martes, 7 de mayo de 2019

El jardín de las delicias (II) – Marco Denevi

Los amores digitales
Helena de Troya
Después de haber sido rescatada, Helena la de Troya le aconsejaba a Menelao, su marido: “Si quieres castigar a Paris por haberme raptado, está bien, cástralo. Se lo merece. Pero ojo: si vas a castrarlo, no te equivoques y córtale los dedos de las manos. Yo sé por qué te lo digo”.

Modestia
Amazona herida
Cuando las amazonas le reprochaban por conceder sus favores a cualquier hombre, Antíope, entornando los párpados, se defendía:
“Qué quieren que haga, si no soy más que una mujer”.
El adulterio delatado
Venus
Vulcano supo que Venus le ponía los cuernos con Adonis porque, cada vez que él elogiaba la incomparable belleza del mancebo, ella, de golpe furiosa, chillaba:
“Francamente, no sé qué le ves de lindo a ese chiquilín estúpido y arrogante. Yo no lo soporto”.
Las inocentes victimas  de los caprichos divinos
Leda con el cisne
Muy bien: Zeus se transforma en cisne.
El largo cuello flexible y sedoso se introduce en el sexo de Leda y picotea en el centro mismo del placer. Leda goza como dicen que gozaba Venus cuando la montó el caballo de Piritoo. Después el cisne desaparece.
¿Nadie se pregunta cuál fue el destino de aquella pobre muchacha?
Murió despedazada por cisnes rabiosos a los que pretendía obligar a que repitiesen la proeza del dios.
Erosión
Narra Filoctetes que, paseándose por los caminos de Tracia, país proclive a la lujuria, observó que las estatuas del dios Príapo estaban mutiladas en sus partes pudendas. Preguntó a los hombres por qué habían cometido esa terrible profanación, que podía acarrearles algún castigo del dios.
Los hombres respondieron:
“Al contrario, nos colma con sus bendiciones. En otros tiempos las estatuas lucían un falo colosal, adornado con flores y con frutos. Pero la devoción de nuestras mujeres poco a poco fue haciendo desaparecer esos formidables cipotes”.
Filoctetes apunta, como al descuido, que las estatuas eran de bronce, de mármol o de piedra granítica.
Una viuda inconsolable
Famoso por los ornamentos de su entrepierna fue Protesilao, marido de Laodamia. Cada vez que hurgaba en las entrañas de su consorte con aquella temible púa, Laodamia sufría un éxtasis tan profundo que había que despertarla a cachetazos, cosa que de todos modos no se conseguía sino después de varias horas de bofetadas.
Entonces, al volver en sí, murmuraba:
¡Ingrato! ¿Por qué me hiciste regresar de los Campos Elíseos?”.
Como parece inevitable entre los griegos, Protesilao murió en la guerra de Troya.
Laodamia, desesperada, buscando mitigar el dolor de la viudez, llamó a Forbos, un joven artista de complexión robusta, y le encargó esculpir una estatua de Protesilao de tamaño natural, desnudo y con los atributos de la virilidad en toda su gloria. Laodamia le recomendó: “Fíjate en lo que haces, porque mi marido no tenía nada que envidiarle a Príapo”.
Cuando la estatua estuvo terminada, la llorosa viuda la vio y frunció el ceño. “Idiota”, le dijo a Forbos en un tono de cólera, “exageraste las proporciones. ¿Cómo podré, así, consolarme?”
Forbos, humildemente, le contestó: “Perdóname. Es que no conocí a tu marido, por lo que me tomé a mí mismo como modelo”.
Laodamia, siempre furiosa, destrozó a martillazos la estatua y después se casó con Forbos.
Necrofilia
Cuenta el mitólogo Patulio: “Al regreso de la guerra contra los mirmidones, Barión sorprendió a su mujer, Casiomea, en brazos de un mozalbete llamado Cástor.
Ahí mismo estranguló al intruso y luego arrojó el cadáver al mar. Noches después, estando Barión deleitándose con Casiomea, se le apareció en la alcoba Cástor, pálido como lo que era, un muerto, y lo conminó a ir al templo de Plutón en Trézene y sacrificarle dos machos cabríos para expiar su crimen. Barión, aterrado y no menos pálido, obedeció.
