domingo, 14 de abril de 2019

Mujer desnuda, mujer negra - Calixthe Beyala




El desconocido me toma en brazos. Sus axilas desprenden el olor acre de los mangos silvestres. En lo alto, el cielo es verde y apenas lo surca el frufrú de los pájaros. Una panda de niños que ríen cruzan el solar y se suenan las narices más allá. Mi corazón hace lo suyo: palpita a más no poder. Mis terminales nerviosas se crispan. Yo niego la jerarquía de los roles sexuales. Reivindico una moral del exceso, la lujuria y el desenfreno. Mis manos se deslizan por su espalda, se demoran en el nacimiento sudoroso de su culo. De pronto el mundo entero empieza a fluctuar. Mi desconocido no sabe ya sobre qué pierna descansar. Creo oírle proferir quejas guturales:

—¡No, no, no! ¡Aquí no! ¡Podrían…, podrían vernos!

Palabras falsas. Pues la inocencia, como los buenos modales, no es más que superchería. Además, el peligro tiene algo palpitante y exacerba aún más la pasión.

Le deslizo el pantalón muslos abajo y dejo al descubierto la verdad animal de su naturaleza. Fuerzo su virilidad, la violo casi, presa del vértigo. El hombre deja escapar un suspiro y toda la maravillada sorpresa de lo imprevisto, la alegría que procura infringir las reglas. Y cuando le bajo los calzoncillos y mi lengua se enrolla a su plátano con un amplio movimiento circular, él se queda quieto. De su boca fluyen palabras incomprensibles, palabras que se le entrecortan en la garganta y lo desafían. El placer, el indefinido instante previo, toma cuerpo en su verga, que se tensa como un brazo autoritario. El hombre me tira al suelo, me abre de piernas, me penetra con fogosidad:

«¡Zorra! ¡Zorra! ¡Perra! ¡Ahora verás!». Con su violencia impositiva no quiere sino abatir mi supremacía sexual, recuperar su virilidad relegada: el único que puede desencadenar el acto amatorio es el macho. Su reacción me turba. Yo estoy a cuatro patas y gimo, tirante el culo bajo el sol que cae a plomo. «¡Qué maravilla, el culo en pompa!». Su verga se clava en mi trasero, yo siento un dolor fugaz, mezclado de éxtasis.

Me acaricia las tetas. Unos dedos febriles hurgan en mi dulzor y, como si fuera un instrumento, tañen en él toda una mescolanza musical. El hombre se enardece, entra y sale presa de una excitación jadeante y premiosa: «¡Qué muslos!… ¡Qué culo!… ¡Qué culo!… ¡Qué muslos!…».

Hemos llegado a ese estado de suspensión, de vértigo, en el que ya no sabemos qué es el del otro, qué es de nuestro cuerpo. Y de pronto se desploma, agotado. Nos quedamos un momento sin vernos.

Me doy la vuelta muy despacio, me desprendo. Pego mis labios a los suyos. Lo abrazo. Mi beso es vampírico, profundo, tierno, y confirma la existencia del amor, ese arte del reparto… Ese eterno traspaso de vínculos.

Silbo mientras me visto. Me llamo Irène y la sombra que el sol proyecta interminablemente sobre el suelo es la mía. No me gusta lo que veo.

Por estas latitudes a nadie le gusta lo que ve. El futuro tiembla y duda de su existencia; las ratas mueren de hambre y los chavales las recogen y se las llevan a casa: «¡Ya tenemos guiso para esta noche!». Los bienes de los ricachos han pasado a ser recuerdos de otra época. Sus mansiones se caen a pedazos; sus Mercedes son híbridos de piezas sacadas de aquí y de allá. Las pelanduscas de alto copete, antaño tan gordas, encanijan a ojos vistas, y las amantes de los regalitos se marchitan en el oropel de sus viejos vestidos sin disfrutar la gloria de haberse hecho construir una casa de varios pisos. Los locales nocturnos, los restaurantes distinguidos, los cabarés para hijos de papá han cerrado por falta de clientes y los mendigos proliferan, proliferan hasta que desaparecen.

