martes, 4 de diciembre de 2018

De buena familia - relato erótico de autor anónimo



En una sosegada tarde del mes de abril, cuando las tardes se hacen ya largas y las noches dulces de dormir; en el amplio salón de la solariega casa, la niña, aun adolescente, pues hacía pocos días que había cumplido los dieciocho años, estaba sentada al piano para general deleite y esparcimiento del resto de su familia, que observaba atentamente las manos de la joven volar sobre las teclas blancas y negras del largo y ancho instrumento, interpretando una pieza del genial compositor de moda.
Además de la familia, asistían al evento, algunos amigos íntimos, una corta selección de los más allegados, de aquellos que debían recibir con alborozo la noticia de que la niña iría a Madrid para ampliar sus estudios de piano y de canto; para ello se iría a vivir a casa de su vieja tía Teresa y la acompañaría Teodora como dama de compañía y asistente, lo que aliviaría a su vieja tía de las obligaciones de vigilia y atención más directas a la niña, cosa imprescindible para una señorita de su clase y condición.


Los asistentes escuchaban en silencio y con una respetuosa atención las incipientes escalas sobre las teclas del viejo piano; aunque en algunas ocasiones pudiera la niña desafinar, esto no era apreciado por los rendidos oídos de sus padres y de sus tíos, ni por los inexpertos de sus otros parientes y amigos; si algunos hubieran podido apreciarlos, hubieran sido los oídos del joven Antonio; pero este entendido en música y amigo de la familia, estaba más atento a otros encantos de la niña, mucho más atento que a las escalas de notas; observaba con muchísima atención el movimiento de los finísimos dedos sobre las teclas, y se los imaginaba moviéndose sobre algunos íntimos lugares de su propia piel.

Antonio era un joven profesor del conservatorio, profesión que ejercía solo como entretenimiento, y que había seguido muy de cerca los progresos de la niña, y también su desarrollo corporal. Si bien era Antonio un apasionado de la música, también lo era y en mayor medida, de las jovencitas y de las no tan jóvenes, siendo el devaneo amoroso y sexual su mayor entretenimiento en aquella ciudad de provincias.

Podían contarse bastantes mujeres casadas y otras tantas casaderas, entre las amantes que había mantenido; se valía para ello a partes iguales, de su bien agraciado físico y de su abundante patrimonio, que no tenía miedo en dilapidar; pues sabía que aun tendría que recibir algunas herencias cuantiosas de algunas tías solteronas que no tardarían en morir.

El anuncio de que la niña marcharía a Madrid para incrementar su acerbo cultural y artístico, despertó su instinto cazador y su afán de aventura, que a sus recién cumplidos treinta y dos años estaban aún en todo su apogeo; mientras la niña tocaba, estaba él maquinando un plan para llevarlo a cabo antes de que Adela pisara suelo de la capital. Se había propuesto el mozalbete, no permitir a ningún señorito madrileño romper el virgo de una señorita de su ciudad.

Con toda solemnidad anunció el padre sus intenciones de que Adela viajara la próxima semana a Madrid, para en su prestigioso conservatorio, recibir las clases de solfeo que necesitaba; también anunció que iría acompañada por Teodora, que ambas viajarían en tren y que tanto la niña como su dama de compañía, se alojarían en casa de la tía Teresa, su hermana mayor, que vivía en una amplio piso de la calle Alcalá, en el que habitaba sola, tan solo acompañada por una criada de toda confianza; la llegada de la niña y su dama vendría bien a todos y daría más calor al solitario habitáculo.
Un cerrado y caluroso aplauso general recibió la feliz y sensata noticia, la niña estaría a buen recaudo, protegida por su tía y por su dama de compañía, que además era de toda su confianza, ya que llevaba con la familia más de veinte años.

Un descanso en la interpretación vino bien a todos, los hombres se sirvieron una copa de un riquísimo anisete local, y las señoras unas limonadas que ayudarían sin duda a aclarar las gargantas para poder cotillear de todo y de todos; tenían ardientes deseos de despellejar a más de una, por las libertades que se había tomado durante el pasado y largo invierno de ese santo año de mil novecientos veinticinco, quebrantando las santas normas de aquella ciudad tranquila y provinciana.

Los más jóvenes, mientras tanto, salieron al jardín, todos se acercaron a felicitar a Adela, tanto por su interpretación como por su próximo viaje a la capital; Antonio esperó para ser el último en acercarse, y tras felicitarla, le ofreció su mano para conducirla en un paseo por el jardín de la casa; esto le fue fácil conseguirlo por su condición de profesor de música y por la de amigo de la familia.

