El auge de la novela erótica, debido en parte al
fenómeno de 50 sombras de Grey ha provocado que esta historia se coloque desde
su lanzamiento esta semana entre una de los más vendidas de Amazon.
La trama,
escrita y autopublicada por Andrea Hoyos, cuenta una noche llena de preguntas y
dudas en la que una escritora se debate para escribir, precisamente, un relato
erótico.
«El relato
¿Dormimos juntos?, de Andrea Hoyos, supera en ventas digitales a la trilogía
más sonada del año. Su autora defiende que E. L. James ha empobrecido el placer
de la lectura.» El País.
Voy a empezar a escribir un relato erótico y lo voy a
hacer a mi manera, que es inventar las cosas que me han pasado, inventarme la
verdad. Lo hago, claro, para ganar dinero, porque la tipa de las «Cincuenta
sombras de Grey» se ha forrado y yo en su libro no me reconozco, ni a mí ni a
nadie, y tampoco encuentro piel ni literatura. No encuentro vida.
El caso es que
he decidido hacerlo así, con la verdad y la autobiografía por delante, para que
la gente que me tiene manía (que es mucha) se descargue el libro en masa,
intentando descubrirme en alguna posición humillante. Chicos, aquí, al final
del segundo párrafo, os lo aclaro para que no os esforcéis: seguro que sí.
Os cuento quien
soy, para que no haya confusiones. Me llamo Andrea, tengo 37 años. Soy
periodista y escritora. Nada de eso me da de comer. Vivo de la publicidad, de
inventarme anuncios para productos que la gente antes no necesitaba y ahora ni
siquiera compra. Hace un par de años escribí una novela y me fue bien. Bastante
bien. O sea, regular. No he ganado suficiente dinero para pagar la hipoteca,
pero sí se me ha visto lo justo para despertar envidias en el curro.
Tampoco me he
convertido en una guay. No me reconocen demasiado por la calle, pero he tenido
pretendientes y acosadores, y en la oficina hay gente que no me habla y que sé,
fehacientemente, que desea verme en el suelo.
Ya voy, ya me
caigo, tranquilos.
El hombre por
el que escribo esto, o para el que escribo esto, o con el que escribo esto,
está en todas esas categorías. Pretendiente y acosador, le gusta verme en el
suelo. Me ha regalado este MacAir tan aparente para que escriba y, sobre todo,
para que pueda ir donde él me cite. Ahora os dejo, me llama el deber.
Esta historia
empezó como una broma y siguió como algo muy serio. Borja es el presidente de
una gran agencia de publicidad, la que sería «la» agencia de publicidad si no fuera
porque ahora todas pertenecen al mismo gran grupo. GGP. Gran Grupo de la
Publicidad. Grandes Grandísimos Pretenciosos. O algo parecido. Tres consonantes
y dos de ellas repetidas.
A Borja lo
conocí a los veinte años, veintidós, pero él nunca ha querido sumar y darse
cuenta de los muchos que ya tengo. Lo que pasa es que Borja y yo no nos
acostamos hasta hace relativamente poco. Muy poco. Casi nada.
Cuando nos conocimos, yo era becaria y él ya era
presidente. Ahora que lo pienso, debe ser aburridísimo llevar casi dos décadas
haciendo lo mismo, pero, claro, si lo pienso más, me doy cuenta de que a Borja
lo que le gusta es el poder: hablar y hacer, conseguir para él y para otros,
ser importante, ser influyente, ser querido... Y eso es como la droga: nunca tienes
suficiente. O, mejor dicho, cuando tomas suficiente te mueres de sobredosis y
de éxito.
El caso es que
yo a Borja me lo encontré después de publicar la novela. Me llamó, emocionado.
—Sabía que ibas
a llegar lejos, Andrea. Quedamos y me la dedicas.
Y una no es
inmune a los halagos de quien tienen cuatro casas y seis coches más de los que
yo tendré nunca.
Cuando Borja me
llamó, mi jefa de la agencia ya había dejado de hablarme, porque hay mujeres
que no quieren ser cuota y, sin embargo, saben que lo son, así que no quieren
tener cerca (ni debajo, ni al lado) a otras tías que les puedan hacer sombra.
—A ver, Pilar, relájate, que yo soy directora creativa y tú eres directora general. No pasa nada. Tú vas gestionar, yo a crear. Tú a ir vestida guay, yo a ir vestida como puedo. En serio, relax, que estoy vendiendo libros pero tu jefe, el consejero delegado, no me va a subir el sueldo ni me va a dar tu puesto. De hecho, lo que va a hacer es lo mismo que tú, sospechar que estoy escribiendo mis cosas en el curro y ponerme todas las cámaras del mundo cuando os puedo decir ya que no, que no lo hago, que no lo haré.
Da igual.
El caso es que
tuve mis razones para agradecer sus halagos, quedar con él y firmarle la
dedicatoria. Y él tuvo también sus razones para lo que hizo: reservar un
reservado.
Me gustan las
redundancias cuando proceden. Y proceden. Hay restaurantes en este Madrid vacío
y en crisis que aún venden caros sus reservados, espacios pequeños e
insonorizados, en los que oyes llegar al camarero para poder callarte a tiempo,
o quedarte quiero, o vestirte, o...
Teníamos comida
en la mesa, pero no cenamos mucho.
«Me encantas,
me gustas desde siempre Andrea. Me gustas tanto como me gusto yo, que ya sabes
que es mucho. Y me gusta tener razón: ya advertí hace años que tú tenías
talento...»
—Sí, claro, me
advertiste a mí. Me dijiste que iba a tener problemas, que tenía demasiada
memoria.
—Y la tienes...
Mira lo bien que te acuerdas.
—Claro, fue
como una maldición gitana.
«No me estás
dejando explicarme, Andrea. Eres la mujer más inteligente que conozco, y tienes
tanta vida en los ojos... No quiero ponerme cursi con una escritora, tú usas
las palabras mejor que yo, pero en tus ojos están todos los secretos del mundo,
y están desde que eras una niña...»
«Te veo la cara, estás pensando, ‘ya está este
viejales dorándome la píldora para acostarse conmigo’. En este momento te hago
una promesa solemne, Andrea. No me voy a acostar contigo. Y no es por falta de
ganas, todo lo contrario, es porque para mí es más importante que me creas:
Andrea, quiero ayudarte. Han pasado todos esos años y te he visto desde lejos
pelearte con el mundo. No te va como mereces, y yo te voy a ayudar».
Y, así, sin
más, Borja se puso a hablarme del fenómeno editorial del año, del porno para
mamás, de las novelas malas con sexo regular, del sadomaso frente a la
realidad, de lo que se permiten algunos y algunas leer en sus iPads y sus
e-readers, de lo que funciona y de lo que no, del dinero y de la libertad.
«Quiero ser tu
mecenas, Andrea. Pero no un mecenas a fondo perdido. Quiero invertir en ti.
¿Qué te parece pedir una excedencia y dedicar un mes a escribirme un relato
erótico? Un relato que sea como si lo estuvieras viviendo de verdad, escribírmelo
a mí, y ya me ocupo yo de publicarlo luego, y de que venda diez millones de
copias, o mil, y de que te retire y te dé libertad, de que puedas dejarlo todo
y hacer lo que quieras, con quien quieras...»