*****

Hablan de mis labios carnosos, que desearían morder; de mis piernas, husos de seda interminables, que se imaginan abriendo vertiginosamente; de mis caderas, que la magia del placer ensancha. Y se acarician sus koras[1] o prorrumpen en toses para desahogar su excitación… O por lo menos eso creo yo.

En mi cabeza resuena un tintineo extraño y unos circuitos se entrecruzan en mi cerebro. Estoy a punto de echarme a llorar. No puedo pasar por alto el desprecio que les inspiro: es tan evidente que parece impregnar la atmósfera. ¡Para ellos no soy más que una golfa! ¡Una furcia! Una buscona de labios salaces y risas espumosas de la que sus sentidos no saciados huyen como de la peste.

«Vaya, vaya», refunfuña uno; otro escupe; un tercero masculla algo entre sus barbas y un calvo me mira de soslayo con aire ceñudo.

A la espera de unas lágrimas que no llegan, me quedo inmóvil. Pasados unos segundos, una convulsión violenta sacude mi garganta: sólo más tarde advierto que estoy gritando:

—¡Eso os molesta, eh, pandilla de hipócritas!

¡Vosotros ocultáis a vuestras mujeres con velos para poder dominarlas mejor!
¡Malditos viciosos! ¡Asesinos! ¡Moralistas de mierda! —Y acto seguido me bajo los pantalones y les enseño el culo—. ¡Este culo —les digo— es capaz de derribar el gobierno de cualquier república! ¡Si quiero, con él puedo hacer que se abran claros en el cielo o que llueva! ¡Puede gobernar el sol y los planetas! Eso es una mujer de verdad, ¿lo pescáis?

¡El culo salva al mundo de grandes calamidades! Para contener la corriente impetuosa de sus venas, empiezan a aplaudir. Me tachan de loca para ocultar el ardor de su sangre. Yo siento lo mismo que ellos sienten por mí. Sé lo que piensan, comprendo su actitud, pero como no la apruebo, vocifero aún más fuerte, armo un escándalo de mil demonios. Ellos siguen aplaudiendo porque soy peligrosa, me tachan de majara para preservar su supremacía, para que nunca más resuciten las mujeres rebeldes, comedoras de sexo. Aplauden muertos de miedo. Esperan así poder entregarse de nuevo al largo sueño del mundo.

*****

Ella se relaja, se abandona y, desde lo más profundo de su garganta, la crispación de los sentidos sale expulsada. Y mientras por el aire se expanden plegarias nasales, yo le saco un pecho y se lo mordisqueo.

Sus ropas caen con la suavidad de hojas de árboles arrancadas por el viento. Su desnudez es como la del ser en el alba del primer día. La empujo hacia el cuarto más cercano y le pido que se tumbe.

—¡Boca abajo! —le ordeno—. ¡Y abre bien los muslos! —Y luego—: ¡De espaldas! ¡No, de rodillas!

Ella se somete. Obedecer es como su segunda naturaleza. Sus nalgas, como boquiabiertas, transmiten una felicidad luminosa. Les doy unos azotes, se estremecen como gelatina. Sumisa, Fatou permanece a la espera de lo que sea.

Así es ella, todo lo acepta.

A unos pasos de distancia, Ousmane nos observa. Sus venas palpitan. Con los ojos nublados de deseo, mira el vientre y los pechos de su mujer con una intensidad dolorosa. Se le acerca y se acuclilla entre sus muslos, le abre las piernas como la tormenta una puerta, se las echa por los hombros y empieza a comérsela con voracidad. La manosea de arriba abajo, luego se apresura a penetrarla a fin de convocar a sus bodas todas las potencias oscuras, las de la tierra, el cielo, el aire y el agua.

Sus sexos se muestran a la luz. Sus cuerpos hacen presa uno en el otro, se contorsionan, se funden. «Gracias, gracias por todo…», resopla él, sin dejar de espolearla. Vibran al unísono y su belleza inunda de chispas azules todo el cuarto.