Antonio comenzó por hacerle acertados y didácticos comentarios sobre su interpretación, y de esta forma la condujo a un rincón algo apartado de las curiosas miradas de los otros.

Una vez sentados ambos en el banco de hierro forjado, Antonio se decidió a lanzar el primer y comedido ataque sobre su presa, le tomó las finísimas manos y las puso entre las suyas, intentando trasmitirle su pasión y su ardor.

- He seguido atentamente durante los últimos años sus progresos en música, que han sido muchos y provechosos; pero tampoco han pasado inadvertidos a mis ojos los progresos habidos en su persona, de cómo ha pasado de ser una angelical niña a convertirse en una deliciosa mujer, llena de encanto; de cómo en sus ojos ha ido germinando la semilla de la pasión.
Las mejillas de Adela se encendieron con un candoroso rubor, signo de que las palabras de Antonio estaban consiguiendo el efecto que él perseguía.

- Mi querida señorita, ha sido usted el candoroso objeto de mis sueños en estas últimas noches de primavera, imaginando en ellos su finísimo talle, su dulce boca y sus chispeantes ojos. Solo con soñarla me ha hecho feliz.

- Me está usted ruborizando don Antonio, no están mis oídos habituados a estas palabras.



- Tenía que decírselas, sobre todo sabiendo ahora su inmediata marcha a Madrid, pero como conozco bien la casa de doña Teresa, su tía, le prometo que pasaré a verla en algunas ocasiones; y podremos dar algunos paseos por el Retiro, claro está que acompañados por la señora Teodora, su dama de compañía.

Estimó Antonio que ese era el momento de besar las manos de Adela, luego acarició sus hombros desnudos, y como la niña parecía haber quedado hipnotizada, incluso se atrevió de robar un beso de su mejilla.
Tras tomar el intenso color de la fresa, Adela se levantó precipitadamente y con paso decidido se encaminó al salón en el que estaba toda la reunión, seguida de Antonio a un paso de distancia y en actitud muy comedida.
Continuó la reunión e incluso Adela tuvo que ponerse de nuevo al piano tras una unánime petición de la concurrencia; Este momento lo aprovechó Antonio para acercarse a Teodora, la dama de compañía de la niña, la apartó algo de la concurrencia, y le hizo algunos comentarios aparte.

- Señora Teodora, me gustaría que mañana, cuando usted tuviera un rato libre a lo largo de la mañana, se pasara por mi casa; yo estaré en ella trabajando, y tengo un gran interés en cambiar algunas palabras con usted, cosa que puede ser provechosa para ambos.

- Dé usted por seguro don Antonio, que sobre las once de la mañana pasaré a verlo.

La dama de compañía, conocía con detalle la reputación y las andanzas del joven don Antonio, por lo que podía suponer cual sería el interés de este.
También había visto como el joven sacaba al jardín a su protegida; por lo que ya solo le quedaba por saber, que cosa pretendía ofrecerle el acaudalado y desvergonzado jovenzuelo.

La fiesta, para los jóvenes terminó pronto, y la niña debió dejar atrás una noche tan llena de emociones y subir a su dormitorio acompañada por Teodora; cuando las dos estuvieron a solas, Adela se sentó frente a su ama y comenzó a contarle e interrogarla sobre lo sucedido aquella noche; principalmente sobre lo que le ocurrió en el jardín.

- He de confesarte una cosa ama, esta noche me han besado en el jardín, un hombre me ha besado.

- ¿Qué te ha besado un hombre? Cuéntame eso niña con todo detalle.

- Ha sido don Antonio, el profesor de música; mientras me hablaba en un apartado rincón, me ha dado un beso por sorpresa. - ¿Dónde te ha dado el beso?

- En la mejilla; primero me besó las manos y me habló de su interés por mí, me aseguró que le interesaba como mujer; seguidamente me besó las manos, luego me acarició los hombros y por fin me besó en la mejilla.

- Eso es toda una declaración de intenciones mí niña por parte de don Antonio, por cierto, guapo y joven caballero ese don Antonio.

La dama de compañía comenzaba con esas palabras a despertar aún más el interés de la niña, pues bien sabía ella el tema de la conversación que debería mantener con don Antonio al día siguiente.

- ¿Crees tú ama, que mañana debo confesarme de esto antes de comulgar?

- No lo creo, pues tú no hiciste nada, y tampoco abandonaste tu voluntad y tu pensamiento hacia cosas y pensamientos pecaminosos.

