miércoles, 22 de mayo de 2019

Tu nombre escrito en el agua (primera parte) - Irene González Frei - descargar libro



Para Marina que, de todos los personajes de esta historia, es el único cuyo nombre no he tenido el valor de cambiar

Mi propia existencia, si tuviera que escribirla, tendría que ser reconstruida desde fuera, penosamente, como la de otra persona. (Marguerite Yourcenar: Memorias de Adriano)

Imaginemos que el cristal es tenue como una gasa, y que así podemos pasar a través de él.
(Lewis Carroll, A través del espejo)

Primera parte

Dondequiera que estés ahora, Marina, no debes pensar que te he olvidado. Aún conservo fragmentos de nuestro amor vertiginoso entre las grietas del dolor y el desconsuelo. Aún tiembla mi cuerpo al recuerdo de tus manos suaves, y el silencio tiene la voz de tu voz, cada imagen rescatada por la memoria es un poco de vida para mis ojos, que ya no son nada sin los tuyos.

Fuimos más que Sofia y Marina, yo fui tú y lo seré nuevamente.

Por las noches me visitas en sueños, y odio el sol porque nos separa, porque te aleja de mi. Te perdí una vez, y te pierdo cada mañana en que la luz me muestra la inmensidad de tu ausencia. Y ahora que ya es tarde para vivir, quiero hallar tu nombre y tu rostro en los espejos vacíos, tus rasgos que eran iguales a los míos, tan iguales como ni siquiera los de una hermana gemela pueden serlo, quiero apresar de nuevo la mirada del agua que se contempla en Narciso, pero sólo encuentro voces secretas, recuerdos, sombras. Encuentro el olor del paraíso y las cenizas de la gloria.

Tenía dos mujeres para él, Marina y yo, atadas la una a la otra, cara a cara, desnudas, a su entera disposición. No podía desaprovechar la oportunidad. Atravesó la habitación, a grandes pasos, y le perdí de vista.

Ignorábamos qué iba a pasar. Yo estaba debajo, de espaldas a la cama, y tenía a Marina sobre mí. Sentí en mi pulso el palpitar del suyo. Unas correas de cuero sujetaban mi muñeca izquierda a su muñeca derecha, mi muñeca derecha a su muñeca izquierda, doblemente esposadas. El nos había atado también por los tobillos. De modo que estábamos como quien va a ser descuartizado o como cuando hacíamos el amor, amor: con las piernas abiertas y los brazos en alto. Cada parte de mi cuerpo se correspondía con su exacto reverso, el cuerpo de Marina, desde las piernas hasta las manos.

Probé a incorporarme, aunque el peso de ella me aplastaba contra el colchón, y entonces caí en la cuenta de que no podía moverme más que unos pocos centímetros. Las ligaduras de las muñecas y los tobillos habían sido a su vez fijadas a la cama. No había alternativa; debíamos permanecer en esa posición el tiempo que a él le apeteciera. Otra vez, pensé, otra vez, pero ahora no estoy sola.

Busqué los labios de Marina, los encontré detrás de un jadeo leve y entrecortado, uní a ellos los míos. No percibí inmediatamente la humedad de su boca. Antes sentí el sabor excitante e inconfundible de su lápiz de labios. Lo saboreé, recorriendo con la lengua la suave superficie del labio superior desde la comisura hasta el centro, y luego el otro lado, y el labio inferior. Al paso de mi lengua iban apareciendo esas pequeñas grietas verticales que el maquillaje cubría. Su boca estuvo entonces tan húmeda como la mía y resbalamos juntas en nuestro beso, que también sabía a sangre. Me miró, sus ojos negros clavados en los míos, y esa mirada fue la señal de que nuestro amor nos unía más allá de cualquier circunstancia.

Abrí la boca para recibir su lengua, la primera lengua de mujer que se había introducido jamás en mi boca de mujer, la primera y la única en cruzar el confm que me separaba de la pasión más intensa de mi vida, en acariciar las líneas irregulares de mi paladar y jugar en las cumbres y los desfiladeros de mis dientes antes de remontar el curso de las encías. Ella hundió su pubis para que yo sintiese el calor ahora inalcanzable de su sexo apretado a mi sexo, y yo llené de aire mis pulmones para que mis pechos le transmitieran a los suyos el placer que me procuraba tenerla sobre mi, pese a todo. Entrecruzamos los dedos de las manos. El contacto era perfecto, como en nuestro amor y en los espejos. Habíamos logrado abstraernos del mundo circundante para subir a la isla de nuestra unión en medio de las tempestades de ese océano incierto que nos estaba esperando; no éramos sino nuestro beso y su pubis y las manos enlazadas y mis pechos.

-Sofia... -murmuró ella; me fue difícil reconocer su voz; era un simple rumor sin timbre y sin fuerzas-. Sofía, te quiero -entonces sí la dulzura característica de su voz consiguió abrirse paso para llegar hasta mí.

-Y yo te quiero a ti -le dije, y volví a besarla: el agua de nuestra boca expresaba más que nuestras voces.

Su pulso se aceleró. Intenté acortar aún más la distancia que separaba nuestros coños alzando la pelvis.

En ese momento, él regresó. Estaba desnudo, ahora. La polla le colgaba fláccida e inerte como un miembro atrofiado. Había ido a beber una copa, lo supe después, cuando me echó encima su aliento. Las costillas se le marcaban claramente bajo la piel. No logré comprender el significado de la expresión de su rostro. Apoyó las rodillas sobre la cama y nos contempló largamente, como si él tampoco supiera qué iba a suceder en los siguientes instantes. Al cabo extendió su mano firme y la apoyó sobre la nuca de Marina. Temí que fuera a ahorcarla. En lugar de eso, la acarició una larga caricia, lenta y extasiada a lo largo de la espalda. Ladeé la cabeza para observarle a través del resquicio que se abría entre mi brazo y el de Marina, bajo las axilas. Ahora le estaba acariciando las nalgas, pero muy pronto su mano siguió bajando, la cara exterior de los muslos, las corvas, las pantorrillas, esa prominencia combada y tersa que yo también había acariciado, tantas veces.

Entonces sentí la punta de sus dedos sobre mí, aferrando a la vez mi tobillo y la correa que me inmovilizaba. Permanecimos los tres expectantes,- confundiendo nuestros jadeos de deseo y de temor. Luego, él reemprendió la marcha de su mano en sentido inverso, volvió a subir, tocándonos a las dos al mismo tiempo, las pantorrillas, las corvas, llegaría, no iba a detenerse, la cara interior de los muslos; y llegó, en efecto; el coño, el mío y el de Marina, húmedos desde nuestro contacto anterior y nuestro beso, calientes como sus dedos, dos coños para él, uno encima del otro, para su mano que subía y bajaba de canto, se abría paso entre los labios y alcanzaba la carne más lisa y delicada.

Me introdujo un dedo, muy despacio, era el índice, y una vez hubo llegado hasta el fondo, presionó hacia arriba. De manera que comprendí que le había hecho lo mismo a Marina, pero con el pulgar, porque sentí la *opresión de su vientre que descendía contra mi vientre que subía, los dedos de él que buscaban encontrarse a través del obstáculo de nuestros cuerpos.

Marina extendió su lengua y me lamió detrás de la oreja. Volvi a mirarla, para que me besara otra vez. Nada más rozarse nuestros labiosl él cogió a Marina por los cabellos y le levantó la cabeza. Esta vez, no fue violento con ella.

-No -dijo-, nada de besos entre vosotras. Hoy soy yo quien impone las reglas.

Se puso de pie. Noté que su polla ya estaba tiesa. Rebuscó en el armario, cogió dos pañuelos y con ellos nos amordazó. Los anudó firmemente sobre nuestras bocas abiertas. Fue en ese momento cuando olí el alcohol de su aliento. Nos había quitado el consuelo mutuo del beso, pero no podía robarnos la calma de la mirada; y aunque nos hubiese vendado los ojos, de todas maneras yo habría sabido comunicarme con Marina. Percibía los latidos de su corazón sobre el costado derecho de mi pecho, sus resuellos en busca de aire, el sudor de su palma contra la mía, el vello erizado rozando mi piel. Estábamos atadas como si fuéramos una sola persona, y lo éramos. Mordí el pañuelo, pero mis mandíbulas no alcanzaron a cerrarse por completo.

El permaneció en pie unos instantes. Con los cinco dedos de la mano derecha rodeó su sexo y se empezó a masturbar, mientras controlaba la resistencia de las ligaduras con la mano izquierda. Luego, sin dejar de magrearse, volvió a apoyar las rodillas sobre la cama, entre mis piernas abiertas, entre las piernas abiertas de Marina. Le separó las nalgas y se inclinó sobre ella. Sin duda tenía ante su vista el estrecho orificio del ano; lo lamió, lo cubrió de saliva, pude sentirla, se derramaba sobre mi coño en gruesas gotas cálidas. Luego soltó la polla y posó ambas manos sobre Marina, una sobre cada nalga. Las separó y entre ellas colocó su sexo. Pensé que iba a penetrarla, aunque no fue así. Se limitó a cerrar las nalgas de ella con su sexo en medio y se contoneó, arriba y abajo.

Pero eso no era bastante para él. Se apartó del culo de Marina y volvió a lamerlo. Luego se mojó los dedos en la boca y los pasó sobre mi culo, humedeciéndome hacia arriba, hacia el coño; sentí el cosquilleo de los pelos que se me pegaban a la piel. Volvió a mojarse los dedos y ahora no me mojó externamente, sino que introdujo uno de ellos en la abertura de mi ano, sin detenerse ante mis muecas de dolor, hasta el fondo. Después lo extrajo y se dispuso a follamos.

Vi que los ojos de Marina se cerraban por un momento y luego volvían a mirarme. Era la primera vez que un hombre la iba a penetrar. Mucho habíamos hablado al respecto, mucho habíamos planificado también, y ahora estaba a punto de suceder.

El calzó sus manos bajo mis muslos, muy arriba, casi sobre las nalgas, y me levantó unos veinte centímetros. En ese movimiento, mi clítoris chocó contra el pubis de Marina y allí se quedó, en vilo, obteniendo un goce inesperado. Entonces la carne ardiente de su polla me penetró por el culo, abriéndose paso despaciosamente, rompiendo las resistencias de mis músculos contraídos. Fue un dolor intolerable, tuve que doblar las rodillas cuanto pude, que no fue mucho, dejando caer las piernas de Marina entre las mías, de otro modo su polla terminaría por desbaratarme el recto. Fue un dolor intolerable, al principio; pero luego, cuando la tuve toda dentro, sentí un fuerte alivio. Rogué que no la sacara, que no la sacara nunca, porque sabía que el sufrimiento regresaría en cuanto su sexo saliese de mí, me voltearía como a un guante, arrastraría consigo mi piel seca e irritada. Y sin embargo lo hizo. Tras dos o tres embestidas que se me hundieron en las entrañas, él extrajo su polla de sopetón y fue en busca del coño de Marina. Empujó mis muslos hacia abajo, a fin de ponemos a la altura justa. Ella estrechó aún más su mano contra la mía y por la presión de sus dedos pude advertir el exacto momento en que él la penetró. Había sucedido, finalmente.

Sin soltar mis muslos, él nos sacudió a las dos, para que nos agitáramos sobre su polla. Estiré otra vez las piernas. Las ligaduras empezaban a lastimarme la piel de los tobillos. Pero él no lo notó, o no le importó. Quería seguir con su juego, con las dos mujeres para él y los cuatro orificios esperándole. Salió del coño de Marina, se irguió sobre su cuerpo, cubriéndola como una sombra, y la folló por el culo, ella soltó un gemido ahogado por la mordaza y entonces la presión de su mano me dolió más que las correas contra mis miembros, pero no protesté, me gustaba ser su consuelo, el último recurso de su desesperación, el arbusto en la pared del precipicio para que se sujetara a mí antes de la caída definitiva. Y sus ojos, que no dejaban de mirarme, se llenaron de lágrimas.

Dos cuerpos me aplastaban ahora y me faltaba el aire.

Entonces él pasó a mi coño, y luego otra vez al ano de Marina, y al coño de Marina, y a mi ano, sucesivamente, cada vez más aprisa, sin orden ni ritmo ciertos. Me izaba y me descolgaba, colocándonos a su antojo, en tanto él mismo caía de rodillas o se enderezaba para buscar el mejor ángulo de penetración, saltaba de un orificio a otro como si pisase piedras dispersas para atravesar un arroyo, quería demorarse, retrasar el momento de alcanzar la otra orilla, así que volvía sobre las mismas piedras, avanzaba y regresaba, un ano, Marina, un coño, yo, hasta que ya no pudo contenerse más, llegó a la margen opuesta, estaba dentro de mí y empezó a temblar, en mi ano, sentí el remolino caliente en mí interior, sus espasmos, la embestida final hasta la base de su polla y el fondo de mi recto, y me soltó las nalgas, se derrumbó sobre mí y sobre Marina mientras se corría, sin extraer su sexo aún, gozando de las sacudidas últimas de su orgasmo, extinguiéndose paulatinamente, y por entre la sonrisa húmeda de su boca satisfecha profirió un insulto y nos maldijo.

El día en que vi a Marina por primera vez, numerosos presagios me habían anunciado que mi vida estaba a punto de cambiar. Parecían puras casualidades, pero fueron creando en mí la oscura intuición de un acontecimiento extraordinario. La primera señal me la dio un sueño. Yo me hallaba ante los portales de una catedral desierta, desde cuyo interior una voz desconocida me llamaba con insistencia. Entré. Dos filas de columnas idénticas conducían hacia una luz enceguecedora.

Con la lógica peculiar de los sueños, en ese momento yo sabía a ciencia cierta que esa luz y la voz que me nombraba eran una misma cosa. Mientras andaba en dirección a ella, la luz se desvanecía para transformarse en un espejo, que me devolvía una imagen perfecta de mí misma. Estaba pasando a través de él, como si fuera una puerta, cuando desperté, llena de una felicidad inexplicable. ¿Cómo iba a imaginar que estaba ante el anuncio de mi encuentro con Marina? Yo, como cualquier otra persona, era lo bastante vanidosa para considerarme única. La posibilidad de que existiera mi doble, alguien perfectamente igual a mí, me era por completo ajena, y mucho más, desde luego, la idea de que Regaría a verla, a besarla, a enamorarme de ella. Aún aletargada, extendí las manos para palpar mi propia imagen, que suponía todavía delante de mí. Pero sólo toqué el cuerpo dormido de Santiago, quien se revolvió entre las sábanas y me abrazó. Mi respiración agitada debió de alarmarle.

-¿Qué pasa, Sofia? -preguntó con voz pastosa-. ¿Has tenido una pesadilla?

No respondí. Noté que apretaba contra mí su sexo, completamente tieso. Salté de la cama y fui a la cocina a tientas, con pasos lentos e indecisos. Temía pasar ante un espejo y que se rompiera el hechizo del sueño, encontrar un cristal trasparente que no devolviera mi imagen. No eran más de las seis. La noche empezaba a amarillear en el cielo del alba. Me costaba regresar a la vigilia.

Permanecí en pie ante la ventana de la cocina, mirando la ciudad dormida, a esas horas inciertas en que la eterna batalla entre la claridad y las tinieblas se halla en equilibrio perfecto. Antes de casarme con Santiago, el amanecer era mi hora preferida. Es el momento más indiscreto del día, cuando se cruzan las primeras gentes que van a trabajar con aquellos que aún no se han acostado, los «ya» y los «todavía» despiertos, y es entonces cuando los curas, los albañiles, los porteros y las modistas andan codo a codo con las putas, los borrachos, los travestis y los chorizos. Es el momento en que Madrid se ve más bonito, como si no lo hubiera tocado nadie nunca, como si te perteneciese, aun si eres forastera como yo; te promete una vida distinta y mejor. Pero el sucederse irreversible de las horas te irá arrancando las ilusiones una a una, con una potencia arrolladora, y regresarás al ámbito de la rutina, a la red de costumbres consoladoras. Hasta que ello suceda, sin embargo, la mañana será una aventura y un riesgo, un azar inefable donde cualquier cosa es posible.

El sueño de la catedral, aunque no era erótico, me había dejado en todo el cuerpo un deseo indefinible. Estaba casi desnuda, descalza, y bastaba el roce más ligero, una mano sobre el muslo, el brazo encima de los pechos, un labio contra el otro, para provocarme un cálido temblor que me recorría la espina dorsal y me llegaba hasta las vísceras. Quise apartar de mí esa urgente sensualidad. Lo mejor era regresar a la cama, despertar a Santiago, restregarme contra él para reconocer los signos indudables de su virilidad, chupársela, esperar con las piernas abiertas las embestidas de su sexo en el mío, hundir mi incertidumbre bajo el peso de su carne desnuda y olvidar mi sueño para siempre. Pero no me moví. Algo en mi interior, tan misterioso como la voz luminosa del sueño, me lo impidió, y seguí contemplando la ciudad a través de la ventana. , Imperceptiblemente, comencé a acariciarme. Al principio, fueron unos movimientos involuntarios, lentos, meros esbozos que aumentaron mi deseo poco a poco, a la manera en que la aurora inminente se cernía sobre el mundo. Luego, sin embargo, mis caricias cobraron un frenesí deliberado y el aliento de mis propios jadeos me excitaba aún más, como mi mano en mis pechos, en mi vientre, apartando las bragas y hurgando en mi pubis tibio y anhelante. Me interrumpí de golpe. Un escrúpulo inédito me detuvo, impidiendo dar rienda suelta a mi placer. ¿Es posible, me dije, que nadie a excepción de mí misma sea capaz de producirme una satisfacción plena, que sólo mi cuerpo tenga la forma de mis deseos?

Pero en ese preciso instante el sol asomó entre las azoteas, abriendo un surco resplandeciente a través del espacio, iluminándome con su luz aún inmaculada, y mi cara apareció ante mí como en un sueño, reflejada en el cristal de la ventana, cercada por mis cabellos oscuros pero bañada de claridad, y sonreí, y vi mi sonrisa calma sobre la tenue figura del cristal, y mi desenfreno no encontró más escollos, y me hallé otra vez en el sueño.