Una lluvia de flechas me atraviesa el vientre. Mis paredes están húmedas y enteramente asediadas de deseo. Me derrito de gusto y paso a integrarme en ese torbellino de sexos que alzan el vuelo. 

Nuestras lenguas se enroscan, se lían, se miman hasta extraer los últimos jugos de inhibición. Uno de los dos me acaricia, me abraza. ¿Fatou? ¿Ousmane? No lo sé. Quiero mi parte de éxtasis.

No creo en la comunión de los placeres, sino en su especificidad. Dejo que la nave de la beatitud me lleve hacia las estrellas. Paso a través de las grandes nubes y una miríada de flores de algodón entra en mi mente que, de puro tenue, va eclipsándose hasta no ser más que una lucecita remota: el sexo es más dulce para el alma que el amor de Dios.

*****

Es de noche.

En la oscuridad el paisaje parece resquebrajado como la costra de una herida. En algunos patios hay faroles que titilan indicando a los   hombres sedientos de mujeres que se trata de burdeles, a cuyas puertas se agolpan, urgidos por la necesidad de evacuar su plétora de esperma, y aprovechan la oscuridad para restregarse unos con otros y, como quien no quiere la cosa, masturbarse.

Cuando alguno de ellos entra en el santuario, los demás lo siguen con la mirada pensando en las guarrerías que hará. ¿Va a atarla? ¿En qué postura se la follará? ¿Por detrás? ¿A lo misionero? ¿O contra el marco de la puerta? Y estas imaginaciones licenciosas turban sus semblantes.

Ese mundo de relaciones anárquicas me fascina. Me pregunto de qué color, de qué textura serán sus sexos. El perfume salvaje de estos pensamientos obscenos me envuelve y me pongo a sudar.

De pronto dos brazos me ciñen la cintura. Me doy la vuelta, veo un gran mostacho. El hombre está tan embargado de deseo que su agua de colonia parece desafiar a ese olor mareante a almendras tostadas que yo me conozco. Tiene los ojos inyectados en sangre de pura excitación. Por el paquete de su pantalón advierto que está a cien.

—¿Cuánto?

Sin apenas darme tiempo a contestar, el hombre se saca el tulipán. Movida por una curiosidad perversa empiezo a tocárselo con delicada morosidad. «Eso», resopla él. En sus ojos extraviados percibo su flaqueza, esa maleabilidad de los hombres. Pero también que tengo un cuerpo de posibilidades insospechadas con las que, en adelante, he de contar. Me siento infinitamente poderosa. Soy la punta y el cabo, el principio y el fin de todo. Amago con hacerle una caricia palatal y, poniendo boquita de piñón, echo mi aliento caliente sobre su túrgida virilidad, cosa que lo vuelve loco. Por encima de su cuello rollizo le veo los gruesos labios jadeantes. El hombre se impacienta, se exaspera, blande su verga ante mis labios como un látigo.

—¡Cómetelo, rápido! —farfulla—. ¡Ahora mismo!

Abro la boca y, sin darme cuenta del todo, le pego un mordisco. El hombre da tres brincos hacia atrás y, a la luz de una luna perpleja, se pone a bailar de dolor, alejándose más y más… Su cólera desgarra el silencio:

—¿Estás loca o qué? —dice fulminándome con la mirada—. ¿Qué te pasa, so zorra? ¡Me has hecho daño!

—¿Así me das las gracias? ¿Tú has visto como estabas? Acabo de salvarte la vida. ¡Si no llego a calmar tu ardor, te da un ataque al corazón!

—¡Menuda loca! Vete antes de que te mate.

Y al poco, en medio del sofoco de la ciudad, me invade una dicha inefable. Siempre que causo dolor a alguien me estremece un placer inexplicable. Doy brincos de alegría y palmadas como un niño en el recreo. Y haciendo cabriolas vuelvo a casa de Ousmane. En cuanto franqueo el umbral, una sombra me sale al paso: Fatou.

—Es hora de comer algo —me dice.

En el comedor la acribillo a preguntas, y ella, cada vez que responde a una, abre los brazos como para acogerme por siempre jamás en la humedad de sus axilas.

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