viernes, 31 de mayo de 2019

Mi tío Oswald - Roald Dahl - descargar libro



Este libro recoge una época particularmente desenfrenada de la vida del legendario tío Oswald, millonario, esteta, “bon vivant” y un Don Juan infatigable, cuya vida amatoria deja en pañales a la del mismísimo Casanova. El tío Oswald es “el mayor fornicador de todos los tiempos”, afirma su sobrino y transcriptor de sus Diarios.

Muy joven empieza a amasar su fabulosa fortuna: con polvo de escarabajo sudanés inventa unas píldoras de extraordinarias virtudes afrodisíacas, funda un banco de esperma y, en compañía de la excitante Yasmin, parte en busca de celebridades cuyo semen congelado será adquirido a precio de oro por acaudaladas clientas, ansiosas de tener retoños con pedigree.

En este peculiar safari, las aventuras picarescas, a veces escabrosas, otras delirantes, se suceden a un ritmo trepidante. Yasmin, armada con las infalibles píldoras, seduce a Stravinsky, Renoir, Picasso, Nijinski, Joyce, Freud, Einstein, Conan Doyle, Proust y a una apreciable colección de testas coronadas.


Me encanta retozar.

Diario de Oswald, Vol. XIV

1

Empiezo a sentir, una vez más, el impulso de saludar a mi tío Oswald. Me refiero, naturalmente, al difunto Oswald Hendry ks Cornelius, connaisseur, bon vivant, coleccionista de arañas, escorpiones y bastones, amante de la ópera, experto en porcelana china, seductor de mujeres, y casi sin duda el mayor fornicador de todos los tiempos. Todos los demás famosos aspirantes a este título quedan reducidos al ridículo cuando se contrasta su historial con el de mi tío Oswald. Especialmente el pobre Casanova, que sale de la comparación reducido a poco más que un hombre con un órgano sexual gravemente atrofiado.

Han pasado quince años desde que, en 1964, hice público un primer y breve extracto de los diarios de Oswald. En aquella ocasión me tomé la molestia de seleccionar un fragmento que no ofendiera a nadie, y ese episodio concreto era —seguramente usted lector lo recuerda— una inofensiva y bastante frívola descripción de un coito entre mi tío y cierta leprosa en el desierto del Sinaí.

Hasta aquí no pasó nada. Pero esperé otros diez años (1974) antes de arriesgarme a facilitar un segundo extracto. Y también entonces tuve buen cuidado de elegir algo que fuera, al menos desde el punto de vista de los niveles de Oswald, lo más adecuado posible para ser leído por cualquier vicario en la escuela dominical de una parroquia de aldea. Este otro relataba el descubrimiento de un perfume tan potente, que cualquier hombre que lo oliese en una mujer era incapaz de refrenar el deseo de violarla allí mismo.

La publicación de esta pequeña trivialidad no provocó ningún tipo de litigio digno de consideración. Pero hubo muchas repercusiones de otras clases. 

Encontré de repente mi buzón atestado de cartas de cientos de lectoras que clamaban por una gota del perfume mágico de mi tío. También me escribieron haciéndome la misma petición innumerables hombres, entre los que se encontraban un desagradable dictador africano, un ministro de un gobierno británico de izquierdas y un cardenal de la Santa Sede. Un príncipe de Arabia Saudí me ofreció una enorme suma en moneda suiza, y un hombre de traje oscuro que pertenecía a la Central Inteligence Agency norteamericana me visitó una tarde con una valija diplomática repleta de billetes de cien dólares. El perfume de Oswald, me dijo, podía ser utilizado para comprometer prácticamente a todos los estadistas y diplomáticos rusos de primera línea, y los suyos querían comprarme la fórmula. Por desgracia, no tenía una sola gota de tan mágico líquido que vender, de modo que el asunto terminó ahí.