Con las piernas abiertas, de puntillas, casi en volandas, como tratando de elevarme más allá de mí misma y de mi propio placer feroz, puse la mano sobre mi sexo ya libre, mis dedos se abrieron camino por el vello tibio contra las bragas, se demoraron en el clítoris, en los labios, buscaron el atajo hacia las simas del coño, dentro, dentro, dentro, escurriéndose entre ambos flancos del mismo modo en que se avanza por entre dos filas de columnas iguales, en busca del estanque manso sobre el cual se mirará Narciso, en busca del centro del centro de mi ser arrasado por tormentas confusas de deseo y premonición, sintiendo como en los sueños que mis dedos eran mis dedos y también eran otra cosa, algo mucho más hondo y feliz y verdadero, y en mi sexo las tormentas eran mi imagen en el cristal, desarmada de dicha, y mi propio cuerpo desnudo agitado en mí y en el reflejo, el reflejo que me sublevaba contra mi suerte y me llevaba al gozo más alto, donde son posibles las auroras y las tempestades, las manos mías y ajenas, las putas y los sacerdotes, mi beso sobre mi beso en el cristal, los espejos, la luz y las tinieblas, el aliento de mi jadeo silencioso, mi sexo amado y amante, la aurora, el centro del centro, los presagios, mis pechos en el fuego de mis propios pechos y los espejos, y el amor de dos cuerpos idénticos que llegan a la vez a un único orgasmo.

Los presagios siguieron acosándome ese día. Me eché encima un vestido ligero, me calcé a toda prisa un par de zapatos bajos y salí a la calle sin advertirle a Santiago. Desayuné en un bar café con leche y churros calientes. Disponía de más de una hora libre antes del trabajo, de modo que me dispuse a esperar, como un conspirador que acecha a su próxima víctima. La mañana se me figuraba mía, sólo mía, y quería sentirla en la piel, aún estremecida por la memoria de mi placer a un tiempo doble y solitario. Era una memoria de mi cuerpo, mucho más intensa y profunda que cualquier entelequia urdida por la inteligencia.

El sol nuevo centelleaba en el agua sobre la acera, donde una mujer soñolienta fregaba ante el portal de un edificio. Sus movimientos tenían algo de sublime, y me parecía que detrás de ellos, y del resplandor en el agua, y de las ansias de mi cuerpo, se escondía un fugitivo signo, cuyo sentido podía ser esencial para entender qué diablos me estaba pasando. Me sentía como hechizada, a un pelo de dar el salto que me proporcionaría la clave y lo explicaría todo; un salto que debía realizar con mi cuerpo estremecido, ya libre del peso de toda idea, y con nada más.

El prodigio se rompió. -Señorita, oiga. ¡Señorita! -me decía un tipo a mi lado.

Tardé en mirarle. Parpadeé y volví a malas penas al mundo corriente. El tipo tendría cincuenta años bien llevados. Lucía una lacia cabellera negra, grasienta y sucia. Vestía un temo gris, muy ajustado, quizá con el objeto de dar la impresión de que no había ropa suficiente para contener sus músculos. No era mal parecido, pero encima de los pómulos prominentes y la nariz afilada, sus ojos vidriosos te advertían que no te convenía darle demasiada confianza.

-Debe usted andar con mucho cuidado -anadió, empalagosamente; luego bajó la voz-: Hay demasiados individuos peligrosos hoy en día.

Me señaló a un viejecito visiblemente mareado, que cabeceaba de sueño en una esquina del bar: el sol le había cogido en plena borrachera; ni se había dado por enterado de que le tenían por un posible agresor, un criminal salvaje. Su única actividad era hipar con brincos indolentes.

-Si me permitiera usted acompañarla... -dijo el tipo.

-No, no se lo permito -respondí. Me dirigí a la puerta, y él me cogió del brazo. -¡Suélteme! -dije. -No olvide lo que le he dicho. -Suélteme -repetí.

-De acuerdo, como diga usted. -Me soltó-. Pero tenga mucho cuidado.

Salí del bar y vagué por las calles, procurando recuperar el instante de la revelación inminente, pero fue en vano. El esfuerzo de la conciencia me alejaba cada vez más de mis propias emociones. Una brisa fresca soplaba en ráfagas lentas. Estábamos a principios de mayo y comenzaba a hacer calor. A esas horas, sin embargo, el rigor del sol aún no se sentía.

Por Semana Santa, Santiago y yo habíamos ido a Santander; nada más llegar, había empezado a llover a cántaros. Y mientras estuvimos allí siguió’ lloviendo casi sin interrupción; pero ello no impidió que Santiago se entregara a su terca costumbre de echar fotos a tontas y a locas, pese a que los resultados solían ser completamente decepcionantes. Sus fotografias eran siempre borrosas, torpes, mal encuadradas, movidas.

Decidí pasar a recoger las fotos de aquel viaje. La dependienta me las había prometido para esa mañana. El estilo inconfundible de Santiago se veía en cada imagen; me había cortado la cabeza y las piernas, y retratado con la cámara inclinada, de espaldas y de lejos. Su habitual incompetencia esta vez bordeaba el milagro: ¿cómo se explica, si no, que el mar, dilatado e imponente, haya acabado siempre desenfocado? Pero, mira por dónde, las fotos tenían otro problema, que no era de achacar a Santiago, sino al revelado de los carretes o al azar. De las dos únicas fotografías en que aparecía yo sola en primer plano, habla una copia idéntica. Entre las fotos desdibujadas de la playa vacía, el cielo nublado y el mar encrespado, ahí estaba mi propia imagen duplicada. Estudié los negativos, pero el fenómeno se manifestaba solamente en las copias y no en la película. La dependienta no supo darme razones. A las nueve menos cinco, llegué a la galería.

Encendí las luces, me senté ante mi escritorio. Los cuadros me atisbaban desde las paredes como fantasmas imperfectos, aprisionados en la cárcel de un rectángulo de madera. La exposición era de Manolo Díaz Mendoza, un joven pintor abstracto, pero las imprecisas figuras cobraban formas bosquejadas por mi imaginación. Extendí ante mí las dos fotos duplicadas. Las contemplé. Se me antojó que no mostraban el lado oscuro de mi vida, sino el lado visible: el único existente; como si me revelaran que yo era un ser esencialmente incompleto, una mera fachada.

Sonó el teléfono. Era Santiago. -¿Estás bien? -preguntó. -Perfectamente. -¿Qué otra cosa podía responderle?-. ¿Por qué me lo preguntas?

-Porque te has ido sin despertarme. Te he esperado en casa hasta ahora; creí que volverías. -Su voz delataba el esfuerzo por no hacerme reproches. Desde la muerte de Laura tenía que encogerse de hombros ante mis desplantes y aceptar a regañadientes mi taciturna reserva. Y le costaba mucho.

-No me pasa nada -dije. -Sofia -agregó-, te quiero. Permanecí en silencio. -¿Me has oído? -insistió. -Sí. Vaciló un momento, durante el cual pude oír sus bufidos al otro lado del hilo, y luego me propuso, con forzado entusiasmo:

-Si te apetece, podemos ir al cine esta noche. -No lo sé. -Piénsatelo. Nos vemos por la noche -dijo por último-. ¿Vale?

-Vale. -Colgué. Me lavé la cara, me preparé un café, guardé las fotos, llamé por teléfono a la dueña de la galería para informarle, como de costumbre, que no había nada nuevo que informar, atendí a los visitantes, procuré que la vida recobrara su cauce de tedio y certezas cuando entró Manolo, el pintor, con el último presagio que coronaba aquella mañana perturbadora.

-¿Recuerdas la historia de Orbaneja, el pintor de Ubeda?

-No. -¿No has ido al colegio, mujer? Es una historia que cuenta Cervantes en el Quijote.

-No la recuerdo -dije-. Si quieres contármela, venga. Si no, deja de preocuparte por mi memoria o mis estudios.

-Hostia, Sofia -me dijo Manolo; traía un paquete envuelto con hojas de periódico, al parecer un cuadro-, veo que te has levantado de mal humor. Ayer, en la inauguración, estabas radiante. Y en cambio hoy...

Manolo era un tipo de unos treinta y cinco años, con la cara muy blanca y los ojos hundidos, en tomo a los cuales destacaba la negra aureola de sus ojeras eternas. Solía pasar las noches en vela y no se acostaba nunca antes de las nueve de la mañana. No llevaba largos bigotes en punta, ni vestía ropas excéntricas, ni montaba alborotos cuidadosamente organizados, como se supone que deben hacer los pintores modernos. Vivía para su arte y era muy sensible y comprensivo. Ambos, creo, sospechábamos que de haber sido otras las circunstancias en que nos conocimos, hubiéramos podido amamos, quizá no de un modo desenfrenado, pero sí profundo. Y con esa tristeza que causan las posibles vidas no vividas, nos dábamos cuenta de que ya tal vez ni siquiera estábamos a tiempo de ser grandes amigos. Le juzgué en ese momento la persona más apropiada para escucharme. Quería desahogar mi desazón con alguien lo bastante alejado de mi vida como para no tener que rendirle cuentas en lo sucesivo de cada uno de mis actos. Daba igual que fuera hombre; ya no me quedaban amigas.

-Es que he tenido una mala noche -le dije para empezar mi confesión de un modo corriente.

Y le conté el sueño de la catedral. Manolo emblanqueció, se puso más pálido que nunca, si eso era posible. Rasgó los papeles que envolvían el paquete y me enseñó un cuadro. Era mi retrato. No se trataba de una pintura naturalista, no; la figura se veía incierta y veladamente. Como en un sueño. A los lados dos conjuntos convergentes de líneas verticales daban la impresión de ser filas de columnas.

-¿Cuándo lo has pintado? -balbuceé. -Anoche, al volver a casa. Enmudecimos, asustados por la coincidencia. Soy muy supersticiosa; cuando rozo zonas oscuras de lo sobrenatural, es decir, de lo que para mí lo es, prefiero hacerme la desentendida y evitar el asunto. Ya no me apetecía hablar de mí misma, así que cambié de tema:

-¿Qué haces despierto a estas horas? Para ti el mediodía es la madrugada.

-Es que me ha llamado una periodista -explicó con el desprecio arbitrario que empleaba siempre que se refería a las profesiones de ciertos individuos, como los psicoanalistas, los publicistas, los dentistas y, justamente, los periodistas---. Siempre me llama, siempre me está invitando a sitios horrorosos. Su casa, por ejemplo. Y anoche llamó tantas veces que creí que había sucedido una desgracia y acabé por contestar. Tú sabes que detesto el teléfono. ¡Y con razón! No hace más que traer enfados5 como el de esta periodista. -Su misantropía me hacía reír a carcajada tendida---. Me dijo que quería «hacerme unas preguntas» que le habían quedado pendientes de anoche, en la inauguración. ¿Y por qué regla de tres le han quedado pendientes, me lo quieres explicar tú?

-¿Y qué le has contestado? -Todo lo contrario de lo que pienso, adrede desde luego, como venganza -respondió-. Pero después no he vuelto a conciliar el sueño y aquí me ves.

-A mí también me ha quedado pendiente una pregunta -comenté.

-¡Válgame Dios! ¡Es una conspiración! -bromeó él; y luego, ofreciendo su pecho a proyectiles imaginarios, dijo-: Venga esa pregunta. Estoy resuelto a todo.

-¿Qué Pinta Cervantes en el cuadro? -Señalé el retrato.

-¡Es verdad! ¡Se me había olvidado! -exclamó Manolo.

-Es natural. Aún estás dormido. -Pues, verás, el caso es que Orbaneja, el pintor de Ubeda -explicó-, era tan mal artista que si pintaba un gallo, debía escribir debajo con letras góticas: «Este es gallo». Y cuando le preguntaban qué pintaba, respondía: «Lo que saliere».

Reímos francamente. La presencia de Manolo me reconfortaba.

-Pues bien -concluyó él, frotándose las negras ojeras-, eso es precisamente lo que me ocurrió con este cuadro. Quise hacer una imagen abstracta y me saliste tú.

Podría mentir, exagerar las coincidencias de aquella mañana, inventarme más presagios, pero escribo para ti, Marina, para que me oigas desde tu silencio, y tú sabes que ésta solamente es la verdad, ésas fueron las señales que me envió la fortuna, o la providencia, o tu amor aún en ciernes, a fin de anunciarme la revolución que habría de arrasar con los últimos vestigios de mi vida pasada. «Las casualidades no existen», me dijiste tú con una sonrisa para mitigar todo énfasis. «La felicidad de dos almas no puede quedar librada al azar, y yo te creí. ¿Por qué no iba a creerte? Estábamos en el punto más alto de nuestra dicha, y el viento del mar refrescaba nuestros cuerpos enlazados; y esa misma noche, una noche suave de verano ante el golfo de Nápoles, hicimos el pacto. El hotel tenía ínfulas aristocráticas y se llamaba Royal; el baño era casi tan grande como la gigantesca habitación, los muebles eran dorados, las paredes estaban empapeladas con faisanes y rosas y magnolias y templos y sauces, yacíamos en una vieja cama con dosel, pero nada de esto nos importaba porque sobre tu vientre desnudo yo dibujaba los trazos húmedos de mi lengua, subía hasta la cima de tus pechos, me detenía en el temblor de tus pezones, y luego me dejaba caer otra vez hacia tu ombligo, lentamente, sin buscar atajos, desviándome para lamer el remate curvo de tu cadera, besar los labios de tu sexo con mis labios ardientes, introducir en aquella cavidad acogedora mi lengua, que parecía hecha a la medida y que aún sabía a tu piel, y yo podía sentir las palpitaciones de tu corazón en el abismo de tu coño, restregar mi cara contra él, llenar mi boca con su humedad, aspirarla para llevarla hasta mis pulmones, cubrir con sus gotas el surco que en mis ojos alguna vez habían dejado las lágrimas, y escuchar tus palabras de amor mientras te corrías sobre mi lengua, y oír luego las mías, mientras me iba entre tus manos, pero esas palabras no bastaban e hicimos el pacto, el pacto que jamás me atreveré a romper. Estas son nuestras verdades y no puedo cambiarías. Ahora que ambas hemos sido expulsadas del paraíso de nuestra felicidad, me niego a mentir: no quiero perderte otra vez. Ya no vives más que en la verdad de mi memoria, y es tan dolorosa, y es tan Clara, y es tan poco.

En el momento en que Manolo acababa la frase, entró en la galería el hombre del traje gris, el que me había hostigado en el bar. Manolo lo tomó por un visitante común y me susurró por lo bajo:

-No le digas que yo soy el pintor. Acto seguido, en dos zancadas, se plantó ante los cuadros, fingiendo contemplarlos con desinterés. Así era él: incorregiblemente tímido y humilde. A mí me divertían sus caprichos, pese a que en cada exposición suya me veía obligada a
señalar prodigios para vender los cuadros sin su apoyo.

Pero el hombre de gris no tenía ningún interés por la pintura. Y lo demostró muy pronto. Sin echar siquiera un vistazo a las obras expuestas, se dirigió a mí.

-¿Cómo está usted? -dijo, clavándome sus ojos vidriosos-. Espero que no haya olvidado mis consejos.

-Me ha seguido. -No, señorita, ¿qué le hace a usted pensar eso? -replicó el tipo de gris, rascándose el pelo grasiento-. Trabajo a dos pasos de aquí. He salido a comer y la he visto a usted desde fuera...

-¿Qué quiere? -le interrumpí; me hastiaba aquel hombre con su aire casi profesional de pobre diablo preocupado por el prójimo.

-Bueno, ya que lo pone usted de ese modo... -se frotó las manos-, y visto que es un hermoso día de primavera...

Manolo había dejado de simular ante los cuadros y nos miraba con curiosidad.

-Yo... Quería invitarla a usted a nadar -concluyó el tipo de gris.

-¿A nadar? -Manolo y yo nos esforzamos por contener una carcajada.

-Conozco una piscina pública al aire libre, a sólo quince minutos de Madrid -añadió el tipo hinchando los músculos; nada parecía quebrar su obstinada insistencia---. Podríamos comer allí, tomando el sol, y luego regresar...

Como un agente del destino, el hombre acababa de pronunciar las palabras que me conducirían a ti por primera vez, Marina, pero entonces yo no lo sabía.

-Soy casada -repliqué-, y... -¡No interprete mal mis intenciones! -se apresuró a exclamar.

-No me importa cuáles sean sus intenciones. Le pido que me deje en paz.

El tipo miró a Manolo, buscando complicidad masculina.

-Usted es testigo, caballero -le dijo-. En ningún momento he intentado molestar a esta señora.

Pero Manolo no le defendió. -Ya la ha oído -se limitó a observar-. Lo mejor es que se vaya.

El hombre del temo gris farfulló una despedida ceremoniosa y se marchó. Antes de salir, se detuvo ante la puerta de entrada; sin que nadie se lo preguntase, como una amenaza, informó:

-Mi nombre es Carranza. -Y se perdió entre la gente.

Con todo, el hombre del temo gris tenía razón. Hacía un sol fantástico para comer en un restaurante lóbrego y abarrotado, deprisa, de pie, con clientes prestos a empujarme y derramarme la cerveza sobre el vestido, mientras los camareros me urgirían a dejar libre mi sitio de una buena vez.

-¿Qué te parece la idea de comer en una piscina? -le pregunté a Manolo-. Tengo un par de horas libres. Podríamos ir nosotros dos, solos.

-Es un plan espantoso. -Dejó caer la mano como si ahuyentase una mosca---. Lo que es a mí no me coges.

-Oye, no te creas que estoy intentando seducirte -aclaré tontamente.

-Espero que no, porque conozco a tu marido desde mucho antes que a ti.

Era verdad. Habían sido compañeros de estudios de publicidad. Manolo, acorralado por sus padres, que se oponían a verle caer en la clásica indigencia de los artistas, buscaba aprender un oficio corriente con el que ganarse el pan. Luego decidió que aquello era demasiado para un temperamento como el suyo y desistió. Por fortuna, no le había ido tan mal como artista. Santiago, en cambio, continuó estudiando y ahora trabajaba como dibujante en una agencia de publicidad de segunda línea. Manolo fue incluso testigo de nuestra boda.

-No eres tú el problema -agregó Manolo-. Es que odio el sol. Me atonta, me da sueño, me hace sentir que estoy perdiendo el tiempo. Y las piscinas y todos esos lugares en los que uno paga para divertirse suelen estar llenos de gentes que, justamente, no saben divertirse sin pagar. Ya sabes, pedicuros, dentistas, abogados, agentes de turismo...