Igual debería
describir a Borja. En Madrid hay dos tipos de hombres llamados Borja, los
vascos y los pijos. Éste es pijo y no es vasco. Lo cual significa que es alto,
que se cuida, y que siempre parece recién salido de la ducha: huele siempre
bien y apetece tocarle sólo para que te contagie su limpieza y su frescura.
Borja, además, mira fijo. Se cree magnético, pero no lo es. O al menos a mí no
me lo parecía. Claro que yo soy un poco especial: me cansan las poses, y esa
pose de rico intelectual y cultureta..., esa pose de mecenas incomprendido...
Uf. Qué pereza.
La edad, en
cambio, no es un factor. Borja tiene veinte años más que yo. Los ha contado él.
Exactos. Los dos cumplimos en verano.
Terminamos de
cenar y Borja me llevó a casa. Se empeñó, además, en acompañarme al portal,
«que soy un caballero», y luego al ascensor, y luego a casa. A todo esto yo
vivo sola. Podía haberle dicho que subiera, pero a veces es un no, clarito y
seguro.
Borja intentó
en el portal todo lo que había prometido no intentar en el reservado. Me sujetó
la puerta y se coló conmigo. Le dieron igual las cámaras de seguridad. Me
empujó contra una pared y me metió la mano por debajo de la camiseta, la mano
izquierda. O sea, esa mano buscando tocar pecho, apartando el sujetador, en esa
posición tan incómoda en que te asalta la vergüenza porque la teta se te sale
por debajo, y sabes que está fea, y el elástico te aprieta y te hace daño. Pero
era más fuerte su mano derecha, tapándome un oído y besándome muy fuerte.
No olía a la
copa que se había bebido, sabía bien, pero yo no quería. Y pensaba que si se
desobedecía a sí mismo igual era por eso, por las copas, y que entonces no
estaría a la altura, pero sí. Tenía en el pantalón, contra mi cadera, un bulto
durísimo.
«Que no,
Borja», le dije.
«Joder, que así
no»
Y me fui corriendo como una virgen adolescente. No por
virgen, no por adolescente, sino por la sorpresa. A mí no me gusta que me
violen en el portal, me gusta follar y hacer el amor, las dos cosas, que son
distintas.
Tardamos un
tiempo en volver a vernos.
Yo no le llamé
y él me dejó respirar.
Tardamos, de
hecho, un par de meses. Y le llamé yo. Mi jefa estaba nerviosa y me ponía
nerviosa a mí. No soy más guapa que ella, no soy más lista, pero sí soy más
libre: no quiero más, quiero sólo vivir en paz. Mi jefa me estaba volviendo
loca y yo soñaba con la libertad.
Lo malo es que
no había manera de exigirle a Borja el mecenazgo prometido sin que sonara a
insinuación.
«Hola, Borja.
Oye... ¿la propuesta del libro erótico iba en serio?».
No hay manera.
Hasta por
teléfono noté su sonrisa maligna y directa, su «lo sabía».
Vino a casa esa
noche, para hablarlo. Le serví un gintonic, lo senté en el salón. Fue él el que
se acercó. «Estoy mayor y un poco sordo, Andrea. Déjame que me siente a tu
lado. Para escucharte mejor».
El lobo feroz.
Yo le proponía
alternativas, líneas argumentales, personajes... Él me miraba, cerraba luego
los ojos y parecía concentrado.
En otra cosa.
«Me gusta tu
casa, Andrea. Tu casa eres tú. Yo creo que eres la persona adecuada. ¿Vas a
firmarlo o prefieres un seudónimo? Da igual, porque todo el mundo va a saber
quién lo ha escrito. T ienes un estilo tan personal como tu olor. Hueles a sexo
antes del sexo».
—Bah. Borja,
vamos a hablar en serio.
—Estoy hablando
en serio.
Estaba hablando
en serio. Y actuando en serio.
Tan en serio
que extendió una mano y me la metió por dentro de los pantalones, y me encontró
el sexo.
—No estás
húmeda, Andrea. ¿No te gusto?
—No.
—Te voy a gustar.
Y, sin pedir
permiso, acostumbrado a conseguir siempre lo que quiere, dejó de tantear y se
tiró de lleno. Primero un dedo, el corazón, dentro, hasta el fondo, buscando
humedad, empujándola al exterior. Luego dos. Luego tres. Sin levantar los ojos
de mi cadera, del bulto que formaba yo retorciéndome con su mano dentro.
Yo le miraba, impresionada por su seguridad y por su
desfachatez. Pero no hay quien niegue la excitación de una mujer. Y a estaba
empapada cuando él se dignó a mirarme, sonriendo de lado, irónico y sobrado,
insoportable y controlador.
—Quiero que te
relajes, Andrea, y que confíes en mí.
—Y que me
corra.
—No hables así,
Andrea, que esto no es sexo, es amor.
—Es sexo.
—Es amor. Llevo
veinte años queriéndote.
—Menos.
—Andrea, yo
puedo hablar tranquilo mientras te pongo nerviosa con la mano, pero creo que es
mejor que te relajes. ¿Puedes?
—No quiero.
—Entonces
déjame ponerte aún más nerviosa.
Esa promesa sí
que la cumplió. Empezó a mover los dedos más rápido, más hondo, mejor. Y cuando
vio que yo ya no me resistía, los dejó dentro y con la otra mano me desabrochó
el cinturón de los vaqueros, me bajó la cremallera, y me apartó las bragas y
los pantalones en un mismo movimiento.
Y se detuvo:
viéndose, viendo sus dedos dentro de mí, viendo la humedad que sacaban,
relamiéndose.
—Algo estamos
sacando de todo esto, Andrea.
Me gusta.
Ya ni le
contesté. Entonces sacó un momento la mano, se chupó la punta de los dedos, me
los acercó a la boca y me miró, retándome.
—¿Quieres que
siga, Andrea? Yo quiero seguir, pero no quiero hacer nada que tú no quieras...
—Yo no quería
esto.
—No te has
resistido.
—No.
—Pues voy a
seguir decidiendo yo.
Y me bajó los
vaqueros hasta el borde de los muslos, bruscamente, y se puso de rodillas en
una actitud nada complaciente, y empezó a lamerme alrededor del clítoris, con
los dedos aún dentro. Y yo pensaba, con prejuicios, que dónde y con quién
habría aprendido a hacer todo eso, que cómo demonios tenía agilidad a su edad
para agacharse, inclinarse, meterse, moverse... Pero no pensé mucho. Al poco
tiempo me volvió a hundir los tres dedos centrales y a presionarme con el
pulgar, y me corrí, intentando hacerlo en silencio, me corrí, me corrí, me
corrí.
Y me quedé en
blanco.
Con los ojos cerrados, la cabeza hacia atrás, el
corazón taquicárdico.
Sabía que Borja
me miraba. Me acariciaba la mejilla, además, esperándome. Tardé tiempo en abrir
los ojos porque sabía lo que tenía delante: su sonrisa satisfecha. Su «ya lo
sabía yo».
—Hoy te dejo
aquí, Andrea. No te voy a pedir nada. Quería relajarte y estás relajada.
