buscando su propio ritmo, R. se separó pronto para recorrer las salas por su cuenta. Aunque mucho le gustaron los colores vivos de los frescos minoicos, desde el principio percibió su esencial ambigüedad. Aquí y allí, infortunadas restauraciones hacían casi imposible la comprensión de las antiguas pinturas. Pero incluso aquellas que se habían conservado relativamente bien (las que contaban con más fragmentos oscuros) planteaban abundantes preguntas. ¿Qué representaba el fresco de la tauromaquia: el arriesgado ejercicio, quizás imposible, de una blanca doncella que daba un doble salto por encima de un toro en plena carrera o un sacrificio que el animal se encargaba de ejecutar? ¿Se agarraba el moreno joven de la izquierda a los cuernos para tomar impulso o colgaba de ellos, ya sin vida? Quizá el pintor había sido incapaz de pintar la suerte de manera realista. Porque la única posibilidad de ejecutar el salto y salir ileso no era recibir al toro de frente sino adivinar por qué lado iba a embestir, darle un quiebro en la misma cabeza, a cuerno pasado y por el lado contrario, y asir las astas con dedos elásticos y tenaces. Un juego mortal, una posibilidad de dos. Y alguien debía ayudar al bailarín, recogiendo o distrayendo al toro, cuando después del volteo por el aire caía al suelo. Quizá los lidiadores se turnaban hasta que uno moría. O hasta que morían todos, con anchos desgarrones como bocas de tiburón.

  
     Temblaba ella como el caballo de un picador mientras su compañero bramaba y respiraba igual que un unicornio legendario. Afirmó él simétricamente sus brazos junto a los de ella, como un toro clavando las patas en la arena. Escarbó con una pezuña y resopló y ella asió el rígido cuerno con ambas manos, como si fuera a saltar sobre él, y crujieron sus huesos cuando el unicornio levantó las piernas doradas de la mujer y las colocó sobre sus blancos flancos, y embistió por el centro. En la forma de iniciar el derrote con su cuerpo prendido, ella intuyó que el animal había cargado otras veces y que lo hacía a gusto. La cornada casi la arrancó del lecho. Furioso por lo mucho que le habían azuzado, el unicornio retiró el asta y la hundió con más fuerza, ensanchando la herida; gemía ella en un goce excesivo que era el de la muerte que la rozaba y abandonaba para rozarla y abandonarla y volver a rozarla y abandonarla al compás de la sangre. La fricción del cuerno desenterraba estratos de gozo. El unicornio expelió el semen, pequeños dardos como metal derretido, y ella llovió sobre la dura vaina, que al retirarse conservaba la rigidez y aparecía cubierta de facetas resplandecientes como hojuelas de mica.

     Pero era mentira, porque ella lo ignoraba todo.

     —Un día, claro, cuando tengas tiempo, podríamos hacer el amor como cada animal. ¿Cómo lo hacen los tigres?

     Se lo dijo.

     —¿Y los toros?

     —Yo no lo llamaría hacer el amor. Es como un relámpago, sólo entran y salen.

     —¿De veras?

     —Bueno, quizá dura poco, pero supongo que es intensamente sentido. Las tortugas, en cambio, permanecen acopladas hasta quince días. El macho posee un miembro largo y redondo, terminado en esfera puntiaguda.

     —Como esos preservativos con pinchos.

     —Sí, y ella tiene un clítoris enorme.

     —¿Eyaculando todo el tiempo?

     —No, de tarde en tarde. Con voluptuosa pereza.

     —¡Quince días! ¡Qué lástima que no seas tortuga!

     —En cambio, yo te prefiero así.

     —Yo también, tonto.

     Pero ambos hubieran deseado los quince días.
 

   Y aquellas damas cretenses de cabellos rizados, corpiños con mangas ceñidos al talle, pecho descubierto y largas faldas orladas, ¿eran las damas de la corte hablando de modas y destruyendo las reputaciones de las amigas ausentes y de los hombres o las sacerdotisas de un culto sangriento e innombrable? Evocó de nuevo, antes de pasar a la sección de tablillas, los corros de niñas del colegio. Desde pequeño sentía un gran interés por las lenguas extranjeras y los jeroglíficos. La escritura minoica llamada Lineal B estaba descifrada: era una forma arcaica de griego que recogía las transacciones comerciales y los inventarios de Knossos. Pero la Lineal A mantenía el desafío: más antigua, parecía corresponder a una lengua distinta; nadie había podido averiguar cuál ni tampoco si estaba emparentada con otra.