-¡Oh, no empieces otra vez con los mismos discursos de siempre! -le interrumpí-. Iré sola.

-¡Por Dios, te sentará mal! Acabarás enfermándote -dijo-. Pero allá tú.

Escondí el retrato detrás del escritorio. Me despedí de Manolo, cerré la galería y regresé andando a casa. Allí, metí en el bolso el bañador que había llevado en Semana Santa al mar; no lo había usado, a causa de las copiosas lluvias, y aún apestaba a naftalina. Subí a mi coche, un viejo Seat Marbella. Cogí por la Castellana y salí de la ciudad.

Recordaba haber visto el anuncio de una piscina sobre la Madrid-Burgos, mientras estábamos atascados en el tapón de turistas y Santiago aprovechaba para fotografiar un campamento de gitanos cercano a la carretera. Se me había quedado grabado el nombre de la piscina, por ridículo: «El Tórrido Trópico». Paré en una gasolinera para llenar el depósito y volví a la carretera.

En la radio ponían viejos boleros, de esos que ayudaban a mi madre a evocar a mi padre y le permitían llorar a sus anchas: Ojos negros, Perfidia, Obsesión y uno que nunca supe cómo se llama pero que me fascina: «Une tu voz a mi voz/ para gritar que vencimos / y si es pecado el amor / que el cielo dé explicación / porque es mandato divino». No lo consideré en ese momento un nuevo anuncio de lo que me sucedería en lo inmediato, porque a mí no me hacía recordar a mi padre sino a Santiago. El solía cantármela con grandes aspavientos, una mano en el pecho y la otra vuelta hacia arriba, como quien pide limosna, exagerando la pronunciación sudamericana («que el sielo dé explicasión») y poniendo los ojos en blanco. La cantaba sobre todo antes de que nos casáramos. Era su modo de sobrellevar el remordimiento que aún nos provocaba, a ambos, la historia de nuestro amor: una historia clásica de traiciones de juventud, cuyos avatares ahora me causan gracia, pero que entonces desató cierto revuelo.

Todo empezó por un asunto de impuntualidades. Yo no había cumplido todavía veintiún años, hacía dos que estaba en Madrid y tenía un novio algo mayor que yo, llamado, ni más ni menos, Juan Marcos Lucas Mateo. En este nombre que era toda una declaración teológica, Mateo venía a ser el apellido. Para simplificar, sus amigos le decían «el Pulga». Le pegaba el apodo: era una persona que vivía en medio del abandono y la negligencia. Sin ser mugriento, tenía siempre aspecto desaliñado. Iba mal vestido, con la barba de dos días, el pelo revuelto y las gafas remendadas con cinta aislante de electricista. Sé con certeza que tenía piojos. Su apartamento era un revoltijo de botellas de cerveza vacías, ropa sucia y revistas pornográficas. La absoluta indolencia que le dominaba le impedía mover un dedo para oponerse al avance del desorden, como si éste respondiera a las excesivas fuerzas del destino. Era tan holgazán que con frecuencia, para follar, yo tenía que montarme sobre él, de otro modo ni se molestaba.

«Trabaja tú, hija” me decía, «que aún eres joven», y se tumbaba en el sillón, con los pies apoyados sobre una pila de revistas, y yo tenía que desvestirle, despojarle de sus prendas una a una, como a un borracho o a un niño dormido, y adrede le dejaba las gafas; luego le acomodaba las plantas sobre el suelo y le despertaba la polla, siempre tan cansada como él mismo, la manoseaba, la mamaba hasta que se dignaba aparecer una erección aceptable, y entonces yo me subía sobre él, sosteniéndole el sexo para que no resbalara, porque él ni eso, me movía y me sacudía a la velocidad adecuada a fin de que la excitación no le abandonase y a la vez no se me fuese él antes de tiempo, porque el Pulga se masturbaba como yo, pero estaba acostumbrado a sus pajas de holgazán, realizadas con el mínimo esfuerzo, zas zas y basta. Sin embargo, a mí me gustaba lo que a él le gustaba: mirarme; me dejaba a mi aire y eso le excitaba más que nada. «Acaríciate», me pedía; entonces yo, montada sobre su polla, tenía que tocarme, pasarme una mano sobre los pechos, la otra en el clítoris, y las gafas del Pulga se descolgaban poco a poco, tenía gracia, eso me divertía mucho, y de su labio caían gotitas de baba. Yo ya no le miraba más, y seguía tocándome, rastreando en los resquicios de mi cuerpo hasta encontrar allí el orgasmo, me sacudía, ahora más impetuosamente, y bastaban dos brincos eficaces, zas zas, para que él se corriera conmigo.

El Pulga tenía alquilado un ático de dos niveles, que eran a la vez las dos habitaciones de la casa, comunicadas por una escalerilla como de submarino. El piso superior alguna vez había sido el dormitorio; luego llegó un punto en que apenas se podía entrar allí, de modo que él tomó una decisión trascendental: arrojó el colchón escaleras abajo y ya no volvió a subir. Afirmaba que cuando también el piso inferior se volviera inhabitable, abandonaría todo como estaba y pagaría otro piso de alquiler. El Pulga, no sé por qué, esperaba de mí que le lavara los platos y pusiera un poco de orden en el antro en que vivía, quizá para no verse obligado a cumplir con la abrumadora promesa de desalojar el piso y buscar otro.

Una tarde, mientras mirábamos la televisión, me dijo:

-Sofia, en toda pareja hay un momento en que el amor se consolida. -Se atusó la barba con gravedad. No es ninguna novedad que los tipos que tienen relaciones con mujeres más jóvenes que ellos, aunque éstas sean apenas unos días más jóvenes, se atribuyan responsabilidades formativas y suelan perorar en tono académico, edificante. Pero yo no presté atención a sus discursos.

-Cállate -dije---. Quiero ver la pelí. -Estaban poniendo una de la Wertmüller.

-Sofia, es importante -insistió-. Hoy me he tomado el trabajo, con mucho gusto naturalmente, de hacer una copia de las llaves de casa. Son para ti. -Y agregó solemnemente, como si me condecorara-: Aquí las tienes.

Yo sabía que ese gesto no significaba nada para él. Todos sus amigos tenían las llaves de aquel tugurio. Las repartía a diestra y siniestra para no tener que levantarse a abrir la puerta. Más aún, sabía que me mentía en lo concerniente al «trabajo» de hacer las llaves, pues meses atrás había encargado una docena de copias, precisamente con el objeto de ahorrarse fatigas en el futuro. Apenas salía de casa para comprar comida china, procurarse una película en el videoclub o dar sablazos al padre, un impresor que se enriqueció tras la muerte de Franco al pasar de las estampas de santos en éxtasis a las láminas de los éxtasis de señoritas en cueros. Para colmo, el Pulga añadió:

-Desde hoy, mi casa es tu casa. -Te lo agradezco --comenté yo-, pero esta pocilga nunca será mi casa.

-Y como ésta es tu casa -prosiguió, fingiendo no haberme oído, en especial porque le cansaba discutir-, puedes disponer de ella como más te apetezca. Si quieres ordenar, ordena. Si quieres limpiar, limpia.

Yo aparté los ojos de la pantalla para mirarle, estupefacta.

-Si quieres, incluso, qué sé yo, colgar algún póster que te guste, puedes hacerlo -concluyó con magnanimidad.

-Llega un momento en la vida de una pareja -dije remedando su pomposidad- en que hace falta una criada. Si pensabas contar conmigo para ello, puedes irte a tomar por culo.

Antes de que llegara a arrepentirse, le arrebaté el manojo de llaves que aún sostenía entre sus dedos y seguí mirando la película.

Pese a que los continuos traslados de mi familia, de ciudad en ciudad, me impedían conocer a las «gentes limpias», mi madre, nieta de severos alemanes, nunca se había resignado a verme en compañía de tipos que no le gustaban en absoluto, individuos de baja estofa, como ella decía, te pasará lo mismo que me pasó a mí, Sofi, no te fies de ellos. No me dejaba muchas posibilidades, mi madre. Detestaba, por propia experiencia, a los muy soñadores y a los muy formalitos. Por esa razón, el Pulga fue el primero de mis novios que ella aceptó, pues no era lo que se dice un tipo circunspecto y a la vez provenía de una familia próspera; es decir, era una equilibrada combinación entre los dos extremos detestados, el justo medio. Pobre mamá, antes de morir me hizo prometerle que me casaría con el Pulga. Asentí porque ella estaba muy enferma y yo no quería disgustarla, pero no consideraba ni en broma la posibilidad de casarme tan joven, y mucho menos con el Pulga. No porque me opusiera al matrimonio como institución, sino más bien lo contrario. En aquel tiempo, una boda era a mis ojos un compromiso riguroso, que debía celebrarse sólo en virtud de un amor profundo. Y yo aún esperaba al hombre de mi vida; lo había buscado, con esa angustia fervorosa de las ilusiones llamadas a ser insatisfechas, por las calles de muchas ciudades, en el colegio, en la facultad; en relaciones pasajeras, en polvos sórdidos o exultantes, en amigos íntimos o en algún desconocido entrevisto en medio de una multitud.

La mía era una pasión sin objeto, absurda, sin duda egoísta; el mero ideal de lo que debía ser una pasión; un amor que engendraba yo misma, y hacia mí se orientaba; tenía la forma de mis deseos y la oscilación de mis incertidumbres; por ello, me daba cuenta, no sin pesar ni temor, de que nadie, sino yo misma, había sido capaz de contentarme hasta entonces. Y el Pulga, desde luego, no era la respuesta que yo buscaba; me divertía su modo de ser, pero no estaba enamorada de él, y me era imposible imaginar a su lado una vida compartida. Supongo que yo tampoco era para él mucho más que un pasatiempo: apenas la clásica jovencita desamparada de provincias, perdida en Madrid, que juega a ser desenfadada y con quien es posible solazarse hasta que empieza a fastidiar. De hecho, en la vida del Pulga sus amigos eran más importantes que yo.

Entre esos amigos se hallaba Santiago. Me parecía muy guapo, pero también muy pedante; no se le conocía mujer, y él daba a entender que ello se debía a su alto nivel de exigencia. Luego, sin embargo, con modales bruscos o fingiendo complacer inexistentes ruegos míos, me instaba a que le presentara a una de mis amigas. Yo no lo juzgaba un buen partido, así que me negaba, aunque al cabo acabé por ceder, pues se me hacía indispensable otra presencia femenina en casa del Pulga, cuyos amigos se comportaban ante mí como si yo no estuviera, quizá llevados por el ambiente insalubre del ático, profiriendo guarradas, pedorreando, meando con la puerta del cuarto de baño abierta de par en par y hasta hurgándose las ladillas en mi presencia. Sondeé a las que estaban libres, y debo reconocer que mis informes acerca de Santiago desencantaron a todas mis amigas.

Sólo una aceptó entrar en el juego, porque era incapaz de negarse a cualquier pedido: Francisca, una andaluza recién llegada a Madrid que estudiaba sociología; era flaca, alta y nerviosa, siempre en tensión como un alambre y siempre ocupada en mil menesteres impostergables; reuniones políticas, clases de español para inmigrantes africanos ilegales y otras actividades por el estilo ocupaban casi todas sus horas. Era una roja de pies a cabeza, esa especie en extinción, de aquellos que, si te descuidas, ahí mismo te espetan que el único error de Stalin fue su excesiva indulgencia. Imposible concebir dos personas más disímiles que Francisca y Santiago; sin embargo, nunca supe muy bien cómo ni por qué, entablaron una relación de ratos libres, melancólica y sin esperanzas, animada solamente por discusiones estériles.

Desde luego, era inevitable que los cuatro nos viésemos a menudo. Si lográbamos que el Pulga asomase la nariz a la calle o Francisca hallara un hueco en sus trajines, salíamos al cine o a beber una copa. De lo contrario nos encontrábamos en el ático cochambroso para fumar porros, mirar la tele o un vídeo, matar el tiempo con juegos de mesa tan estúpidos como el Doblaje o el Nostalgy. Con un deje de añoranza por la juventud malbaratada, recuerdo aquella época de mi vida como un periodo de infinita monotonía, de descontento, de largas caminatas solitarias por las calles de una ciudad en el máximo de su esplendor. Los madrileños saben reconocer intangibles matices en cada una de sus esquinas; y, quizá porque miran de soslayo a Barcelona con una punta de envidia secreta, dicen que su ciudad es una gran aldea, o un batiburrillo de fragmentos heterogéneos. No pensamos lo mismo quienes la hemos conocido en bloque; para mí, Madrid es un carro echado a todo galope al que no puedes subirte sin descalabrarte. Los habitantes de las grandes ciudades ignoran hasta qué punto segregan, sin proponérselo, a los forasteros, que acaban por marcharse, por volverse fanáticos del nuevo sitio con ese fervor de los conversos de que carecen los auténticos ciudadanos, o por agruparse en patéticos refugios folclóricos donde llorar las nostalgias de la tierra natal. Otra alternativa es sencillamente el vegetar en el desapego, que es lo que nosotros hacíamos. Ninguno de los cuatro era de Madrid, salvo el Pulga, que se jactaba de no saber dónde estaba el Metrópolis, de modo que llegábamos tarde a todas las modas, desbarrábamos al querer hablar en jerga, nos sentíamos excluidos de las tradiciones y las costumbres, sentíamos el peso de un calificativo que nadie nos endosaba a bocajarro pero que se leía en los ojos de todos: paletos. Eso éramos y eso nos unía.

Y es en este punto de la historia donde interviene la impuntualidad.

Tanto el Pulga, por su indolencia, como Francisca, por sus compromisos, solían darnos a Santiago y a mí larguísimos plantones. Al principio quisimos evitarlo mediante inocentes argucias, como por ejemplo declarar que el inicio de una película era media hora antes de lo que en realidad era. Pero pronto esta estrategia se nos volvió en contra: cuando los impuntuales comprendieron que fraguábamos el horario de las citas, dejaron de creemos y se dieron más que nunca a la impuntualidad.

Durante esas largas esperas Santiago y yo llegamos a conocemos y a estrechar más la amistad. Descubrí que su altanería no era más que una forma sesgada de la timidez. Obraba como un niño, ofreciendo al mundo una máscara de aplomo para encubrir un temperamento inseguro y temeroso. Lo mismo cabía decir de los súbitos arranques de violencia en que a veces incurría, inexplicablemente. Esto despertaba en mí, contra toda lógica, oscuros instintos de protección. Quería cuidarle, impedir que volviese a sufrir. Pues, en efecto, había sufrido mucho; y no sin reticencias me refirió la dolorosa historia de su vida: había nacido en un pueblo perdido de Sierra Morena, el último de los ocho hijos de un matrimonio infeliz; su padre, un recaudador de impuestos madrileño que aceptó sin rechistar ese destino de exilio, era un pusilánime sin ideas propias y sometido por completo a los caprichos de la esposa. Esta le reprochaba incesantemente a su marido la opresiva vida de provincias y jamás se interesó por los niños. A los ocho años, Santiago no sabía leer ni escribir; a los quince se lió con una mujer mucho mayor que él, casada con un general recién llegado al pueblo. Cuando ella quedó viuda y volvió a Madrid, Santiago escapó de casa y corrió en pos de su amante, que lo rechazó de plano. Tan sólo lo había usado para mitigar el tedio provinciano, el mismo que aquejaba a su madre. Santiago ya no regresó a su pueblo natal y sus padres no hicieron nada por reencontrarle: no había vuelto a verlos desde entonces. En Madrid había trabajado en todo lo que puede trabajar un adolescente sin familia, al inicio incluso (pero esto yo lo sabría mucho después) se había prostituido. Por una cama bajo techo y un plato de comida, se follaba maricones marchitos en busca de carne joven. Luego las cosas fueron mejorando, y así había podido completar los estudios. Por ello, me parecía que, como yo, aspiraba a una vida tranquila, no por satisfacer un mero ideal burgués, sino por un anhelo desesperado de paz y felicidad. Comparándolo con Santiago, el Pulga se me antojaba entonces inmaduro e insignificante.

Una tarde de finales de agosto en que hacía un calor de infierno, los cuatro nos habíamos citado en el ático del Pulga. Al llegar, encontré a Santiago, solo, lavando los platos de su amigo, esa tarea titánica a la que yo me había opuesto.

-¡Vaya! -comentó-, eres todo un héroe. -Bueno, es que se han cumplido tres meses desde la última limpieza -bromeó-. Y hoy tengo intenciones de cocinar. Estoy harto de la comida china.

Yo estaba empapada en sudor, aunque llevaba un vestido de algodón holgado, único modo de soportar mal que bien la asfixia incandescente de los veranos madrileños. De manera que fui al baño, me desvestí, entré en la ducha y me metí bajo el chorro de agua helada. Aproveché para lavarme el pelo con el champú contra los piojos, que aún se obstinaban en acosarme. No me apetecía echarme encima otra vez el vestido sudado. Revolví entre la ropa sucia del Pulga hasta dar con una camisa que no apestaba. Cuando salí, Santiago había terminado. Yo estaba descalza y a los pocos metros recorridos ya me había ensuciado las plantas de los pies. El me preguntó:

-¿Crees que en el piso de arriba habrá platos para lavar?

Nadie se había aventurado a subir en meses; ambos lo sabíamos. Y porque lo sabíamos, simulamos ignorarlo. El Pulga había ido a sablear a su padre y tardaría en regresar: lo tenía cada vez más difícil; unos pocos duros le costaban horas de discusión.

-Voy a echar una ojeada -anuncié, mientras escalaba ya los primeros peldaños.

-Te acompaño. No es buen sitio para muchachas solas, aunque tengan los pies sucios -dijo Santiago, socarrón.

Vino tras de mí. Yo dejaba al subir el rastro pestilente del champú contra los piojos.

-¡Qué olor tienes, Sofia! -exclamó él. -Es el Nopioj -informé cuando hubimos llegado arriba.

-¿Y eso qué coño es? Le expliqué que Nopioj no era una arcada ni un insulto, sino el nombre de un champú antiparasitario. Santiago olvidó para siempre la excusa de los platos sucios y me dijo:

-Lo que es yo, no me fío de estos productos modernos. El mejor sistema es el que se ha venido practicando desde los orígenes de la humanidad. El mismo que aún usan los monos.

