jueves, 4 de abril de 2019

Fanny Hill, primera novela pornográfica inglesa del siglo XIX - descargar libro



Por una vez al menos la literatura ha engendrado con Fanny Hill una obra en la que el libertinaje y la poesía se hallan tan unidos entre sí como alejados de la obscenidad y el mal gusto.

Novela escándalo, el libro de John Cleland (1703-1789), publicado hace más de doscientos años, sigue proclamando la perpetuidad de la gran escritura, ese resorte único a través del cual la vida y sus secretos, la sensualidad y la alegría, se transforman en ritos de la más elevada virtud. En efecto, para Fanny Hill, el sexo, raíz y vestíbulo de la santidad, no es sólo un espasmo del desenfreno, sino que representa lo que es por encima de todo: el arquetipo divino, el gran conocimiento, la respuesta de una incógnita que únicamente la belleza y el amor descubren y magnifican.

Es considerada como la primera prosa pornográfica inglesa, y la primera pornografía que usa la forma de novela. Es uno de los libros más perseguido y censurado de la historia, y se ha convertido en sinónimo de obscenidad.
Esta novela se ha adaptado múltiples veces en el cine, como en "Los burdeles de Paprika", de Tinto Brass.





Textos seleccionados de Fanny Hill de John Cleland

“Yo era alta, pero no demasiado para mi edad que, como os dije anteriormente era de apenas quince años; mi figura era esbelta y mi cintura fina, ligera y libre, sin deberle nada al corsé; mis cabellos eran de un brillante color castaño rojizo y caían junto a mi cuello en bucles suaves como la seda, ayudando no poco a destacar la blancura de una piel lisa; mi cara era demasiado rubicunda aunque de rasgos delicados y óvalo suave, salvo donde mi barbilla se dividía, con un efecto nada desagradable; mis ojos eran tan negros como imaginarse pueda, más lánguidos que brillantes, excepto en ciertas ocasiones, en que me han dicho que despiden fuego con facilidad; mis dientes, que siempre había preservado cuidadosamente, eran pequeños, blancos e iguales; mi pecho se alzaba con gracia y se podía distinguir más la promesa que el tamaño real de los senos redondos y firmes, promesa que se cumplió poco después. En una palabra, yo tenía todos los detalles de belleza que se exigen generalmente o, al menos mi vanidad me impide contrariar la decisión de nuestros soberanos jueces, los hombres, y a que todos los que conocí, por lo menos, se pronunciaron en mi favor y he conocido, en mi propio sexo, personas que me hicieron justicia, mientras otras me alabaron sin sospecharlo, al tratar de criticar detalles de mi persona y mi figura que eran obviamente excelentes. Reconozco que me alabo con demasiada fuerza pero, ¿no sería ingrata con la naturaleza y con unas formas a las que debo tantas bendiciones del placer y la fortuna si suprimiera, afectando modestia, la mención de dones tan valiosos?”

*****
Hasta ahora, la corrupción de mi inocencia sólo se debía a las chicas de la casa; sus lascivas conversaciones en que la modestia estaba lejos de ser respetada, las descripciones de sus encuentros con hombres, me habían dado un tolerable conocimiento de la naturaleza y los misterios de su profesión, al tiempo que provocaban un cosquilleo de sangre caliente y florida por todas mis venas; pero por encima de todo mi compañera de cama, Phoebe, cuya alumna directa era, apuró sus talentos para darme los primeros matices del placer, mientras la naturaleza, estimulada y desenfrenada con tan interesantes descubrimientos, padecía una curiosidad que Phoebe avivaba arteramente: llevándome de pregunta en pregunta con sus sugerencias, me explicó todos los misterios de Venus. Pero no podía quedarme mucho tiempo en una casa como ésa sin ser testigo presencial de más de lo que podía imaginar por sus descripciones.

Un día a eso de las doce, habiéndome recuperado completamente de mi fiebre, me encontraba en el gabinete de la señora Brown desde hacía media hora, descansando en la cama turca de la doncella, cuando oí un crujido en la alcoba, separada del gabinete solamente por dos puertas en cuyos cristales había unas cortinas de damasco amarillo, no tan cerradas como para evitar que una persona, desde el gabinete, pudiese ver toda la habitación.

Inmediatamente me deslicé suavemente y me coloqué de forma tal que, viendo todo minuciosamente, no podía ser vista y ¿quién entró, sino la venerable madre Abadesa en persona? Fue introducida por un joven granadero de caballería alto y musculoso, moldeado en el estilo Hércules; en una palabra, el elegido por la dama de más experiencia en todo Londres en esos asuntos”.

*****
“El joven caballero fue la primera persona que vi, dándome la espalda y contemplando una estampa. Polly aún no había llegado, pero en menos de un minuto se abrió la puerta y entró; al sentir el ruido de la puerta él se volvió y se acercó a recibirla con un aire de gran ternura y satisfacción.
Después de saludarla, la condujo hasta un diván que había frente a nosotras donde ambos se sentaron y el joven genovés le sirvió un vaso de vino y unos bizcochos napolitanos en una bandeja.