Se hallaba R. absorto en la contemplación de las inscripciones —el verdadero laberinto de Minos, pensaba— cuando la mexicana le llamó: ya habían acabado la visita y se iban. Quería él quedarse; aceptó, un poco a su pesar, almorzar con ella un par de horas después. Se citaron en la entrada del museo. R. comenzó a copiar las tablillas del Lineal A, pero le costaba reproducir fielmente los signos entre las idas y venidas de otros visitantes. Indagó y le informaron de una librería donde podría adquirir la serie más importante de textos publicados en dicha escritura.

   La mexicana había tomado sus confidencias por interés. Creía gustarle. Le enseñó unos brazaletes de oro que acababa de comprar. La ciudad le desagradaba: era un caos y olía mal; a cuero, decía. Comentó que sólo estaba a gusto en los hoteles Hilton y que sentía que no hubiera uno en Heraklion. R. ya la odiaba. ¿Por qué les habría emparejado la agencia, por el idioma? Comieron a la sombra, cerca de la fuente de Morosini Hacía un calor tórrido —ese verano habían muerto tres personas en Grecia a causa de las altas temperaturas—, pero la mexicana llevaba medias y zapatos cerrados. R. hizo una observación al respecto, y ella sonrió porque él se había fijado y replicó que le gustaba ir bien arreglada. Es insufrible, pensó R., y poco después estuvo a punto de levantarse y abandonarla como consecuencia de un comentario reaccionario sobre la situación en España, país que la mexicana ya había visitado, pero la miró y le pareció tan fea que no quiso ofenderla. A cambio, le habló de la represión franquista. Deseaba impresionarla acumulando horrores, pero pronto se percató de que ella no deseaba escuchar.

   Por la tarde les llevaron a Knossos en un autobús atestado de gente. Al principio, R. se sintió decepcionado: las reconstruidas ruinas, de colores crudos y atrevidos, osadas hipótesis de cemento armado, se le aparecían vacías de significado, como el decorado para una película. Se separó de su grupo, como había hecho en el museo, y caminó al azar. ¿Era Knossos, como muchos pretendían, un palacio alegre, representación pétrea de una vida libre y festiva, un lugar donde la cultura era suntuosidad, la pintura un placer y la organización comunitaria brillaba por su genialidad o, por el contrario, como sugerían otros, la sede de una tiránica necrocracia, una mansión donde los cadáveres de los poderosos eran embalsamados, enjoyados, maquillados y honrados con danzas, ofrendas y sacrificios? R. se inclinaba por lo primero, ya que el vasto edificio le parecía carente de esencia trágica, hasta que se decidió a adentrarse en los pisos inferiores. Había allí habitaciones vastas y ricamente adornadas, pero también otras estrechas y sombrías, sin función aparente, decididamente siniestras; no eran éstas las que solían ver los turistas, a quienes les mostraban preferentemente los ingeniosos tragaluces, las avanzadas instalaciones para la ventilación, las bañeras, los elegantes motivos al fresco. Empujados por la prisa de los guías y brutalmente atiborrados de datos, pocos percibían la opresiva confusión de los pasillos, la inquietante sucesión de sótanos, de alas superpuestas, de escaleras dobles y triples, lo inesperado de las esquinas, su absurda abundancia.

R. se perdió. Conocía el procedimiento común para encontrar el patio central de ciertos laberintos: doblar siempre a la izquierda, pero no le sirvió; le parecía caminar hacia infiernos más profundos. Las voces de otros turistas eran difíciles de localizar; sólo podía fiarse de la luz. Por fortuna, varios pisos se habían desmoronado y siempre se filtraban algunos rayos. Pero, caso de estar el edificio intacto, ¿cómo se hubiera orientado? Se encontró de pronto en el megarón de la reina; así lo indicaba un letrero en griego y francés. Pero la reina sólo podía haber vivido allí, en aquella profundidad, como una prisionera. Y aquel fresco con delfines, símbolo de la alegría de vivir minoica y del amor cretense por el mar y la naturaleza, ¿no habría resultado más convincente dos o tres pisos más arriba? Localizó la gran escalera y alcanzó el patio central en el preciso momento en que su grupo lo atravesaba. Se ocultó para que la mexicana no le viera y continuó vagabundeando entre las piedras hasta que, al anochecer, decidió regresar a Heraklion. Se aproximaba a la entrada cuando ella le descubrió: le esperaba. Sorprendido, fingió haberla buscado.

   Pasearon por la ciudad y cenaron en un restaurante elegido por ella, con guitarrista italiano y velas en las mesas. R. detestaba por igual el falso romanticismo del local y la cursilería de su acompañante. Hizo lo posible por abreviar la cena y pronto estuvieron en el hotel, cada uno en su habitación.