—Suenas
soberbio y paternalista.
—Y tú suenas
jadeante.
—Estoy
jadeante.
—Yo soy
soberbio, pero no paternalista. No quiero ser tu padre, Andrea. Quiero hacerte
el amor.
Dio un sorbo teatral
a su gintonic, mirando alrededor, aprehendiendo, aprendiéndose mis espacios, mi
vulnerabilidad, y mi vida.
—Te dejo,
¿vale? Cuenta conmigo porque yo cuento contigo.
—Eres un hijo
de puta.
—Y tú eres muy
guapa cuando te corres.
Y se fue.
En el sexo,
como en la vida, todo se resumen en el control. Quién tiene el control, la
llave, el poder. Es como «El clic». Y en las relaciones con casados, el control
siempre es del que no puede quedar, del que impone la agenda y las normas sin
ni siquiera tener que decirlas.
«Ni en mi casa,
ni los fines de semana, ni nada.
Cuando yo
quiera es cuando yo pueda. Y ya».
Y el lado que
no controla se intenta liberar y a veces dice que no cuando hay una oportunidad
de sí, y lo repite, y da igual. Vuelve. Volvemos. Vuelvo siempre.
La primera vez
que me quiso penetrar, no teníamos condones.
«No los he
usado nunca, Andrea. No jodas».
—¿Qué me
quieres decir?
—Que me salgo.
—Como si
tuviéramos quince años.
—Como si
tuviera los casi sesenta que tengo. Me salgo y me salgo bien.
—¿Y tu salud?
—Si me paso el
día trabajando...
—Ya
No le dejé. Claro que para decir que no tuve que
compensarle. Y le hice pagar la compensación.
—Borja, no
hemos cerrado los porcentajes, ni mi sueldo mientras escribo.
—Lo que
quieras.
—Lo que quiera,
no. Pon una cifra.
—Déjame entrar
en ti.
—Déjame
escribir.
—Dos meses de
tu sueldo.
—Cuatro, hasta
que ya se publique.
—Dos, Andrea.
Déjame entrar, que estás empapada...
Tampoco hay que
cerrarlo todo en el primer asalto.
—No quiero un
hijo tuyo, Borja. Quiero tus dedos.
Se los agarré,
me los coloqué yo dentro, se los retuve y me agaché. Empecé entonces a lamerle
los huevos, pellizcándole un poco con los labios, sin dientes, sin daño, sólo
con tensión. O sea, estirándole la piel, soltándola, devolviéndosela... Le
pilló desprevenido. Se echó hacia atrás, atónito, se dejó hacer, y hasta se
quedó callado.
Callado siempre
me ha gustado más Borja. Callado no miente.
Empecé a subir
con la lengua por su polla. Mi ex, el último oficial, habría matado con quince
años menos por una polla como la de Borja. Grande, gruesa, dura. Sabía a su
colonia, y sabía a su chulería, también. Pero estaba bien. Chuparla da poder.
Al menos a mí. No hay nada que un tío no esté dispuesto a hacer para que sigas,
sigas, sigas y no te pares hasta que él pare. Sabiendo que en cuanto se corra,
se olvidará de lo que te ha prometido.
Pero es que la
de Borja estaba rica. Dura, tensa y grande, apetecía tenerla y llenarse de
ella, apetecía notar que se estremecía mientras yo estaba llena de él, mientras
lo usaba en realidad, para sentirme en control, y con control.
—Métetela
entera, Andrea. Por Dios...
—Déjame hacerlo
a mí manera.
Me la metí,
claro. También da poder conceder un deseo. Casi tanto como desearlo con él. Yo
quería tenerlo entero, quería comérsela como nadie, quería que no se olvidara,
quería no olvidarme yo.
Y gané.
Lo fuimos
haciendo más rápido, marcando yo el ritmo, ahora me cabe más, ahora me acelero,
ahora te freno, ahora te devuelvo. Más fuerte, más dentro, más grande. Todo era
más y más. Más, más, más. Yo le movía su mano dentro de mi coño, yo le movía su
polla dentro de mi boca. Yo lo manejaba, yo nos corrí a la vez
Yo.
El «yo» importa
en el sexo. No hay nosotros sin un «yo». Porque el «yo» lo necesitas para dar y
también para recibir. Para sentir y que el otro sienta.
Yo.
Él.
Yo triunfal.
Él desmayado.
Tardó dos horas
en enviarme una respuesta. Un mensaje en el que se le notaba sincero.
«La primera vez
que me hacen algo así. Así de bien. Así de entero. No lo olvidaré».
Así fue como le
grabé un sueño en la memoria.
Más poder para
mí: ya sé, siempre, cuál es tu mayor deseo.
Nos vimos
algunas veces más. Se la volví a chupar, me volví a correr, volvimos a follar.
Él siempre se iba, yo siempre me quedaba. No concretábamos nada y aquello se
estaba alargando.
—Te voy a
llevar de viaje un fin de semana y lo hablamos todo. Déjame que me organice en
casa y en el trabajo.
Nunca hubo
viaje. Ni libro, ni excedencia, ni nada.
«Si no me
consigues el dinero que me financie la excedencia, escribo el libro en horas
libres, lo autopublico sola, me gano yo mi libertad».
—Quiero
hacerlo, Andrea.
—Ya...
—Quiero.
—Pues hazlo.
—Sí.
Porque el poder
se reparte. Yo tenía el poder de desarmarlo, él el de no verme. Sólo mensajes,
que estaba muy liado, que no tenía tiempo, y yo sin suplicar.
—Vale.
—Lo que tú
digas.
—OK.
Ésas eran mis
respuestas tipo. Desinterés, cansancio, pereza de tanta agenda de culebrón:
hombre casado se folla a mujer más joven.
—Sería más
fácil si no lo llamaras amor, si lo llamaras sexo
—Vete a la mierda.
—Borja, que tú
no me quieres, sólo me deseas. Y, además, en plan salvaje, bruto, sucio.
—Vete a la
mierda.
—Es la verdad.
—La verdad es
que no te volveré a tocar.
—Seguro.
—Ya lo verás.
No te voy a tocar justo para demostrarte que te quiero.
Dejamos de
vernos por eso. Porque él decía que me quería y yo quería mi libro. Porque
ninguno de los dos estábamos dispuestos, simplemente, a follar. O, bueno, yo
sí, pero sin amor, sin promesas, sin mentiras.
Nos encontramos
en el programa de una mesa redonda. Llevábamos un par de semanas sin hablar. Él
no me iba a tocar para demostrarme que me quería. Y, como no me iba a tocar, no
me llamaba. Y, como no me llamaba, yo no le mandaba mensajes.
Borja era el
moderador.
A mí me llaman
mucho para estas cosas y voy muy poco. «El proceso de creación». Tengo poco que
decir: no hay proceso, hay creación.
Bueno, no.
Hay vida. La
vida es creación.
Pero aquel día
llegué antes. Por curiosidad y por morbo. Sabía que Borja ya habría llegado,
que estaríamos quince minutos solos. Estaba. Alto, serio, frío.