Hoy, cinco años después de la publicación de esa historia del perfume, he decidido autorizar la publicación de otro breve episodio de la vida de mi tío. La parte que he seleccionado procede del Volumen XX, escrito en 1938, cuando Oswald tenía cuarenta y tres años de edad y se encontraba en la plenitud de la vida. En éste se mencionan muchos nombres famosos, y existe evidentemente un grave riesgo de que sus familiares y amigos se sientan ofendidos ante algunas de las cosas que dice Oswald. Desearía suplicar a quienes se encuentren en esa situación que sean indulgentes conmigo y que comprendan que no me impulsan más que los motivos más puros. Porque se trata de un documento de considerable importancia científica e histórica. Sería una tragedia que no llegase nunca a ver la luz.

Aquí sigue, pues, un extracto del Volumen XX del Diario de Oswald
Hendry ks Cornelius, tal como lo escribió él, palabra por palabra:

Londres, julio de 1938

Acabo de regresar de una satisfactoria visita a la fábrica Lagonda, en Staines. W. O. Bentley me ha ofrecido un almuerzo (salmón del Usk y una botella de Montrachet) y hemos hablado de los accesorios extras para mi nuevo V 12. Me ha prometido un bloque de bocinas que tocarán Son gia mille e tre de Mozart, a la escala exacta. Alguno podrá pensar que esto no es más que simple ostentación infantil, pero me servirá para recordar, cada vez que pulse el botón, que para entonces el bueno de Don Giovanni ya había desflorado 1003 rollizas damiselas españolas. Le he dicho a Bentley que tapice los asientos con piel de caimán de grano fino, y que el salpicadero esté chapado con madera de tejo. ¿Por qué de tejo? Simplemente porque prefiero el color y los nudos del tejo inglés a los de cualquier otra madera.

Pero, qué tipo tan notable es este W. O. Bentley. Y qué logro tan magnífico por parte de Lagonda conseguir sus servicios. En cierto modo resulta triste que este hombre, tras diseñar y dar su nombre a uno de los mejores coches del mundo, se vea forzado a abandonar su empresa para caer en brazos de la competencia. Este hecho ha supuesto, sin embargo, que los nuevos Lagonda sean ahora incomparables, y y o al menos no querría ningún otro coche. Pero éste no me va a salir barato. Me está costando más miles de libras de los que jamás pensé que fuera posible pagar por un automóvil.

Pero, ¿a quién le preocupa el dinero? A mí no, porque siempre me ha sobrado. Gané mis primeras cien mil libras cuando tenía diecisiete años y posteriormente ganaría muchas más. Ahora que digo esto, se me ocurre que a todo lo largo de este diario nunca he contado cómo llegué a convertirme en un hombre rico.

Quizás ha llegado el momento de que lo haga. Creo que sí, pues aunque este diario ha sido concebido como una historia del arte de la seducción y los placeres del sexo, no estaría completo si no mencionara también alguna referencia al arte de ganar dinero y los placeres reservados para quien lo ha ganado.

Muy bien, pues. Al final me he convencido a mí mismo. Pasaré inmediatamente a contar algunos detalles de cómo me dispuse a ganar dinero.

Pero por si acaso hubiera alguien que sintiera la tentación de saltarse esta parte para pasar a cuestiones más jugosas, permítaseme asegurar que estas páginas rezumarán también mucho jugo. No podía ser de otro modo.

La riqueza abundante, si no es heredada, se adquiere generalmente por uno de estos cuatro métodos: mediante embustes, talento, inspiración en el juicio o suerte. En mi caso fue una combinación de los cuatro. Escuchen con atención y entenderán lo que quiero decir.

En 1912, cuando apenas acababa de cumplir los diecisiete años, me concedieron una beca para estudiar ciencias naturales en el Trinity College de la Universidad de Cambridge. Era un jovencito precoz y había aprobado mi examen un año antes de lo acostumbrado. Esto significaba que debería esperar doce meses porque en Cambridge no me admitirían hasta que cumpliese dieciocho años. En consecuencia mi padre decidió que ocupara este intervalo en Francia para aprender el idioma. Yo por mi parte confiaba aprender mucho más que el idioma en ese país tan espléndido. Por aquel entonces y o y a le había cogido el gusto a las calaveradas y al puterío entre las debutantes londinenses.

