CARTA PRIMERA
Déterville a Valcour
París, 3 de Junio de 1778
Ayer cenamos, Eugénie y yo, en casa de tu divinidad, mi querido Valcour... ¿Qué hacías tú?... ¿Eran los celos?... ¿EI enojo?... ¿EI temor?... Tu ausencia fue para nosotros un enigma que Aline no pudo o no quiso explicarnos y cuya clave nos costó mucho esfuerzo descifrar. Iba a solicitar noticias tuyas cuando dos grandes ojos azules que reflejaban a la vez el amor y la decencia, vinieron a fijarse en los míos rogándome que disimulase... Me callé; poco después me acerqué; quise inquirir la razón de ese misterio. Las únicas respuestas que obtuve fueron un suspiro y un signo con la cabeza.
Eugénie no fue tampoco más afortunada; no presionamos más; pero Mme. de Blamont suspiro y yo la oí, esa mujer es una madre deliciosa, amigo mío; no creo que sea posible tener mas ingenio, un alma mas sensible, tanta gracia en los modales ni tanta amenidad en las costumbres. Es extremadamente raro que con tantos conocimientos alguien sea al mismo tiempo tan amable. He observado casi siempre que las mujeres instruidas tienen en el mundo una cierta rudeza; una especie de afectación que hace que se compre muy caro el placer de su compañía. Parece como si solamente quisiesen mostrar su ingenio en su gabinete o que, al no encontrarlo nunca en cantidad suficiente en aquellos que las rodean, no se dignasen rebajarse a mostrar el que ellas poseen.
¡Pero qué diferente de este retrato es la adorable madre de tu Aline! En verdad no me extrañaría que una mujer así despertase aun grandes pasiones, a pesar de haber alcanzado los treinta y seis años.
Déterville a Valcour
París, 3 de Junio de 1778
Ayer cenamos, Eugénie y yo, en casa de tu divinidad, mi querido Valcour... ¿Qué hacías tú?... ¿Eran los celos?... ¿EI enojo?... ¿EI temor?... Tu ausencia fue para nosotros un enigma que Aline no pudo o no quiso explicarnos y cuya clave nos costó mucho esfuerzo descifrar. Iba a solicitar noticias tuyas cuando dos grandes ojos azules que reflejaban a la vez el amor y la decencia, vinieron a fijarse en los míos rogándome que disimulase... Me callé; poco después me acerqué; quise inquirir la razón de ese misterio. Las únicas respuestas que obtuve fueron un suspiro y un signo con la cabeza.
Eugénie no fue tampoco más afortunada; no presionamos más; pero Mme. de Blamont suspiro y yo la oí, esa mujer es una madre deliciosa, amigo mío; no creo que sea posible tener mas ingenio, un alma mas sensible, tanta gracia en los modales ni tanta amenidad en las costumbres. Es extremadamente raro que con tantos conocimientos alguien sea al mismo tiempo tan amable. He observado casi siempre que las mujeres instruidas tienen en el mundo una cierta rudeza; una especie de afectación que hace que se compre muy caro el placer de su compañía. Parece como si solamente quisiesen mostrar su ingenio en su gabinete o que, al no encontrarlo nunca en cantidad suficiente en aquellos que las rodean, no se dignasen rebajarse a mostrar el que ellas poseen.
¡Pero qué diferente de este retrato es la adorable madre de tu Aline! En verdad no me extrañaría que una mujer así despertase aun grandes pasiones, a pesar de haber alcanzado los treinta y seis años.
Por lo que hace a M. de Blamont, ese indigno esposo de una mujer demasiado digna, fue tajante, sistemático y desabrido como si estuviese administrando justicia en nombre del rey; desencadenó una serie de invectivas contra la tolerancia , hizo la apología de la tortura, nos habló con una especie de regocijo de un desgraciado a quien sus colegas y él iban a infligir, al día siguiente, el suplicio de la rueda ; nos aseguró que el hombre era malo por naturaleza y que no había nada que debiera evitarse para hacerlo encadenar; que el temor era el resorte más poderoso de las monarquías y que un tribunal encargado de recibir delaciones era una obra maestra de la política.
Seguidamente nos habló de unas tierras que acababa de comprar, de la sublimidad de sus derechos y, sobre todo, del proyecto que abriga de instalar en ellas una casa de fieras de las que, te lo garantizo, él será el animal más peligroso.