- No lo sé ama, pues yo sentí cosas muy extrañas, mi cara se encendió de rubor, y un placentero escalofrío recorrió mi cuerpo; incluso luego deseé volver al rincón apartado, ¿Es eso pecado?

- No hija, eso son cosas propias del amor y de la juventud, tú no has hecho nada malo. Veo que debo instruirte en muchas cosas sobre estos sentimientos, sobretodo ahora que nos marchamos a la ciudad, y que sales de la estricta protección de tus padres; no quiero que te pase como a mí, que perdí mi juventud asustada por curas y por beatas, incluida mi madre.
Pero eso déjalo para mañana, ahora acuéstate y sueña con rincones apartados en el jardín y con jóvenes y guapos caballeros, tienes edad de eso y de muchas otras cosas.

La vieja dama, ayudó a meterse en la cama a la niña, que ya se estaba convirtiendo en mujer, y que comenzaba a sentir cosas que nunca antes había sentido.

La niña soñó esa noche, se dejó guiar de las palabras de su vieja dama de compañía, y otra vez no puso traba a su pensamiento, que voló hasta hacerla sentir un orgasmo casi completo, como cuando había recordado otras cosas vistas en el granero.

Por la mañana, a eso de las once casi en punto, Teodora entró en la casa del músico, este la estaba esperando y la llevó hasta un pequeño salón en el que pudieron hablar con intimidad, fuera de la curiosidad del servicio.

- Mire señora, iré al grano, yo tengo un gran interés por su pupila doña Adela, que evidentemente se ha convertido en una maravillosa mujer. Ayer mismo, tuve unas palabras con ella en el jardín, y como la niña se va pronto a Madrid, quería contar yo con su valiosa ayuda para conseguir su amor, colaboración que le recompensaré generosamente.

- Ya me ha contado la niña, y parece que hubieron más que palabras, pero desde luego puede contar con mi colaboración, siempre que sus intenciones sean buenas y castas, no por el interés.

- Mis intenciones son inmejorables, solo busco la felicidad de la niña y la mía; para comenzar, tome este pequeño obsequio, y según vayamos avanzando en mis relaciones con Adela, le iré dando más dinero.
La vieja tomó con premura el hatillo de billetes que le ofrecía don Antonio y lo guardó en su refajo; una vez dentro de su bolsillo, con una mano, pasólos dedos por el canto de lo billetes intentando descubrir cuantos había.

- Le puedo decir como primera información, que el próximo martes partiremos para Madrid, en el expreso del medio día, para que usted vaya tomando sus medidas. En cuanto a la niña déjela de mi mano, que yo le iré explicando las excelencias del amor y cuantos beneficios puede obtener de ello. También le hablaré bien de usted y de sus excelentes intenciones, cuente con ello.

- ¿Le gustó a la niña el beso de la pasada noche en el jardín?

- La impresionó tanto, y fueron tantas sus sensaciones, que no podía anoche conciliar el sueño, yo le recomendé que pensara en usted para dormirse.
Antonio sacó otro hatillo de billetes y se lo entregó a la vieja, para que esta comprendiera que cualquier colaboración por su parte sería recompensada con generosidad.

Cuando Teodora llegó al dormitorio que tenía asignado en la casa de Adela, lo primero que hizo fue contar el dinero de los hatillos que le había dado don Antonio, llevaba tanto como el que ganaría con su trabajo durante seis mases, esto la llenó de alegría, comenzaba a ver las posibilidades que tendría la belleza de Adela en su nueva vida en la capital.

Ahora comenzaba su trabajo con la niña, a esas horas estaría ensayando con su piano y ella debía retomar su educación; tras el ensayo, las dos mujeres fueron a tomar un té en la cocina, Teodora, cuando comprendió que estaban a solas y que nadie las molestaría comenzó el interrogatorio de la muchacha.

- ¿Has dormido bien esta noche?

- He dormido muy bien, creo que esta vez si he pecado de pensamiento, mi imaginación se desbordó anoche; tras tus consejos, mis sueños se encaminaron a recordar lo sucedido en el jardín, y de allí a otros lugares y con otros hombres, y la verdad es que tuve momentos de gran placer; pero yo creo que eso debe ser pecado.

- Esa fue la forma en que me educaron a mí, todo lo que proporcionaba placer era pecado, y de esa forma dejaron que transcurriera mi vida, mi juventud, entre pecados, represión y confesiones llenas de amenazas de infiernos; eso hizo que cuando me di cuenta “se me había pasado el arroz”.