Sobre la red metálica del somier de la cama sin colchón había toda suerte de trastos, lo mismo que en el suelo. Santiago aferró la cama por el costado y la levantó. Las cosas rodaron hasta formar un enmarañado revoltijo sobre el revoltijo previo. Luego cogió una manta de lana y la extendió encima del somier.

-Ven aquí -añadió, en tanto se sentaba en una esquina de la cama.

Me tumbé boca arriba sobre la manta y apoyé mi cabeza en las piernas de Santiago. Escarbó suavemente entre mis cabellos morenos. Era la primera vez que me tocaba, fuera de los roces convencionales de los saludos.

-Aquí hay un piojo -murmuró. -¿Cómo puedes ver? -dije yo. Nos llegaba apenas la luz desde el piso inferior y estábamos en una penumbra indecisa en la cual yo veía a duras penas sus rasgos. Me costaba recordarlos. Siguió acariciándome el pelo. Sentí una confusa mezcla de sensaciones, donde a estímulos perceptibles, como el embotamiento de calor, la ducha fría, la oscuridad, las manos de Santiago, el escozor de la manta en mi piel, se sumaba el alivio de poder escapar de la desencantada vida con el Pulga y la quimera de haber dado al fin con el hombre que buscaba hacía tanto tiempo. Todo ello me hundía en un sopor insondable. De pronto oí la voz de Santiago, como se oyen las voces un momento antes de que el sueño nos venza. Decía:

-Hay otro sitio donde suelen anidar los piojos. No fue necesario que me explicara cuál era ese sitio. Abrí los faldones de la camisa y rodeé con mis manos los pelos del coño. Santiago me acarició otra vez, y ahora mi sopor se trocó en ansia. Lo deseé, lo deseé como jamás había deseado a ningún hombre. Separé las piernas, para que pudiera llegar hasta los contornos de mi sexo, hasta mi sexo mismo, y él desplegó los dedos de ambas manos en abanico, con el pulgar y el índice revolvía en mi pubis, con el corazón y el anular se abría paso entre la aspereza del vello hacia la suavidad incipiente de los labios, y con el meñique completaba su obra presionando en esa excitante zona de nadie que divide el culo del coño, un fin que es a la vez un principio, una línea no de separación sino de unión. Yo percibía el frotamiento de sus dedos en mi pelvis de un modo sordo, retumbante, casi en mi interior, como cuando comes turrón con los oídos tapados, que te parece que se te están cayendo los dientes. Y al cabo noté que sus dedos se desentendían de mi vello, lo apartaban y empezaban a buscar una nueva posición en el coño, los pulgares sobre el clítoris, el índice introduciéndose poco a poco, llamando al otro índice, llenándome, penetrándome juntos para abrirse luego allí dentro, y los otros tres dedos despegaban los labios con el propósito de facilitarles la tarea.

Yo, en cambio, no necesité todos los dedos, me bastaron apenas dos, para cogerle de la nuca y obligarle a inclinarse sobre mí, para romper la simetría uniforme de los diez dedos pares y añadir a ellos la lengua impar, la excentricidad de once dedos rígidos y húmedos y blandos sobre mi elítoris, en mi sexo, en la línea de unión, en los labios desplegados. Los movimientos de Santiago eran algo bruscos, pero me calentaba el pensar que tenían por destinatario mi coño. Y todo mi cuerpo adquiría una nueva sensibilidad; en la oscuridad de la habitación me parecía ver desfilar los olores. El jabón y el champú de mi cuerpo; la memoria del Pulga en la camisa; la humedad y la fetidez de las cosas amontonadas en tomo de nosotros; el detergente de las manos de Santiago y el agrio sudor de su pecho mezclado con la ya remota colonia que se había echado sin duda por la mañana. Su lengua húmeda subía y bajaba sobre mí, me rodeaba cubriéndome de ansiedad y regresaba para complacerme otra vez. Es curioso, pero sólo entonces advertí que los carrillos de Santiago no tenían esa barba a medio rasurar que caracterizaba al Pulga. Me gustó.

El calor del ambiente se concentró en mi vientre y mis muslos, como el agua que escapa por las alcantarillas, a punto de derramarse en la cuenca de mi coño. Crujió el somier metálico de la cama. Y Santiago se interrumpió, apartando su rostro y sus manos de mi sexo.

Yo estaba a punto de correrme, de precipitarme en ese pozo de felicidad incierta y descontrolada, pero él me forzaba a detenerme un segundo antes de la caída, de despeñarme en el gozo, me arrastraba de nuevo a los dominios de la razón y el buen sentido. Ahora, de alguna manera, entreveo en aquel primer orgasmo no alcanzado la cifra de nuestro amor, siempre a un pelo de ser algo más de lo que en verdad sería, una promesa eternamente renovada y eternamente incumplida, un alarde que habría de ser sofocado por el peso de sus propias amenazas temibles, un muerto que mata porque no se resigna a morir, un espejismo doloroso. Pero entonces no lo entendí así. Me empeñaba en ver concretadas mis ilusiones.

¿Qué te pasa? -pregunté luego de un momento.

-No podemos -me dijo él, irguiéndose. -Santiago... -quise intervenir.

-Que no. Que ni el Pulga ni Francisca se merecen esto.

Por toda respuesta le abrí el cinturón, le desabroché los pantalones, corrí la cremallera. Tardé en hacerlo, tardé mucho; mi posición y la oscuridad me dificultaban los movimientos, pero él no me rechazó. Lo sentí respirar nerviosamente en el silencio del atardecer. Busqué su polla entre los diversos estratos de tela, el pantalón, la camisa, los calzoncillos. Di con ella. La tenía grande y estaba empalmado: necesité las dos manos para cogerla. Me di la vuelta hasta hallarme de cara a él y comencé a chupársela.

-No -dijo sin apartarme-. No. Siempre he creído que el primer abrazo con una persona es revelador. Hay al inicio una sorpresa brevísima, en la cual tu memoria repasa de modo casi instantáneo todos los cuerpos que has abrazado en el pasado, compara con este nuevo cuerpo, lo clasifica e inconscientemente lo evalúa, lo cotiza, lo etiqueta. La primera cosa de Santiago que estreché entre mis manos no fue su cuerpo estremecido en un abrazo, sino su polla tiesa, temblorosa.

-No -repitió una y otra vez, hasta que al fin sus convicciones se derrumbaron y farfulló-: Sí...

Entonces aceleré los movimientos de mis manos y se la mordí suavemente, afirmando los dientes detrás del glande, guardando para mi lengua y mi paladar ese globo caliente y liso, una burbuja que se me antojaba repleta de semen y a la que yo debía hacer estallar para satisfacerle, una esfera interrumpida por un pequeño tajo en el que introducir la punta de la lengua y agitarla, una protuberancia sostenida por un asta en la que debía izar su placer. Hundí aún más los dientes, la burbuja reventó, y él se corrió en mi boca, derramándome toda su carga ardiente y áspera. Me quedé quieta unos momentos, mientras él se reponía. Yo conservaba el semen sobre la lengua sin tragarlo. Me di la vuelta para escupir. El adivinó mis intenciones.

-Espera -me detuvo; me alzó sosteniéndome la cabeza, aplastando los pelos que antes había acariciado-. No lo escupas -añadió-. Dámelo.

Me besó en la boca. Abrió la suya para que le pasara todo el semen. Alargué la lengua y descargué el líquido, tal como él acababa de hacer conmigo. Se lo tragó. Y ése fue nuestro primer beso.

-Ahora ven aquí tú -le ordené yo, sin darle tiempo a que protestase, mientras me echaba sobre el somier.

Le cogí de la mano y le indiqué que se arrodillara entre mis piernas. Volví a llevar su rostro hasta mi sexo. Y le obligué a besarme y besarme sin un respiro. Le tenía aferrado por los cabellos, de modo que lo alzaba y lo hacía caer otra vez al ritmo justo, en los compases exactos de mi deseo, en los que su lengua era una ayuda y un estorbo. Le sacudí, como a un muñeco; le clavé mis uñas en el cuello hasta hacerle sangrar, usé su cara para que me devolviera lo que me habían quitado sus dedos, la nariz sobre el clítoris, los labios y la lengua en el sexo, la barbilla sobre la línea del ano y el coño, y cuando se acercaba el momento de correrme hundí más aún su cara contra mí como si todo él fuera una polla que se apretaba contra mi clítoris frenético y mi sexo enloquecido, y el calor de ese día de infierno volvía a vaciarse entre mis piernas calientes, como una hoguera cuyas llamas tenían la forma de mis propios miembros y el aspecto de mis propios rasgos que se me presentaban igual que ante un espejo. Le utilicé para mi placer solitario ya sin pensar en él ni desearle, abismándole en mí, en mí, en mí misma, que era lo único que me importaba y lo único que veía en la oscuridad incierta y amiga, y entonces la inminencia del orgasmo se me hizo intolerable, me abrí la camisa, me la quité, me despojé de las últimas cáscaras del Pulga, y cubrí la cabeza de Santiago con mis manos para ya no ver ni siquiera un fragmento de aquel hombre que en ese instante no era nada para mí y mirar en cambio el dibujo trémulo de mis dedos y mi vientre arqueado hacia arriba buscando lo más alto del gozo y mi sexo y mis propias tetas convulsionadas y mi pecho sin aire y mis hombros que besé un momento antes de que mi cuerpo se desarmase abiertamente en el grito de ese orgasmo rabioso y libre que sólo me buscaba a mí y no imploraba el socorro de nadie.

Santiago quiso seguir besándome; le empujé sin maldad. Lamentaba haberle manipulado de esa forma, pero no se lo confesé.

-¡Vaya por Dios! -exclamó él, en cambio-. Eres terrible. Me has dejado la cara estropeada. -Se rió a carcajadas.

Yo aún no acababa de reponerme, y sobre mi cuerpo estremecido sus manos me crispaban, llenándome de fastidio. Además, estaba empapada. La manta lanuda y áspera me escocía a lo largo de toda la espalda.

-¿Qué diremos de esto? -me preguntó Santiago.

Me senté. El aire ardiente de la habitación llegó a parecerme una brisa helada que me refrescó.

-No lo sé -respondí, apartándome el pelo sudado de la cara-. Si ellos no hubieran sido impuntuales, nosotros no habríamos hecho nada.

-Así es la vida, querida Sofía -dijo Santiago, ahuecando la voz para imitar los discursos educativos del Pulga, de los que él nunca dejaba de burlarse-. Uno está condenado a llegar tarde a todas partes, inexorablemente.

-En la vida de una pareja -sonreí- hay que afrontar siempre el momento de la infidelidad.

Santiago cambió bruscamente el tono de su voz, volviendo a su inflexión habitual, para decirme:

-Me gustas. Mucho. No tuve necesidad de contestar. Antes, él me cubrió la boca con la palma de la mano a fin de hacerme callar, pues en el piso inferior se dejó oír el ruido de una llave. Se nos había olvidado por completo que el Pulga y Francisca tenían que llegar de un momento a otro. Nos quedamos paralizados, pillados de sorpresa por el advenimiento de la realidad. Ahora tendríamos que permanecer allí quién sabe cuánto tiempo; podía pasar una semana hasta que el Pulga se decidiese a salir otra vez. Quien acababa de entrar arrojó unas cosas sobre la mesa y exclamó:

-¡Vaya, no me lo puedo creer! -Era el Pulga. Pero no se refería a nosotros, por supuesto, que no podía vemos, sino a los platos limpios. Aquello le colmaba de beatitud. Jubiloso, canturreó acompañándose con palmoteos. Luego encendió el televisor y metió un vídeo, mientras seguía tartajeando dislates en voz alta.

-El muy gilipollas habla solo -me cuchicheó Santiago.

Tuve que morderme la boca para no reír. Nos recostamos sobre el somier, con mucha cautela para que no crujiera, el uno al lado del otro, de cara al resplandor que entraba por el hueco de la escalera. El vídeo que había alquilado el Pulga, lo comprendimos muy pronto, era pornográfico. Entonces se oyó una especie de tamborileo.

-¿Qué es eso? -murmuré. Los ruidos del piso inferior ganaron en intensidad, acompasadamente, hasta volverse casi estrepitosos.

-El muy gilipollas se está haciendo una paja -replicó Santiago, siempre susurrando.

Tiene algo de obsceno asistir a las conductas privadas de los demás. Esto, más que haberle puesto los cuernos, se me figuraba la verdadera deslealtad hacia el Pulga. Luego vino el silencio, los pasos de¡ Pulga hasta el baño, el rumor del agua con que se lavaba, el regreso a la sala. Un bostezo, igual a un rugido: ya saciado, exhausto por una actividad tan superior a sus fuerzas, el Pulga veía la película desapasionadamente. Un eructo. Otro. Un timbrazo, un nuevo sonido de llaves, y el Pulga, sin duda con el mando a distancia, pasó raudamente del vídeo pornográfico al boletín meteorológico. Deduje que debía de ser

Francisca quien llegaba, pues ella también tenía una llave, que había recibido sin tantas arengas. Escuchamos un saludo burlón:

-¿Cómo estás, haragán, gandul, tumbón, perezoso ... ? -y siguió con la ultrajante sinonimia.

En efecto, sólo Francisca se permitía tratar asi al Pulga. Solía decirle que cuando inauguraran el monumento dedicado a él, al descorrer la tela se vería que no había nada, nada, porque era una nulidad completa.

-Ah, eres tú... -dijo el Pulga-. Venga, pasa. Santiago me acarició las piernas y me miró a los ojos. Nos besamos. Aún conservaba en su boca el sabor áspero del semen.

-¿No han llegado los otros todavía? -preguntó Francisca---. Es imposible.

-Alguien ha estado por aquí, pero se ha vuelto marchar.

-¿Y tú cómo lo sabes? -Porque los platos están limpios -replicó el Pulga.

-Ya -dijo ella-. Y como tú no has lavado un plato en tu puta vida, no cabe duda de que por aquí ha andado otra persona.

-Así es. Debe de haber sido Sofia. -¿Y por qué no Santiago? El Pulga pareció no haberla oído. -Ya decía yo que esa chica acabaría por abandonar su pose de esnob y regresaría a las sanas costumbres de provincias -observó.

Lentamente, muy lentamente, Santiago se desvistió.

-¿Y si los muy hijoputas se han ido juntos? -receló Francisca---. A estas alturas andarán por el tercer polvo.

-Pues basta con que hayan dejado los platos limpios -dijo el Pulga con soma.

-Eres un asco, Pulga. Eres desagradable, estomagante, odioso...

-Estás diciendo tonterías, mujer -respondió él-. Ya deben de estar a punto de llegar. Mientras tanto, empecemos a ver la película.

-¿No quieres esperarles? -Querida Francisca, es necesario que cada cual se haga responsable de sus propios actos. Si nos han dado un plantón, no tienen derecho a protestar.

Santiago acercó su boca a mi oído y cuchicheó:

-Eso mismo digo yo. El Pulga manipuló los videocasetes y el televisor; sin duda había alquilado dos películas, la una de uso privado y la otra de uso público. Metió la segunda. Era una de ésas de terror empalagoso, como le gustaban a él. Le fatigaban las películas en las que hay que pensar demasiado. El texto más largo que había leído en los últimos años era el de los calendarios libertinos impresos por su padre.

«La muerte no logrará acabar con nuestro amor», dijo uno de los personajes de la película. «Regresaré a por ti desde el Más Allá.»

Santiago no se había apartado de mí. Percibí el eco húmedo de su lengua en mi oreja y un cosquilleo que  me hizo vibrar. Rechinó levemente el somier.

-Me gustas -volvió a decir, en mi oído. -Pueden oímos -repliqué, también en voz baja.

Nos dimos un largo beso que tuvo el sabor imprudente de las traiciones y la duración del remordimiento. No tiene barba, volví a decirme. Y le susurré que él también me gustaba. Pero, no sin cobardía, recalqué el también para que comprendiese que yo sólo estaba respondiendo a su declaración anterior. Me acarició la espalda como si tuviera compasión de mí y a su vez me la implorara para sí mismo. Le apoyé una mano sobre el pecho para sentir el ritmo excitante de su respiración angustiada. Con infinita serenidad, puso su sexo tieso entre mis piernas y así permanecimos, sin prisa y sin apremios.

«Mary, oficialmente, murió hace diez años en Tucson, Arizona», seguía diciendo la película, abajo. «Pero su cuerpo está intacto. No se advierten en él las señales de la corrupción.»

En ese momento, sin embargo, mientras nuestros labios volvían a unirse, el Pulga dijo algo que no oímos, y entonces se nos echó encima todo el peso de nuestra conducta, el fantasma de la traición se interpuso entre nosotros, transformando ese calmo estado de cosas en un salvaje deseo de expiación y violencia, el beso que nos dábamos se convirtió en un mero intercambio de babas, en injurias, en dentelladas rencorosas. Santiago me cogió del brazo y me lo dobló sobre la espalda, poniéndome boca abajo, mientras me repetía que yo era una puta, que le estás poniendo los cuernos a mi amigo, puta, que quién puede fiarse de ti. Entonces se tumbó encima de mí y me penetró con toda la atrocidad de su rabia, y la manta se desplazó, y el metal de la cama se incrustó en mi carne, y la polla de Santiago me hirió hasta lo más hondo.

«El corazón de un muerto puede latir como el corazón de un vivo.»

Me quemaba su polla contra el abdomen, me dolía el brazo inmovilizado, me escocía la cara contra la cama. Tuve ganas de hacer pis. Y lo hice. Lo meé con la inflexibilidad de la venganza, lo meé y me meé. Y el calor de la orina le excitó más. Me perforó, se hundió contra mí luchando por cada milímetro posible de penetración, lacerándome y sólo empujando: para que la cama no chirriara, él no se movía, me empujaba, me horadaba, me aplastaba con su peso desenfrenado contra la cama. Quería desbaratarme como habría querido desbaratar a su conciencia, convertir su verga en un cuchillo con el que atravesar mi sexo en pos de mi alma, mientras yo deseaba que lo hiciera, que no me defraudara con sentimentalismos pusilánimes, estaba ávida de su cólera, de su castigo, ansiaba que mi coño fuera más pequeño para que él lo desgarrara y me lo desfondara. Y el mutismo riguroso en el que follábamos lo volvía todo más brutal, más enloquecedor.