Finalmente, después de intercambiar unos besos y preguntas en un inglés vacilante por una de las partes, él comenzó a desabotonarse y rápidamente se desvistió, quedando en camisa.

Como si ésa hubiese sido la señal para quitarse todas las ropas, un plan que se veía favorecido por el calor reinante, Polly comenzó a quitarse los alfileres y como no tenía corsé, en un instante quedó en camisa, gracias a la oficiosa ayuda de su galán.

Cuando él vio eso, sus calzones quedaron inmediatamente desatados en la cintura y las rodillas y se deslizaron sobre sus tobillos; el cuello de su camisa también fue desabotonado; luego, besando alentadoramente a Polly robó, como si dijéramos, la camisa de la joven que estando —supongo— habituada y familiarizada con sus humores se sonrojó, pero menos que y o, cuando la vi completamente desnuda, tal como había salido de manos de la naturaleza, con sus cabellos negros sueltos y flotando alrededor de su deslumbrante cuello blanco y sus hombros, mientras el encarnado profundo de sus mejillas se transformaba gradualmente en nieve, porque tales eran los tonos y el brillo de su piel.

Esta joven no podía tener más de dieciocho años: su cara era dulce y regular, sus formas exquisitas; no pude dejar de envidiar sus maduros y encantadores pechos, maravillosamente llenos, pero tan redondos y tan firmes que se sostenían burlándose de cualquier corsé; luego sus pezones, que apuntaban en direcciones diferentes, marcaban una deliciosa separación. Por debajo, el delicioso trecho del estómago terminaba en una hendedura difícil de distinguir que, modestamente, parecía retirarse hacia abajo y buscar refugio entre dos muslos carnosos y redondos; los pelos rizados que cubrían su delicioso frente la vestían con la más rica marta cebellina del universo. En una palabra, era, evidentemente, un tema para que los pintores le rogaran que posara, y delinearan la belleza femenina en todo el orgullo y la pompa de la desnudez.

El joven italiano (aún en camisa) la contemplaba, transportado por la visión de unas bellezas que podrían haber enardecido a un ermitaño moribundo; sus ojos ansiosos la devoraban mientras ella cambiaba de actitud según sus deseos; sus manos no se veían excluidas de su parte de la fiesta, sino que vagabundeaban a la búsqueda del placer sobre cada pulgada de su cuerpo, tan bien calificado para proporcionar las más exquisitas sensaciones.

Mientras tanto, no pude evitar la observación del bulto que había en la parte delantera de la camisa del joven, que sobresalía y mostraba el estado en que estaban las cosas detrás del telón; rápidamente se la quitó, deslizándola sobre su cabeza y ahora, en cuanto a desnudez, no tenían nada que reprocharse recíprocamente”.



*****
Mientras tanto, el campeón de cabeza roja del muchacho, que hacía poco había salido del pozo domado y confuso, se había recuperado hasta una condición inmejorable y estaba gallardo y empenachado entre los muslos de Polly que, por su parte, no dejaba de mimarlo y mantenerlo de buen humor, acariciándolo y hasta recibiendo su extremo aterciopelado entre los labios que no le correspondían; y o no podía saber si lo hacía para procurarse un placer o para volverlo más voluble y facilitar su entrada, pero tuvo un efecto tal que el joven caballero pareció, por el brillo de sus ojos, que resplandecían con más esplendor en su rostro arrebolado, recibir un aumento en su placer. Se puso de pie y tomando a Polly en sus brazos la abrazó y dijo algo en voz demasiado baja para poder oírlo, llevándola entonces hasta el extremo del diván y deleitándose en castigar sus muslos y su trasero con ese rígido vergajo suyo que los golpeaba gracias al impulso que le daba con la mano y los hacía resonar, sin lastimarla más de lo que se proponía, y a que ella parecía encontrar en ello un gusto tan juguetón como él.

Pero imaginad mi sorpresa cuando vi a ese joven pícaro y holgazán acostarse boca arriba y tirar de Polly hasta colocarla encima suyo; ésta, cediendo a su humor, lo montó y con las manos condujo a su favorita ciega hacia el sitio adecuado y, siguiendo su impulso se apoyó directamente sobre la punta llameante del arma del placer en la que se empaló, por la que fue atravesada y clavada en toda su envergadura; de este modo quedó sentada unos instantes sobre él, disfrutando y saboreando su situación, mientras él jugaba con sus provocadores pechos. A veces, Polly se inclinaba para recibir sus besos, pero finalmente el aguijón del placer los impulsó a acciones más fieras: entonces comenzó la tempestad de subidas y bajadas que, para el combatiente más bajo eran, arremetidas, al tiempo que cruzaba las manos sobre ella y la acercaba a él con dulce violencia: los invertidos golpes del martillo sobre el yunque trajeron prontamente el momento crítico, en el que todos los signos de una conspiración conjunta para el éxtasis nos informaron del punto en que se hallaban”.

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