Me dejó besar
el aire cercano a sus mejillas, y yo sonreí. Me gustó que quisiera ser buen
actor, meterse en el papel, fingir la nada. Pero teníamos poco tiempo. Media
hora, como mucho. Y lo sabíamos los dos.
El sexo es un
sueño. O una pesadilla.
O un juego.
Borja juega
mejor que yo. Él es la banca, él siempre gana.
El caso es que
aquel día, después de semanas sin hablar y sin tocarme, lo que había en era
algo mucho más denso que la tensión sexual. Yo tenía ganas de gritarle que era
un mierda, un soberbio, un egoísta, un tipo mezquino. Yo tenía ganas de decirle
que no me podía prometer ayuda para luego follarme e irse, dejarse follar e
irse. Yo tenía ganas, también, de echarme a llorar y que me abrazara y me dijera
que no me iba a pasar nada.
¿Y él?
Él tenía ganas,
supongo, deduzco, de pasar a la siguiente pantalla. Una en la que ya ha
demostrado su poder y lo sigue ejerciendo
Es más listo que yo. Y más fuerte. Y sus ganas son más
coherentes.
Por eso esperó
a que yo eligiera una silla y luego se sentó en la parte más alejada de la
sala. A tres metros de distancia. T res metros insalvables.
Para nosotros
no era un escenario nuevo. Quiero decir que hemos usado pocas camas y muchos
salones. No sé. Algo con los casados: como no se quedan a dormir, les es más
fácil levantarse del suelo o de un sofá que salir de la intimidad de una
sábana.
Algo, también,
de las que nos acostamos con casados: nos es más fácil, luego, dormir en una
sábana que no huele a ellos, ni a su semen. Una cama sin pelos ni restos de
sexo. La ilusión de que no nos hemos dejado invadir.
Pero nunca
habíamos estado tan lejos.
De hecho, nunca
nos había pasado esto en los últimos meses: saber que íbamos a vernos y no
habernos llamado o mensajeado, no habernos calentado con sexo o con bronca, no
habernos deseado y haber deseado no desearnos, no habernos dicho nada. Y yo no
sabía que esperaba, pero no esperaba esa distancia.
Por eso me la
creí, supongo.
Por eso y
porque siempre que nos vemos, siempre, lo he tenido pegado.
«Imantado»,
dice él, que odia sentirse como un pulpo pero siempre, siempre, me está tocando
por dentro. He conocido a hombres cariñosos y a hombres tocones, pero nunca a
uno como Borja: Borja no quiere tocar y soñar, Borja quiere tener. Por eso,
cuando él se pega no es para acercar distancias, es para poner su mano entre
mis tetas y el sujetador, para meterme los dedos en el coño, o para repasarme
la raja del culo. Cuando él se acerca a mi cara no es para olerme, sino para
llenarme el oído con su lengua o para meterme el pulgar dentro de la boca.
Borja se acerca
para coger lo que es suyo. Lo agarra, se lo queda, lo usa y lo desecha.
Aquel día no.
Me estaba
soltando un discurso de padre enfadado, mirándome fijamente, y yo estaba cabreada
y dolida, mirando al suelo. No me gusta Borja cuando habla: es suyo todo el
sufrimiento, suyo y de un campo semántico que no siente pero que exagera.
Dolor, incomprensión, amor, decepción...
«¿Cómo pudiste
decirme de verdad que no te quiero? Que no me ocupo. Que no me importa más que
tu sexo».
Borja estaba
soltando un discurso tremendo y yo callada, cabizbaja, aburrida y cabreada. Con
la actitud ambigua de quien parece arrepentida. ¿Arrepentida de decirla la
verdad? No. Arrepentida, quizá, de seguirlo deseando.
"Mírame a
los ojos, Andrea, que te estoy hablando, que yo no te meto mano, que yo no
quiero acostarme contigo, que yo lo que quiero es cuidarte y cambiarte la vida.
que estoy dispuesto a no rozarte nunca más con tal de que no vuelvas a decirme
que sólo te quiero por el sexo"
Estaban a punto de llegar los otros dos ponentes, pero
Borja ya había dejado de escucharse, sus cinco minutos de discurso, mis cinco
minutos de silencio. Remachado el punto, se acabó la rabia. Porque Borja habla
tanto que se hipnotiza a sí mismo y, así, creyéndoselo, se incumple y se
desobedece; y yo callada, a tres metros, y él muy serio.
«Ven», y
extendió la mano en un gesto que sólo pueden hacer los egoístas: querer tocarte
y no levantarse a por ti, querer tocarte y exigirte que te acerques.
«Anda, ven, que
no sé qué hacer contigo». Fui. Despacio, aún cabizbaja, siempre callada.
Todavía no había llegado cuando me agarró la mano derecha con su izquierda y,
como es diestro, me metió la otra por el pantalón, la palma contra mi pubis, los
dedos hacia la cremallera, la mejor posición para llevarme con brusquedad hacia
su silla.
Me atrapó así,
con dos manos y sin mover el cuerpo. Mis piernas pegadas a su rodilla, y él
girando la mano, que ya me tenía donde él quería: una en el culo, la otra
dentro. O sea, mi coño en sus dedos.
Muy dentro.
Y yo con los
brazos caídos a lo largo del cuerpo. Mis brazos tan callados como yo.
Esperando, esperándole. Dejándole hacer y decidir. Dejándole el control que
tanto le gusta.
«Venga, dime
que pare...».
Y yo en
silencio.
Y sus dedos más
dentro.
Nos callamos
para que pudiera moverlos, para que pudiera encontrar lo que buscaba, para que
pudiera sentir todo el poder que tiene. Pero a él no le gusta tenerlo, le gusta
enseñarlo y que se le reconozca.
Por eso sacó
los dedos, los olió, los chupó y volvió a tirar de mí. Me sentó encima de él,
pero así no se podía mover por dentro, no me podía controlar, y no estaba
cómodo. Me levantó, apartó su silla y me empujó contra la pared.
Pausa.
Con su brazo
estirado apoyando y sujetándome entre el cuello y el pecho, y su otra mano aún
dentro, Borja hizo una pausa y me miró.
La pausa de
control.
«Asumamos quien
manda, asumamos quien se derrite», parecía querer decir, pero yo, callada, no
le podía dar la razón.
Y entonces
vino. Se vino contra mí y se colocó la ingle contra mi cadera.
—Mira lo que
has hecho, Andrea.
Y me agarró el
culo por detrás y lo empujó hacia delante hasta que se me clava la cadera en su
polla durísima.
—Tócala.
Lo dijo así, despacito, como si no lo estuviera
pidiendo. Lo estaba ordenando.
Yo seguía
callada, lánguida, inerte.
—T ócala,
Andrea.
Esa impaciencia
paternalista. Esa que implica: «haz lo que te digo, que es por tu bien».
Callada.
Cogió mi mano y
se le llevó encima de su pantalón.
—Tócala.
No lo ordenaba.
O sí.
Pero yo cuando
estoy callada no obedezco.
Aunque se me
escapó el dedo índice, con un criterio propio, impresionado por el tamaño y la
dureza, por la potencia de esa erección. Y él lo interpretó como era, y lo
aprovechó: otra vez su mano dirigía la mía y ahora me la metía entre su ropa. Y
me movió los dedos dentro.