- Las mujeres de mi familia, son todas muy religiosas, de comunión diaria, estoy segura de que ellas no pecan contra el sexto mandamiento, ni de pensamiento ni de obra.

- Me ocuparé de educarte también en ese aspecto, de mostrarte la realidad de la vida; pero no lo haré de palabra, te lo mostraré, vale más una imagen que mil palabras.

Estas palabras de Teodora trajeron a la memoria de Adela, unas escenas que vio un día en casa de su Tía, su madrina, una de las santas matronas de la familia. Un día, cuando los fogones de las cocinas estaban en plena combustión, proporcionando el suficiente calor a las ollas y marmitas, cuando las criadas estaban todas pendientes y atareadas, incluso su propia tía María andaba cerca de las cocinas, y su tío, estaba ocupado en su diaria partida en el casino, Había Adela acudido a visitar a su tía para poder comer con ella.

Adela llegó a la casa solariega de sus señores tíos, pero esta vez le pareció mejor no entrar por la puerta principal, así podría dar una sorpresa a su tía; con esa intención, entró por la puerta que daba al patio; un amplio patio que servía de antesala a las caballerizas, rodeado de árboles, con una pila de granito abarloada al pozo de fresca agua, en el que abrevaban los animales de tiro y de monta que descansaban a esas horas en las cercanas cuadras.

El patio estaba solitario, los mozos estaban en el cortijo y aún no habían regresado de sus labores; las criadas atareadas en las cocinas, y solo el mozo de cuadras, estaba atendiendo a sus labores en el pajar que almacenaba el pasto para los animales; para que este mozo no quebrara la sorpresa, fue Adela a esconderse.

Entró en las dependencias de las caballerizas por un portillo que estaba muy disimulado, luego subió una empinada escalera de madera que conducía a una balconada de madera suspendida sobre los pastos almacenados en el pajar. En este lugar tomó asiento y permaneció en silencio, a fin de no ser escuchada, permanecería en él hasta que el mozo se marchara.

No habían transcurrido más de diez minutos, cuando en el pajar entró el mozo de cuadras, un joven muchacho de unos treinta años, corpulento y de buena planta, de rostro agradable aunque bruñido por el sol y el viento, tal vez algo rudo. El joven comenzó a amontonar en un rincón del pajar el pasto seco y suave que le habían traído de la finca el día anterior; aun conservaba la hierba su típico olor a recién cortada.

Pocos minutos después, entró en la dependencia la tía María, que cerró la puerta tras ella mediante la tranca; luego fue hasta el muchacho, se puso de rodillas sobre la hierba, frente a él, le abrió la bragueta y le extrajo el miembro que sujetó la señora con fuerza con ambas manos.

Miró la tía María a los ojos del muchacho y a continuación comenzó una felación con apasionada intensidad, unos minutos después, la tía María se desnudó de cintura para abajo, y se puso a gatas sobre la hierba fresca y perfumada de campo, el muchacho la poseyó entre estruendosos gritos de la madura mujer, que se lamentaba de placer mal contenido.

Con la misma rapidez con la que había llegado, la tía María se marchó del pajar, y pudo ver Adela como su señora tía se dirigía a la cocina, luego, el muchacho se subió los pantalones y se dirigió a las cuadras para continuar con sus faenas.

La niña no podía articular palabra, se había quedado de piedra, sabía ella que su tía comulgaba todos los días y que era de las más estrictas en cuanto a la moral se refiere, evidentemente, era estricta con la moral de las demás, no con la suya.

Adela salió del pajar por el mismo portillo por el que habían entrado, luego fue a la cocina; allí estaba la tía María enfrascada en sus quehaceres domésticos, probando los guisos y dando órdenes a las criadas con toda naturalidad; aquel desparpajo impresionó a Adela incluso más que la escena que había visto. Tomaron asiento la tía y la sobrina y se dispusieron a saborear un dulce jerez de extraordinaria calidad que le había traído su hermana Brígida, la que vivía en Lebrija; este tónico era el único que permitían tomar a la muchacha, ya que era considerado un estimulador del apetito; brindaron con el vino chocando las copas de vidrio tallado que les había llenado Andrea, el ama de llaves, y que les había acercado en una bandeja de plata con bordes repujados.