Pocos minutos antes de que fuese servida la cena llegó otro individuo, corto y cuadrado, cuyo espinazo se adornaba con una casaca de paño verde oliva, guarnecida de arriba a abajo con un bordado de ocho pulgadas de anchura cuyo dibujo me recordó al que llevaba Clovis en su manto real. Este hombre pequeño poseía un pie muy grande asentado sobre unos tacones altos en medio de los cuales se apoyaban dos piernas enormes. Si se intentaba buscar su cintura no se encontraba más que un vientre.
¿Interesaba una idea de su rostro? no se percibía más que una peluca y una corbata de cuyo centro se escapaba a veces un falsete discordante que permitía dudar si el gaznate del que emanaba era efectivamente el de ser humano o el de una vieja cotorra. Este ridículo mortal, absolutamente fiel al retrato que de el he trazado, se hizo anunciar como M. Dolbourg.
Un capullo de rosa que, en ese mismo instante, Aline lanzaba a Eugénie, vino a perturbar desafortunadamente las leyes de equilibrio que se había impuesto el personaje con la intención de deducir de ellas su reverencia de entrada. Tropezó con el capullo de rosa y definitivamente llegó hasta nosotros con la cabeza por delante. Este golpe inesperado, este súbito derrumbamiento de las masas, descompuso un poco sus postizos atractivos, la corbata voló por un lado, la peluca por otro y el infeliz, desparramado y desguarnecido de esta guisa, provocó a mi loca Eugénie un ataque de risa tan espasmódico que nos vimos obligados a conducirla a una sala contigua en donde llegue a creer que se desvanecería... Aline se contuvo, el presidente se enfadó, Mme. de Blamont se mordía los labios para no reventar de risa y se deshacía en señas de interés... Dos lacayos levantaron al hombrecillo que, como una tortuga volteada, no podía recobrar la elasticidad necesaria para restablecer su verticalidad. Se le enfundó en su peluca y se rehizo artísticamente el nudo de su corbata, Eugénie apareció y el anuncio de la cena vino a restaurar el orden general al obligar a cada cual a ocuparse en una sola idea.
Las exageradas cortesías del presidente hacia el hombrecillo, la noticia que recibí ulteriormente de que tenía cien mil escudos de renta, cosa que hubiera apostado con sólo verle la cara; el fastidio de Aline, el gesto afligido de Mme. de Blamont, los esfuerzos que hacía para distraer a su querida hija, para impedir que los demás percibiesen el malestar que la embargaba; todo me convenció de que ese desgraciado banquero era tu rival y rival tanto más peligroso por cuanto me pareció que el presidente estaba entusiasmado con él.
¡Amigo mío, qué alianza!... ¡Unir un mortal tan prodigiosamente ridículo a una joven de diecinueve años hecha como las Gracias, lozana como Hebe y más bella que Flora! Atreverse a sacrificar a la estupidez en persona el espíritu más dulce y más agradable; adaptar a un abultado volumen de materia el alma más sutil y más sensible; reunir la inactividad más plúmbea con un ser cuajado de talentos, ¡que atentado, Valcour!... ¡Oh! no, no..., o la Providencia es insensible o no lo permitirá jamás... Eugénie se lleno de tristeza en cuanto adivino la fechoría. Loca, atolondrada, e incluso un poco cruel, pero dispuesta a inmolar su sangre en aras de la amistad, pasó rápidamente de la alegría a la cólera mas extremada desde el momento en que la hice partícipe de mis sospechas... Miro a su amiga y las lágrimas vinieron a bañar sus mejillas rosas que la alegría acababa de encender. Aconsejó a su madre que se retirase temprano; no podéis soportarlo y si esa fechoría era real, no había nada, decía golpeando el suelo con sus pies, que ella no hiciera para impedirlo. Pero Aline se obstinaba en su silencio... Mme. de Blamont
se limitaba a suspirar cuando yo la
interrogaba; y optamos por retirarnos.
He aquí, mi querido Valcour, el estado en que dejé las cosas; en prenda de mi sincera amistad debes instruirme de todo lo que puedas averiguar; espéralo todo de la mía y de la de Eugénie y convéncete de que la felicidad que nos aguarda no puede realmente ser perfecta mientras sepamos que hay obstáculos entre la de Aline y la tuya.
He aquí, mi querido Valcour, el estado en que dejé las cosas; en prenda de mi sincera amistad debes instruirme de todo lo que puedas averiguar; espéralo todo de la mía y de la de Eugénie y convéncete de que la felicidad que nos aguarda no puede realmente ser perfecta mientras sepamos que hay obstáculos entre la de Aline y la tuya.
CARTA
II
Aline a Valcour
6 de Junio
Aline a Valcour
6 de Junio
¿De qué expresiones me serviría yo?