Mientras tanto el fantasma de Cástor reanudaba sus amores con Casiomea, quien no se atrevió a negarle nada a un ser venido del otro mundo.
Varias veces Barión debió ceder su lecho al cuerpo astral de Cástor sin una protesta, porque el joven lo amenazaba, si se resistía, con llevarlo con él a la tenebrosa región del Infierno”.
El mitólogo Patulio agrega que Cástor tenía un hermano gemelo, de nombre Pólux, pero de este Pólux nada dice.
Excesos del pudor
Orgulloso de la belleza de su mujer, el rey Candaulo hizo entrar en la alcoba matrimonial a Giges, su favorito, para que viese a la reina desnuda y lo envidiase. Giges la vio y, en efecto, la envidia le nubló los ojos.
La reina, sin perder su aire altivo (cosa nada fácil cuando se está sin ropa), se plantó frente a Giges y le arrojó a la cara esta verdad: “Una mujer decente sólo se muestra desnuda delante de su marido”. Entonces Giges mató a Candaulo, se casó con la reina y ocupó el trono.
Mote justo
A cierta Herminia la apodaba Democracia porque, según decían los vecinos, en su vientre se juntaba todo el pueblo.
Decadencia
La Esfinge (cuerpo de león, rostro y pechos de mujer) les planteaba a los caminantes un acertijo y, como no atinaban a descifrarlo, los devoraba. Fue Edipo quien la venció.
Apenas el monstruo le hizo la inextricable pregunta: “¿Quién es el único animal con tres patas?”, él respondió: “Yo”, y se alzó la clámide para demostrar que no mentía.
Muda de rabia, otros sostienen que de admiración, la Esfinge nunca más recobró la voz y pasó el resto de sus días como una de las tantas curiosidades y rarezas que el dueño de un circo ambulante exhibía a los pasmados espectadores.
Lamento de una mujer generosa
¡Mezquina naturaleza, que sólo me concediste tres orificios para complacer al hombre que amo!
La memoria, esa incomodidad
Eneas
Se encontraron por un capricho del azar. No se conocían, pero les bastó mirarse para caer fulminados por lo que en Sicilia llaman el rayo del amor. Sin pronunciar una palabra corrieron al lecho (al de ella, que estaba siempre pronto) y se lanzaron el uno contra el otro como los pugilistas en el gimnasio.
A la mañana siguiente fue Eneas el primero que despertó. Decidido a proseguir su viaje por el Mediterráneo, e incapaz de abandonar a una mujer sin una explicación, le dejó sobre la mesita de luz un papel en el que escribió con sublime laconismo: “¡Desdichada, lo sé todo! Adiós”.
Y se fue, la conciencia tranquila y el ánimo templado.
Varias horas después Dido abrió los ojos, todavía lánguida de placer, vio la esquela y la leyó. “¿Qué es lo que sabe de mí, si ni siquiera le revelé mi nombre?”, se preguntó, estupefacta.
Por las dudas comenzó a pasar revista a su pasado, hasta que experimentó tanta vergüenza que se bebió un frasco íntegro de vitriolo.
Fidelidad
Calististágora
Finalizada la Odisea, que había durado veinte años, el feroz guerrero Drímaco regresó a su hogar y allí se pilló una rabieta porque su mujer, mientras tanto, había tenido, según un mito recogido por el poeta Calistágoras, veinte hijos.
Pero ella le explicó: habiéndole suplicado a Eros poder quedar embarazada con sólo pensar en el marido ausente, el dios le había concedido esa gracia.
“Si no tuve más hijos”, agregó, “no es porque haya dejado de pensar en ti todo el tiempo sino porque cada embarazo me llevó nueve meses y aún diez”.
Según Calistágoras, las malas lenguas murmuraban que, de no ser así, habría podido parir siete mil hijos.
El falo mágico
Psique, una púdica joven de dieciséis años, fue obligada por sus progenitores a casarse con Heros, un viejo impotente aunque muy rico.