Aunque empezaba a aburrirme un poco entre estas jóvenes inglesas. Decidí que eran un hatajo de sosas, y estaba impaciente por sembrar unos cuantos celemines de avena silvestre en tierras extranjeras. Especialmente en Francia.

Había recibido informaciones dignas de crédito según las cuales las hembras de París conocían un par de cosas sobre el acto de acostarse que sus primas de Londres ni siquiera soñaban. En Inglaterra, según se rumoreaba, la copulación se encontraba todavía en pañales.

La tarde anterior al día de mi partida hacia Francia, di una pequeña recepción en nuestra residencia familiar de Chey ne Walk. Mi padre y mi madre habían salido a las siete en punto para cenar fuera y dejarme así la casa para mí solo.

Había invitado a una docena aproximadamente de amigos de uno y otro sexo, todos más o menos de mi edad, y a eso de las nueve y a estábamos sentados sosteniendo una agradable conversación, bebiendo vino y consumiendo un excelente cordero hervido con dumplings[1] cuando sonó el timbre de la puerta.

Fui a ver quién era, y me encontré con un hombre de mediana edad, de enorme bigote y tez de color magenta que llevaba una maleta de piel de cerdo. Se presentó diciendo que era el comandante Grout, y me preguntó por mi padre. Le dije que había salido a cenar fuera.

—Santo cielo —dijo el comandante Grout—. Me había invitado a pasar aquí una temporada. Soy un viejo amigo suyo.

—Mi padre debe haberlo olvidado —contesté—. Lo siento muchísimo. Será mejor que pase.

Bien, no podía dejar al pobre comandante abandonado en el estudio y leyendo el Punch mientras nosotros celebrábamos una fiesta en la habitación de al lado, de modo que le pregunté si no le importaría unirse a nosotros. Dijo que no le importaba, que le encantaría unirse a nosotros. Así que entró, con su bigote y todo lo demás, y se convirtió en un radiante viejo mozo que supo adaptarse perfectamente a la reunión a pesar de que triplicaba en años al mayor de los demás. Se lanzó sobre el cordero y liquidó una botella de clarete en los primeros quince minutos.

—Excelentes vituallas —dijo—. ¿Hay más vino?

Abrí otra botella para él, y todos nos quedamos contemplando con cierta admiración la rapidez con que vació también esta otra. Sus mejillas estaban pasando rápidamente del magenta a un púrpura muy intenso y daba la sensación de que de su nariz fuesen a brotar llamas de un momento a otro. Cuando y a mediaba la tercera botella empezó a desinhibirse. Estaba destinado, nos dijo, en el Sudán anglo-egipcio y había regresado de permiso. 

Su labor tenía algo que ver con el Servicio Sudanés de Irrigación, que era un trabajo muy acalorado y arduo. Pero fascinante. Divertidísimo, sabéis, decía. Y nos dijo que la morisma no creaba problemas con tal de que uno tuviera siempre a mano el látigo.

Nos sentamos a su alrededor, escuchándole, muy intrigados ante aquella criatura de rostro purpúreo procedente de lejanas tierras.

—Gran país, el Sudán —dijo—. Es enorme. Es remoto. Está lleno de  misterios y secretos. ¿Queréis que os cuente alguno de los grandes secretos del Sudán?

—Nos gustaría muchísimo, señor —le contestamos—. Hágalo, por favor.

—Uno de sus grandes secretos —dijo, tras verter garganta abajo el contenido de otro vaso de vino—, un secreto que solamente conocemos algunos veteranos como yo y los aborígenes, es cierto pequeño ser que se llama escarabajo vesicante sudanés o, por decirlo con exactitud, el cantharis vesicatoria sudanii. No se trata exactamente de un escarabajo común, pues tiene alas y participa tanto de la naturaleza del escarabajo como de la mosca, y tiene una longitud de un centímetro y medio. Es muy bonito, y tiene un brillante caparazón verde-dorado.

—¿Por qué es tan secreto? —le preguntamos.