Mantenían las mujeres sus copas en alto brindando por segunda vez, cuando entró en la cocina el tío Manolo, con su voz potente y ronca, que al escucharla le recordaba a Adela el sabor del aguardiente de Alosno.
La tía María se levantó, demostrando una gran alegría, y fue a besar a su marido, abrazándolo con fuerza y demostrándole su gran amor; sin duda, el que toda la vida le había tenido; María lo cogió por la cintura y lo llevó hasta la mesa en la que estaba sentada su sobrina, le ayudó a sentarse y le ofreció su copa para compartirla.

Mientras caminaba de vuelta a casa tras la placida comida, Adela mantenía su expresión circunspecta, ensimismada, su mente intentaba discernir, ordenar sus pensamientos; el choque había sido brutal, su realidad estaba a punto de deshacerse; todo aquello que había sujetado los principios fundamentales de su intelecto parecía desvanecerse, luego la niña había intentado borrar aquella escena, como si nunca hubiera existido.
Sentadas el ama y la niña en la tranquilidad del dormitorio de Adela, la muchacha comenzó su interrogatorio, las dudas llenaban su mente, y solo confiaba en la realidad aplastante de la experiencia de Teodora.

- Yo siempre había creído que era el hombre el que tenía el interés por el sexo, el que gozaba con él; pero ahora he visto que una mujer también puede sentir deseo y placer, engañar y mentir por el egoísmo de su deseo carnal; ¿Hasta qué punto puede una mujer disfrutar con el sexo?

- Eso es difícil de responder niña querida, creo que cada mujer tiene la capacidad de sentir diferentes niveles de placer, dependiendo de su propia naturaleza y también de con quien la ejerza, en eso es igual que el hombre.
Cada instrumento suena diferente, adquiere mayores o menores riquezas de armónicos dependiendo del músico que lo toque.

Esta comparación musical proporcionó mucha información a la niña, ella sabía que cada instrumento se comportaba de diferente manera dependiendo las manos que lo toquen.

- Ahora niña, descansa un rato, puede que en la ciudad tengas nuevas experiencias y aprendas más cosas del mundo que te rodea.

Adela se dejó caer sobre la cama y casi instantáneamente se quedó dormida; a su mente vino otra escena que había visto no hacía más de dos meses. Lola, una cocinera de treinta años y de muy buen ver, ardiente y siempre deseosa de sexo; muy religiosa en sus prácticas ante los demás, pero bastante promiscua en sus deseos más internos; mantenía ciertas andanzas con algunos de los mozos de la casa.



Un día la vio solazarse en el granero con dos mozos que habían llegado de un cortijo de Carmona, con los dos pudo y a los dos dejó rendidos al mismo tiempo, sin fuerzas para hacer el trabajo que les había encomendado el amo, esto les costó caro.

Después de esto mantuvo Adela cierta vigilancia sobre Lola, intrigaba a la niña aquella cocinera y su forma de disfrutar de los hombres.

Un día, fue la niña a tomar posición en la atalaya que había descubierto tras larga búsqueda y observación, lo hizo tras observar a la cocinera reunirse en el patio con un mozo; desde este lugar, tenía Adela una buena visión del granero, en el que había visto en otras ocasiones a Lola entrar con Dionisio, uno de los mozos de su preferencia, de gran corpulencia aunque algo escaso de sesera. Este lugar proporcionaba una buena panorámica sobre la parte alta del granero, sitio que utilizaba Lola en sus correrías.

No tardaron en aparecer en la escena los dos amantes; Lola se comía a besos al mozo y con precipitación y enorme ansia, comenzó a desnudarlo; le quitó la camisa descubriendo su enorme pecho velludo, lo lamía sacando desmesuradamente la lengua, mordiendo sus pechos mientras restregaba su cuerpo contra el pecho desnudo del brutal mozo.

Lola, se desprendió de su camisa dejando sus grandes tetas al descubierto, el mozo pretendía cogérselas con sus manos grandes y ásperas, pero Lola prefería restregarlos contra su pecho desnudo, contra la velluda piel del mozo; en todo momento era Lola la que mantenía la iniciativa.

La criada, bajó su cuerpo hasta que su boca coincidió con el vientre del mozo, lamía su ombligo y daba pequeños mordiscos a la piel del vientre del hombre, cogiendo con sus labios el negro vello que rodeaba su ombligo. Con premura y avidez, desabrochó el cinturón y los botones de la cintura y la bragueta de los pantalones de Dionisio; y al descubrir su pene en erección, negro y de un tamaño que le pareció brutal a la muchacha, comenzó a chuparlo con ansiedad, Dionisio miraba al cielo y suspiraba mientras abría sus piernas, Lola gritaba de placer.