Para disimular su desfallecimiento de verga, Heros usaba un falo artificial que le había construido la maga Calipigia a cambio de una gruesa suma de dinero. Como la alcoba matrimonial, por orden del anciano, permanecía siempre a oscuras, Psique jamás se enteró del ardid. Parecía satisfecha y redoblaba con su esposo los transportes de la pasión. Cuando quedó embarazada, Heros debió tragarse la ira, pero no podía ocultar un semblante sombrío cada vez que lo felicitaban por su tardía paternidad.
La maga Calipigia lo llevó a un aparte y le dijo: “¿Por qué pone esa cara? ¿Quiere que la gente murmure? Vamos, quítese de la cabeza la idea de que Psique lo ha engañado con otro hombre. Lo que ocurre es que el falo que le vendí posee, entre otras virtudes, la facultad de la procreación. No se lo dije antes de estar segura de que Psique era fértil. Ahora que lo sé se lo digo. Entre nosotros ¿no merezco alguna recompensa adicional?”.
Y lo miró con expresión severa.
Heros recobró o hizo como que recobraba el buen ánimo y volvió a entregarle a Calipigia una considerable suma de dinero. Tan mágico era aquel falo que Psique tuvo siete hijos: dos morenos, dos rubios y tres pelirrojos.
La verdad sobre Medusa Gorgona
Anterior a la escritura, el mito depende de la memoria de los hombres. Pero la memoria de los hombres es frágil y colma los agujeros del olvido con imposturas fantasiosas.
Así es como Medusa, una especie de Cenicienta, terminó transformada en un monstruo. Mi paciente investigación le devolverá ahora sus verdaderos rasgos.
Eran tres hermanas, las Gorgonas. Dos de ellas, Esternis y Euríale, compensaban su irrebatible fealdad con un carácter perverso, disimulado tras una máscara benévola. Envidiosas de la belleza de Medusa, la menor, no le permitían salir a la calle porque, según propalaron por toda la ciudad, petrificaba a los hombres con sólo mirarlos en los ojos.
Algunas personas expresaron sus dudas.
“Ah, no nos creen'”, gimoteó Euríale retorciéndose las manos, “vengan a casa y se convencerán”.
Sin que Medusa se enterase, porque estaba ocupada barriendo, fregando y remendando, las dos malignas mostraban a los visitantes una estatua de piedra:
“¿Ven? Así quedó su último pretendiente”.
Y ponían un rostro compungido: “¡Se dan cuenta, qué desgracia nos ha caído encima!”.
Una tarde Esternis y Euríales salieron a hacer compras y olvidaron cerrar la puerta con llave. La cuestión es que Medusa pudo, por primera vez, asomarse y echar un vistazo a la calle. Inmediatamente la calle quedó desierta: todos habían huido a esconderse y a espiar por los intersticios de puertas y ventanas o a través de cerraduras, de catalejos y de cristales ahumados. Admiraron la belleza de Medusa, pero el poder maléfico de sus ojos les infundía tal pánico que no se atrevieron ni a moverse.
Entonces, por uno de los extremos de la calle, avanzó Perseo, desnudo. Acababa de naufragar su navío y él venía a pedir socorro. Se maravilló de no ver a nadie, como si la ciudad estuviese deshabitada. Golpeó en una puerta y en otra, pero no le abrieron. Siguió caminando y llegó frente a la casa de las Gorgonas.
Se detuvo.
Los que espiaban se estremecieron, pensaron: “Pobre joven, tan guapo y se convertirá en piedra”.
Reconstruyamos la escena: Medusa, sentada en el umbral; Perseo, de pie, desnudo. Ella es hermosísima y púdica; él es apuesto y ardiente.
Ambos son jóvenes. Ella no se atreve a alzar los párpados. El se esponja en las dilataciones del amor. Ella, adivinando que algo sucede, mira por fin los pies de Perseo, las pantorrillas musculosas, los muslos estupendos. Los que espían, tiemblan: “Un poco más”, se dicen, “y ese buen mozo será granito”.
