La primera vez que una pantalla norteamericana comercial mostró una mujer desnuda fue con En cas de malheur (1957) de Autant-Lara, y se trataba de Brigitte Bardot, que caminaba cruzando un plano de espaldas al espectador, pero la expresión más directa de la vida sexual, esbozada por Malle en Les amants o por Godard en A bout de souffle o Vivre sa vie, por ejemplo, se consolidaría sólo en los años 70, con Visconti, Bertolucci y Oshima
Si, para Godard en A bout de souffle, “el erotismo es una forma de amor y el amor es una forma de erotismo” ¿habrá que concluir que el erotismo es una forma de sexualidad y la sexualidad es una forma de erotismo? Me temo que no se puede proceder a tan precisas simetrías; pero parece indudable que en el cine, y fuera de algunos documentales, no se da (ni siquiera en las cintas estrictamente pornográficas) una sexualidad exenta, disociada del erotismo.
Otra cosa es el sexo, si por tal entendemos no ya la función, sino el órgano: mostrarlo es condición sine qua non del cine pornográfico y resulta en cambio raro fuera de él, pero no menos raro que en la pintura moderna, en la que Courbet (El origen del mundo), Fortuny (Carmen Bastián) o Modigliani (representación del vello púbico), para no hablar ya de Picasso o los surrealistas, carecen de precedentes relevantes en las artes plásticas del mundo occidental después del Medievo, al menos en las efectivamente exhibidas o destinadas a serlo.
El cine, por su parte, se ha debatido en una doble ambigüedad. Por un lado, respecto a la mostración del sexo, la era muda, particularmente en Europa, e incluso los primeros años de la sonora, se diferencian netamente del período que sigue a la adopción por la industria americana del Código Hays en 1933.
Por otro lado, respecto a las relaciones sexuales en la pantalla, la línea de demarcación es distinta: mostrarlas de modo expreso y no simulado es lo propio de la industria pornográfica, pero sugerirlas de modo inequívoco, sin llegar a mostrar actos reales, o incluso (en El imperio de los sentidos) mediante actos reales de visualización franca pero intermitente nos sitúa ya en el terreno más pertinente a nuestro propósito de hoy: la ambivalente relación entre sexo e imagen.
En sí, el sexo ni demanda ni rehuye la elipsis: pero el desnudo integral y frontal en la pantalla fue durante décadas muy raro, a veces ni asociado al erotismo (así en La tierra de Dovdenko, donde remite a una expresión atávica de duelo telúrico) o asociado a él mediante metáforas y elipsis (así, ya a inicios del sonoro, en Éxtasis de Machaty). Desde fines de los años 50 a inicios de los 60 irrumpen el desnudo y el erotismo: la primera vez que una pantalla norteamericana comercial mostró una mujer desnuda fue con En cas de malheur (1957) de Autant-Lara, y se trataba de Brigitte Bardot, que caminaba cruzando un plano de espaldas al espectador, pero la expresión más directa de la vida sexual, esbozada por Malle en Les amants o por Godard en A bout de souffle o Vivre sa vie, por ejemplo, se consolidaría sólo en los años 70, con el Visconti de La caída de los dioses o Ludwig (mostración frontal masculina, muy escasa en el cine), el Bertolucci de El último tango en París, la Cavani de Portero de noche (obra en sí discutible, pero importante por contener expresión sexual franca, aunque no consumada realmente, a cargo de actores de prestigio) y últimamente Oshima en El imperio de los sentidos, o de nuevo Bertolucci en Novecento.
Cabría preguntarse, sin embargo, si todo ello (más Pasolini, Ferreri y otros) es hoy meramente el icono de una época, casi como Los Beatles o el póster del Che Guevara: en efecto, en el cine actual rara vez se esquiva la sexualidad, pero es a menudo una sexualidad estrictamente mecánica y gimnástica, banalizadora respecto al papel transgresor e impugnador que tuvo en los años 50, 60 y 70. La conquista de un público adolescente, fijada por la industria multinacional como meta prioritaria, no conlleva sólo la apoteosis de Indiana Jones y los efectos de ciencia-ficción con tecnología digital, sino también el retroceso de una visión adulta de la sexualidad a una visión adolescente, entendiendo por tal no una visión contrapuesta a la que consolida el establishment, sino, precisamente, la visión de lo sexual que el establishment reserva para los adolescentes, y que es tan neutralizadora como la visión rosa de las comedias fascistas de teléfonos blancos lo fue en los años 30.
Abocado a la bifurcación entre elipsis y mostración plena, sin que ninguna de las dos, en sí, garantice una manifestación válida de la sexualidad, el cine tiene aún hoy este problema pendiente. Un hábil repliegue estratégico del neoliberalismo y una acomodación de parte de los rebeldes de antaño han hecho posible que las mismas (o casi las mismas) expresiones icónicas que turbaban 30 años atrás resulten corroboradoras hoy de lo establecido, pero, de igual modo que, en esta hora de la globalización y de Kosovo, el mensaje a la Tricontinental del Che Guevara en 1967, por encima de apreciaciones históricas coyunturales, sigue apuntando a algunas incómodas verdades esenciales (baste con releerlo a la luz del proceso, hoy paralizado, a Pinochet), el estallido en la pantalla hacia los años 60 de lo que Octavio Paz denominó entonces “la rebelión del cuerpo” plantea hoy todavía un reto no superado ni asumido siquiera por completo.
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