¿Cómo suavizaría el golpe que necesariamente he de asestaros? Mis sentidos se
nublan, mi razón me abandona, si existo es solamente por el sentido de mi dolor
¿Por qué os habré visto?, ¿por qué me habéis arrastrado al abismo con vos?,
¿por qué esos rasgos cautivadores han penetrado en mi alma? ¡Ay!, ¡qué breves
han sido nuestros instantes de dicha! ¿Quién sabe, ¡Dios mío!, quién sabe
cuales serán los límites de los que nos aguardan? Amigo mío, es imperativo que
no nos veamos más... Ya ha sido pronunciada la frase cruel, ¡he podido
escribirla sin morir!...
Emulad mi valor. Mi padre me ha hablado como un amo quiere ser obedecido. Se
presenta un partido, ese partido le conviene, eso basta. No pide mi
consentimiento, consulta su interés y a sus caprichos debo inmolar por completo
todos mis sentimientos. No acuséis a mi madre, ella no ha dicho nada, no ha
hecho nada, ni siquiera lo imagina aún...Vos sabéis cómo ama a su hija y no
ignoráis tampoco los sentimientos de ternura que despertáis en ella... Nuestras
lágrimas han corrido parejas... El muy bárbaro las ha visto y no le han
conmovido en absoluto... ¡Oh, amigo mío! creo que el hábito de juzgar a los demás hace necesariamente a las personas duras y crueles.
– Es un partido conveniente, ha dicho enfurecido a mi madre, no soportaré que mi hija lo pierda. Dolbourg es amigo mío desde hace veinticinco años y tiene una renta de cien mil escudos, ¿acaso pueden todas vuestras pequeñas consideraciones contrarrestar, un argumento tan poderoso? ¿Es que actualmente la gente se casa por amor?... Lo hace por interés; esa es la única ley que debe estrechar los lazos del himeneo. ¡Qué importa el amor siempre que uno sea rico! ¿Acaso el amor proporciona la consideración en el mundo? No por cierto, señora mía, es la fortuna, y no se puede vivir sin consideración. Además, ¿Qué tiene mi amigo Dolbourg que puede inspirar el distanciamiento de vuestra hija? (¡Oh, Valcour, quisiera que le vieseis!) ¿Es acaso porque no es uno de esos mequetrefes de hoy en día que, haciendo creer a una joven que se han prendado de ella únicamente porque saben que es muy rica, se casan con la dote y dejan a la chica? ¿O quizás os sentís seducida por el talento y el ingenio? ¿Eh? ¿Porque un hombre haya hecho algunas comedias, algunos epigramas, porque haya leído a Homero y a Virgilio va a poseer, por eso sólo hecho todo lo necesario para la felicidad de vuestra hija?
Veréis, amigo mío, a quien iba destinado este último sarcasmo; pero el muy cruel, temiendo que no le hubiésemos entendido aún:
− Os ruego, replicó encolerizado, que escribáis al punto a M. de Valcour y le comuniquéis que sus visitas me honran infinitamente, sin duda, pero que, no obstante, me complacería que las suprimiese; no quiero entregar mi hija a un hombre que no tiene nada.
− Su cuna, respondió mi madre, es más alta que la mía.
− Lo sé de sobras; ya apareció, como siempre, el orgullo de los aristócratas, para ellos el nacimiento lo es todo. ¿Queréis que a mi hija le suceda con su Valcour lo que a mí me ha sucedido con vos? ¿Casarse con unos pergaminos?... ¿De qué me sirve, decidme, el que me habéis dado?... Preferiría veinticinco mil francos anuales que todas esas genealogías que, como los gusanos de luz, solamente brillan gracias a la oscuridad, que solamente son ilustres porque no podemos divisar su origen y de las que se puede afirmar lo que se quiera porque carecen de principio. Valcour es de buena casa, lo sé; además tiene a vuestros ojos un gran merito, le apasiona la literatura; pero yo, que no me conmuevo ante estas consideraciones, quiero dinero... Y no tiene un céntimo. Esta es su sentencia, comunicádsela, os lo aconsejo.
Con estas palabras desapareció y nos dejó, a mi madre y a mí, anegadas en el llanto.