—Estos pequeños insectos —dijo el comandante— se encuentran solamente en una zona del Sudán. Es una comarca de unos cincuenta kilómetros cuadrados, al norte de Jartum, en la que crece un árbol llamado hashab. Las hojas del hashab son el alimento de estos insectos. Hay hombres que se pasan la vida entera buscándolos. Les llaman cazadores de escarabajos. Son aborígenes de vista especialmente aguda, que saben todo lo que hay que saber acerca de los nidos y las costumbres de estas pequeñas bestias. Y cuando atrapan a una, la matan, la secan al sol y la machacan hasta convertirla en polvo fino. Este polvo es muy apreciado por los aborígenes, que generalmente lo conservan en unas cajitas afiligranadas especiales para estos polvos. Las que pertenecen a los jefes de las tribus suelen ser de plata.

—Pero, ¿qué hacen con este polvo? —quisimos saber.

—Lo importante no es lo que ellos hacen con ese polvo —dijo el comandante

— sino lo que ese polvo les hace a ellos. Una porción extraordinariamente minúscula de ese polvo es el afrodisíaco más poderoso del mundo.

—¡La cantárida! —gritó alguien—. ¡Es la cantárida!

—Bueno, no exactamente —dijo el comandante—, pero estás en la pista adecuada. La cantárida común se encuentra en España y en el sur de Italia. La que yo digo es sudanesa y, aunque pertenece a la misma familia, se trata de un bicho completamente distinto. Tiene un poder aproximadamente diez veces mayor que la cantárida española. La reacción que produce ese bichejo sudanés resulta tan increíblemente brutal, que es peligrosa incluso utilizada en dosis mínimas.

—Y ¿ellos la utilizan?

—Dios santo, sí. Todos los moros de Jartum y de la zona al norte de la capital utilizan ese polvo. Los blancos, los que están enterados de su existencia, no suelen atreverse, por la magnitud del peligro.

—Y usted, ¿lo ha utilizado? —preguntó alguien.
El comandante levantó los ojos hacia quien le interrogaba y esbozó una ligera sonrisa bajo su enorme bigote.

—Dentro de un momento trataremos de esa cuestión, ¿te parece? —dijo.

—¿Cuáles son exactamente sus efectos? —preguntó una de las chicas.

—¡Dios mío —exclamó el comandante—, qué efectos! Se te enciende una hoguera en los genitales. Al mismo tiempo es un afrodisíaco violento y un irritante enérgico. No solamente te pone incontrolablemente cachondo sino que también te garantiza una enorme y prolongada erección. ¿Podrías conseguirme otro vaso de vino, muchacho?

Me apresuré en busca de más vino. Mis invitados se habían quedado repentinamente muy quietos. Todas las chicas estaban mirando al comandante, extasiadas e inmóviles, con unos ojos brillantes como estrellas. Los chicos las miraban, pendientes de su reacción ante tan repentinas indiscreciones. Volví a llenar el vaso del comandante.

—Tu padre siempre ha tenido una bodega decente. Y también buenos cigarros 

—dijo mirándome expectante.

—¿Quiere usted un cigarro?

—Muy agradable de tu parte.

Fui al comedor y tomé la caja de Montecristos de mi padre. El comandante se guardó uno en el bolsillo mientras se metía otro entre sus labios.

—Ahora, si queréis —prosiguió—, os contaré la historia de lo que me pasó a mí con el escarabajo vesicante.

—Cuéntela —dijimos—. Cuéntela, señor.

—Creo que esta historia os gustará —se sacó el cigarro de la boca y cortó el extremo con la uña del pulgar—. ¿Quién tiene una cerilla?

Le encendí el cigarro. Nubes de humo envolvieron su cabeza, y a través del humo veíamos su cara borrosa, pero oscura y suave como una fruta enorme y purpúrea, casi pasada de tan madura.

—Un atardecer —empezó—, estaba sentado en la galería de mi casa, que se encontraba en el interior del país a unos sesenta y cinco kilómetros de Jartum; hacía un calor infernal y yo había tenido una dura jornada. Estaba tomándome un whisky fuerte con soda. Era el primero de aquella tarde y me había recostado en la hamaca con los pies apoyados en la pequeña balaustrada que cercaba toda la galería. Notaba cómo el whisky golpeaba las paredes de mi estómago y os juro que, al final de un largo día en un clima salvaje, no hay mejor sensación que la que notas cuando un whisky fuerte sacude tu estómago y se te mete por las venas. Poco después, entré en casa, me preparé una segunda copa, y salí de nuevo a la galería. Me tendí en la hamaca. Tenía la camisa empapada de sudor pero estaba demasiado cansado para ducharme. 

