Decidí dejarme
llevar, para qué engañarme, me gustaba aquello, en el fondo lo esperaba, desde
que recibí su llamada invitándome a la fiesta, tras casi tres meses sin vernos,
y a pesar de lo formal de la invitación, el tono de su voz recalcó de una forma
especial cuando se despidió con “Ya conoces la casa, así que no te perderás”.
– ¡Eres cabrona!
– Si, pero soy tu cabrona, y además te
gusta.
Dijo cerrando la puerta del coche con esa
sonrisa de sorna cruel, que sacaba cuando quería dejarme peor de cómo estaba
antes de empezar, y esta vez lo había conseguido con creces. La vi irse
mientras el sonido de sus pasos, sobre el pavimento de hormigón, marcaba el
ritmo del vuelo de las finas capas de tela que formaban la falda de su vestido
blanco, telas bajo las cuales se intuían sus dos perfectas nalgas, las mismas
que hacía escasos minutos, aún estaba recorriendo con mis manos.
Cuando vives en una ciudad costera, la
vida social en verano se intensifica, algún amigo de la infancia que escapa de
la capital, un concierto de algún grupo trasnochado o una copa en una noche
calurosa se prolonga más allá de lo previsto. Pero, sin duda, uno de los
clásicos son las fiestas en las residencias de verano de algún amigo. Son
precisamente las últimas noches de agosto, el escenario por excelencia de ese
tipo de fiestas, y en todas ellas, se respira cierto aire de nostalgia, tanto
del verano que se acaba como de añoranza a los veranos pasados.
Habíamos llegado sobre las 11 de la noche,
Gustavo me había enviado la geolocalización unos días antes y yo se la había
pasado a Félix, que era quien conducía, pero lo que no sabía ninguno de los dos
es que yo no la necesitaba, ya que había estado en esa casa unas cinco veces
desde el último año. Desde entonces habían pasado por lo menos tres meses desde
la última vez que había estado allí.
– Esto es como las noches de Vanitas, pero
todos con canas.
– Y con barrigas.
Apuntó Julián mientras nos dirigíamos a la
improvisada barra, situada bajo un cobertizo adosado a uno de los muros que
rodeaba la finca. Dos columnas de granito sostenían su cubierta de teja del
bar/cobertizo, un lugar en el que antiguamente se guardaban los aparejos de
labranza, pero que en la actualidad eran el lugar ideal para parrillas y
churrasqueras, o como en este caso, improvisadas barras de bar para fiestas
entre amigos.
Sobre el muro de la finca, un gato
observaba atentamente a aquel grupo de gente, desde la seguridad que le daba la
altura, y no se perdía ningún detalle de lo que hacía aquella manada de
humanos; posiblemente aquel fuese su territorio de caza el resto de los días
del año, ahora invadido por un grupo de humanos que con sus gritos y risas
espantaban cualquier posibilidad de caza.
Por un momento, tras dos ron con cola y
otro por venir, hice lo mismo que aquel gato blanco, observar atentamente
dejando que mi mente se evadiera imaginando las historias que había detrás de
aquella mezcla de polos de marca, vestidos de verano, camisetas con anagramas
de grupos; ellas mostrando un glamour casual con tintes de sensualidad
veraniega y ellos agarrándose a los restos de una rebeldía, que ya únicamente
se canalizaba a través de viejas camisetas de rock adquiridas en cualquier
tienda retro de internet.
El reloj pasaba ya de las doce y el radar
de Antonio empezó a buscar algún leitmotiv más
allá del alcohol, entre los coros que se iban formando en el jardín, de fondo
el “pinchadiscos” emprendía un viaje al pasado con sonidos que pasaban del rock
al electropop español, puros años ochenta condensados en canciones, algunas de
las cuales, lo mismo que nosotros, no habían envejecido demasiado bien.
Aun así, a pesar del tiempo pasado y
mientras escuchaba aquellas letras y melodías, me entretuve rebuscando en los
rostros de los otros convidados, algunos gestos y miradas de otra época que,
ayudados por la música, volvían a brillar.
– ¿Nos movemos?
– ¿Dónde?
