El desconocido me toma en brazos. Sus axilas desprenden
el olor acre de los mangos silvestres. En lo alto, el cielo es verde y apenas
lo surca el frufrú de los pájaros. Una panda de niños que ríen cruzan el solar
y se suenan las narices más allá. Mi corazón hace lo suyo: palpita a más no
poder. Mis terminales nerviosas se crispan. Yo niego la jerarquía de los roles
sexuales. Reivindico una moral del exceso, la lujuria y el desenfreno. Mis manos
se deslizan por su espalda, se demoran en el nacimiento sudoroso de su culo. De
pronto el mundo entero empieza a fluctuar. Mi desconocido no sabe ya sobre qué
pierna descansar. Creo oírle proferir quejas guturales:
—¡No, no, no! ¡Aquí no! ¡Podrían…, podrían vernos!
Palabras falsas. Pues la inocencia, como los buenos
modales, no es más que superchería. Además, el peligro tiene algo palpitante y exacerba
aún más la pasión.
Le deslizo el pantalón muslos abajo y dejo al descubierto
la verdad animal de su naturaleza. Fuerzo su virilidad, la violo casi, presa
del vértigo. El hombre deja escapar un suspiro y toda la maravillada sorpresa
de lo imprevisto, la alegría que procura infringir las reglas. Y cuando le bajo
los calzoncillos y mi lengua se enrolla a su plátano con un amplio movimiento
circular, él se queda quieto. De su boca fluyen palabras incomprensibles,
palabras que se le entrecortan en la garganta y lo desafían. El placer, el
indefinido instante previo, toma cuerpo en su verga, que se tensa como un brazo
autoritario. El hombre me tira al suelo, me abre de piernas, me penetra con fogosidad:
«¡Zorra! ¡Zorra! ¡Perra! ¡Ahora verás!». Con su
violencia impositiva no quiere sino abatir mi supremacía sexual, recuperar su virilidad
relegada: el único que puede desencadenar el acto amatorio es el macho. Su reacción
me turba. Yo estoy a cuatro patas y gimo, tirante el culo bajo el sol que cae a
plomo. «¡Qué maravilla, el culo en pompa!». Su verga se clava en mi trasero, yo
siento un dolor fugaz, mezclado de éxtasis.
Me acaricia las tetas. Unos dedos febriles hurgan en
mi dulzor y, como si fuera un instrumento, tañen en él toda una mescolanza musical.
El hombre se enardece, entra y sale presa de una excitación jadeante y
premiosa: «¡Qué muslos!… ¡Qué culo!… ¡Qué culo!… ¡Qué muslos!…».
Hemos llegado a ese estado de suspensión, de vértigo,
en el que ya no sabemos qué es el del otro, qué es de nuestro cuerpo. Y de pronto
se desploma, agotado. Nos quedamos un momento sin vernos.
Me doy la vuelta muy despacio, me desprendo. Pego mis
labios a los suyos. Lo abrazo. Mi beso es vampírico, profundo, tierno, y
confirma la existencia del amor, ese arte del reparto… Ese eterno traspaso de
vínculos.
Silbo mientras me visto. Me llamo Irène y la sombra
que el sol proyecta interminablemente sobre el suelo es la mía. No me gusta lo
que veo.
Por estas latitudes a nadie le gusta lo que ve. El futuro
tiembla y duda de su existencia; las ratas mueren de hambre y los chavales las
recogen y se las llevan a casa: «¡Ya tenemos guiso para esta noche!». Los bienes
de los ricachos han pasado a ser recuerdos de otra época. Sus mansiones se caen
a pedazos; sus Mercedes son híbridos de piezas sacadas de aquí y de allá. Las
pelanduscas de alto copete, antaño tan gordas, encanijan a ojos vistas, y las
amantes de los regalitos se marchitan en el oropel de sus viejos vestidos sin
disfrutar la gloria de haberse hecho construir una casa de varios pisos. Los
locales nocturnos, los restaurantes distinguidos, los cabarés para hijos de papá
han cerrado por falta de clientes y los mendigos proliferan, proliferan hasta
que desaparecen.