La criada se puso a gatas sobre el suelo de madera, se levantó sus faldas hasta descubrir sus glúteos y en esta posición solicitaba con ansiedad que la poseyera el mozo; este cumplió su deseo mientras Lola jadeaba ansiosamente.

Tres días después, Adela y Teodora paseaban sobre el andén de la
estación; mientras esperaban la llegada del tren, dos mozos cargados con las maletas aguardaban la llegada del vagón de equipajes del expreso; los más nerviosos eran los padres de la niña, nunca se habían separado de ella, y esto, aunque esperado, se les hacía un mundo.

Solo pudieron dar un rápido beso a la niña mientras subía las escalerillas del vagón, sus manos se agitaron mientras el tren se alejaba humeante entre silbidos y chirridos de hierros por la serpenteante vía; primero se perdieron de vista las personas, luego la estación y por fin la ciudad.

- Ya nos vamos a Madrid Teo, ¿Crees que llegaré yo a tener experiencias con hombres?

- No entiendo la razón por la que me preguntas eso niña.

- Hace algunos días, pude ver a una de nuestras cocineras, Lola, realizar algunos juegos amorosos con uno de los mozos; yo no sabía que una mujer pudiera sentir tanto placer, yo siempre había creído que eso era cosa de hombres, y que las mujeres solo lo permitíamos, pero ese día pude ver a Lola sentir un enorme placer, estoy segura de que sintió más placer del que sintió el mozo. Pero no solo eso, lo que sucedió es que por la simple visión del juego, yo también sentí un gran placer; y no solo en aquel momento, sino que cada vez que durante las noches, me he acordado de lo que vi, de aquel miembro viril y poderoso, también he sentido un intensísimo placer, y he deseado ser yo la poseída, que ese miembro entrara en mis carnes.
- Pero esos sentimientos debes controlarlos; aunque la verdad es que yo los controlé durante toda mi vida y ahora me arrepiento.

- En este momento Teo, con solo recordarlo y hablar de ello ya empiezo a sentir el placer y mi sexo se humedece.

- !Me sorprendes Adela! Eres una mujer muy ardiente.

- ¿Tú me ayudarás, mi buena Teo?

- Te ayudaré en lo que pueda niña.

- Estoy deseosa de sentir el placer que pude adivinar en el rostro de  Lola, y que ahora ya comienzo a sentir, a desear; con solo hablar de ello.
El tren discurría por las llanuras de la meseta, que aún conservaban el verdor de los trigos y de las encinas, el uno tan claro y ondulante, y el otro tan oscuro y severo que podría creerse casi impasible.

Un silbido de la maquina llamó la atención de la niña hacia un rebaño de ovejas que corrieron despavoridas ante el estruendo; otro ruido más suave llamó su atención desde el otro lado del apartamento del vagón; la puerta se había abierto y tras ella apareció Antonio, el profesor de música.
Con su impecable traje azul marino, su gorguera de encaje bordado, los pantalones ajustados a sus tobillos, que dejaban al descubierto unos botines cosidos a mano y en una pequeña parte sus calcetines blancos de hilo, bordados en sus laterales con unas flores de un azul casi blanco que apenas resaltaban de su fondo blanco inmaculado.

- Buenos días a mis amadísimas señoras, cuanto placer siento al compartir vagón con tan insignes señoras en mi viaje a Madrid, que de otra forma hubiera sido tan aburrido; y ahora está lleno de promesas de felicidad y placer. Me pongo a sus pies señoras y a su servicio.

- Que alegría nos da usted don Antonio, la niña y yo nos disponíamos a soportar un viaje aburrido, pero esa perspectiva ha cambiado con su llegada.

- Me da mucha alegría de verlo don Antonio.

- Espero que nos les importe que comparta con ustedes este apartamento durante algunos minutos, el mío está al final del vagón y en él dormita mi tía Cloe; usted la conoce doña Teodora.

- Claro que sí don Antonio, la niña y yo estamos encantadas de que nos acompañe.

Por la ventana pasaban a toda velocidad los secos paisajes de las llanuras de la meseta, los rebaños de ovejas pastaban en las dehesas baldías y algo resecas, tal vez más resecas que otros años; el clima de la zona centro de España es caprichoso y cíclico, como casi todo en la naturaleza.

- La niña y yo estamos algo inquietas por no saber cuáles son las costumbres de la buena sociedad de la villa y corte, pero estoy segura de que un hombre de mundo como usted las conocerá en profundidad; y por lo tanto podrá contarnos algunas de estas costumbres.