Antonio señaló una de las mesas de madera
puestas para la ocasión con bandejas de aperitivos a base de frutos secos y
gominolas, alrededor de la cual se habían reunido varios grupos de invitados. A
pesar de que empezaba a notar como el alcohol corría por mi sangre, seguía sin
encontrarme cómodo en aquella fiesta. Sabía que en cualquier momento me tendría
que cruzar con Alba, la anfitriona de aquel evento y la mujer que era capaz de
despertar mis fantasías, mis demonios y mis vicios perversos.
Mi inquieto amigo tardó poco tiempo en
iniciar una conversación con un grupo de mujeres que parecían, igual que
nosotros, venir sin pareja, sus caras, como casi todas las de aquella noche, me
resultaban familiares como conocidos lejanos, que mi mente jugaba a situar en
la época y lugar correspondiente. Un juego al que al parecer jugábamos todos ya
que el “vuestras caras me suenan de algo”, no tardó en aparecer, y la
conversación giro hacia la inevitable charla sobre locales y garitos comunes.
Fue en ese justo momento, cuando una mano me agarró por la muñeca haciéndome
girar sobre mí mismo y me alejó del grupo.
– Hola, por fin te encuentro, pensé que no
habías venido.
Era Alba con un impresionante vestido de
seda blanco con el cuello en forma de V que se sostenía únicamente con dos
tirantes muy finos que se apoyaban en sus hombros desnudos. Mi mirada recorrió
la costura de esos hilos infinitos hasta llegar sus pies, siguiendo el balanceo
de su cuerpo que resaltaba la luz de uno de los focos que iluminaban desde el
suelo del jardín. Alba se dio cuenta, y separó ligeramente sus piernas haciendo
que el haz de luz dibujase su silueta entre las telas de su vestido y dejando
patente la ausencia de la ropa interior inferior.
– Joder, ¿no llevas bragas? ¿No se ha dado
cuenta nadie?
– No exactamente, me las acabo de quitar y
ahora las tienes tú.
Sin darme cuenta, las había atado a mi
muñeca, instintivamente me puse el jersey que llevaba atado a la cintura para
ocultar mis brazos, menos mal que Galicia aun en verano por las noches solemos
salir con un jersey, por si acaso.
– Tienes 10 minutos para devolvérmelas.
Estaré en el garaje esperándote, aunque también las puedes desatar y hacer como
si nada hubiese pasado, quizás alguna de tus amigas pierda las suyas. Tú verás.
Entonces se dio la vuelta, alejándose con
pequeños pasos pero seguros, sabía de sobra que me quedaría observándola, y así
lo hice, viendo como aquel diáfano vestido de seda revelaba a la perfección su
sexo entre sus esbeltas piernas, después se perdió entre la gente mientras iba
saludando de forma efusiva a algún invitado.
10 minutos después ya estaba frente la
puerta de madera blanca con un pomo redondeado que separaba la casa del garaje;
al sentir el frío y la suavidad de su acero pulido, me percaté de que, si
giraba aquel pomo y abría aquella puerta, me llevaría de nuevo a ser el
protagonista de una escena por la que muchos pagarían. Un débil chasquido al
girar el tambor y la puerta se abrió sola. El garaje estaba en penumbra, al
cruzar el umbral de la puerta percibí el contraste del calor de la casa con el
ambiente fresco de aquel garaje que seguramente proporcionaba la piedra maciza
de sus paredes.
La luz de alguna farola cercana de la
urbanización se colaba por el tragaluz de una de las paredes, al fondo, un
tablero en la pared con alicates, barrenas, destornilladores y un sinfín
herramientas de bricolaje y utensilios de jardín. En la pared de enfrente tres
tablas de surf colgaban junto a unos trajes de neopreno, al lado de un estante
repleto de viejos juguetes veraniegos que parecían estar ordenados
cronológicamente. En el centro, entre la oscuridad se adivinaban las elegantes
líneas del deportivo negro de Gustavo, el mismo en el que habíamos ido, hacía
unos meses, a la presentación del producto que lanzamos. A su lado un crossover
gris oscuro, de estos que imponen cuando te los cruzas en un semáforo y
normalmente conducidos por una pija deslumbrante con melena y gafas oscuras de
sol, similar a la que me observaba fijamente apoyada en el capó, aunque sin
gafas de sol.
– ¿Qué tal la fiesta?, ¿Te diviertes?