De repente, me quedé rígido de pies a cabeza. Estaba a punto de llevar el vaso de whisky a mis labios cuando la mano se me quedó congelada, literalmente congelada a mitad del movimiento, y allí se me quedó, con los dedos aferrando el vaso. No podía moverme. No podía ni hablar. Intenté llamar a mi criado para pedirle ayuda, pero no pude. Rigor mortis. Parálisis. Todo mi cuerpo se había petrificado.

—¿Se asustó usted? —preguntó alguien.

—Claro que me asusté —dijo el comandante—. Estaba condenadamente aterrado, sobre todo porque me encontraba en pleno Sudán, a miles de kilómetros de todas partes. Pero la parálisis no duró mucho tiempo. Un minuto, quizás dos.

En realidad no lo sé. Pero cuando volví en mí por así decirlo, lo primero que noté fue una sensación ardiente en la zona de la ingle.

« Caramba —me dije—, ¿qué es lo que está pasando aquí?» Pero lo que estaba pasando era bastante evidente. La actividad dentro de mis pantalones empezaba a ser francamente violenta y a los pocos segundos mi miembro estaba tan tieso y erecto como el palo mayor de una goleta.

—¿Qué quiere decir « el miembro» ? —preguntó una chica que se llamaba Gwendoline.

—Imagino que lo irás comprendiendo a medida que avancemos, encanto — dijo el comandante.

—Prosiga, comandante —le apremiamos—. ¿Qué pasó luego?

—Entonces empezó a latir.

—¿Qué es lo que empezó a latir? —le preguntó Gwendoline.

—Mi miembro —explicó el comandante—. Podía notar a todo lo largo de mi miembro cada uno de los latidos de mi corazón. Latía y vibraba terriblemente, y estaba tan tenso como un globo. ¿Habéis visto esos globos largos en forma de salchicha que suelen darles a los niños en las fiestas? Me acordé de ellos, y a cada latido de mi corazón me daba la misma sensación que si alguien estuviera hinchándolo con más aire y me fuese a estallar de un momento a otro.

El comandante bebió un poco de vino. Luego contempló la ceniza de su cigarro. Nosotros permanecíamos sentados, muy silenciosos y atentos.

—De modo que intenté naturalmente averiguar qué podía haber ocurrido — prosiguió—. Miré el vaso de whisky. Estaba en donde siempre lo dejaba, encima de la pequeña balaustrada pintada de blanco que cercaba la galería. Entonces mi ojo se desplazó hacia arriba, al techo de la casa, al borde del techo, y de repente, ¡presto!, ¡y a estaba! No había ninguna duda sobre lo que había ocurrido.

—¿Qué? —dijimos nosotros, todos a la vez.

—Un gran escarabajo vesicante, que estaba dando un paseo vespertino por el techo, se había aventurado demasiado cerca del borde y se había caído.

—¡Justo en su vaso de whisky ! —exclamamos.

—Exactamente —dijo el comandante—. Y yo, loco de sed a causa del calor, me lo había tragado sin darme cuenta.

La chica que se llamaba Gwendoline miraba al comandante con los ojos muy abiertos.

—Sinceramente, no entiendo por qué armar tanto jaleo —dijo—. Un escarabajo tan chiquitín no puede hacerle ningún daño a nadie.

—Querida chiquilla —dijo el comandante—, el polvo que resulta de machacar el cuerpo muerto de un escarabajo vesicante recibe el nombre de cantaridina. 

Es el nombre farmacéutico. La variedad sudanesa se llama cantaridina sudanii.

Y esta cantaridina sudanii es absolutamente mortal. La dosis máxima que puede consumir un ser humano sin riesgo, si es que existe tal dosis, es de un mínimo. Un mínimo es una sexagésima parte de una onza fluida.