«Oh, mi amor, te amaré en la cripta como te he amado en el lecho, como sólo los muertos pueden amar.»



Santiago acercó su boca a la mía y pensé que intentaba proponerme la tregua de un beso, que estaba dispuesto a claudicar y entregarse a las suaves piedades del afecto, y yo no se lo iba a permitir, no quería verle flaquear, pero él no me besó, me escupió, inundó mis labios con su saliva enfurecida. Le insulté otra vez. Vi entonces que se hallaba a un pelo de correrse. Esa era su mayor crueldad hacia mí, el dejarme allí otra vez al límite del placer, en las ciénagas del deseo insatisfecho para irse solo hacia los dominios del orgasmo. Alcé como pude el vientre. Con la mano libre me lo acaricié. Partí desde la hondonada dulce de las costillas y me demoré en el surco irreversible que lleva al sexo. Acaricié mi vientre, acariciando al mismo tiempo la protuberancia de su polla con mi carne de por medio. Pude tantear mis músculos abdominales tensos por el sufrimiento y el esfuerzo, y llegué hasta mi coño, mi propio coño asaltado por fuerzas intrusas, y le concedí el verdadero placer, apretando mi clítoris con la intensidad más personal, abstrayéndolo de la furia ajena. Pero mi cuerpo no tenía bastante. Conseguí meterme un dedo en el sexo, paralelo a la polla de Santiago, y le clavé la uña en su frágil pellejo, como él se clavaba en mi interior, y volvimos a ser dos, mientras mi mano me conducía al placer absoluto, y hubo un segundo, un brevísimo segundo en que todo se detuvo, suspendiéndose en un silencio expectante como el silencio que precede a la música.

«Encontramos el cuerpo de Frank junto a la tumba de su amada. Ambos se habían convertido en osamentas putrefactas, cubiertas apenas de piel purulenta y carne agusanada.»

Y entonces nos corrimos, con la urgencia de un llanto, y ya no pude contener más los gemidos que se ahogaban en mi pecho, porque el orgasmo me atravesó todo el cuerpo y alcanzó la garganta y se me fue en la voz, en un grito de placer y dolor, un grito de animal herido, de fiera cuyo corazón es lacerado por la perversidad de la flecha. El televisor se apagó.

Después de muchos meses, el Pulga subió al piso superior.

Qué distante, qué incierto se me figura hoy ese pasado sin ti. Es mera historia, una biografia que ya no me pertenece; evocarla es como evocar la suerte de otra persona. En esta habitación oscura donde paso mi vida, tan retirada del mundo como si estuviera muerta, tan lejos de todo como lo estás tú, Marina, mis días se asemejan a una fila de luces que se apagan una a una con la velocidad del rayo, en el torbellino devorador del tiempo, y ya veo la última bajo los tenues y caprichosos fulgores de la memoria; te conocí bajo el resplandor del sol, pero te evoco de noche, entre las sombras del crepúsculo o bajo el destello amigo de la luna. Ya no hay tiempo para mí. El dolor de mi infancia y las traiciones de mi juventud son tan lejanas como este instante, este mismísimo, instante, que no soy capaz de aferrar porque ya ha caído en el pozo del pasado, se ha reunido con el pasado que nos robaron, el único pasado auténtico, tú, Marina, tú, amor mío.

Atónito, trepado a la escalerilla, acomodándose las gafas remendadas con cinta aislante, el Pulga nos observó boquiabierto, incapaz de proferir un reniego o un reproche. Unos segundos después, asomó la cabeza de Francisca. Ella sí atinó a hablar, y cómo; nos echó encima todas las injurias y maldiciones que es dable imaginar. Los sinónimos eran su fuerte. Nosotros podríamos habernos defendido con mala leche, acusándola a su vez de rígido moralismo estalinista y otros embustes por el estilo, pero callamos, desde luego. Cualquier palabra nuestra no hubiera servido más que para agravar la situación. El Pulga no tuvo el valor, o la energía, de ponemos en la calle. De todos modos, Santiago y yo nos marchamos. Nos vestimos aprisa y mal, y salimos bajo la catarata de insultos que la andaluza continuaba propinándonos. Caminamos horas en silencio, azotados por las ráfagas de aire caliente y por el viento helado del remordimiento. En Peña Prieta nos tomamos de la mano. Nuestras palmas, muy pronto, se impregnaron de transpiración pegajosa, pero no nos soltamos. Nos sentíamos cómplices de una conjura que no habíamos buscado. Llegamos al Retiro, cruzamos el centro por Alcalá, apretamos el paso en la Puerta del Sol, luego torcimos por Preciados, San Bemardo, Bravo Murillo, el estadio y otra vez la Castellana hasta Colón. Todo un derrotero turístico de dos paletos que no sabían qué coño hacer de sus vidas. Al fin nos despedimos cerca de la medianoche, frente al Prado, y pasaron semanas antes de que volviéramos a vemos.

Del Pulga, en cambio, no supe nada hasta años después, cuando me enteré de que había heredado el taller del padre e imprimía, nuevamente, estampas de santos: han vuelto a ser negocio y dan poco trabajo por las escasas novedades que suelen verificarse en materia hagiográfica; salvo algún nuevo beato cada dos o tres décadas, no hay grandes sobresaltos. A Francisca me la encontré en circunstancias extrañas; se había casado con un senegalés llamado Mbe, o algo así, para darle la ciudadanía. Pero eso fue más tarde. Desde aquella noche ya no frecuenté a ninguna de mis amistades previas a la Traición, como yo misma, por mi mala conciencia, me empeñaba en calificarla.

Me sentía sola. Suponía, tal vez sin razón, que mis amigas se negarían a responder cuando las llamase por teléfono, no me abrirían la puerta cuando las visitara o se darían la vuelta nada más verme. A algunas de ellas me las topaba en los pasillos de la facultad, y a mí me parecía que me saludaban fríamente, antes de alejarse con un pretexto trivial. Así que por temor a que mis amigas me rechazaran, acabé por rechazarlas yo a ellas. Santiago hizo lo mismo con sus amigos.

Con ese patetismo que sólo tienes a los veinte años, abandoné los estudios y me encerré a llorar. Hablaba en solitario, buscando consuelos, algunos de ellos serios, venga ya, Sofía, que nunca has estado enamorada del Pulga; otros estúpidos, por lo menos te has librado de los piojos, mujer; pero era en balde. Lloré y lloré por días. Lloré hasta lastimarme los ojos.

Y fui al médico, un viejecito calvo, con unos pocos mechones blancos a los costados de la cabeza; era muy bueno, aunque le gustaba curiosear en la vida de sus pacientes. Como todos los médicos, éste tenía una verdadera manía por los horarios estrictos, pero para conciliar la puntualidad con la curiosidad, establecía visitas larguísimas y no te examinaba hasta que supiera exactamente lo que habías hecho desde la última vez, o desde tu nacimiento si eras un paciente nuevo.

-¡Hija!, ¿cómo estás? -me asaltó con su habitual ristra de preguntas-. ¡Hace meses que no nos vemos! ¿Vas bien en la facultad? ¿Y tu novio? ¿Dónde has ido de vacaciones?

Yo no quería hablar con nadie, y ni siquiera con él, que era el interlocutor ideal para quien deseara desahogarse, de forma que fui al grano:

-Tengo los ojos hechos polvo. Se quedó de piedra. Vaciló y luego se caló unos lentes extraños para examinarme.

-¡Dios mío! -exclamó-. ¿Qué te ha ocurrido? -He estado llorando durante días. Volvió a estudiarme los ojos. -Es verdad -sentenció con aire grave-. Te has quedado ya sin lágrimas para llorar. _¡Ay, doctor! -suspiré-, no me lo diga que me echo a llorar. -Y no exageraba. En efecto, empecé a sollozar poco a poco, me cubrí la cara con las manos, traté de contenerme, hice pucheros, gimoteé y plañí, hasta que al fin prorrumpí en un llanto tumultuoso.

-Venga, Sofia, cuéntame qué te ocurre –me palmeó el doctor.

Su amabilidad me apaciguó, y descubrí mi rostro. Mi resistencia a hablar se derrumbó. Había sufrido tanto en solitario que en ese momento, tras la última y más profunda florera, hubiera sido capaz de franquearme ante cualquiera. Referí lo sucedido, aunque, por supuesto, en muchos puntos adecenté la historia. Insistí sobre todo en el hecho de la impuntualidad. Eso tenía que impresionar al doctor.

-¡Pues enhorabuena! -exclamó él con afecto cuando hube concluido-. Ese novio tuyo no me gustaba nada. Y permíteme que te diga una cosa con entera libertad. Si es verdad que tienes tantas cosas en común con este chaval... -A su edad veía chavales hasta en los cincuentones-. ¿Cómo me has dicho que se llama?

-Santiago. -Eso es, Santiago -repitió-. Si os entendéis tanto Santiago y tú, pues os casáis y ya está.

Hacía poco más o menos un año, el médico había asistido a mi madre hasta los últimos instantes y en cierto modo se sentía responsable de mi futuro, como si fuera mi padrino. Yo le profesaba un cariño sincero y, en esas circunstancias, sus consejos paternales me reconfortaron. Mi llanto se extinguió con espasmos entrecortados. Me sequé las lágrimas y me quedé mirando de hito en hito al doctor.

-En el ínterin -añadió él cogiendo un bloc-, ponte este colirio cuatro veces al día, y no más. Con eso será suficiente. -Escribió en el bloc, arrancó la hoja, me la tendió---. Anda, vete ya, tengo la mar de prisa -concluyó, palmeándome otra vez-. Son las cinco y ya debe de estar esperando la señora de Martínez González. ¡Esa sí que está metida en follones de cuidado!, no como tú.

Me levanté tambaleándome, en silencio, apabullada. Caminé hasta la salida.

-Espero que me invitéis a la boda -dijo él, antes de que yo cerrara la puerta-. Adiós, hija, ¡y que no te pierdas!

Pasé por la farmacia para comprar el colirio. Seguía mareada, confundida. Al cabo fui sacando en limpio algunas conclusiones. Se me antojaba que la solución que proponía el doctor era la única posible. Después de todo, me decía, yo no era tan joven, a santo de qué debía aguardar a ser mayor; una boda es algo serio, de acuerdo, pero mis sentimientos hacia Santiago también eran serios, le quería, le deseaba, más de lo que había querido y deseado nunca a otro hombre. Sentí que él era el amor de mi vida, el amor que yo había buscado con tanto afán.

La dependienta de la farmacia era una señora de pelo corto y manos delicadas, que me recordaba a mi madre. Esto me inspiró tanta confianza como las palabras del doctor.

Sin pensármelo más, le pedí que me dejara usar el teléfono. Apoyó el aparato sobre el mostrador.

Hice un esfuerzo por recordar el número de Santiago. En aquella época, él trabajaba en la agencia sólo por la mañana; por la tarde dibujaba en casa, encargos de toda clase, planos, cómics, figurines, lo que cayera. Tenía que encontrarle. Llamé.

-¿Diga? -oí que decían al otro lado de la línea.

-¡Casémonos! -grité yo de sopetón. -¡Vaya, estupendo! -me respondieron-. Espero que mi mujer no me niegue el divorcio.

-Yo soy Sofia -fárfullé-. ¿Quién es? -Encantado, Sofía. -Una carcajada---. Mi nombre es José María San Juan.

Colgué. Probé otro número. Esta vez di en el blanco.

-¡Sofia, qué sorpresa! ¿Cómo estás? -Santiago pareció alegrarse de mi llamada-. Pensaba llamarte esta semana y...

-Oye, mira -le interrumpí-, tengo que hablarte.

-Pues habla, te escucho. -Bueno, el caso es que quiero casarme contigo.

-¡Gracias! -dijo él, un tanto perplejo-. Pero ¿por qué no nos vemos para discutirlo?

-Ahora mismo. -Ahora no puedo. -¡Oh, vamos, Santiago!, tienes que poder. -Que no puedo, mujer, que no puedo -replicó-. Te lo digo en dos palabras: imposible. Mañana por la noche estoy libre, si quieres.

-¡Maldita sea! -bramé-, te propongo que nos casemos y tú me sales con que estás ocupado. ¡Ven ahora mismo! De lo contrario olvídate de
mí.

Le di las señas de la farmacia y colgué sin saludarle. Me dirigí a la mujer que se parecía a mi madre.

-¿Cuánto es? -pregunté, señalando el colirio. -Son todos iguales -me dijo-. Un asco. Pero ¿qué haríamos sin ellos?

-¿A qué se refiere? -Creí que hablaba de los distintos tipos de colirio, aunque no estaba segura.

-A los hombres, desde luego -respondió-. Si tuviera fuerza de voluntad, ya me iba yo monja. Pero soy tan débil...

Me limité a asentir con la cabeza. -Tú has hecho bien -prosiguió-. No hay otro modo de tratarles. Con rigor.

-Perdone usted, pero llevo prisa -la interrumpí; estaba ansiosa por encontrar a Santiago-. ¿Cuánto le debo?

-¡Ay, chica, nada! Tómalo como mi regalo de boda. Y que seáis felices.

Le di las gracias y salí a la calle. Me paseé arriba y abajo ante el escaparate de la farmacia, con la firme determinación de esperar exactamente una hora. Luego me iría. Me resistí a contemplar mi reflejo en los cristales iluminados por el intenso sol de la tarde. Un poco más allá, la boca del metro devoraba y escupía muchedumbres sin pausa. Me eché unas gotas de colirio, que me refrescaron. Treinta y cinco minutos después un taxi frenó junto al bordillo. Santiago. Antes de que se apease, antes siquiera de que pagase la carrera, me colé en el taxi. El conductor me miró asombrado.

-Oiga... -balbuceó; usaba unas gafas gruesas, grandes y redondas como los faros de su coche.

-A Barajas -le ordené. Estábamos cerca de Atocha.

-Pero al menos tenga la bondad de permitir que baje el caballero, y luego, si acaso...

-Sofía... -intervino Santiago, aún más desconcertado que el taxista-, no entiendo qué diablos te pasa.

-Pues nada -le espeté, sin advertir que repetía el discurso del médico-, tú te casas conmigo y ya está.

-Es una locura. -¡Joder! --exclamó el taxista, saltando todas las barreras de la formalidad-, ¿por qué no escogéis también el nombre de los críos? No, si yo tengo todo el día para perder con un par de tórtolos. Total, soy un romántico de cuidado.

-Llévenos al aeropuerto -le confirmó Santiago; y después, una vez el taxi hubo arrancado, se dirigió a mí-: Dime qué te propones.

No respondí; ni yo misma sabía de qué iba todo aquello. Apoyé mi cabeza en su hombro, sin prestar atención a las quejas que profería, que nunca te he visto en este estado, que qué mosca te ha picado, tía, ¿se puede saber? no te pensarás que voy a coger un avión así como así. -Oye, ¿qué estás haciendo? -Se cubrió como si estuviera desnudo y un golpe de viento acabara de quitarle la hoja de parra.

Le pellizqué el dorso de la mano, un pellizco pequeñito y doloroso, «pellizco de monja» le llamaba mi madre. Lanzó un aullido y me dejó hacer. El taxista ni se inmutó; ya estaba avisado de nuestro extraño comportamiento.

Metí la mano en los pantalones de Santiago y extraje la polla. Se la veía muy contraída, nada que ver con el portento que yo había tenido en mi boca tantas noches atrás. Ay, Sofía, me dijo, qué loca estás. Empecé a acariciársela, suavemente, recorriendo las abultadas venas con mis dedos, masajeándole la cabeza bajo el pellejo, yendo y viniendo con calma, sin urgencia, hasta que noté que su respiración cambiaba, cambiaban sus ay, Sofía, y sentí que su sexo engordaba entre mis dedos; para subir y bajar mi mano ahora tenía que recorrer un largo trecho, y seguía engordando. Le tiré hacia atrás el pellejo y asomó una cabeza roja, desafiante, todo un órgano viril, me dije, y entonces me llevé los dedos a la boca, sabían ácido, los llené de saliva y regresé, le empapé la punta de la polla, y él Sofía, Sofi, noté que ya la tenía mojada, sudaba, nunca pensé que las pollas sudaran, o tal vez había sido mi mano, antes, pero el caso es que ahora con la humedad de la polla y el movimiento del taxi yo apenas tenía que hacer algo, el resto se hacía solo, ay Sofi, Sofi. Parecía delirar de gozo; yo, en cambio, apoyada aún sobre su hombro, no experimenté grandes placeres, sobre todo por la visión del taxista, que conducía impertérrito, pero no bien miraba hacia un costado para atender a las eventualidades del tráfico, se le veían los rasgos, no sólo la nuca filosa y la gorra, y el pobrecillo era muy feo, tenía la cara larga y huesuda, donde ocurría una nariz prominente de cuyos orificios asomaban unos pelos negros y espesos, un espectáculo muy poco estimulante, lo mejor era mirar los otros pelos, los de Santiago, desde los cuales se alzaba su polla ya completamente empalmada, el pellejo se había estirado al límite de sus posibilidades.

Y mi mano entonces, al subir y bajar aprisa por aquella carne durísima, percibía minúsculos puntos granulosos, como un empedrado, los átomos de su polla granítica, y él había echado el cuello hacia atrás, recostado sobre el asiento, y había perdido toda compostura, Sofi, decía, apriétamela, apriétamela, y yo se la apreté, más Sofi, más, la estrujé, la estrangulé, pero él no tenía bastante, la mojó él, la aferró él, y yo aferré su mano que aferraba su polla, y él se bajó un poco más los pantalones, y me devolvió su polla, se mojó un dedo, y se lo metió en el culo, más, Sofi, más, jadeaba, mientras se cogía los huevos, se metía el dedo, más, más, y el taxista ya escudriñaba de tanto en tanto por el espejo retrovisor, sin decir una palabra, pues las decía todas Santiago, más, más, entonces me arrodillé como pude y se la cogí con las dos manos, pero la tenía al máximo, una erección imponente, descomunal, yo tenía sitio aún para subir y bajar con ambas manos, era formidable vamos, Sofía, vamos, casi gritó, hundiéndose aún más el dedo en el culo, y entendí que ésa era la señal, la oprimí con todas mis fuerzas, le clavé las uñas y luego jalé hacia abajo una sola vez, con un golpe seco.