– Bien, os lo habéis currado.
– ¿Te gusta la música?
– Bueno ya un poco saturado de los temas
de los 80 pero supongo que es lo apropiado para este público.
– La he elegido yo personalmente, pero veo
que contigo no he acertado
– Bueno, no es eso.
– No hace falta que te justifiques
Dijo, mientras agarraba la hebilla del
cinturón y de un tirón seco quedamos frente a frente, después, solo un breve mirado,
antes de pegar sus labios a los míos, y abrir su boca, como señal inequívoca de
que quería que la invadiera mi lengua; así hice, y enseguida se encontró con la
suya, empezando un juego el que se entrelazaban mientras sus dientes buscaban
morder mis labios.
Nunca había intentado comprender los
motivos que llevaban a la gente hacer algo, no era bueno en descubrir las
motivaciones particulares de mis amantes que tenían pareja, al final siempre
eran ellas mismas las que me las desvelaban. La pérdida de amor, descubrir que
nunca lo hubo o el sentirse deseadas de nuevo eran comúnmente las causas por
las que una mujer de mi generación buscaba un amante. Por lo menos las que
había ido conociendo hasta este momento. Alba no buscaba nada de eso, en todos
nuestros encuentros me encontré con una mujer que le daba igual que la
deseasen.
Desear, Alba anhelaba desear en el sentido
más amplio del concepto, sentía una idolatría casi perversa hacia él, con sus
caricias no buscaba transmitir ternura ni que se la diesen, sus manos no
acariciaban, exploraban en busca del deseo más carnal. Era una niña mayor
buscando que la complacieran, pero a su modo, llevando ella la batuta. El
riesgo, el cruzar líneas rojas antes inimaginables, eran el combustible
necesario para encender su deseo y una vez puesto marcha, el proceso era
imparable.
Un zumbido eléctrico, seguido por otro más
grave, más metálico, pero sin perder un ápice de elegancia, y la sólida puerta
del crossover se abrió, en ese momento aquellos sonidos me parecieron sensuales
e incluso con una profunda carga erótica. Hoy en día se diseñan sonidos
específicos para casi todo, la mayoría de los objetos que nos rodean nos
responden con un sonido, quienes los imaginan, pueden hacer que suenen caros o
baratos, lujosos o funcionales, pero todos están pensados para jugar con
nuestros sentidos. Aquel sonido me invitaba a entrar, pero cuando me disponía a
hacerlo, la pierna de Alba se cruzó entre la entrada y mi cuerpo, impidiéndome
el paso. Mis ojos se posaron en su pie firmemente apoyado en el travesaño del
coche recorrieron en silencio su pierna, subiendo desde el tobillo hasta llegar
a rodilla, donde la tela blanca de su vestido formaba un tentador abanico entre
sus dos piernas.
Con su brazo izquierdo me separó unos
centímetros, los suficientes para poder sentarse en el asiento trasero y
dejando ambas piernas fuera del vehículo, de tal modo que la tela del
vestido se esparciera por el asiento. La observé con detención, alli sentada
con las piernas abiertas, dejando que la piel entrase en contacto directo con
el rojo coral del tapizado. Su forma de sentarse era endiabladamente
provocadora, incluso sucia, y a pesar de ello seguía desprendiendo una
elegancia atroz.
Fuera, en la fiesta, seguían sonando
viejos temas de música española, al escucharlos me vino a la memoria las cintas
de cajas transparentes en la guantera del coche, y una novia de juventud
rebuscando entre ellas alguna canción que convirtiese aquellos momentos en algo
romántico y que, de alguna forma, atenuase el pecado que íbamos a cometer.
Después de tantos años follando sobre sábanas, encontrarme allí, a punto de
hacerlo de nuevo en un coche con esas mismas canciones de fondo, era como
cerrar un bucle.
Entre las canciones y los murmullos de la
fiesta sonó un casi autoritario – Acércate – , estuve punto de preguntarle si
estaba segura de lo que estábamos haciendo, ya que cualquiera podía entrar en
el garaje y descubrirnos, pero las manos de Alba ya estaban manipulando la
hebilla de mi cinturón y con dos dedos desabrochaba uno a uno los botones de la
bragueta de mi vaquero, para terminar, con un solo tirón, el pantalón y los
calzoncillos cayeron al suelo, y el fresco de las paredes de piedra no tardó en
colarse entre mis piernas ya sin pantalones.