- La verdad es que las costumbres y los juegos de sociedad, son muy diferentes en provincias y en la corte.

- Debía usted don Antonio, aprovechar este tiempo muerto del viaje, para ilustrarnos sobre estos juegos y costumbres de la corte.

- Estoy de acuerdo con Teo, enséñenos usted esas costumbres don
Antonio.

- Suelen los jóvenes de Madrid reunirse en casa particulares de alguno de los miembros del grupo, y allí juegan a los dados y a las cartas, así como a otros juegos de azar, de esta forma pasan las tardes.

- Pero eso no es muy diferente de lo que hacemos en provincias.

- Mire usted doña Adela, los juegos son los mismos, pero mi querida niña, no son los mismos los premios y las apuestas; estas son muy diferentes. 

Suelen jugar los jóvenes a las prendas, juego en el que cuando pierde alguno de los jugadores tiene que quitarse alguna prenda de vestir y va siendo eliminado aquel o aquella jugadora que queda completamente desnudo.

- Pero eso es una indecencia, ¿Qué es lo que hacen aquellos que van quedando desnudos?

- Eso mi niña se lo explicaré más adelante; pero hay otros juegos más inocentes; si le parece bien haremos uno de ellos, pero como en ese juego intervienen los zapatos, y las piernas deben estar libres, yo le aconsejaría que se despojara de sus pololos, estos impedirían el desarrollo adecuado del juego.

Muy contentas y alborozadas por la lección que recibirían, fueron a los aseos del vagón a fin de cumplir los deseos del joven. No tardaron más de cinco minutos en volver al apartamento, y un leve gesto de la niña, en el que levantó muy levemente su amplia falda, dejó en evidencia que ya no tenía puesta esa tan púdica prenda.

Aprovechó ese momento el ama para disculparse y dejar solos a los jóvenes, dijo que quería visitar a su amiga, la tía de don Antonio, que como le había indicado el joven, viajaba en el vagón contiguo al suyo; aseguró que no tardaría más de que unos minutos.

Una vez quedaron solos los dos jóvenes en el apartamento del coche cama y doña Teodora había ido a saludar a la doña Cloe, que permanecía en su apartamento, el joven continuó con sus explicaciones a Adela.



- Este juego consiste en lo siguiente; cuando todos los jóvenes están sentados alrededor de una mesa con enagüillas, abandonan la mesa los hombres y permanecen en ella las mujeres, todas sentadas en cómodos sillones, y cubiertas con las enagüillas hasta más arriba de la cintura, bien separadas las unas de las otras. Pueden entonces optar por varias estrategias; puesto que se trata de disimular sensaciones algo fuertes, pueden permanecer impasibles todas o gesticular todas. Entonces el hombre que ha sido elegido como incitador, se introduce bajo la amplia mesa, desaparece bajo las enagüillas, busca a su presa y se mete bajo sus faldas; otro hombre, que es el contrario, debe adivinar por el gesto de las muchachas, bajo las faldas de la que está el incitador, si se equivoca pagará un castigo y si acierta recibirá un premio; Ambos se han convenido con anterioridad. Todo esto se hace mientras se bebe en abundancia algún licor dulce, aromático y bien cargado de alcohol.

- Me parece bien don Antonio, probemos si soy capaz de controlar mis sensaciones, apuesto por mí.

El joven, sin dar oportunidad a la joven Adela, la sentó bien acomodada en el sillón del apartamento del tren, él se introdujo bajo las amplias faldas de la muchacha, que lo conseguían cubrir casi por completo. Empezó por acariciarle los muslos, mientras la muchacha que había adquirido un rojo bermellón, intentaba controlar sus sensaciones, tan nuevas y sorprendentes; suponía ella que similares a las que sentía Lola el día del granero.

Poco a poco, y con una sonrisa de satisfacción, la joven fue controlando sus impulsos y consiguió relajarse; Antonio que notaba su relax, pasaba a la fase siguiente, ya había visto su entrepierna, algo abultada, solo tapada por sus bragas ribeteadas de encaje blanco, que dejaban salir por sus flancos, el espeso bello negro que tapizaba su sexo.

Colocando sus manos alrededor de sus glúteos comenzó a morder el fino lienzo de seda blanca que constituía tan íntima prenda, sus mordiscos eran suaves, los acompañaban alguna caricia de sus dientes y de su nariz sobresus puntos más sensibles.