   Acababa de dormirse, fatigado por los paseos y la vigilia de la noche anterior, cuando llamaron a su puerta insistentemente. Abandonó la cama tambaleándose, se puso unos pantalones y abrió. Era la mexicana, con un salto de cama verde esmeralda. No dijeron nada, él no supo reaccionar y ella cerró la puerta y le acarició. ¡Qué lástima que haya de ser con una mujer que no me gusta y a quien detesto!, pensó mientras la mexicana le empujaba, Ana, Elena, Margriet, Diana aparecieron en sucesivos flashes. La acarició a su vez, pero el apetito dormía. La besó en el cuello perfumado y ella le mordió, era de las que sólo sienten la carne entre los dientes, una naturaleza mucho más apasionada de lo que él podía haber sospechado durante el día. Le bajó la cremallera del pantalón y hurgó en sus genitales, buscando la turgencia. Tuvo R. vergüenza de sí mismo, sintió como si se ahogara. Debo conseguir una erección, debo conseguirla, pensaba. Ella extrajo el sexo fláccido y pareció sopesarlo como una mercancía, mientras R. le palpaba los flancos y, desesperado por la glacial atonía de su virilidad, tanteaba la gruta mojada de la entrepierna. Era la primera vez que, en un cuerpo ajeno, llegaba tan lejos. Apenas un instante, porque ella se inclinó para provocar al pene, que sólo sintió cosquillas y una desagradable humedad. La carne no despertaba. Le mordió en el glande y él quiso apartarse, pero ella le tenía bien cogido. Tardó en soltarle. La cara de la mujer había cambiado: ojos centelleantes y la geometría del desprecio inscrita en los labios.

   —¿Qué ocurre? —le preguntó levantándose; también la voz sonaba distinta, menos cantarina—. Creí que eras hombre.

—No lo sé —murmuró él, mortificado por el reproche y su propia tibieza. Ni siquiera le apetecía volver a tocarla entre las piernas.

   Cuando ella se fue, R. se sentó en el lecho e intentó masturbarse. Quizá había estado haciéndolo demasiado tiempo y ahora no podía tener erecciones con mujeres y tampoco sin ellas, tal vez su pene había perdido para siempre la facultad de encabritarse.

   De manera poco consciente, a los seis años, R. se acariciaba los genitales y obtenía placer, especialmente si la manipulación tenía un carácter rítmico. Nada imaginaba, sin embargo, del gran misterio que guardaban los adultos para garantizar su autoridad. La fecundidad no le intrigaba, las relaciones y la vida en general ya eran bastante complicadas sin el sexo —cada día había mucho que estudiar y aprender—. Pero el cuerpo actuaba por su cuenta. Algunas tardes singularmente calurosas, la madre de R. le hacía bañarse, le frotaba con un guante de esparto y, ya seco, le espolvoreaba con talco. Ocurrió una vez que, después del baño y cubierto de fino polvo, acostado en la cama de sus padres, sobre una colcha de raso dorado que había pertenecido a la abuela difunta, sintió que su pene se ponía erecto y que podía subirlo y bajarlo a voluntad, controlarlo como a cualquier otro músculo. Orgulloso de la nueva habilidad llamó a su madre:

   —¡Mamá, mira lo que hago!

   Contempló ella los movimientos del pequeño pene impúber, blanco de talco.

   —¡Muy bien, muy bien! —exclamó divertida.

   (Mucho tiempo después, en circunstancias difíciles, R. evocaría aquella escena, e incluso aquella erección, con nostalgia casi dolorosa y se asombraría, una y otra vez, de la rotundidad y prolongada duración de su ignorancia infantil. ¿Era posible que no interrogase a sus padres, que no tuviera una súbita revelación, que permaneciera desorientado durante tanto tiempo? ¿No guardaría en algún lugar de la mente, velada por el orden social restrictivo o cualquier barrera psicológica, una imagen de sexualidad inequívocamente dirigida, del macho hacia la hembra? Por más que lo intentaba, no podía rescatarla. ¿Dependía su evocación de la concentración o del azar? ¿Existía?).

   Su madre solía comprar revistas francesas de modas, y él se sorprendía, a los nueve años, repasándolas con detenimiento: aquel rizo, la línea arqueada de una ceja, la mirada distante, el cuello grácil, todos los contornos del cuerpo, pantorrillas que no por alargadas perdían modulaciones, la curva del pie. El brillo de unos pendientes, el anuncio de un lápiz de labios o de un perfume, un sostén de rígidas copas, turbadoras combinaciones donde se enfrentaban negrura y transparencia, faldas ceñidas que se estrechaban en la parte inferior y cada año parecían encogerse, irisadas medias. Nacía así, tomando fragmentos de distintas fotografías y revistas, el tipo inaccesible, la mujer perfecta que la realidad difícilmente podría proporcionar. ¿A dónde conducía tanta contemplación? Sentía un agradable calorcillo que se concentraba entre las piernas, tenía erecciones cuya función desconocía y, por tanto, desaprovechaba.