*****
Hablan de mis labios carnosos, que desearían morder;
de mis piernas, husos de seda interminables, que se imaginan abriendo vertiginosamente;
de mis caderas, que la magia del placer ensancha. Y se acarician sus koras[1]
o prorrumpen en toses para desahogar su excitación… O por lo menos eso creo yo.
En mi cabeza resuena un tintineo extraño y unos
circuitos se entrecruzan en mi cerebro. Estoy a punto de echarme a llorar. No
puedo pasar por alto el desprecio que les inspiro: es tan evidente que parece
impregnar la atmósfera. ¡Para ellos no soy más que una golfa! ¡Una furcia! Una
buscona de labios salaces y risas espumosas de la que sus sentidos no saciados
huyen como de la peste.
«Vaya, vaya», refunfuña uno; otro escupe; un tercero
masculla algo entre sus barbas y un calvo me mira de soslayo con aire ceñudo.
A la espera de unas lágrimas que no llegan, me quedo
inmóvil. Pasados unos segundos, una convulsión violenta sacude mi garganta: sólo
más tarde advierto que estoy gritando:
—¡Eso os molesta, eh, pandilla de hipócritas!
¡Vosotros ocultáis a vuestras mujeres con velos para
poder dominarlas mejor!
¡Malditos viciosos! ¡Asesinos! ¡Moralistas de mierda! —Y acto seguido me
bajo los pantalones y les enseño el culo—. ¡Este culo —les digo— es capaz de derribar
el gobierno de cualquier república! ¡Si quiero, con él puedo hacer que se abran
claros en el cielo o que llueva! ¡Puede gobernar el sol y los planetas! Eso es
una mujer de verdad, ¿lo pescáis?
¡El culo salva al mundo de grandes calamidades! Para
contener la corriente impetuosa de sus venas, empiezan a aplaudir. Me tachan de
loca para ocultar el ardor de su sangre. Yo siento lo mismo que ellos sienten
por mí. Sé lo que piensan, comprendo su actitud, pero como no la apruebo, vocifero
aún más fuerte, armo un escándalo de mil demonios. Ellos siguen aplaudiendo
porque soy peligrosa, me tachan de majara para preservar su supremacía, para
que nunca más resuciten las mujeres rebeldes, comedoras de sexo. Aplauden muertos
de miedo. Esperan así poder entregarse de nuevo al largo sueño del mundo.
*****
Ella se relaja, se abandona y, desde lo más profundo
de su garganta, la crispación de los sentidos sale expulsada. Y mientras por el
aire se expanden plegarias nasales, yo le saco un pecho y se lo mordisqueo.
Sus ropas caen con la suavidad de hojas de árboles
arrancadas por el viento. Su desnudez es como la del ser en el alba del primer día.
La empujo hacia el cuarto más cercano y le pido que se tumbe.
—¡Boca abajo! —le ordeno—. ¡Y abre bien los muslos! —Y
luego—: ¡De espaldas! ¡No, de rodillas!
Ella se somete. Obedecer es como su segunda naturaleza.
Sus nalgas, como boquiabiertas, transmiten una felicidad luminosa. Les doy unos
azotes, se estremecen como gelatina. Sumisa, Fatou permanece a la espera de lo
que sea.
Así es ella, todo lo acepta.
A unos pasos de distancia, Ousmane nos observa. Sus
venas palpitan. Con los ojos nublados de deseo, mira el vientre y los pechos de
su mujer con una intensidad dolorosa. Se le acerca y se acuclilla entre sus
muslos, le abre las piernas como la tormenta una puerta, se las echa por los hombros
y empieza a comérsela con voracidad. La manosea de arriba abajo, luego se
apresura a penetrarla a fin de convocar a sus bodas todas las potencias
oscuras, las de la tierra, el cielo, el aire y el agua.
Sus sexos se muestran a la luz. Sus cuerpos hacen
presa uno en el otro, se contorsionan, se funden. «Gracias, gracias por todo…»,
resopla él, sin dejar de espolearla. Vibran al unísono y su belleza inunda de
chispas azules todo el cuarto.
Una lluvia de flechas me atraviesa el vientre. Mis paredes
están húmedas y enteramente asediadas de deseo. Me derrito de gusto y paso a
integrarme en ese torbellino de sexos que alzan el vuelo.