No obstante, amigo mío, porque es necesario que alivie con un poco de bálsamo las heridas que acabo de infligiros, la esperanza no ha abandonado mi corazón, y esa madre respetable, que yo idolatro y que os ama, me encarga positivamente que os diga, que no desea que desesperéis... Esta casi segura de poder ganar tiempo y en circunstancias como las presentes el tiempo supone mucho. Rendíos, pues, a las órdenes de mi padre; no volváis, pero escribidnos. Un caso de suma importancia mantendrá al presidente en París durante todo el verano, y creo que mi madre conseguirá la autorización de pasar esta estación sola conmigo en su pequeña posesión de Vertfeuille, cerca de Orleáns; único bien que aportó a mi padre que; como veis, se lo reprocha con crueldad. Su objeto es conseguir del presidente que no precipite nada; se encargará, dice, de disponerme a todo y de vencer mi repugnancia, siempre que no se ejerza presión alguna y que se nos permita pasar algunos meses solas en Vertfeuille... Amigo mío, si lo consigue, os confieso que lo consideraré como una victoria a medias; el tiempo lo es todo en estas crisis tan terribles, tanto tenerlo como obtenerlo lo significa todo.
Adiós, no os alarméis, amadme, pensad en mí, escribidme... Que yo ocupe todos vuestros instantes al igual que vos llenáis mi corazón... ¡Oh, amigo mío! Pocas cosas harían falta para separarnos para siempre; pero lo que al menos me consuela en mi desgracia es la certeza que poseo de que ninguna fuerza, divina o humana, conseguirá impedirme que os ame.
CARTA III
Valcour a Aline
7 de Junio
Si, la he leído, esa frase cruel... ¡He recibido el golpe que ha de quebrantar mi vida, y todas las facultades que la componen no se han desvanecido! ¡Oh, mi Aline! ¿cuál ha sido el arte que habéis empleado para asestarlo? ¡Me dais la muerte y queréis que yo viva!... ¡Destruís mi esperanza y, al mismo tiempo, la reanimáis!... No, no moriré... No se que voz se deja oír en el fondo de mi corazón... No sé qué órgano secreto parece decirme que viva y que todos los instantes de la felicidad no se han extinguido aun para mi... No, no se que es esa emoción, pero cedo ante ella... ¡No veros más, Aline!.. ¡No embriagarme mas en esos ojos que adoro, con el delicioso sentimiento de mi amor!... ¿Sois vos quien me lo ordena?... ¡Ah! ¿Qué habré hecho yo para merecer tal suerte?... ¡Renunciar yo al encanto de poseeros un día! No, no me lo decís vos. Mi infortunio acrecienta mis inquietudes, alimenta aún las quimeras que vuestras confortadoras palabras intentan hacer menos horribles. Sólo nos hace falta tiempo, decís; tiempo, Aline... ¡Oh cielos! ¿imagináis como es el tiempo que transcurre lejos del ser amado?... ¿En el que no se puede oír su voz, en el que no se puede gozar de su mirada? ¿no es pedir a un hombre que exista separado de su alma?... Yo estaba preparado para este golpe fatal, Déterville, me habéis puesto sobre aviso, pero ignoraba que las cosas hubieran llegado tan lejos y, sobre todo, que vuestro padre exigiría que yo no os viera ya nunca más... ¿Quién ha podido informarle de nuestros secretos? ¡Ah! ¿es que cabe esconderse cuando se ama? Si ha sorprendido nuestras miradas habrá averiguado nuestro amor... ¿Qué haré, ¡ay! durante esta terrible ausencia?... ¿Qué queréis que haga de mi persona? ¡Si al menos hubiera podido deciros cuánto os amo!...
Me parece como si no os lo hubiera dicho nunca... Oh no, no os lo he dicho nunca tal y como lo siento... ¿Y cómo lo hubiera conseguido? ¿Qué palabra podría encerrar este fuego divino que me devora? Ora aniquilada por la fuerza misma de este sentimiento que me absorbe... ora abrasada por vuestras miradas... mi alma sentía sin poder expresar; todas las presiones me parecían demasiado débiles... Y ahora lamento haber perdido tantas ocasiones o haberlas aprovechado tan mal. ¡Cómo voy a añorar esos momentos tan breves y tan dulces! Aline, Aline, ¿creéis que yo pueda vivir sin ellos?
Y sin embrago lloraréis... ¡vuestra alma se anegará en el dolor y yo no podré compartir sus angustias! Que, al menos, no tenga lugar ese cruel himeneo... Considero lo que decís como un juramento de que no se realizará jamás... El bárbaro os sacrifica... ¿y a qué?... a su ambición, a su interés... ¡Y además tiene la osadía de hallar sofismas en que apoyar sus horribles sistemas!... "El amor, dice, no hace la felicidad en los lazos del himeneo". ¿Y cuáles son esos lazos cuando el amor no los forma? Un pacto mercenario y vil, un tráfico vergonzoso de fortunas y de nombres que sólo encadena a las personas, abandonando el corazón a todos los desórdenes de la desesperación y del despecho. ¿En qué se convierten entonces esos bienes tan anhelados? ¿Son destinados a los hijos que ya no serán sino el fruto del azar o del interés? Se disipan, se pierden con mayor presteza que con que se adquirieron y la necesidad que ambos experimentan de sacudirse la cadena que les oprime, abre el abismo espantoso que los devorará en un solo día sin remedio. ¿Dónde está, pues, el provecho y la dicha de esos matrimonios de conveniencia, ya que las mismas fortunas que han estrechado los nudos desaparecen ya sea para aflojarlos, ya para deshacerlos?