Pues bien: Medusa levanta un poco más la mirada y la petrificación ocurre.
Perseo se quedó diez años a vivir en casa de las Gorgonas. Para felicidad de Medusa y desdicha de sus dos hermanas, durante aquellos diez años él anduvo con el miembro viril hecho piedra dura y no había forma de que se le ablandase. De esta portentosa demostración de amor conyugal derivó la mala fama de Medusa que ha llegado hasta nuestros días.
Como tratar a las mujeres parlanchinas
El fauno Marsilio fue llevado por su mujer ante el dios Pan bajo la acusación de forzarla a practicar prolongados coitos bucales. El se defendió: “Es la única manera de que esta charlatana deje de hablar todo el tiempo”. Pan falló en favor de Marsilio.
Llanto y luto
La diosa Ceres descendió rauda a la Tierra y entró como una tromba en la casa de su hija Proserpina:
¡Descocada! Ayer enterraste a tu marido y hoy recibes la visita de otro hombre!
Proserpina no se inmutó:
-Hoy. Pero ayer le prohibí la entrada.
Ingenuidad
Clístenes
Tespio tenía cincuenta hijos gemelos, tan parecidos entre sí que no había manera de identificarlos. El mayor, Clístenes, viajó a la gran ciudad de Tebas, ahí conoció a una joven llamada Filis, se enamoró perdidamente de ella y la pidió a sus padres en matrimonio. Los padres consintieron, no sin advertirle a Clístenes que Filis había sido educada en los rigores de la castidad y que nada sabía de las prácticas amorosas. ‘Beberá tenerle un poco de paciencia”, añadió la madre, “pero con el tiempo aprenderá”.
Para alardear de su potencia viril y, de paso, apresurar la educación de aquella inexperta, Clístenes ideó un plan: la noche de bodas satisfizo por siete veces consecutivas el débito conyugal y después abandonó la alcoba con el pretexto de ir a beber un vaso de agua. Entonces sus cuarenta y nueve hermanos fueron reemplazándolo, uno por vez, en las funciones de marido. Filis creyó que era siempre Clístenes el que entraba y salía, de modo que a todos los acogió con entusiasmo.
Al amanecer, Clístenes se dispuso a dormir. Filis rezongó malhumorada: “Vaya, te duermes. Si en la noche de bodas te muestras tan remolón, lindo porvenir el mío”. Clístenes huyó a Macedonia, donde se hizo sacerdote de Vesta.
Tormento de un marido engañado
Palacio real de Tebas. Medianoche. Alcmena, desvelada, mira el cielo raso del dormitorio. Su marido, Anfitrión, anda lejos, guerreando con el enemigo de turno.
Lenta, silenciosa, la puerta se abre y aparece Anfitrión. Bien, no es Anfitrión, es Júpiter que ha tomado la figura de Anfitrión. En ayunas de la superchería, Alcmena se levanta, corre a abrazarlo.
-¡Has vuelto! Señal de que terminó la guerra.
-La guerra no terminó -dice él mientras se despoja del uniforme-. Me tomé unas horas de licencia para estar contigo. Pero al amanecer debo irme.
-¡Qué gentil eres! –gorjea Alcmena. -Basta de conversación. Vayamos a la cama.
Júpiter es un dios, el más libertino de todos y el más sabio en cuestiones amatorias. Cuando a la madrugada se despide, Alcmena no lo saluda porque todavía boga, sonámbula, por el río de la voluptuosidad.
Se comprende que el verdadero Anfitrión, a su regreso, sufra: por más que se empeñe en complacer a Alcmena, ella tendrá el rostro siempre crispado en un rictus de nostalgia y de melancolía.
Cualquier otra mujer, en su lugar, se habría mostrado exigente y después desdeñosa, y recordando los esplendores de la noche jupiterina le habría gritado finalmente a Anfitrión: “Ya veo. Se te agotó pronto el vigor”.
Pero Alcmena es una criatura delicada y honesta que hasta el fin de sus días atormentará a Anfitrión con aquel triste semblante de esposa defraudada.
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