Fue una eyaculación digna de tamaña erección, un chorro exuberante, impetuoso, que debió de llegar al techo, aunque no lo vi, y luego se le derramó encima de los pantalones y de mis manos. Desde mi posición espié por encima del asiento para ver si el taxista había presenciado aquella apoteosis, que seguramente tenía que enfadarle sobremanera, pero no, por suerte en ese momento sólo le importaba un autocar repleto de turistas que atascaba la autopista.

Con una mueca de dolor, Santiago se extrajo poco a poco el dedo del ano. Luego me pasó un panuelo; nos limpiamos cuanto pudimos, que fue poco. Volví a sentarme a su lado, en tanto él se subía los pantalones, aunque no pudo cerrarlos, porque la polla todavía no se le bajaba. Seguía casi tan empinada y dura como antes. Ay, Sofi, dijo por última vez, eres una golfa. Abrí la ventanilla; no olía nada bien allí dentro.

-Y lo peor de todo -le dije muy bajito- es que no tenemos nada que hacer en el aeropuerto.

-Ya -sonrió; había entendido; se cubrió el sexo con la hoja de parra del pañuelo sucio-. ¿Te parecen éstos modos de pedir la mano de un hombre?

-Fue un truco bastante burdo -admití, aunque no me chanceé diciéndole que en realidad le había pedido otra cosa---. Pero ¿qué opinas ahora de mi proposición?

-Hemos llegado. ¿A qué parte vais? -dijo el taxista. En efecto, ya estábamos entrando en la estación terminal. Yo nunca había volado y por un instante me tentó la idea tópica de coger un avión al tuntún y alejamos para siempre de Madrid, como hacen en las películas norteamericanas. Hubiera sido un final feliz, pero en cambio era sólo una tregua efímera---. ¿Me habéis oído, tórtolos guarros?

-¿Cómo se permite? -Santiago se fingió ofendido-. ¿Por quién nos ha tomado?

-No, hombre, no, no hace falta que disimules -respondió el conductor---. ¿A mí qué más me da? Lo que quiero es que no me dejéis la tapicería hecha un asco. -Amenazó con echar un vistazo al asiento de atrás.

-Oiga -le detuvo Santiago-, he cambiado de idea. -Le hablaba al taxista, pero tenía sus ojos clavados en los míos-. He cambiado de idea -y le ordenó que nos llevara otra vez a la farmacia de Atocha.

-Allá vosotros -dijo el conductor encogiéndose de hombros.

-De acuerdo -me susurró Santiago de improviso, luego de un prolongado silencio-. ¿Cuándo quieres que nos casemos?

Tenía gracia discutir sobre la boda en esas condiciones: a él aún no se le había aplacado del todo la erección, y la polla, enhiesta, se bamboleaba bajo el pañuelo con los zarandeos del taxi.

-Cuanto antes -dije-. Y puedes hablar en voz alta. Después de los gritos que has pegado, no creo que esta conversación deba mantenerse en secreto.

Sonrió, dejándome ver la fila blanca y ordenada de sus dientes.

-Con la sorpresa -comentó-, tú sabes, con lo que me has hecho... -Santiago miró al conductor, colorado, y pugnó por meterse la polla dentro de los pantalones-. No había podido mirarte la cara. Así que dime...

-¿Sí? -Lo abracé. Me abrazó. -¿Qué tienes en los ojos? Se rió mucho con la historia del médico, la boticaria y el tal José María.

-Por suerte lograste recordar mi teléfono -observó.

-¡Ahora sí, basta! -intervino el taxista, mientras frenaba el coche ante la farmacia---. Si no os apeáis aquí por las buenas, os doy de zurriagazos. ¿Qué preferís?

Una fortuna nos acabó costando esa carrera inútil. Cuando bajamos, vi que el conductor le hacía un guiño a Santiago a través de las gafas redondas. El pañuelo cayó junto al bordillo.

-Santiago -murmuré, ya en la acera. -Tenemos que festejar. -Santiago.

-Déjame que te lleve a algún sitio. Un sitio caro y elegante. Beberemos champán. -Se le veía ya francamente entusiasmado; nuestro entusiasmo de provincias-. Tengo que despachar unos planos para mañana, pero no importa. Pasaré la noche en vela. ¡Ahora quiero festejar!

-Vale, Santiago -insistí-. Pero antes córrete la cremallera, que te la has dejado abierta.

-¡Es verdad! -dijo él, llevándose la mano a la bragueta; se interrumpió bruscamente-. ¡Un momento! Quiero darle una lección a esa bocazas. -Me cogió de la mano y entró en la farmacia. Se paró ante la dependienta que se asemejaba a mi madre. Ella interrumpió sus tareas para contemplamos estupefacta. No pudo evitar que su mirada se deslizara hacia abajo, hacia los pantalones abiertos y sucios. Santiago me preguntó-: ¿Es ella? ¿Es ésta la mujer a quien tanto debemos tú y yo.

-Sí -respondí. Le atrapó la mano al vuelo y comenzó a besársela con grandes aspavientos.

-¡Gracias, señora, muchísimas gracias! -gritó-. Por sus consejos hemos decidido casamos. Lo menos que podemos es guardarle eterna gratitud

Ya había pasado de la mano al brazo, y el muy bufón seguía subiendo, mojando a la dependienta con largos besos babosos. Jamás le habla visto hacer algo por el estilo, pues solía ser muy discreto. Ahora se le notaba exultante, como yo, y le quise mucho. Ciertas tonterías, hechas en compañía de otra persona, parecen tener mucho más valor del que realmente tienen, porque ofrecen la ilusión de la complicidad, de la alegría compartida, de la confianza mutua; crees que estás viviendo episodios que habrás de recordar por el resto de tus días.

La dependienta logró zafarse y retrocedió espantada, mientras Santiago continuaba gritando:

-¡Le estaremos siempre reconocidos, señora! ¡La invitaremos a la fiesta! ¡Será usted la madrina de nuestros hijos!

-¡Señor Córdoba, señor Córdoba! -chilló la farmacéutica, escapando hacia la trastienda.

Santiago comprendió que había llegado el momento de hacernos humo, así que salirnos de estampía.

En noviembre, cuando nos casamos, si no invitamos a la dependienta a la fiesta fue porque no la hubo. Pero sí la invitamos al Registro Civil, y desde luego brilló por su ausencia. Quien no faltó fue el médico, que hizo de testigo junto con Manolo, uno de los pocos amigos de Santiago que seguimos frecuentando, pues no pertenecía al círculo del Pulga. Fue una ceremonia triste, como era de prever; no quisimos invitar a otros conocidos que éstos: poco a poco habíamos terminado por aislarnos de todo y de todos. No obstante, yo abrigaba esperanzas de ser feliz y creía que tarde o temprano habíamos de echar el pasado al olvido; cuando eres tan joven como yo lo era entonces, piensas que siempre habrá una oportunidad más en tu futuro, hasta que en las manos se te quedan las puras ilusiones sin cumplir. Suponía que era posible inventar el amor si se hallaba a la persona adecuada con quien hacerlo, y suponía, me empeñaba en suponer, que Santiago era esa persona. Si busco ahora las razones por las cuales nos casamos, me parece encontrarlas en un sentimiento que poco o nada pinta en el amor: el orgullo. Sin duda, Santiago y yo queríamos demostrar, no sólo a los extraños, sino también a nosotros mismos, que nuestro proceder no había sido caprichoso, fútil, culpable. Habíamos sido desleales con nuestros amigos, y sólo el haber obedecido ciegamente al amor podía darnos la justificación de nuestra conducta, la absolución.

Sin embargo, era inevitable que a la postre se instalara entre nosotros un velado resentimiento: cuando nos mirábamos cara a cara, temíamos que el otro nos considerase una persona traicionera. Y esto pesaba sobre todo en el ánimo de Santiago. Tantos le habían defraudado a lo largo de su vida, tan incapaz parecía ya de soportar una sola humillación más, que se sentía excesivamente en deuda con quienes se fiaban de él, como los perros apaleados que agradecen a quien los azota las interrupciones en la paliza. Por ello, también, era muy celoso. Has engañado una vez, decía, ¿por qué no habrías de hacerlo de nuevo?, por la ventana has entrado en mi vida y por la ventana querrás salir.

La ceremonia de la boda, en cierta manera, le imprimió su signo a todo nuestro matrimonio. Ya casi no volvimos a cometer por la calle esas temeridades infantiles, como la del taxi o la de la farmacia, a las que yo había llegado a tomar por indicios de felicidad. Aquella misma tarde en que decidimos casamos, mientras bebíamos champán en un bar del Retiro, que resultó caro aunque no elegante, Santiago empezó a cantarme ese bolero cuyo nombre no recuerdo. Y lo siguió haciendo durante mucho tiempo. «Amor, nada nos pudo separaaaar... Luchamos contra toda incomprensión ... » Desafinaba mucho adrede, y en ocasiones yo me preguntaba si no estaría él disfrazando de sarcasmo su rencor hacia mí. Luego, poco a poco, fue olvidándose del bolero, y desde la muerte de Laura ya no volvió a cantarlo.

En cuanto al rencor, latente al principio de nuestra relación, manifiesto al fin, nos condujo a una sucesión creciente de desenfrenos, cuyo resultado había de dañarnos irremediablemente. Adquirimos ciertas costumbres perversas que repetíamos en nuestra soledad de cada noche, como una pesadilla.

Nos dábamos cuenta de que las cosas no habrían podido seguir así por mucho más tiempo, pero carecíamos de la voluntad necesaria para acabar con ellas. No tengo derecho a acusar únicamente a Santiago, ni a declararme una simple mártir. La conciencia me exige confesar que mi sed de erotismo de entonces prefería beber de ese tumultuoso manantial que irrigamos juntos desde nuestro primer acto sexual, violento y cargado de rivalidad; estrechamos un vínculo indigno que se basaba en la intersección de un aspecto parcial de nuestras personalidades, meras potencialidades jamás realizadas previamente.

Por ello exijo que no se impute a Santiago por lo menos esa parte de mis desgracias. Ambos fuimos verdugos y ambos fuimos víctimas de nuestra relación enferma. No me queda más que alegar los desconsuelos de mi arrepentimiento, porque me está prohibida la coartada de la inocencia. Yo empujé a Santiago a avanzar aún más allá de donde habíamos llegado. Me parecía que con él podía llegar a probarlo todo. Nunca me había ocurrido antes. Me juzgaba fuera de los juegos perversos y las pasiones crueles, ni siquiera había entrevisto la posibilidad de que el dolor fuera una de las caras del placer; por el contrario, los sinsabores de mi infancia me habían llevado siempre a buscar la serenidad y la comprensión en el amor. Pero desde aquel primer polvo con Santiago el peligro empezó a atraerme, confusamente, y sentía la fascinación de quienes caminan por las cornisas de los edificios altos o apuestan toda su fortuna a un número de la ruleta. En un instante trivial podíamos arriesgar la vida con el propósito de dotarla de sentido; no obstante, la trivialidad intrínseca del riesgo nos impedía sentimos satisfechos; entonces buscábamos episodios más comprometedores, verdaderas proezas, que debían ser capaces de saciamos, y nada nos saciaba, y nos sometíamos a pruebas, y el ciclo volvía a empezar, partiendo cada vez de un punto más imprudente, ya sin retomo; y a esta carrera enajenada se añadía el sentimiento de culpa: nuestros actos nos agobiaban, pero en lugar de renunciar a ellos nos castigábamos con nuevos excesos. Es difícil salvarse una vez que la rueda de la degradación ha comenzado a rodar. Hace falta una catástrofe. Santiago y yo nos detuvimos cuando ya era tarde, muy tarde, a costa de la sangre y de la muerte.

Es que ya no nos bastaban los insultos, la rudeza, los arañazos; solíamos miramos, insatisfechos, con ansiedad y alarma a la vez, preguntándonos en silencio: ¿y ahora qué?, ahora ya hemos pasado esas barreras a las que teníamos por el límite máximo de la osadía, ahora la aventura ha dejado de serlo para volverse costumbre. No teníamos bastante, necesitábamos algo más.

La primera vez que me ató fue casi una mera travesura, un experimento. Estábamos desnudos sobre la cama, jadeando, boca arriba, después de haber fracasado en un intento de follar de un modo más sensato. Me lo propuso en el tono titubeante de quien da por descontado que su oferta será rechazada, como cumpliendo un inútil compromiso formal:

-Tú no quieres que te ate, ¿verdad que no? El modo en que la pregunta había sido formulada no era muy excitante, pero me excitó. Y fue entonces cuando padecí ese maldito sentimiento de culpa que se infiltra en la tentación. Me remordía sentir deseo ante una idea tan descabellada, y para escarmentarme sucumbí a ella.

-Sí -dije-. Hazlo. Ahora mismo. Vaciló un momento, aunque luego acabó por levantarse. Revolvió en el armario hasta encontrar dos cinturones de cuero. Acto seguido me amarró los tobillos a los pies de la cama, dejando las ligaduras lo suficientemente flojas como para que yo pudiera liberarme con un simple movimiento.

-No, así no -afirmé-. ¡Más fuerte! No seas cobarde.

Los ajustó. Mis piernas abiertas quedaron inmovilizadas por completo. Nos observamos, supongo que con la secreta esperanza de que el otro renunciara a esa extravagancia, pero ninguno de los dos habló. Y así perdimos la oportunidad de echamos atrás. Santiago salió de la habitación y regresó con un cable eléctrico. Ató un extremo a la cabecera y el otro a mi cuello, con un nudo corredizo. Sólo me quedaban libres los brazos: apenas podía moverlos sin ahogarme. El cable era corto, de manera que no había posibilidad de correr el nudo para desligarlo.

-¿A qué esperas? -le espeté-. Fóllame. Me gritó que yo era una zorra por querer que me follara de ese modo y me propinó un sopapo. En el golpe, mis propios dientes me cortaron el labio inferior y percibí el gusto apesadumbrado y obsceno de la sangre. Le dije que era mucho más que una zorra. Logré que me insultara más aún, que volviera a tundirme. Con cada bofetada su polla se empalmaba un poco más. Me puse una mano sobre el coño y comencé a magrearme.

-Te gusta tocarte, ¿eh? -me dijo él. -Sí, sí, sí -repliqué-. Hazlo tú también. Rodeó con los cinco dedos su polla empalmada. Se masturbó a menos de diez centímetros de mi cara. Su mano derecha fue y vino sobre el sexo enrojecido, con movimientos breves y bruscos, mientras la izquierda me cogía por los cabellos para obligarme a mirarle, para apartar mis ojos de la visión de mi propio cuerpo. Tócate más, le dije, acariciándome los pezones, tócate como yo, y él me imitó, soltó mi cabellera, se rozó con las yemas el círculo de sus tetillas escondido tras la espesura de los pelos, y tembló víctima de espasmos ambiguos; éramos dos perros solitarios que no sabían procurarse placer el uno al otro y debían contentarse a solas. Santiago ahora se tocaba los músculos del pecho, del abdomen, sus muslos, y ponía ambas manos sobre la polla tiesa.

Era embriagador verle obrar así, al tiempo que en mi sexo penetraban mis propios dedos expertos y en los tobillos y el cuello las ligaduras me atormentaban por ser una zorra, mucho más que una zorra, ¿cómo es posible que esté gozando?, me repetía por lo bajo, que esto me guste, y el reproche ensanchaba mi fruición, me regodeaba en la desazón, porque mi sexo se hinchaba, y dentro de mi sexo el punto de felicidad más portentosa ya estaba duro, durísimo como la polla de Santiago, áspero, y se me hacía imperioso apretar sobre él, con el justo furor, y correrme, correrme por fin, para que Santiago viera el ritmo de mis contracciones y apurara el ritmo de su masturbación y me derramara el chorro ardiente de semen sobre la cara, ya, así.

Tuvimos apenas un momento de abatimiento. Pero estábamos calientes, como dos fieras en celo, y quemamos más. Le cogí de un brazo y le atraje hacia mí. Subió a la cama, se arrodilló a horcajadas sobre mi pecho y me metió el sexo en la boca. Mientras se lo chupaba con mis labios cubiertos de semen y sangre, sentía cómo él aún se sacudía bajo los efectos del orgasmo anterior; eran los últimos restos, el fondo de la botella, los ecos retrasados. Tardaba en recuperar la erección, y mi excitación me urgía: incrusté las uñas en sus nalgas, y entonces sí, se fue empalmando otra vez, menos que antes, pero lo suficiente para penetrarme. Lo hizo, yo estaba a su disposición, prisionera y con el coño abierto de par en par entre las piernas separadas, recibí con ansiedad la Regada de ese pedazo de carne algo blanda que, pese a que no lograba llenarme por completo, igualmente me enardecía, y sin embargo, ironicé, me burlé de Santiago para azuzarle. Lo conseguí. Tanto él como su verga respondieron, y conforme nos acercábamos al nuevo orgasmo, le hundí más las uñas, en la espalda y en los hombros, hasta herirle. Besé su sangre con mi boca sangrienta y él me besó la cara, me la lamió para tragarse las rociaduras de su propio semen. Al sentir en mi interior la sacudida de su eyaculación, tensé mi cuello para que el cable me sofocara, apreté el clítoris contra su pelvis y me corrí.

No hubo una tercera vez. Como un mago al que le han fallado los trucos y en medio del abucheo del público recoge la chistera, el conejo, la varita mágica, así, con la misma vergüenza consciente del fracaso, Santiago me desató en silencio, nos lavamos, curamos las heridas, ordenamos las sábanas y nos dormirnos abrazados el uno al otro, como si temiéramos caemos por alguna pendiente imaginaría.

Al día siguiente volvimos a hacerlo, sin embargo; y muy pronto se volvió indispensable. Ya no podíamos follar de otro modo.

La espalda de Santiago tenía la carne al rojo por culpa de mis arañazos. Pero me obligaba a mantener las uñas largas, porque ese suplicio le hacía gozar más. Por mi parte, debía llevar gafas de sol a fin de ocultar los hematomas, las magulladuras que presentaba mi cara, aunque era en balde, y entonces inventaba las excusas más disparatadas para justificar durante el día esas señales de mi vida nocturna; al cabo, Santiago se avino a pegarme sólo sobre el cuerpo, que la ropa fácilmente podía cubrir. Nos habíamos casado en busca de un modesto refugio de quietud. Nos hallábamos, en cambio, en un vórtice de ciego desenfreno cuya intensificación nos seducía morbosamente. Con el propósito de crear una vía de escape, en un momento de lucidez (que eran pocos, pues casi no hablábamos del asunto, como si no fuera de nuestra incumbencia) decidimos tener un hijo, pero cuando quedé preñada, nada cambió. Seguimos adelante con nuestro infierno, es decir, con lo que nosotros juzgábamos un infierno, pues de habernos entregado a nuestras inclinaciones con despreocupación, sin dramatizar, quizá todo hubiese sido distinto.