Nuestras lenguas se enroscan, se lían, se miman hasta
extraer los últimos jugos de inhibición. Uno de los dos me acaricia, me abraza.
¿Fatou? ¿Ousmane? No lo sé. Quiero mi parte de éxtasis.
No creo en la comunión de los placeres, sino en su especificidad.
Dejo que la nave de la beatitud me lleve hacia las estrellas. Paso a través de
las grandes nubes y una miríada de flores de algodón entra en mi mente que, de
puro tenue, va eclipsándose hasta no ser más que una lucecita remota: el sexo
es más dulce para el alma que el amor de Dios.
*****
Es de noche.
En la oscuridad el paisaje parece resquebrajado como
la costra de una herida. En algunos patios hay faroles que titilan indicando a los
hombres sedientos de mujeres que se
trata de burdeles, a cuyas puertas se agolpan, urgidos por la necesidad de
evacuar su plétora de esperma, y aprovechan la oscuridad para restregarse unos
con otros y, como quien no quiere la cosa, masturbarse.
Cuando alguno de ellos entra en el santuario, los demás
lo siguen con la mirada pensando en las guarrerías que hará. ¿Va a atarla? ¿En
qué postura se la follará? ¿Por detrás? ¿A lo misionero? ¿O contra el marco de
la puerta? Y estas imaginaciones licenciosas turban sus semblantes.
Ese mundo de relaciones anárquicas me fascina. Me
pregunto de qué color, de qué textura serán sus sexos. El perfume salvaje de
estos pensamientos obscenos me envuelve y me pongo a sudar.
De pronto dos brazos me ciñen la cintura. Me doy la vuelta,
veo un gran mostacho. El hombre está tan embargado de deseo que su agua de colonia
parece desafiar a ese olor mareante a almendras tostadas que yo me conozco.
Tiene los ojos inyectados en sangre de pura excitación. Por el paquete de su
pantalón advierto que está a cien.
—¿Cuánto?
Sin apenas darme tiempo a contestar, el hombre se saca
el tulipán. Movida por una curiosidad perversa empiezo a tocárselo con delicada
morosidad. «Eso», resopla él. En sus ojos extraviados percibo su flaqueza, esa maleabilidad
de los hombres. Pero también que tengo un cuerpo de posibilidades insospechadas
con las que, en adelante, he de contar. Me siento infinitamente poderosa. Soy
la punta y el cabo, el principio y el fin de todo. Amago con hacerle una caricia
palatal y, poniendo boquita de piñón, echo mi aliento caliente sobre su túrgida
virilidad, cosa que lo vuelve loco. Por encima de su cuello rollizo le veo los
gruesos labios jadeantes. El hombre se impacienta, se exaspera, blande su verga
ante mis labios como un látigo.
—¡Cómetelo, rápido! —farfulla—. ¡Ahora mismo!
Abro la boca y, sin darme cuenta del todo, le pego un
mordisco. El hombre da tres brincos hacia atrás y, a la luz de una luna
perpleja, se pone a bailar de dolor, alejándose más y más… Su cólera desgarra
el silencio:
—¿Estás loca o qué? —dice fulminándome con la mirada—.
¿Qué te pasa, so zorra? ¡Me has hecho daño!
—¿Así me das las gracias? ¿Tú has visto como estabas?
Acabo de salvarte la vida. ¡Si no llego a calmar tu ardor, te da un ataque al
corazón!
—¡Menuda loca! Vete antes de que te mate.
Y al poco, en medio del sofoco de la ciudad, me invade
una dicha inefable. Siempre que causo dolor a alguien me estremece un placer inexplicable.
Doy brincos de alegría y palmadas como un niño en el recreo. Y haciendo cabriolas
vuelvo a casa de Ousmane. En cuanto franqueo el umbral, una sombra me sale al
paso: Fatou.
—Es hora de comer algo —me dice.
En el comedor la acribillo a preguntas, y ella, cada
vez que responde a una, abre los brazos como para acogerme por siempre jamás en
la humedad de sus axilas.
DESCARGAR LIBRO AQUÍ:
No hay comentarios:
Publicar un comentario