   En la cama, apenas apagaba la luz, fantaseaba que era un rajá hindú y que deambulaba por la jungla a lomos de su elefante hasta oír un grito de socorro. Una de aquellas modelos de revista iba a ser atacada por un tigre de largos colmillos, que ya se encogía para dar el salto. R. —un R. transformado por la ensoñación, ágil y musculoso— se precipitaba sobre el felino y, tras dura lucha, le obligaba a retirarse. La modelo no sabía cómo agradecérselo, y el autor de la fantasía tampoco; solía hacer que ella le besase. Seguidamente la transportaba sobre el oscilante elefante hasta su palacio, donde ordenaba (escena sugerida por películas de María Montez entremezcladas con estampas de harén sustraídas a los libros de arte: Delacroix, Ingres, Fortuny, Matisse) que la bañaran y perfumaran y le proporcionaran prendas de odalisca: velo, corpiño translúcido, anchos pantalones ajustados a los tobillos, quizás ajorcas, para sustituir a sus ropas occidentales. Cuando le informaban de que estaba arreglada, iba a verla: yacía en un diván, entre cojines, y sonaba música de sitar. En este punto, la ensoñación se interrumpía para alterar la postura de la modelo, su vestimenta (¿qué era más seductor, unos pantalones de raso rojo o unos bombachos verdes recamados en oro?, se preguntaba registrando el ropero de su imaginación) e incluso el mobiliario, los sordos tapices, los mórbidos almohadones, o la iluminación. ¿Convenía una habitación cerrada, sin ventanas, un mundo fuera del mundo, o una suave penumbra sugerente o tal vez un enorme ventanal por el que la luz entrara a raudales?; o mejor una lámpara que alumbrase a la modelo de frente, intensamente, para impedir que escapase detalle alguno. En estas permutaciones se sobresaltaba; era que comenzaba a dormirse, y un tardío relumbrón de la conciencia le avisaba para que aún pudiera elegir entre la vigilia y el sueño. Un cambio más, ponerle un abierto chaleco en vez del corpiño, y la dulce inercia ganaba terreno. El rítmico sitar se convertía en un débil, susurrante murmullo, y luego fluía un mundo silencioso y sin tiempo.

  
     Recordó ella que también había tenido ensoñaciones de pequeña, en las cuáles era secuestrada a lomos de un brioso caballo y conducida por su raptor, un árabe de ojos negros, dientes como almendras mondadas, blanco turbante, blanca capa y blancas babuchas, a un jardín perfumado que refrescaban numerosas fuentes. El árabe la trataba con suavidad y ella estaba seducida por completo, subyugada. Le ofreció dátiles muy dulces, luego comenzó a desvestirla. Era como una flor a la que le arrancasen pétalos. Algo se aproximaba, pero ¿qué? Manos fogosas la acariciaban, lamían, sofocaban. Le pareció que el árabe la olfateaba como a una rosa. Sí, quiero, dijo, y él la envolvió con su amplia capa, las alas perfumadas de un gran pájaro blanco. La ensoñación nunca llegaba más lejos y solía demorarse en los instantes en que era desnudada, preparada por las caricias para un sacrificio desconocido.

     Querían los niños de la escuela que se tirase al suelo para levantarle la jalda y montarla, pero ella protestaba diciendo que el suelo estaba duro y que ellos debían colocarse debajo y discutían sin llegar a un acuerdo. Supo un día que aquello crecía en un momento porque vio unos dibujos pornográficos comentados. Arrancó unas hojas y las plegó y escondió en sus bragas y más tarde en la espalda de una muñeca. Atribuyó al árabe uno de aquellos pitos, pero quizá los dibujos exageraban, porque había espiado a su padre cuando se duchaba y tenía una pilila corta y torcida. Tuvo entonces un novio, bailaban muy juntos y se cogían de la mano, se rozaban y se besaban. Siempre le había gustado tocar a la gente.

     Le pregunté si se creían enamorados y me corrigió ofendida: lo estaban.