Suponiendo que me hubiese tragado un escarabajo vesicante adulto, acababa de ingerir Dios sabe cuántos cientos de veces la dosis máxima.

—¡Santo Dios! —exclamamos—. ¡Santo Dios!

—Al cabo de un momento los latidos eran tan tremendos que todo mi cuerpo se estremecía —dijo el comandante.

—¿Quiere decir que tenía jaqueca? —dijo Gwendoline.

—No —replicó el comandante.

—¿Qué pasó luego? —le preguntamos.

—Mi miembro —dijo el comandante— era ahora como una barra de hierro al rojo vivo que me abrasaba el cuerpo. Salté de mi hamaca, me metí corriendo en el coche y conduje como un loco hasta el hospital más próximo, que estaba en Jartum. Llegué allí en treinta minutos, ni uno más. Estaba tan aterrorizado que no podía ni tirarme un pedo.

—Vamos a ver, espere un momento —dijo aquella pobre criatura de
Gwendoline—. No le sigo del todo. ¿Por qué tenía usted exactamente tanto miedo?

Qué chica tan horrible. Jamás hubiese debido invitarla. En esta ocasión el comandante, con gran dignidad, supo ignorarla por completo.

—Me lancé dentro del hospital —prosiguió— y localicé la sala de urgencias, donde había un médico inglés cosiendo la herida de una cuchillada a no sé quién.

« ¡Mire esto!», grité, sacándolo y agitándolo ante sus ojos.

—¿Puede decirme, por Dios, qué era lo que agitaba ante sus ojos? —preguntó la terrible Gwendoline.

—Cierra el pico, Gwendoline —dije.

—Gracias —dijo el comandante—. El doctor dejó de coser y se quedó mirando el objeto que yo sostenía ante él con cierta alarma. Le conté rápidamente lo ocurrido. Su rostro se ensombreció. Me informó que no había ningún antídoto para el escarabajo vesicante. Mi situación era grave. Pero afirmó que haría cuanto pudiera. Así que me hicieron un lavado de estómago, me metieron en cama y envolvieron mi pobre miembro palpitante con hielo.

—¿Quién lo hizo? —preguntó alguien.

—Una enfermera —contestó el comandante—. Una joven enfermera escocesa. Trajo el hielo en pequeñas bolsas de caucho que fijó con un vendaje.

—¿No se le congeló?

—Es imposible congelar una cosa que está prácticamente al rojo vivo —dijo el comandante.

—¿Qué pasó después?

—Me cambiaron el hielo cada tres horas, de día y de noche.

—¿Quién, la enfermera escocesa?

—Lo hacían por turnos. Varias enfermeras.

—¡Santo Dios!

—No empezó a bajar hasta dos semanas más tarde.

—¡Dos semanas! —dije yo—. ¿Se encontró usted bien luego? ¿Está usted bien ahora?

El comandante sonrió y tomó otro sorbo de vino:

—Me conmueve profundamente tu preocupación —comentó—. Eres evidentemente un joven que sabe muy bien qué es lo primero en esta vida, y qué es lo que va después. Creo que llegarás lejos.

—Gracias, señor —dije—. Pero, ¿qué pasó al final?

—Quedé inactivo durante seis meses —dijo el comandante con una sonrisa llena de tristeza—, pero en Sudán eso no es grave. Ya que te interesa, te diré que ahora me encuentro perfectamente repuesto. Mi recuperación fue milagrosa.

Esa fue la historia que el comandante Grout nos contó en la fiesta que di la víspera de mi partida hacia Francia. Una historia que me hizo reflexionar. Me hizo pensar mucho. De hecho, aquella misma noche, mientras permanecía tumbado en la cama con todas mis maletas preparadas en mi habitación, empecé a urdir un plan atrevidísimo. Digo « atrevidísimo» porque, ¡por todos los santos!, era francamente atrevido teniendo en cuenta que en aquel entonces yo tenía sólo diecisiete años. Ahora, cuando echo la mirada hacia atrás, me descubro ante mí mismo por haber sido capaz de idear ese plan. Y a la mañana siguiente, ya había tomado una determinación.




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