«Seguimos aquí.
No nos olvidamos de ti», decían sus dedos.
Y mi mano le
rozó por encima del calzoncillo, y Borja se estremeció pero no le era
suficiente. Para nada.
Al revés: se
impacientó. Me sacó la mano del pantalón, me la agarró más fuerte, me la
dirigió mejor, me la volvió a meter. Por dentro.
Su polla estaba
como una piedra, y empezaba a gotear, a gotear ternura en medio del poder del
deseo. Y él seguía teniendo sus dedos, tres, dentro de mi coño, y los movía
cada vez mejor y cada vez más dentro.
Y yo me rendí,
agarrada a su polla, agarrada a sus dedos. Apoyándome en todo lo que él me
quisiera meter dentro. Y empecé a gemir sin querer, que quería seguir callada y
no podía.
Y entonces
llamaron a la puerta. Toc, toc. Y al teléfono. Ya estaban aquí los ponentes.
Teníamos que salir.
—Mira lo que
has hecho, Andrea.
«Míralo», me
dijo otra vez, todavía con sus dedos dentro y con mi mano rodeándole la polla,
sin aire, sin separación, sin nada que no fuera deseo.
—Y ahora
tenemos que irnos.
Borja me alejó
con su mano libre y me sujetó por el hombro, otra vez contra la pared. Mirando
alternativamente mi cara y mi coño, mi cara y mi coño. Así movía sus dedos.
Rápidos, ágiles, eficaces, expertos.
Los movía y yo
le dejaba, y me movía con él, y me corrí, y él los sacó, los olió y sonrió
triunfante, besándose la punta de sus propios dedos. Entonces, me sacó mi mano
de su pantalón, se metió bien la camisa, movió la mano que había recuperado, la
olió otra vez y me dijo:
—Me lo quedo. Me quedo tu olor.
Salimos de la
sala. Dimos dos besos al resto de ponentes. Hablamos algo, les dejamos hablar a
ellos. Luego subimos a un escenario. Había público y todo. Hablamos todos. Y o
poco y mal.
Él siempre
mirándome. Yo sintiendo que mi mano también olía a su sexo. Me daba vergüenza,
quería lavarme, pero no podía. Y a él no, él hablaba todo el rato con sus dedos
delante de los labios, poniendo cara de intelectual interesante, y acabamos la
ponencia, y él se fue con prisa y sonriente, y me dijo adiós moviendo esa misma
mano.
—¿No te quedas
un poco?— le pregunté casi suplicante.
—No puedo. Y a
hablaremos.
Y se largó. Se
largó y yo me quedé encendida, incendiada e histérica. Seguí hablando con
alguien que no recuerdo. Y me tomé una copa con otro par que tampoco identifico
bien. Y llegué a casa medio mareada, borracha, y sin haber visto en el móvil
dos mensajes de él:
'Te huelo'
'Te sigo
oliendo'
Y le grité que
viniera y Borja, hijo de su madre, me dijo 'No, Andrea, ¿para qué? Si te tengo
en la punta de los dedos'
A la mañana
siguiente pasé horas concentrada, haciendo un enorme esfuerzo telepático para
convencerle de que me viniera a buscar, que reservara un hotel, que me tapara
los oídos, y me la metiera por todos lados y que me dejara exhausta y seca,
pero él sólo me envió tres mensajes más.
'Se va tu
olor'. 'Se está yendo'. 'Y a no te huelo'.
Y ya. Que tenía
una comida, y una reunión, y una cena.
A la hora de
comer, con lo bien que me habría venido irme a follar con él, me fui a yoga, a
intentar entender por qué algunos te echan encima declaraciones de amor y te
meten dentro los dedos y luego desaparecen. A intentar entender, también, por
qué yo me presto.
No lo entendí.
La prueba es
que aquí estoy. Escribiendo para entenderlo. Escribiendo para él.
Después de
aquel despliegue masculino y feroz, digno de la mejor calientapollas que sólo
tienen fama en femenino, Borja desapareció calculadamente dos días, tres,
cuatro, cinco, seis. Al sexto, resucitó y me mandó el ordenador. Gran detalle.
Lo mandó con su conductor. Un paquete precioso de esos que diseñaba Steve Jobs.
Con todos los programas instalados y sin ticket regalo, que a Borja no se le
devuelve nada, para eso toma ya él lo que quiere.
Un ordenador,
una caja, y ya.
Ni una nota. Ni un w hatsapp. Estrenábamos sistema de
comunicación: «yo decido lo que te doy, tú te lo quedas sin rechistar».
Al día
siguiente me avisó mi jefa. «Borja, presidente de..., ya sabes, Borja el jefe
general de nuestro jefe particular, ha pedido que estés en una comida. Creo que
te van a convocar por mail».
Sí, claro. Una
comida como la de la mesa redonda. Una comida de polla, una comida de la moral.
—¿Y quién más
va?
—No lo sé. A mí
sólo me informan para que yo te lo comunique.
—Ya...
—Andrea,
bonita, no me pongas caras. A mí me gustaría ir, y a ti sólo te invitan porque
vas por la vida de escritora y de creativa, y hay gente que respeta más eso que
el trabajo intelectual de verdad.
—Vale, perdona.
A veces es un
hábito pedir perdón cuando no has hecho nada, pero es peor el hábito de los
broncas: «las broncas», dice siempre Borja, «son para los que las merecen y
para los fuertes que pueden aguantarlas».
En el caso de
mi jefa quiero pensar que se cree que soy fuerte.
Da igual.
Fui al
restaurante, la versión rica y hortera de mi japonés favorito, esperando
encontrar un gran grupo de adoradores babeando frente a un Borja doctrinario.
Pero no. Borja estaba solo en la parte más alta del local, vigilando y
sabiéndose vigilado, relamiéndose, chulito, odioso.
—¿Y esto qué
es?
—Una encerrona,
A ndrea, que parece mentira que me hagas recurrir a esto.
—¿Qué dices?
—Que llevas una
semana sin llamarme.
—Es cierto,
perdona, que me has llamado tú mil veces y se me ha pasado contestarte.
—Andrea, no
seas sarcástica, que no te queda bien.
—Y tú no me
vaciles, que a mi jefa no le gusta demasiado ser tu secretaria.
—Vale, Andrea,
no te pongas pesada, que estás muy guapa. Déjame verte...
Y,
tranquilamente, se agachó para contemplar mis piernas, la primera vez que las
veía con falda desde que me conocía por dentro.
—Muy guapa.
¿Por qué llevas medias tan tupidas, Andrea?
—Porque tengo
la regla y no quiero transparencias.
—Ummm...
—Borja...
—¿Qué?
—¿Qué quieres?
—Metértela sin
condón.
—Que no, que
qué quieres, que por qué me has traído aquí.
—Para verte,
Andrea. Para estar contigo.
—No digas
‘Andrea’ en cada frase, anda, que pareces uno de esos aprendices de PNL que se
creen que, de verdad, así el interlocutor se siente comprendido.
—Vale, mi vida.
—No digas «mi
vida».
—De acuerdo, mi
amor.
—Borja, joder.
Me lanzó la
carta por encima de la mesa. «Pide tú, que a mí no me gusta la comida japonesa
y, además, sólo quiero comerte el coño».