Pero concebir la esperanza de conducir a vuestro padre a opiniones razonables es empresa semejante a la de hacer que un río remonte a sus fuentes. Independientemente de los prejuicios de su condición, prejuicios cruelmente odiosos, sin duda, tiene además aquellos (excusadme la expresión) de una cabeza estrecha y un corazón frío; y este tipo de personas ama demasiado el error como para que quepa la esperanza de conseguir que renuncien a él.
¡Qué respetable el comportamiento de Mme. de Blamont en todo este asunto y cuánto la adoro! ¡Qué conducta, qué prudencia! ¡Qué amor por vos! Adorad a esta madre, sólo su sangre lleváis vos... Es imposible, es moralmente imposible que una sola gota de la de ese hombre cruel fluya por vuestras venas... Dulce y divina amiga de mi corazón, hay ocasiones en las que me complazco en imaginar que si habéis recibido la existencia en el seno de esta madre adorable, ha sido gracias al hálito de la divinidad; ¿no admitís la mitología de los griegos este tipo de existencias?; ¿no las hemos recibido nosotros en nuestras opiniones religiosas? Pero hubiera sido necesario un milagro... ¿Y por quién, Dios mío, por quién lo haría la naturaleza si no por mi Aline?... ¿No es, ella misma un milagro?... Dejadme esta opinión, mi divina amiga, me consuela... Aumenta, me parece, aún más el culto que os profeso... ¿Sí, Aline?... si, sois la hija de un dios o, mejor, sois vos misma un dios y a través de vuestras miradas la naturaleza entera recibe la existencia: purificáis todo lo que os toca, vivificáis todo lo que os rodea; la virtud solamente es grata cerca de vos, solamente se la conoce en donde vos estáis; sostenida por el imperio de la belleza, cautiva gracias a vuestros rasgos, seduce a través de vos; y nunca me siento más honrado que cuando me acerco a vos o cuando os dejo. ¿Quién animará ahora en mi corazón estos sentimientos que nacen cerca de vos... quien me fortificará durante el resto de mi vida? Mi alma va a marchitarse separada de la vuestra, le sucederá lo que a esas flores que se secan a medida que se alejan de ellas los rayos del astro que las hizo nacer... ¡Oh, mi querida Aline! ya no habrá para mí en la tierra un solo instante de felicidad... Pero os escribiré, al menos... ¿Me lo permitís?... Podré hacerlo... ¡Ay!, es un consuelo, sin duda, pero ¡qué lejos está del que yo deseo, del que yo necesito! ... Y ¿cuando será ese viaje? ¡qué! ¿no os veré ya antes de que partáis y, por primera vez en mi vida, desde hace tres años que os conocí, voy a pasar una temporada entera lejos de vos?... ¡Orden bárbara!... ¡padre cruel! Aliviad, Aline, esta terrible y funesta decisión... Haced que pueda veros aún un solo día... sólo una hora ¡ay! no deseo otras cosa para poder vivir un año; en esa hora preciosa recogeré todo lo que mi alma necesite para existir durante siglos... Madre adorable, permitid que os implore; solicito esta gracia besando vuestros pies... Recordad esa indulgencia tan activa y tan dulce que os caracteriza; esa bondad, esa humanidad que os hacen tan sensible a la suerte amarga del infortunio. ¡Ay! jamás habréis socorrido a un desgraciado cuyos males fueran más agudos. Que la naturaleza me agobie con todos los que quiera, pero que me deje los ojos de Aline y su corazón...
Espero vuestra respuesta; la espero como los criminales esperan el golpe fatal. ¡Ah! si la temo es que la adivino... Pero una hora, Aline... una sola hora... o, de lo contrario no habréis amado jamás... Alejad, cuando menos, a ese hombre... que no vaya con vos al campo... No os pido que rechacéis los lazos con que os ofrece uniros a él. No, Aline, no os lo pido; hay algunos casos en los que una simple recomendación es un ultraje y creo que este es uno de ellos. Sí, me atrevo a estar seguro de vos porque me habéis dicho que yo no os era del todo indiferente y que no queríais arrancar el corazón de vuestro amigo.
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