Los labios de Alba se movían ligeramente
tarareando las estrofas del Ivonne de los Radio Futura que provenía del jardín,
cuando Santiago Auserón entonaba el estribillo “No seas poética, por favor,
mírame a la cara, no mires al ron”, Alba hizo lo propio, se quedó mirándome
fijamente a la cara mientras con su mano derecha tomó con delicadeza mi sexo
deslizando con suavidad la piel hasta dejar parte de la punta fuera. El dedo
índice de su mano izquierda se perdió dentro de su boca, para volver a
aparecer, tras unos segundo, brillante y húmedo de saliva, que fue extendiendo
por la punta de mí capullo; cuando noté la yema de su dedo, solté un sonoro
suspiro.
Al hacerlo Alba sonrió, y sin dejar de
observarme, volvió a acercar la mano a su boca, aunque esta vez fueron dos
dedos; los introdujo casi completamente en su boca humedeciendo la piel que
cubría parcialmente mi capullo con ambos dedos, a la vez que la deslizaba para
dejar totalmente descubierto mi glande, y. como en otras ocasiones, noté como
iba perdiendo el control de la situación que estaba completamente en sus manos,
merced a sus caprichos.
No satisfecha de la humedad de sus dedos,
acercó su boca y dejó caer un hilo de saliva sobre mí sexo, para después
extenderla con la mano desde la punta hasta llegar a la base, apretando el troco
con la palma de la mano, repitiendo esta operación varias veces.
Sin soltar su presa, se levantó del
asiento quedándonos de nuevo frente a frente.
– Entra
– ¿No me vas a soltar para que lo haga?
– No – y sentí como su mano me guiaba como
si mi miembro fuese el timón de una lancha, en ese momento agradecí la altura
de esos crossovers de lujo que tanto odiaba cuando me cruzaba con ellos en
carretera. Cuando por fin me tuvo sentado, desnudo de cintura para abajo, se
sentó encima de mí dándome la espalda.
Alba permanecía vestida, su vestido blanco
ocultó sus piernas y las mías, no podía ver lo que ocurría bajo la tela, pero
si notar sus movimientos. Comenzó con un movimiento circular, buscando
descaradamente el roce de mi capullo contra su vagina. Cuando ambos sexos se
encontraron, su cintura dejo de girar para continuación empezar a subir y bajar
su cuerpo, ayudándose con sus manos sujeta a cada una uno de los dos asientos
delanteros.
Poco a poco sus movimientos fueron
acomodando mi miembro entre sus labios vaginales, que se abrían más a cada
pasada, pero siempre evitando la penetración, sentí como las venas de mi
miembro acariciaban sus labios verticales a su paso.
Su espalda formó una curva entre los dos
asientos, lo que permitió que los ojos negros de Alba se encontraran con los
míos en el espejo retrovisor, durante unos minutos me sostuvo la mirada sin
dejar de rozar su sexo contra el mío. En su rostro pude ver una expresión
decidida, provocadora y obscena, que contrastaba con la mía entre expectante y
tensa por aquella situación.
Decidí dejarme llevar, para qué engañarme,
me gustaba aquello, en el fondo lo esperaba, desde que recibí su llamada
invitándome a la fiesta, tras casi tres meses sin vernos, y a pesar de lo
formal de la invitación, el tono de su voz recalcó de una forma especial cuando
se despidió con “Ya conoces la casa, así que no te perderás”.
Justo cuando mi mirada se desvió hacia la
puerta que comunicaba la casa con el garaje, Alba se clavó mi sexo de un solo
golpe, y al unísono, un grito de dolor salió de nuestras gargantas.
– Joder, casi me la rompes.
– Creo que hay un tocólogo en la fiesta,
no te preocupes- Me contestó, arqueando su cuerpo hacia atrás a la vez que
comenzaba a subir y a bajar sobre mi sexo.