La cara de la niña comenzó a cambiar, estaba presta a lanzar un grito de placer, levantó sus piernas hasta colocar sus pantorrillas sobre los hombros del muchacho mientras se colocaba bien sus faldas para mantenerlo oculto; pero contuvo su grito con un gesto en el que se auto ordenaba guardar silencio, colocando su dedo índice sobre su boca, y procurando inducirse calma y normalidad mediante una distendida sonrisa; de todas formas, la niña cerró sus ojos un momento y cuando los abrió mostraban cierto estrabismo indicativo de un gran placer.

No sin cierto esfuerzo, y bastante colaboración por parte de Adela, Antonio consiguió bajar sus bordadas bragas hasta casi sus rodillas; la niña tuvo que levantar sus glúteos del asiento, apoyando con fuerza sus pantorrillas en los hombros de Antonio; una vez desnudo su sexo, el muchacho lo lamió en toda su extensión, haciéndose patentes en el silencio del apartamento los lamentos de la muchacha a pesar de la insistencia de Antonio de que debía guardar silencio.

Cuando el joven comprendió que Adela había sentido los suficientes orgasmos como para merecerse un descanso, salió de su escondite como si no hubiera pasado nada, con la normalidad de quien ha concluido un juego.
Los comentarios fueron tan solo sobre los gestos que había hecho la niña, llegando a la conclusión de que debía practicar más si quería triunfar en los juegos de sociedad de la Villa y Corte.

- ¿Hay algún juego más que crea usted don Antonio que yo deba
conocer?

- Hay otro pero es más sencillo, se trata de jugar al trenecillo, es un juego muy popular por tener que jugarse en pareja. Se trata de lo siguiente, los jóvenes y las jóvenes se ponen todos de rodillas sobre el suelo alfombrado del salón; todos charlan y ríen, y en un momento en el que el maestro de ceremonias da la señal, cada uno se pone tras la pareja que le coge más cerca, la que le toca por suerte; de tal forma que se intercala un hombre y una mujer, el hombre sube su torso sobre la dama que le precede y esta hace lo propio sobre el hombre que le precede, hasta formar un circulo, un corro en el que todo el mundo está de rodillas y subidos a medias los unos sobre los otros. Aquí llega el momento más difícil, hay que engarzar los vagones; pero eso se lo enseñaré ahora mismo mi amada niña.
Póngase de rodillas frente a la cama y coloque su cabeza en el colchón mientras lo abraza con fuerza, manteniendo sus hombros sobre la cama, la cama hará las veces del compañero que debía ir delante en el corro; yo me colocaré detrás.

Cuando Adela estuvo de rodillas frente a la cama, Antonio se colocó también de rodillas tras Adela.

- Ahora viene el momento más delicado, yo debo colocar el enganche, engarzar fuertemente un vagón con el siguiente.

Antonio levantó la falda de Adela hasta dejar al descubierto sus nalgas; de nuevo bajó sus bragas, ya bastante sudadas, e introdujo su miembro en erección entre las piernas de Adela, guiándolo con su mano hasta encontrar el orificio.

La niña lanzó un pequeño gemido, mientras Antonio acariciaba con sus manos su melena y la tranquilizaba; solo le faltó cantarle una nana mientras empujaba con ardor hasta encontrar el final de su vagina, en ese momento su esperma cálido y espeso inundó la vagina de la niña, tanto la llenó, que incluso rebosaba al exterior humedeciendo todo su sexo y los testículos del muchacho.

Estuvo Antonio enseñando a la niña a hacer el trenecillo, hasta que desde la ventana del vagó comenzaban a verse los andenes de la estación de Madrid. Fue este el juego que más gustó a la niña y tuvo Antonio que prometer que regresaría para jugar de nuevo en otras ocasiones.

- Adiós don Antonio, recuerde que me ha prometido volver para practicar más.

- Seguro que volveré mi niña.

Antonio, aprovechó un despiste de la niña; mientras esta recogía un pequeño maletín; en el mismo momento que llegaba doña Teodora de regreso de la visita que había realizado a su tía Cloe, en este instante le entregó otro hatillo de billetes, este bien grueso, esta lo guardó con premura; luego el muchacho se despidió con mucha cortesía y la satisfacción propia del deber cumplido, ningún señorito madrileño se le adelantaría.

Mientras, las dos mujeres caminaban por el andén seguidas de los mozos con los carrillos llenos de maletas, ambas muy llenas de felicidad; preguntó la niña a su ama.

- ¿Tú crees ama que tendré muchos amigos para jugar estos maravillosos juegos?

- Te aseguro niña que los tendrás, de eso me encargaré yo.

FIN

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