Y, por ejecutar tantas veces el mismo acto, aquella idea que había empezado siendo una novedad acabó por convertirse también en un hábito. Santiago lo intentó todo para que no desapareciera el sabor del riesgo, bordeó lo ridículo. Compró un consolador, enorme y lleno de pinchos en la base, con el que intentaba estimularme; fue más violento, reemplazó cinturones y cables con sogas a propósito, en ocasiones resolvía tenderme en el suelo, o sobre el somier, como la primera vez, a fin de quitarme las comodidades del colchón, sugirió que podíamos traer a alguien más para no estar siempre a solas, conseguía terribles vídeos pornográficos para que los mirásemos mientras follábamos; en suma, toda la escenografía clásica del erotismo decepcionado, que de nada servía. Siempre nos daba la impresión de que aún faltaba algo. La situación había cobrado un cariz de representación teatral, invariable y fatigosa, en la cual nuestros polvos sólo tenían finales tristes. Había un solo terreno que no pisábamos, por un acuerdo tácito: el del sexo anal. Una vez, recordando la paja del taxi, quise introducirle un dedo en el culo a Santiago, pero él me rechazó de plano; eso podía hacerlo solamente él, me dijo, y en muy raras oportunidades. Los hombres dan, pero no reciben, afirmaba, pueden ser el que tira el penalti, pero nunca el portero, eso sí que no. Tal vez le atormentara el recuerdo de cuando tuvo que prostituirse, no lo sé, pero comprendí que ése era un asunto en el que no debía inmiscuirme. En lo que a mí se refiere, me oponía siempre a que me sodomizara, pues por experiencia (un par de novios lo habían intentado sin conseguirlo) estaba segura de que el dolor superaría con creces la satisfacción. Y él se resignó a mi negativa a cambio de mi recíproca renuncia.

Cuando Santiago me desataba, yo iba al baño, echaba la llave, con el cuerpo dolorido y el alma insatisfecha, para masturbarme. Puede parecer extraño, pero mi goce solitario se me antojaba una purificación tras aquellas escenas frenéticas. Me devolvía el bienestar que había buscado toda la vida hasta el matrimonio. El baño era mi lugar de placer, y yo misma la persona que mejor conocía el modo de obtenerlo. Me masturbaba en la ducha, en el bidé, o en un rincón, con los ojos llenos de lágrimas o con una sonrisa de desquite, a mis anchas. En ocasiones, cubría todo mi cuerpo de crema o jabón hasta volverlo escurridizo y suave. Entonces me miraba al espejo, con la piel
brillante, excitándome con mis formas sensuales, deslizaba las manos sobre la carne tersa, sobre la carne caliente, me chupaba mis propios pezones llenos de espuma, me mordía ligeramente el hombro y se me hacía irresistible el deseo de buscar el coño con los ´dedos resbaladizos y complacerme por fin, sin palizas ni ligaduras, sin pollas ni intrusos, yo sola, con una mano subiendo y bajando por la pierna y la otra en el sexo, yo sola, yo doble, yo la verdadera en el espejo y mi simulacro allí en el baño, de pie, con la cara renovada por la satisfacción y las rodillas flaqueando por el orgasmo.

Pero el caso es que, una madrugada tormentosa, Santiago me ató a la cama, como de costumbre. Estaba borracho. Había pasado la noche ante el ordenador, acribillando naves espaciales y marcianitos, con una botella de whisky a su lado, mientras yo leía un libro tumbada en el sofá. Creo que era sábado, porque así transcurríamos nuestras veladas cuando no debíamos trabajar al día siguiente. El whisky se le acabó y me ordenó que le llevara ron.

-No bebas más -me atreví a decirle. -¡Cállate y obedece! -me gritó. Supe que algo iba a pasar: él no acostumbraba a gritarme. Salvo cuando echábamos a rodar la maquinaria de nuestra insatisfacción sexual, no me trataba así; incluso solía ser cariñoso. Le llevé ron. Lo acabó también. Pidió vodka. Obedecí y me fui a la habitación. Me desvestí, me metí en la cama.

Muy pronto me quedé dormida. Desperté por el fragor de la lluvia, una tormenta salvaje y tumultuosa. Santiago me estaba atando los pies. ,No era la primera ocasión en que me despertaba con la ceremonia de las ligaduras, así que le dejé hacer. Estaban las luces encendidas, y en la claridad eléctrica todo parecía más intempestivo. Me insultó, me abofeteó, me arrancó las bragas de un manotazo. Exigió que me masturbara delante de él. La erección, sin embargo, no llegó. La borrachera le había casi inutilizado. Para acicatearle, murmuré:

-Pégame más. Tus golpes no me duelen. Es cierto. Fue eso lo que dije. Estaba embarazada de casi tres meses, sabía de sobras que ya no debía provocar a Santiago, pero lo dije. No pude evitar caer en esa trampa tendida por mi propia voluntad. El fracaso, el alcohol y mis palabras le pusieron fuera de sí. Me pegó en todo el cuerpo, en la cara, y también en la tripa, echándome la culpa de su impotencia, ya nunca seré capaz de follar, me has arruinado para siempre, puta. Me zurró -hasta quedarse sin fuerzas.

-Méteme el consolador -le dije entonces. Se puso en cuclillas encima de mi pecho, dándome la espalda, inclinado sobre mi coño, para penetrarme con el sustituto de su virilidad. Le aferré por las caderas, le guié hasta mí. Pasé la lengua sobre sus nalgas, las restregué contra el borde de mis dientes. El, sin embargo, no se quejó. Antes bien, acomodó su culo justo a la altura de mi boca para que se lo chupara. Sin duda, ése era un día muy particular.

Sabía dulce; mi saliva se llenó con un agradable regusto, que curiosamente me recordó a los caramelos de leche que preparaba mi madre cuando yo era niña. Pero no era el momento de entretenerme en nostalgias porque el sexo de Santiago empezaba a endurecerse, en un lento despertar. Había abandonado el consolador entre mis piernas y se dedicaba a disfrutar del goce que nos teníamos prohibido. Le metí la punta de la lengua y él emitió un gemido de placer. Se relajó, para abrirse bien a la desfloración de mis besos, de modo que le introduje la lengua hasta donde me fue posible. Yo no podía alzar más la cabeza, porque la soga me retenía el cuello y lo laceraba. Santiago se dejó caer aún más sobre mí, y yo le acaricie el culo, mientras seguía chupando, bordeé con la punta de los dedos el orificio del ano, para estudiar sus reacciones. No, me dijo, no, pero yo ya le conocía sus negativas y se veía que lo decía más por compromiso y temor que por otra cosa. Continué. Me mojé el dedo índice y, mientras mi lengua lamía los bordes tensos, se lo fui metiendo lentamente, hasta el primer nudillo, hasta el segundo, hasta la base.

La erección ahora era completa. Le cogí la polla con la mano izquierda, la rodeé toda y se la meneé rítmicamente, al tiempo que metía y extraía de su ano el índice, ya cubierto de una sustancia pegajosa. Me gritó que ahora sí, ahora quería más. Así que al índice le añadí el corazón y luego el anular, pero aún no estaba satisfecho. Deseaba que lo penetrara más profundamente, que le llenara por entero aquel hueco abierto a todo.

-Dame el consolador -ordené. Dudó. Su respiración agitada seguía el ritmo de mis manos, que a su vez repetían el enloquecedor compás de la lluvia estremeciendo las ventanas. Al fin, Santiago se decidió a pasarme el consolador. Aulló cuando le empalé.

En cada mano sostuve una polla, una verdadera y otra falsa; podría haberlas distinguido a ciegas por el modo en que creció la polla de carne. Entre mis muslos sentí la humedad de mi propio sexo. Me enloquecía verle así, entregado a mis caprichos, esclavizado, a merced de mi tiranía; podía ultrajarle, degradarle, hacerle gozar. Hundí cuanto pude la polla falsa y él se retorció de satisfacción. No tuve -que menearle el consolador en su culo, porque se corrió al punto de una manera desaforada, más que en el taxi. Se sacudió varias veces y al fin quedó como muerto sobre mi tripa. Luego se lamentó de que le dolía. Pensé que no debía prolongar el sufrimiento por mucho tiempo, de modo que le arranqué el consolador de un tirón. Volvió a aullar y se derrumbó con lágrimas en los ojos.

-Estoy mareado -balbuceó-. Me siento mal. Tuvo una arcada brusca que le pilló por sorpresa. No alcanzó a apartarse y me vomitó encima

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del coño. Cayó otra vez, con la cara sobre sus propias excreciones.

-¿Qué me has hecho? -lloró-. ¿Qué me has hecho9

-Venga ya, hombre -le dijo---. No lo sientas, que te lo has pasado de puta madre. -Se levantó con mucha lentitud; apenas si podía andar---. En cambio a mí me tienes sobre ascuas.

Con sus ademanes aturdidos de borracho violado, me metió débilmente el consolador en el coño, pero no tenía el vigor suficiente para moverlo. Debió de notar la desilusión de mi rostro porque me preguntó:

-Tú también quieres más, ¿verdad? Asentí. Fue al salón en tangas Permanecí a solas., escuchando la lluvia, atada, con los dedos sucios y cubierta de semen y vómito: tendría que haber comprendido la desmesura de aquella condición. Sin embargo, estaba excitada como nunca; me aparté los pelos del coño, separé los labios, aislé el bulto agarrotado del clítoris; le acaricié los lados, presioné sobre él; mi único pensamiento, mi única obsesión era lograr un orgasmo novedoso, que fuera capaz de sacudirme de encima el tedio en que me hallaba.

Santiago había adivinado mis pensamientos: regresó con uno de esos grandes tubos de plástico rígido en que llevaba a la agencia los dibujos hechos en casa. Tendría unos cinco centímetros de diámetro y por lo menos cuarenta de largo. El corazón me latió en el pecho, alborotado. Santiago parecía haber recobrado las energías ahora; su boca esbozó un rictus irónico. Había pasado la satisfacción; era el tiempo de la venganza.

-Eso es demasiado -me atreví a murmurar, viendo las dimensiones del tubo de plástico-. Dame por el culo, si te apetece, pero eso no me lo metas.

Temía las consecuencias de nuestro frenesí y estaba dispuesta a hacer cualquier concesión para evitarlas, pero a la vez, secretamente, anhelaba que ningún escrúpulo retuviera a Santiago. Me arreó un puñetazo en el cuello. Quise incorporarme, olvidando las ligaduras, y la soga me ahogó con un golpe seco que volvió a arrojarme a la cama. En el momento en que caía, Santiago me pegó otro puñetazo, ahora en la nariz, inundándome la cara de sangre.

-¡Estáte quieta! -rugió. Nunca me había dado puñetazos; sólo bofetadas. Le imploré piedad, y eso le enardeció todavía más. Alenté la última esperanza de que un orgasmo furioso lo justificara todo.

El apoyó una mano sobre mi vientre y con la otra empezó a introducirme el tubo por el coño. El dolor fue demoledor. Quise gritar pero mi voz se ahogó en un sollozo que no pasó de la garganta.

Santiago siguió adelante. Ya me había introducido la mitad del tubo. Me daba la impresión de que una hoguera carbonizaba mi carne y que los huesos se separaban descoyuntados. A esas alturas era evidente que no iba a poder correrme en semejante modo. Me acaricié el clítoris para tratar de volver a aislarlo del mundo circundante, del dolor, para consolarme. Percibí el sabor de la sangre que seguía manándome de la nariz. «Nada que me metas me gustará. Sólo yo, yo misma, puedo hacerme gozar, dije o pensé; no lo sé a ciencia cierta. La desmesurada penetración me precipitaba en una suerte de desvarío donde no existían límites entre la pesadilla y la vigilia, entre el lenguaje y la alucinación, entre la memoria y el presente. El tubo me estaba atravesando, era peor que la hoja de un cuchillo, y se me figuraba que lo tenía ya en la garganta, contra el espinazo, sobre los riñones, en el cerebro. No podía entrar más, no habría forma de hacerlo pasar.

Y entonces, sin embargo, Santiago lo golpeó en el extremo con la palma de la mano, para enterrármelo por completo, más allá de mi sexo y de mí misma, de mi cuerpo y de nuestra enajenación. Ignoro qué hizo a continuación. Yo me desvanecí. Recobré el conocimiento con la vagina y las piernas anegadas en un lago de sangre que teñía las sábanas de rojo y encharcaba el colchón. Santiago lloraba desatinadamente sobre su propio vómito. No me podía mover. Sentía puntazos de dolor en todo el cuerpo. Fuera aún llovía a cántaros. Entendí el porqué de la hemorragia.

-¡Tengo pérdidas! -le grité a Santiago, pero él no reaccionó-. ¡Aprisa!

No podía levantarme, porque aún estaba atada y cada segundo perdido era precioso. Le cogí por los cabellos y lo zarandeé, desesperada. Abrió los ojos.

-¡Aprisa! ¡Llévame al médico! Me desató. Cubrió mi cuerpo ensangrentado con una chaqueta suya y en volandas me llevó a la calle. La lluvia cayó sobre nosotros como una admonición. Subimos al coche tropezando. No volví a perder el conocimiento, pero no soy capaz de recordar cómo hizo Santiago para conducir en ese estado, ni por dónde fuimos, ni a qué hospital. Y luego todo sucedió muy deprisa: la presteza de las enfermeras, las excusas de Santiago y ese médico de acento extremeño (la memoria es peculiar: no, recuerdo su cara, pero recuerdo su acento), ese médico que amenazaba a Santiago con llamar a la policía hasta que yo logré balbucear para echarme todas las culpas, no fue él, fue otro hombre, sus insultos, la potente lámpara del quirófano, la anestesia. Después de unos días regresé a casa. Santiago había cambiado las sábanas, pero se le había olvidado quitar las sogas de los pies de la cama.

Lo siento. No es sin pudor que narro estos hechos. En nuestros días la desolación se ha quedado antigua, ya no se lleva; basta con que en tu rostro rueden un par de lágrimas para que te acusen de traficar con el patetismo. Preferiría omitir esta desgracia, y la que vino luego, Marina, escribir un libro despreocupado y frívolo, hablar del amor y la muerte como se había de una merienda en el parque, es decir, preferiría que estas cosas no hubieran sucedido. Pero sucedieron. Y eso lo siento mucho más. No era la primera vez que abortaba. Sólo que en el pasado lo había hecho por mi propia voluntad. Ahora era distinto; había puesto muchas esperanzas en aquel parto que nunca llegó. Suponía que podía devolverme a los dominios plácidos de una vida sin sobresaltos, que me permitiría enmendar en el fruto de mi vientre, como en una especie de reparación histórica, las injusticias que yo misma sufrí durante la infancia. Sin embargo, todo terminó antes de empezar. Imaginé que el feto muerto era una niña. La llamé Laura. Nunca le acaricié los cabellos, ni la vestí tras haberla bañado, ni la llevé a la escuela. Acabó su vida sin principio entre la basura de un hospital cuyo nombre desconozco.

Santiago lloraba pidiéndome perdón. Pero no era él quien debía sentirse culpable de la muerte de Laura. Era una fatalidad en la que los dos, por partes iguales, habíamos participado, arrastrados por nuestra pasión desmesurada. En lo sucesivo procuramos cuidamos, vigilamos el uno al otro, para no volver a despeñamos en ese abismo creado por nosotros mismos. Sólo una vez más volvería a atarme, después de mucho tiempo, demasiado ya.

Renunciamos a las emociones, a la idea de tener otro hijo, a ser felices. Abandonamos la violencia por la cordialidad indiferente, viejos remordirnientos por desconsuelos nuevos. El amor físico, se volvió entre nosotros esporádico y desganado, llegar a un orgasmo nos costaba un trabajo que pocas veces estábamos dispuestos a realizar.

De esas fatigas inútiles, recuerdo el sudor pegajoso de los interminables intentos, nuestros sexos irritados y ajenos como en un sueño, la agitación, de Santiago, sus jadeos, el vislumbre reinante de un placer que acababa por perderse en los laberintos de una frialdad incomprensible. Y luego, cuando mi cuerpo desbordaba de ardor sin desahogo, me escapaba al cuarto de baño a procurarme los pulidos secretos de Narciso, y mi apatía se esfumaba como por ensalmo al primer contacto leve entre una fracción de mi mano y una fracción de mi coño. Así transcurrieron años.

Durante ese tiempo no reímos ni una vez. Santiago fue gentilísimo conmigo, objetivamente irreprochable, y toleraba cada uno de mis silencios y desdenes con una paciencia de la que jamás le había creído capaz. Si yo le ofendía, siquiera indirectamente, él enmudecía unos segundos, como sí se repitiera que no debía incurrir en la violencia, como si se obligara a acallar sus propios instintos brutales siempre a punto de estallar, y entonces me devolvía una frase cariñosa, me tocaba la cara, me preguntaba si me pasaba algo. Hoy sé que en el fondo mis desaires, uno por uno, fueron a alimentar su viejo rencor, renovándolo y multiplicándolo, poniéndolo al acecho de la ocasión propicia para desmandarse. Pero no me decía nada, y procuraba evitar toda referencia al pasado en nuestras conversaciones.

Por ello, nunca más después del aborto volvió a cantarme el bolero que ahora ponían en la radio, mientras mi coche corría hacia la piscina, bajo el sol sofocante de mayo.

Quizás esta limitada fuga de mi vida corriente y de Madrid no era más que una transgresión mínima de la rutina cotidiana, la pueril travesura confidencial de una mujer casada, pero se me antojaba un acontecimiento extraordinario, cuyo origen se remontaba a las exaltaciones del sueño de la mañana. La luz del día, que en general yo no veía a aquellas horas insólitas sino a través de los cristales de un bodegón infame o de la galería, brillaba clara y confortadora, prometiéndome limpiar las tinieblas de mi mirada, cansada de escudriñar en balde a mi alrededor en busca de la felicidad. A través de la ventanilla abierta del coche entraba la fresca brisa de la velocidad, que disfruté con esa gratitud casi física que se experimenta sólo ante los deleites elementales del mundo.