En algún
momento, mientras recitaba nigiris, makis, sushis con y sin pijadas, y ganaba
tiempo para, como siempre, decirle al camarero que trajera lo mejor, decidí no
seguirle el juego.
Me gusta más
Borja cuando es guarro que cuando pretende ser un caballero. No porque me
gusten los macarras, sino porque me entiendo mejor con los tíos sinceros.
A Borja le
pongo, mucho; pero no me quiere, nada.
Y yo calculaba
si quería volver a la casilla de salida. Después de seis días de
desintoxicación, sabiendo ya que él nunca iba cumplir sus promesas, ni siquiera
a recordarlas, ¿quería volver a empezar, humedecerme, desearle, hacerle
hueco...?
Vino el
camarero y, casi de un salto, Borja cruzó la mesa y se sentó a mi lado
guiñándole un ojo: «Aquí vienen todos mis enemigos, y lo que esta señorita y yo
tenemos que decidir es confidencial, ¿verdad, Andrea?».
Un camarero
cómplice en el bote y, de repente, sin la cara de Borja delante descubrí dos
mesas más allá a un hombre serio que me mira fijamente. Me sonreía, me miraba,
se relamía.
—Borja, ¿soy
una paranoica o tú le has contado a alguien lo que me hiciste el otro día?
Borja es buen
psicólogo. Entiende rápido a los demás. Nada humano le es ajeno, supongo que
porque tiene todos los defectos. Miró al mirón y negó con la cabeza.
«No, mi vida,
es sólo que eres guapa y que estás irresistible. Ese tío te desea. Como yo.
Como el camarero. Como todos tus lectores. ¿Te ha metido alguien más los dedos
desde la última vez?».
—Borja, por favor...
—Ah, no, que
tienes la regla. Menos mal. Me habría puesto celoso.
—Borja, para.
En serio.
—Paro.
—¿Qué quieres
de mí? Porque lo de financiarme la excedencia está claro que no lo vas a hacer.
—Sí, mi vida.
Lo que tú quieras.
—Borja, me
exasperas.
—Y tú a mí me
pones como loco.
—Para.
—Toca.
—Que no, Borja.
—Vale, te toco
yo.
Y volvió a la
carga con los dedos entre mi jersey y mi falda, como si me abrazara cariñoso,
como si me empapara con cloroformo.
Aproveché la
interrupción del camarero para despertarme, levantarme de un salto y huir. Al
baño. Pasé, además, por delante de la mesa del mirón. Y... odio eso: que un tío
que se ha pasado tres pueblos mirándote desde lejos, baje la cabeza, tímido y
apocado, cuando te acercas.
«Capullo», le
grité por dentro, «levántate y sígueme. Dime que eres el hombre de mi vida y
demuéstramelo en el baño. Ten un par de huevos. Venga, venga, venga... No ves
que me está hipnotizando un hombre que hace conmigo lo que quiere y lo que
quiere no es nada, mucho menos que el sexo. Ven, ven, ven...».
Pero el mirón
no vino y, cuando salí, me encontré a Borja en la puerta del baño de mujeres.
—¿Qué haces?
—No podía estar
sin ti.
—Borja, déjame.
Borja es rico y
perverso.
—Te dejo. T e
dejo para luego.
Me fui hasta la
mesa, le esperé, comimos sushi, y nigiris, y peces que se nos disolvían como
polvo dentro de la boca. Disfruté y no bebí más que agua, y un té. Y no pensé.
—Tengo que
volver al baño.
—¿Por qué?
—Ay, Borja...
—¿Por qué?
—A hacer pis y
a cambiarme el tampax, ya que insistes.
—Vale.
—Ahora vuelvo.
Otra vez el
mirón bajó la cabeza, otra vez Borja me escuchó lo que yo no había dicho. Me lo
encontré en la puerta del baño de señoras. Un cuarto amplio y limpísimo con dos
reservados.
—No salgas,
Andrea.
—Borja...
—No vamos a
tardar, mi vida.
—Borja...
—Me tienes que
dejar. Por una vez que te veo con la regla y...
—Borja...
—Cállate,
Andrea, cállate, que hoy no te voy a chupar, pero sí te la voy a meter entera,
y me voy a correr dentro de ti, y me voy a correr contigo.
—(...)
—Cállate.
Me cogió en
brazos, rápido y fuerte, nos metió el bulto enlazado que éramos en una de las
dos puertas, me bajó las medias y las bragas, y tiró del cordón del tampax. Y
yo mirándole, atónita, y él sosteniéndome de pie, con una mano sujetando mis
dos brazos en alto, mientras su otra mano se desabrochaba los pantalones y
sacaba una polla enorme, que se movía hacia mí, como imantada.
«Mierda»,
llegué a pensar, «’imantada’ es justo la palabra que él usa. Estoy cayendo en
su juego».
Pero estaba
cayendo en otro lugar. Borja me sujetaba en la punta de su polla, tal cual, con
solo la fuerza del pene, enhiesto.
«‘Enhiesto’ es
otra palabra que pensé que jamás usaría», me dije también.
Y Borja me dio
otro empujón y sentí sus huevos en mi clítoris y la punta de su polla en mi
espalda, me estaba ensartando, literalmente, y yo me sujetaba sólo con él y por
él.
«Mierda», pensé
otra vez. «En un baño no. Borja, ¿es que nunca vamos a hacer el amor tumbados,
abrazados, como si nos quisiéramos?».
Eso lo debí
decir en alto, porque Borja contestó.
—Hoy, desde
luego, no
Empujón.
—Hoy...
(empujón)
—...te estoy
follando...
(empujón)
—...en un puto
cuarto de baño...
(empujón)
—...y,
Andrea...
(empujón)
—...te está
gustando...
Borja se corrió
a la vez que yo, y yo me desmayé sobre él, avergonzada y satisfecha, alucinando
por la experiencia, por el orgasmo, por su sinceridad, por su destreza...
Se recompuso
rápido y me levantó la cara cogiéndome la barbilla entre los dedos.
«Andrea, yo te
quiero».
Y se subió la
cremallera, y salió, perfectamente recompuesto.
Cinco minutos
más tarde salí yo y me lo encontré charlando con el mirón, sonriente y
tranquilo.
«Mira, Andrea,
te presento a mi cuñado. Le estaba contando que eres escritora y que sólo hay
una cosa mejor que follar contigo...»
—...que los
demás crean que lo hago, que la escritoras la chupáis con todas las letras.
Su cuñado, si
lo era, bajó la cabeza, yo cogí mi bolso y me fui, y Borja me alcanzó a grandes
y lentos pasos.
—Mi vida...
—Vete a la
mierda.
La humillación
ya no es lo que era.
Yo ya sabía que
el poder no es del que da, sino del que niega.
El poder es del
que dice que no. Del que no llama, el que no contesta, el que no puede quedar.
No.
Hoy no.
Ahora no.
El poder es,
del que niega y, negándose, se niega.
Algo que no
está mucho en mi naturaleza.
Pero yo necesitaba dignidad.
Y paz.
Y amor.
Estuve dos
meses sin cogerle el teléfono.
A veces me
acosté con otro.