     El niño la dejó por otra niña y ella cambió de novio, parecía una hermosa estatua con su pito levantado como un dedo, tan blanco. Ya sabía qué le haría el árabe, celebraban fiestas y ellos dos se encerraban en una habitación cuándo los padres se iban, pasaban horas en la cama jugando desnudos. Quiso penetrarla una tarde pero le hizo tanto daño que ella gritó y salió corriendo, también él estaba asustado, creían que se había quedado preñada pero no le creció el vientre, y aunque él tenía los ojos negros como el árabe ella estaba enfadada y rehusó hacer las paces, prefería salir con chicos mayores que ya supieran algo, aunque tampoco les dejaba entrar, porque una gota de leche quizá bastaba. El hijo de un farmacéutico era uno de sus amigos, le proporcionó píldoras, y cuando me lo contó no recordaba el color de sus ojos.
 

   Cuando R. tenía once años, las paredes de su habitación rebosaban de fotografías, cuadros, mapas; mesas, sillas, estanterías y rincones acumulaban libros, colecciones de sellos y minerales, conchas, productos químicos, recipientes con renacuajos, un terrario con escorpiones y otros caprichos. Algunas noches, después de cenar, aún quemaba horas jugando con gramáticas y diccionarios, tenaz y ambicioso, soñador; era entonces cuando los escorpiones se mostraban más activos e intentaban escalar las paredes de su prisión, y disfrutaba espiando sus gestos de guerreros sonámbulos. Si el sueño no le sorprendía rodeado de papeles, lo preparaba recreando, tras apagar la luz de la mesilla de noche, la breve aventura del rajá y la modelo odalisca, que nunca culminaba.

   Fue una tarde —en el recuerdo especialmente luminosa— cuando, queriendo encarnar al rajá de sus fantasías, sustrajo de la cama de sus padres la colcha de raso dorado que había registrado una erección lejana y se la ciñó en torno a las piernas. Se miró en el espejo de cuerpo entero que cerraba un armario. ¿Era aquel el calzón del rajá? Se ajustó la colcha con varios imperdibles, convirtió una toalla en turbante, y posó con un machete argentino —legado de su abuelo paterno— que no aparecía en la ensoñación pero simulaba acentos hindúes. Admiraba su aspecto, complaciente, cuando el pene, estimulado por la suavidad del raso, se alzó bajo el oro. Lo presionó y quedó intrigado por su resistencia. Sentía un inusitado placer al acariciarlo. Se acostó sobre el vientre, en la cama de sus padres, y restregó contra las sábanas su virginidad inflamada. El placer aumentaba, se volvía exigente e incontrolable, apremiaba y le arrastraba como un remolcador hacia un puerto nunca visitado. Cerró los ojos al rememorar la ensoñación: era el rajá entrando en los aposentos de la modelo. Ella llevaba… Unos movimientos más, abrió la boca y gimió derramándose. El pene se agitaba sin ayuda, era el miembro recién amputado de un reptil. Cuando acabaron las sacudidas epileptiformes, R. lo rescató de la colcha y lo observó, hinchado, rojo, caliente, con una húmeda perla en el sonriente orificio uretral. Aliviado, pero también sorprendido y preocupado, palpó el pequeño charco de coágulos blanquecinos, densa consistencia y olor dulzón. ¿Leche? Probó uno de los coágulos con la punta de la lengua; sabía bien, pero no osó tragarlo. Ante todo, quitar las manchas. Lo intentó restregando con la toalla que le había servido de turbante, luego vigiló el secado de la colcha sobre el suelo brillante de sol; al perder humedad, las manchas palidecieron y quedaron rígidas. Confiaba en que sus padres no lo notasen. Ignoraba qué había ocurrido, pero estaba seguro de que no debía contarlo. ¡Cómo hubiesen reído al saber que se disfrazaba de rajá!

   En el hotel de Heraklion, R. añoró la húmeda perla.

   A veces tienen una erección con esperma, no todos los muchachos la tienen, no todos, hay quienes no eyaculan nunca y quienes eyaculan por primera vez a los veinticuatro años, así que muchos la tienen antes o después. La primera vez que el semen corre por el pene quema como fuego, y el glande también quema. Éste era uno que eyaculaba por vez primera y luego eyaculaba otras veces, éste era uno que eyaculaba una y otra vez y había eyaculado antes por primera vez y seguía eyaculando, aunque no estaba eyaculando siempre. Después de la primera vez uno eyaculaba esperma tibia, ya no quemaba, esa esperma parecía agua durante mucho tiempo, unos tres meses después de la primera vez, y eso era antes de que eyaculara la esperma verdadera, esperma que era densa y tenía grumos como un huevo, y ésa era la esperma que uno eyaculaba a los tres meses de la primera vez, y era tibia, sólo la primera vez no lo era.

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