Sus caderas se movían para guiar mi sexo
en su interior, yo estaba completamente inmovilizado, sus piernas impedían que
me moviese, sin mi ayuda consiguió que entrase completamente en cada sentada, y
por sus gemidos los gozaba con todo el placer,
Mis manos se aferraron a su cintura,
clavándola todavía más, subieron por su vientre hasta llegar a sus pechos que
movían al mismo compás que sus movimientos, para colarse por fin entre el
escote de su vestido. Busqué sus pezones, cuando los encontré los saqué con
violencia del sujetador, Alba respondió con un grito tras el cual se clavó con
más fuerza sobre mí.
Mis dedos bordearon su sujetador hasta
llegar a sus pezones firmes y duros sobre la costura, con dos dedos de cada
mano estiré sus pezones, a la vez en el espejo, podía ver como cerraba los ojos
por unos instantes y como nuestros rostros eran reflejo salvaje del momento.
Separé su melena negra en busca de su hombro mientras seguíamos observándonos
por el retrovisor, sin hablar, solo nos comunicábamos con gemidos que se
mezclaban con los murmullos de la gente de la que únicamente nos separaba una
puerta de garaje.
Entonces Alba aprisionó mis muslos entre
sus rodillas y aumentó aún más el ritmo de sus subidas y bajadas, estaba
completamente inmovilizado por su cuerpo, no podía moverme en ningún sentido,
atrapado. Su cuerpo caía cada vez con más violencia sobre mis muslos, se dejaba
caer sobre mí con todo su peso, para volver a alejarse de mí, así hasta que
noté como su cuerpo, en una última caída, comenzó a tensarse, casi ahogándome
entre el asiento y su cuerpo, mis manos en su cintura la notaron temblar y una
sensación de humedad se extendió sobre la piel de mis muslos.
La dejé respirar, solo podía ver su melena
negra sobre sus nuca y hombros, así permaneció poco más de un minuto, hasta que
sentí como salía de mí y se bajó del coche; yo seguía sentado en el asiento
trasero, desnudo de cintura para abajo, observando como sus manos adecentaban
el vuelo de su vestido; cuando consideró que estaba correcto, se inclinó sobre
mí y cogiéndome del brazo desató el nudo de sus braguitas de mi muñeca.
– Esto es mío – dijo mientras me besaba –
Tengo que volver a la fiesta, que me estarán echando de menos. No tardes, y no
pongas esa cara. ya tendrás lo tuyo otro día.
– ¡Eres cabrona!
– Si, pero soy tu cabrona, y además de
gusta.
La puerta se cerró, y el garaje volvió a
estar en silencio, por instantes me quedé en el asiento hasta que el frio se
apoderó de mis piernas y pensé que era mejor ponerse los pantalones; si me
pillaban así de esa guisa en el asiento de atrás del coche de Gustavo, podría
despedirme para siempre de mi vida profesional y social. Después de vestirme,
un ruido que provenía del tragaluz de la pared llamó mi atención, gracias a la
luz de la luna que permitía ver con claridad el exterior de la finca, vi el
mismo gato de antes subido al muro, sonreí pensando que aquel animal había sido
el único testigo de lo que allí había sucedido.
Cuando llegué al jardín sonaba el Semilla
Negra, pensé que nada mejor que otro ron con cola para acompañar los ritmos caribeños
de aquel tema, así que enfilé directo a la barra del improvisado bar. Aún antes
de que pudiese pedir la consumición, la camarera puso delante de mí un vaso y
un chorro de ron añejo cayó directo sobre los cubitos de hielo que había
dentro.
– Gracias – no supe que contestar
– ¿Quieres saber el secreto?
– ¿Del Ron con cola?
– De que supiera lo que bebías
– La verdad es que me pica la curiosidad,
no recuerdo haberte pedido a ti antes.
La chica debía rondar los 30 años, vestida
con un ceñido vestido negro entre provocador y elegante, detrás del cargado
maquillaje se apreciaba una belleza natural que hubiese brillado sola sin
necesidad de esa capa de cosméticos.
– Me lo dijo aquella chica. – dijo
mientras señalaba en dirección a uno de los árboles del jardín-, creo que hoy
es su noche de suerte.
– Sí, no sabes tú bien, lo afortunado que
soy.
Le contesté, mientras a unos escaso metros
de mí, Anabel, una antigua pareja me sonría, esperando que me acercase a ella.
– Veo que no has cambiado, sigues teniendo
un imán para los lechos ajenos
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