En general no
me acosté con nadie.
Quedamos.
Quedamos. Quedamos. Quedamos. Quedamos. Quedamos. Quedamos. Quedamos. Quedamos.
Quedamos. Quedamos. Quedamos. Quedamos. Quedamos. Quedamos. Quedamos. Quedamos.
Quedamos. Quedamos. Quedamos. Quedamos. Quedamos. Quedamos. Quedamos. Quedamos.
Quedamos. Quedamos. Quedamos. Quedamos. Quedamos. Quedamos. Quedamos. Quedamos.
Quedamos. Quedamos. Quedamos. Quedamos. Quedamos. Quedamos. Quedamos. Quedamos.
Quedamos. Quedamos. Quedamos. Quedamos. Quedamos. Quedamos. Quedamos. Quedamos.
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Quedamos. Quedamos. Quedamos. Quedamos. Quedamos. Quedamos. Quedamos. Quedamos.
Quedamos. Quedamos. Quedamos. Quedamos. Quedamos. Quedamos. Quedamos. Quedamos.
Quedamos. Quedamos. Quedamos. Quedamos. Quedamos. Quedamos. Quedamos. Quedamos.
Quedamos. Quedamos. Quedamos. Quedamos. Quedamos. Quedamos. Quedamos. Quedamos.
Quedamos.
E tuve
cincuenta y siete días sin contestarle los mensajes. Y él enviando el mismo cada
mañana y cada tarde. Una propuesta enviada mil veces no se convierte en verdad.
Borja quería
control, yo quería respeto. Y tenía miedo: no me gustaba que me controlaran por
dentro.
Borja se
presentó en mi casa un viernes por la mañana. Yo salía como siempre, con el
pelo mojado y una mezcla de pereza y prisa. Casi no lo vi, pero me choqué
contra él.
Me estaba
esperando en la puerta de mi coche sucio, sin apoyarse en la puerta,
protegiendo su traje. Estaba guapo después de dos meses sin verle. Elegante,
serio, más delgado.
Sonriente.
—Hola, Andrea.
Cuánto tiempo...
Y yo muda,
claro.
—Toma— dijo, y
me tendió un sobre.
—(...)
—No lo abras,
que te veo nerviosa.
—(...)
—Es un billete de tren.
—(...)
—Para esta
tarde. Espero que te vengas conmigo.
—(...)
—Es una cosa de
trabajo mañana por la mañana.
Dos horitas y
ya.
—(...)
—Un gran hotel
en la playa.
—(...)
—Y dormir
juntos, Andrea.
—(...)
—Tengo que
irme.
Se fue dándome
un único beso en la mejilla, como hacía siempre que su conductor estaba cerca.
Mientras él
caminaba despacio hacia su coche, se subía y arrancaba, yo seguía sin encontrar
la llave.
Lo conseguí y
me quedé temblando.
Había soñado
con eso mucho tiempo. Un fin de semana con Borja, sin tiempo, sin que se
vistiera corriendo y desapareciera de mi vida para aparecer en mi móvil.
¿Y...?
Llevábamos dos
meses sin vernos, sin hablarnos, sin tocarnos.
Llevaba dos
meses negándole y así es como había conseguido tenerlo. T enerlo justo allí.
¿Y...?
Y nada. Era una
disyuntiva clara: ¿dormir con él o dominarlo?
No fui a la
estación.
Le avisé de que
no me esperara y no fui. Tampoco le di explicaciones, pero sí me las di a mí:
que estaba en paz sin él y que sus formas —muy emocionantes y muy peliculeras,
cierto— demostraban una enorme falta de respeto: ¿qué pensaba él? ¿Que podía
imponerse en mi agenda sin avisar?
Sí, claro.
Podía.
Yo ya no
pensaba en otra cosa
Mi orgullo satisfecho, mi cuerpo añorante.
Soy una mujer
contradictoria.
Soy una mujer.
Soy.
Como puedo ser.
Y me gustan las
contradicciones, pero no con Borja. El mismo lunes le mandé un mensaje,
sabiendo que era un error, sabiendo que volvería a pasarme el día vigilando el
móvil y su respuesta. O su no respuesta.
Y eso que lo
truqué, que le mandé una frase con pregunta, de las que yo siempre contesto por
pura educación.
«¿Lo pasaste
bien? ¿Sabes que al final sí que estoy escribiendo?».
No contestó; yo
tampoco lo habría hecho.
Tres semanas
después nos encontramos en la cama.
Habíamos estado
tres meses y catorce días sin tocarnos.
«Lo necesito,
Andrea. Por favor, no me vengas con juegos».
No me había
llamado desde el viaje, pero yo sabía bien lo que le había pasado. Había salido
en todos los periódicos y no lo puedo contar aquí.
Cuando lo leí
pensé en llamarle, pero luego decidí que no. Él tenía una familia, una casa y
un consuelo.
Pero no tuve
valor para decirle que no cuando fue él quien llamó.
Llegó a casa
nervioso, sin poder estarse quieto. Caminaba de un lado para otro y apenas me
había dado un beso. Yo nunca lo había visto así. Fue a la cocina, abrió todos
los armarios y no encontró los vasos. Un paso por detrás de él, sin interrumpir
su charla incesante y banal («qué tal, cómo estás, cómo va todo, y bien
entonces, me alegro...»), le fui sacando un vaso, ginebra, hielo, tónica y
limón.
Se hizo él el
gintonic, se quitó la chaqueta y encontró el salón.
—Siéntate a mi
lado, Andrea. Sólo quiero estar contigo. Eres la única persona en el mundo que
me da luz.
Y echó la
cabeza para atrás, se reclinó en el sofá y me arrastró a su pecho. Estuvimos
así, acurrucados, mucho rato. Y o esperando, los dos en silencio.
Era raro que
Borja se callara, experto, como es, en esconderse detrás de las palabras, pero
no dijo nada. Ni siquiera cuando se levantó, me cogió de la mano y tiró de mí
hasta mi habitación.
Ni cuando se
sentó en la cama y me sentó sobre él.
Me cogió la
cara entre las manos, y me dio un beso en cada ojo suave, ligero, pidiéndome
que los cerrara, que no viera, que no recordara; avisándome de que no era él el
que estaba, o, al revés, que era más él que nunca y por eso no quería que yo lo
mirara.
Borja me quitó el jersey sin dejar que me levantara de
sus piernas. Despacio. Sin hacer ruido. Luego el sujetador. Y luego, nada. Un
abrazo intenso, fuerte, conmigo desnuda y él aún sin palabras.
Me apartó un
poco, me miró y me sonrió con la sonrisa más triste del mundo, una sonrisa
llena de ternura. Se desabrochó la camisa y me levantó en brazos para dejarme
sobre la cama mientras él se desnudaba.
Ese día Borja y
yo hicimos el amor. O me lo hizo él, mejor dicho, porque a mí no me dejó decir
ni hacer nada. Borja, sin hablar, me pidió que lo recibiera y se perdió en mí.
Suena raro, fue
raro.
Fue, también,
maravillosamente excepcional.
Borja me tumbó
boca arriba, mirándole mientras me retiraba los pantalones y las bragas, y me
empezó a besar por el final. Por los dedos de los pies. Cada dedo, cada uña,
besos de mariposa, el aleteo de su lengua, la yema de sus dedos.