Tenía la certidumbre de que en mi vida faltaba algo desde siempre. Había en mí una suerte de espera indefinida, que no habían podido satisfacer ninguno de los hombres con que había estado antes de Santiago, ni Santiago mismo, ni nuestros amores violentos, ni mi trabajo, ni nada que pudiera sospechar entonces. Las noches de sexo solitario en que me masturbaba delante de los espejos y, acaso también, el embarazo, habían aplacado apenas mis ansias, como un fulgor fugaz e inapresable. Eran sensaciones íntimas, íncomunicables, como la que sentía al estar allí, en el coche, desplazándome por la carretera luminosa, en pos de algo que ignoraba y deseaba.

La piscina se hallaba más lejos de lo que había calculado. Temí haber equivocado el camino, porque rara vez conducía fuera de la ciudad y suelo orientarme fatal. Acabó por despistarme el que ya no estuviera el campamento de gitanos, que había vuelto a ver, borrosamente, en las fotos de Santiago. Al cabo, cuando mi confianza empezaba a desvanecerse, vi detrás de un anuncio que ponía algo así como «Camping Aterpe Alai, 8 km», otro más pequeño y herrumbrado: «Piscina El Tórrido Trópico, 200 m», y una flechita que apuntaba hacia la derecha. El corazón me dio un vuelco. Torcí por el camino lateral, pasé unas casitas y llegué a una suerte de choza construida en estilo caribeño, de cuyo techo estaba a punto de derrumbarse de un momento a otro un cartel incompleto:

ELTORID TOIC. Otro letrero más reciente, pegado a los cristales por una ventosa, informaba que la piscina abría del 1 de mayo al 30 de septiembre, de 9 a 19 horas. No era muy tentador. Bordeando un sendero de grava aparqué bajo la sombra de un tilo. Apagué el motor y permanecí unos segundos inmóvil, con las manos sobre el volante, preguntándome si una vez más mi esperanza había de ser defraudada. Pero no fui víctima del desengaño, ni me enfermé, como temía Manolo. Porque allí te conocí. Allí me estaba esperando tu amor, Marina.

¿Cómo decir que ese día nos vimos por primera vez, si nos habíamos visto desde siempre? Nos habíamos visto cada mañana en el espejo, y cada noche en los sueños felices y en las pesadillas alucinadas, y siempre en las fotos defectuosas y en los retratos proféticos, en la esperanza y en el espanto, en la pasión inminente, en la soledad sin grietas de vivir separadas. Yo conocía cada uno de los latidos de tu corazón, Marina, antes de sentirlos palpitar sobre mi dedo huésped de tu sexo.

Es este mismo corazón de carne que aún se empeña en medir el transcurrir de tu ausencia. Un latido, y te vas de mí, otro latido, y te escapas, otro latido, y te alejas, te alejas más, otro latido, y desapareces en los salvajes pantanos del tiempo, otro latido, otro latido, otro latido de mi corazón moribundo.

La empleada de brazos rollizos me dio una llave y un resguardo de latón con el número cinco. Luego, sin siquiera mirarme, me sometió a un exhaustivo examen médico, cuya función era tranquilizarme acerca de la higiene de la piscina, aunque desde luego produjo el efecto contrario.

-¿Sufre usted de micosis, pediculosis, venéreas, tétanos ... ? -Se interrumpió, como un aparato eléctrico al que le quitan la corriente; le costaba soltar de carrerilla esa larga lista que sin duda la obligaban a repetir ante cada cliente-. Tétanos..., tétanos..., herpes... -volvió a pensar-, ¿o alguna otra enfermedad? -abrevió al fin.

-No. -¡Ya lo decía yo! -Me dio el alta---. Ande, pase.

Entré en un vestuario tórrido como el trópico. Me desvestí y guardé la ropa en un derrengado armarito de metal, el quinto de la fila. Luego me puse el bañador, que aún despedía olor a naftalina. Es la prueba decisiva para saber si estás gorda, la evidencia irrefutable, casi una radiografía. No importa que te hayas visto cientos de veces en el espejo, desnuda y vestida; hasta que no te pones el bañador por primera vez en la temporada, no sabes cuáles han sido las conquistas de la obesidad sobre tu cuerpo en el invierno. No me quejé, podría haber sido peor. Cogí el bolso y salí al aire libre, a la zona de la piscina.

La luz intensa del sol cegó mis ojos ya habituados a la oscuridad del vestuario. Anduve lentamente, sintiendo la caricia de la hierba en mis pies descalzos. La piscina tenía la forma de un riñón un tanto deforme. A un lado, entre palmas enanas y penas grises, había un falso manantial que desembocaba en una falsa cascada, cuyo rumor parecía devolver un poco de silencio al ambiente estorbado por una demasiado fervorosa canción sudamericana. Recorrí un sendero de piedra; esquivé el lavapiés, en cuyas aguas turbias flotaban briznas de hierba seca, un pitillo a medio fumar, escarabajos muertos y un esparadrapo usado que había perdido a su dueño pero conservaba la forma de un círculo. Al fondo, a unos treinta metros de distancia del vestuario, se veía el mostrador de un bar, no mucho más que un chiringuito, cubierto a malas penas por un techo cónico de paja. No daba la impresión de ser ése el mejor sitio para buscar respuestas decisivas. Todos los elementos de la piscina ostentaban un aspecto vulgar y artificioso; su propósito de fomentar la alegría forzosa era más bien deprimente. A mí me quitó el apetito. De modo que al sentarme en la barra del bar, tras atravesar el parque, pedí sólo una cerveza.

El camarero se movía con la abulia de los empleados públicos y sudaba como un galeote. El pobre estaba ya muy crecido y muy calvo para gastar esa enceguecedora camisa floreada, que al parecer era otra de las obligaciones de la empresa, como la lista de enfermedades de la empleada del vestuario. Lo que sí era culpa suya era el haberse ceñido los pantalones mucho más arriba de la cintura, sin duda con el propósito de resaltar un bulto ante cuya visión las mujeres teníamos que caer de espaldas. No caí de espaldas. Bebí un sorbo de cerveza; estaba tibia, y se me antojó que sabía a la transpiración del camarero.

En toda la piscina no éramos más de siete personas, avergonzadas y apartadas, que procurábamos sobrellevar anónimamente y como buenamente pudiésemos nuestra errónea decisión común de haber aterrizado en El Tórrido Trópico. En la esquina más apartada del terreno, había dos individuos jugando a los naipes bajo una sombrilla; Manolo les hubiese achacado, tal vez, el grave desliz de ser dentistas. Un chico y una chica, tendidos en el suelo no muy lejos de la falsa cascada, se besaban sin efectuar más pausas que las necesarias para respirar y murmurarse ternezas al oído. Un hombre dormía al fuego del sol, flotando a la deriva en el riñón de agua sobre su colchoneta llena de aire. Una muchacha con un orzuelo enorme en el ojo lidiaba con un crucigrama, apoyada en la barra, tres taburetes más allá. Todos tenían (teníamos) la pálida piel del invierno agobiada por los intensos rayos solares de ese prematuro bochomo de mayo.

El camarero fue a los vestuarios, multiplicando su pestilencia bajo el calor ardiente, y al cabo de un rato regresó con una bolsa de hielo, que chorreaba gotas de agua sobre la hierba.

Entonces me anunció que ya había llegado mi hermana.

Pensé que intentaba ligarme, iniciando una conversación empalagosa, así que me limité a asentir con la cabeza y no le dije que estaba equivocado, ni que no me había citado con nadie, ni que era hija única.

Pero unos minutos después, en efecto, pude ver desde lejos que dos mujeres salían del vestuario y se encaminaban hacia la piscina. La primera de ellas era de mediana edad, más bien baja y robusta, con las rodillas ligeramente torcidas hacia fuera, como si montase a caballo; vestía una bata como de boxeador, entreabierta. La segunda parecía más joven, aunque no podía calcularse cuántos años tenía pues llevaba un holgado vestido rosa pálido hasta los tobillos y un gran sombrero amarillo y redondo que le ocultaba por completo la cara.

Una curiosidad inusitada me invadió. Fui incapaz de quitarle los ojos de encima a la segunda mujer. ¿Qué podía vincularla a la otra?, pensé. Su apariencia revelaba que provenían de ambientes distintos; se me figuró improbable que fueran amigas. Deseché también la posibilidad de que las uniese un parentesco. A falta de otra explicación mejor, me dije que eran compañeras de trabajo.

Oscuramente, la mujer más joven me atraía y anhelé conocerla; no en ese momento en particular, sino haberla ya conocido, conocerla de toda la vida. A las claras su sombrero amarillo no hacía juego con el vestido rosa. Además, noté que se lo tocaba insistentemente, con cierta incomodidad; de forma que supuse que se lo había prestado la otra para protegerla del sol.

Así, a bulto, tenía un aire que recordaba a mí, aunque la distancia y su vestimenta me impedían saber a ciencia cierta hasta dónde llegaba el parecido.

Mientras ella extendía una toalla sobre la hierba, junto a la piscina, la otra se quitó la bata de boxeador, exhibiendo una piel bronceada poco frecuente a esa altura de la estación.

La mujer más joven se asemejaba a mí, pero sus movimientos eran diferentes a los míos. Andaba y gesticulaba con mucha serenidad. Como el súbito golpe de la ola sobre la playa, vino a mi memoria la imagen de mi cuerpo desnudo en el espejo, ardiendo de felicidad bajo los estímulos de mi mano amante. Sentí horror de mí misma.

-¿No me has oído? -me preguntó una voz detrás de mí.

-¿Qué dices? -farfullé. Me di la vuelta como quien se recupera de un desmayo. Era el camarero el que me hablaba.

-Que te he preparado esto. Entre sus dedos sostenía una copa gigantesca llena de frutas y helado, con un líquido de color verde brillante.

-No quiero -balbuceé-. No he pedido nada. -Anda, mujer, es un regalo. Complacer a los clientes es la primera regla de El Trópico.

-Muchas gracias, pero no me apetece. -¡Oh, vamos!, he ido a coger aposta el hielo para ti.

-Me trae sin cuidado -le dije-. No tengo sed. Insistió. Supuse que la mejor manera de quitármelo de encima era aceptar su brebaje repugnante. Se lo quité de las manos y lo apoyé en la barra. Pero era un individuo tenaz. Me echó otra frase hecha y me señaló a la que creía mi hermana, pensando que yo no la había visto.

-Se llama Diez de Richter. -Se subió aún más los pantalones.

-¿Quién? -Aún no sabía que Marina era el nombre de aquella mujer, Marina.

Señaló la copa gigantesca. -Pues, hija, ¿qué va a ser? ¡El diink, desde luego! -dijo con fatuidad. Seguramente se hacía llamar bannan en vez de camarero-. Es un terremoto. Me lo he inventado yo. -Se aproximó a mí, haciéndome inhalar sus vahos irrespirables; luego bajó la voz y puso cara de chulo para susurrar-: Tiene virtudes afrodisíacas.

-Oh, cállate ya -le ahuyenté. Me dejó en paz. Cuando volví a contemplarlas, las dos mujeres estaban conversando animadamente, sentadas sobre la toalla, la una frente a la otra. La baja y robusta había quedado de cara a mí; la más joven estaba de espaldas, ya sin el vestido. Llevaba un biquini pequeño color mostaza. Aún no podía verle el rostro, pero la forma delicada de sus piernas me provocó un estremecimiento que en ese momento consideré deshonesto y vergonzoso. Involuntariamente, sin embargo, pasé una mano por sobre las mías, casi acariciándolas. Me estaba excitando sin quererlo, sin saber por qué.

Olvidándome de la muchacha que resolvía palabras cruzadas y del camarero cargante, estiré disimuladamente un dedo hasta tocar la tela sintética y escurridiza del bañador y percibir la forma deseada de la grieta de mi sexo, que palpitaba tanto como mi corazón arrebatado.

Ella se quitó el incómodo sombrero y lo arrojó a un lado con un gesto divertido. Era morena como yo, y como yo se sentaba con la espalda marcadamente inclinada hacia delante, tal vez más por pudor que por una desviación de la columna vertebral. Llevaba el pelo muy corto y la contemplación de su nuca me provocó un escalofrío que recorrió mis nervios de un modo fulminante. ¿Qué había en ella que me empujaba a ese estado nuevo para mí? ¿Era la mera probabilidad de que nos pareciéramos físicamente o el acontecimiento trascendental de mi vida que sin sospecharlo yo había esperado tanto? Jamás había deseado a una mujer, no odiaba ni temía a los hombres, siempre había sido capaz de gozar con ellos; y, pese a todo, allí estaba yo, perturbada por la lejana imagen de una mujer de la cual sólo veía la espalda y las piernas. Su corte de pelo acabó de enardecerme.

Si sólo le observaba los cabellos, ese triángulo invertido de punta trunca, ese exacto trapecio sobre la nuca, tenía la impresión de estar ante un hombre, casi un soldado, pero me bastaba desplazar apenas la mirada y aparecían ya los inconfundibles rasgos de una mujer guapa, los bordes de las mejillas tersas, la mandíbula ligera, los hombros frágiles, el nacimiento de los pechos, la cintura que iniciaba la curva hacia la cadera, los muslos y otra vez la nuca, la figura viril de los cabellos cortos, las mejillas.

Oprimí aún más el dedo contra mi coño, al límite de la desfachatez, inflamándome en el calor del día. En los espejos, en los goces de la soledad, me veía siempre de frente; en cambio ahora, mirándola a ella, podía entrecerrar los ojos para recortarla de los contornos del mundo y adivinarme de espaldas, descubrir a hurtadillas el otro lado de mí misma, el lado diáfano, el que podía librarme de las sombras para conducirme a la luz, a la claridad que nunca había conocido. El cuerpo me temblaba y tuve ganas de llorar. De dicha, de impotencia, de temor. La excitación en la que me hallaba revolucionaba todas mis facultades. Sentía que estaba cometiendo una falta cuando la observaba a ella, pero que hubiera cometido una peor si dejaba de observarla. Me desesperaba concebir la posibilidad de un amor que estuviese fuera de mi alcance. Y gozaba furiosamente con la visión íntima de ella, con sus perfiles y sus contornos, con mi mano que por primera vez no bastaba por sí sola y pedía, suplicaba, exigía, un cuerpo ajeno. El cuerpo de una mujer. Tu cuerpo, Marina, tu cuerpo igual al mío.

-¿Lo ves cómo te pones cachonda con mi poción mágica? -Era otra vez el camarero.

No me miraba a los ojos; me miraba la mano entre las piernas. De lo contrario, hubiera visto mis lágrimas. Sobre la barra, en la copa, el helado se había derretido, blanqueando el brebaje verde en el que sobrenadaban pedazos de fruta madura, sin que yo hubiese bebido una sola gota. Experimenté una vergüenza monstruosa. Me estaba volviendo loca. Por fortuna, pensé, la estupidez del camarero había servido para devolverme el buen juicio. Temía que sucediera algo de lo cual fuese ya imposible echarme atrás. Debía irme de allí, olvidar a aquella mujer, continuar mi vida y mi espera, regresar a la normalidad.

Al levantarme, golpeé sin querer la copa con el codo, y todo el contenido del drink del camarero se le derramó sobre la camisa floreada. Farfullé unas palabras de disculpa y salté del taburete. Emprendí el camino de los vestuarios, resuelta a marcharme. Pensaba rodear la piscina por el lado opuesto, para evitar pasar cerca de las dos mujeres.

Pero entonces ocurrió: el acontecimiento que los presagios, los sueños, las coincidencias venían anunciando desde la mañana de aquel día crucial en mi vida. Había transcurrido mi existencia sin ninguna variante, despertando cada bendita manana en las mismas condiciones de la víspera, hasta que amaneció un día inédito, capaz de alborotarlo todo. Sólo he vivido dos días como ése, dos días que cambiaron esencialmente el curso de mi destino. El primero, Marina, me llevó a tu encuentro, y yo no estaba preparada, pese a que había recibido tantas señales inequívocas. Me empeñé en leerlas con la sola ayuda de la razón, pero no logré interpretarlas entonces, porque el cifrado idioma de los augurios sólo es accesible para la inocencia de los enamorados, la inspiración de los poetas y la locura de los visionarios. El segundo llegó de golpe para arrancarte de entre mis manos y expulsarme del paraíso. Yo temía su advenimiento, estaba en guardia, pero ello no alcanzó a consolarme; un dolor anunciado puede ser más terrible que un dolor imprevisto. La fortuna me quitaba lo que me había dado, y yo no ignoraba que en el fondo nada cambiaría, que seguiría amando a Marina para siempre, a pesar de todo. En cambio, el día de la piscina supe al instante, no bien se vieron nuestros rostros, que ya nada volvería a ser como antes, aunque escapase a la carrera en ese mismo instante, renunciase a enfrentarme con la mujer a la que había espiado desde lejos y no volviera a vería. Su mera presencia en el mundo bastaría para que mi vida dejase de ser lo que había sido. Mi certidumbre no se debía sólo a la posibilidad de una sorprendente semejanza fisica, sino al arrobamiento que había de paralizarme la respiración, llenando de éxtasis mi pecho. ¿Recuerdas, Marina, que yo detestaba a Borges? Era uno de tus autores favoritos. Yo comencé a leerle sólo porque tú me lo pediste, pero acabé por quererle una mañana en la plaza del Campidoglio, al encontrar un pasaje que explicaba mi certeza de entonces: «Cualquier destino, por largo y complicado que sea, consta en realidad de un solo momento: el momento en que el hombre sabe para siempre quién es». Yo lo supe como jamás había sabido nada. Empecé a ser mejor de lo que era. A ti te sucedió lo mismo. Te volviste parte de mí, mi vida fue tu vida. Tú lo supimos como nunca supe nada.

Y fue entonces cuando ocurrió. Ella, Marina, la mujer que se parecía a mí misma, la hermana que me había anunciado el camarero de la piscina, también se incorporó. Le dijo algo a la otra mujer, mientras movía las piernas para desentumecerlas. Dio media vuelta y se dirigió hacia el bar.

Hacia mí.

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