Terminó con los
pies y se tumbó a mi lado, apoyado en el codo, mirándome sin verme, o viéndome,
pero muy lejos. Y me empezó a dibujar, por líneas que él iba uniendo, entre el
pecho y el ombligo, de la cadera a la axila, de la oreja al mentón, de la
frente a la punta de la nariz, de la ingle a la ingle, del principio al final.
Yo no quería
follar, quería abrazarle, chuparle el dolor, hacerle hablar, odiarle otra
vez... Quería curarle. Así que me tumbé frente a él y le obligué a tocarme
entera, echado sobre mí, aplastándome, haciéndome daño, y luego le atrapé:
enrosqué mis piernas alrededor de su espalda y lo atraje hacia mí.
Y sí.
Borja estaba
vivo.
Su polla
durísima encontró mi coño, y se metió sin más, sin chuparme como otras veces,
sin tocarme como siempre. Entró en casa y se hizo enorme, pero yo quería más.
Más de mí,
menos de Borja. Darle más, exigirle menos.
Y le hice
girarse, con esos gestos que sólo se entienden en el sexo, perfectos. Él
tumbado, descansando, y yo sentada sobre su polla, sobre él.
Dicen los
manuales y los lugares comunes que esa postura es la que da más placer a la
mujer. Lo dicen y usan el verbo «cabalgar». Yo creo que no es verdad. O que no
es mi verdad.
Para mí esa
postura, es la que más da, en general. Yo controlaba, dirigía, hacía,
garantizando que Borja estuviera concentrado en disfrutar. Y, al mismo tiempo,
tener a Borja dentro, hacerle llegar hasta lo más profundo, de la vagina hasta
la espalda, dejarle atravesarme mientras me miraba y me veía retorcerme, y
sudar, y sufrir, y correrme era... Era y es dejarle que me viera sin filtros,
entera
Estuvimos mucho rato así, navegando. Su polla dentro,
mi coño abrazándole. Estuvimos haciéndolo con toda la ternura y la entrega que
nos negábamos en nuestros mensajes sarcásticos. Estuvimos dándonos tanto que
habríamos necesitado otro campo semántico: no era mi sexo, sino mi alma, y era
suya.
Borja llegó
donde nadie había llegado, y yo con él, y él conmigo. Y, cuando ya se iba a
correr, le dije sólo dos palabras, las únicas que nos dijimos en la cama:
«Hazlo dentro».
Y cuando Borja
se corrió, yo me corrí con él, con la cabeza para atrás, y mis manos en las
suyas, para que no me dejara irme, ni desmayarme, ni desaparecer.
Gritamos los
dos, gritamos fuerte, y yo me caí a su lado, y él...
Él se puso a
llorar. En silencio, pero a gritos.
A Borja se le
caían unos lagrimones enormes, gordos y redondos, como los de un niño cuando
pierde su equipo de fútbol. No me daba casi tiempo a borrárselos con el dedo, y
Borja seguía llorando, derritiéndose por dentro, o derritiendo algo que le
tenía congelado, o...
Yo sé bien qué
decir después de follar, un sarcasmo, o nada; pero no estaba acostumbrada al
lenguaje del amor. Fue él quien tuvo que hablar...
—Perdóname, Andrea...
—(...)
—Perdóname...
—(...)
—Es que...
—(...)
—Te quiero.
Joder.
Esto no es una
novela romántica.
Por eso no
contesté, no podía contestar, pero sí valorar alternativas. Lloraba por lo que
le había pasado. No me quería a mí, pero se había emocionado haciendo el amor.
Confundía ternura y amor. Me quería. No me quería. Era todo. Era el momento y
no era nada.
Tampoco me dio
tiempo.
Lo debería
investigar, quizá hay un proceso científico ya muy bien demostrado:
eyaculación, debilidad, recuperación.
O eso, o que
Borja se asustó de lo que había sentido y de lo que había dicho.
El caso es que dijo «Te quiero», y enseguida dejó de
llorar, y se levantó de la cama, se lavó, se vistió, se fue. El caso es que
dijo «Te quiero» y a los cinco minutos no estaba. El caso es que dijo «Te
quiero» y yo me di cuenta de que también le quería a él y de que le tenía que
dejar de querer.
El caso es que
dijo «Te quiero» y, a la semana, me mandó un mensaje con una llave de hotel.
Venía con una nota: «Para escribir tienes que vivir y hay cosas que quiero
vivir contigo. T e quiero".
Borja ha
reservado esta suite durante un mes. Es un hotel al lado de mi casa. Yo entro,
digo buenos días, o no digo nada, y escribo. Es verano y escribo sin ropa.
Sobre la cama. Con los pies en un almohadón gigante, que hay mil, y el
ordenador sobre otro, y me quedan 998 almohadones, que tiro al suelo a medida
que crecen mi frustración y mi cabreo.
Hoy va a venir
a mediodía. Ayer vino a desayunar. Nunca se ha quedado a dormir. Aunque me dijo
el otro día, muy serio: «Lo necesito. Necesito dormir contigo. Acostarme a tu
lado, despertarme y que estés».
La verdad es
que a veces viene, y a veces no.
Que yo estoy
aquí, desnuda, con mi MacAir.
Y tampoco
escribo.
No escribo
porque todo esto ya lo tenía escrito. Pero me gusta sentir que me desea, que me
quiere aquí, aún sabiendo que es mentira, que me quiere solo cuando no me
tiene, y que mañana, pasado, quizá esta misma tarde, cogeré el ordenador y me
iré dejando detrás mil almohadones y mil polvos, y una vez que hicimos el amor.
No sé si el
saldo es positivo.
Sumo un MacAir,
un relato erótico y un puñado de orgasmos.
Resto todas las
mentiras, las palabras huecas, las ausencias.
El saldo son
cicatrices.
El saldo duele.
Borja no ha
vuelto a llorar.
Ahora que sabe
que me tiene, ahora que me vio de verdad, está tranquilo.
Dice que sólo le
falta una cosa. «Quiero penetrar tus sueños, y ser su dueño.
Quiero que sólo
sueñes conmigo. Y que sólo escribas para mí. Lo quiero todo contigo».
Lo quiere todo.
Y a no da nada.
Quizá me vaya
hoy, quizá me siga engañando. Con quedarme, con irme. Todo es media mentira,
todo es media verdad
Yo sólo espero que venga otro tío, que me quiera
querer y me sepa tocar, que me haga olvidarlo. Yo sólo espero saber esconderme
la próxima vez que un hombre me proponga salvarme, que no, mi vida, quita, que
ya me salvo yo. Yo sólo espero salir de este hotel y que en mi casa no haga
mucho calor. Yo sólo espero no volver. Yo sólo espero dejar de esperar. Y
conservar la piel. Y un trozo de corazón. Y regenerarlo. Y regenerarme.
Esto ya no es
un relato erótico.
Es mi vida.
Es mi piel
.
Son mis
heridas.
>¿Dormimos
juntos? © 2012 Andrea Hoyos.
Ilustración:
Raúl Arias.
Todos los
derechos reservados.
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