En una sosegada tarde del mes de abril, cuando las tardes se
hacen ya largas y las noches dulces de dormir; en el amplio salón de la
solariega casa, la niña, aun adolescente, pues hacía pocos días que había
cumplido los dieciocho años, estaba sentada al piano para general deleite y esparcimiento
del resto de su familia, que observaba atentamente las manos de la joven volar
sobre las teclas blancas y negras del largo y ancho instrumento, interpretando
una pieza del genial compositor de moda.
Además de la familia, asistían al evento, algunos amigos
íntimos, una corta selección de los más allegados, de aquellos que debían
recibir con alborozo la noticia de que la niña iría a Madrid para ampliar sus
estudios de piano y de canto; para ello se iría a vivir a casa de su vieja tía
Teresa y la acompañaría Teodora como dama de compañía y asistente, lo que
aliviaría a su vieja tía de las obligaciones de vigilia y atención más directas
a la niña, cosa imprescindible para una señorita de su clase y condición.
Los asistentes escuchaban en silencio y con una respetuosa
atención las incipientes escalas sobre las teclas del viejo piano; aunque en
algunas ocasiones pudiera la niña desafinar, esto no era apreciado por los
rendidos oídos de sus padres y de sus tíos, ni por los inexpertos de sus otros parientes
y amigos; si algunos hubieran podido apreciarlos, hubieran sido los oídos del
joven Antonio; pero este entendido en música y amigo de la familia, estaba más
atento a otros encantos de la niña, mucho más atento que a las escalas de
notas; observaba con muchísima atención el movimiento de los finísimos dedos
sobre las teclas, y se los imaginaba moviéndose sobre algunos íntimos lugares
de su propia piel.
Antonio era un joven profesor del conservatorio, profesión que
ejercía solo como entretenimiento, y que había seguido muy de cerca los
progresos de la niña, y también su desarrollo corporal. Si bien era Antonio un
apasionado de la música, también lo era y en mayor medida, de las jovencitas y
de las no tan jóvenes, siendo el devaneo amoroso y sexual su mayor entretenimiento
en aquella ciudad de provincias.
Podían contarse bastantes mujeres casadas y otras tantas
casaderas, entre las amantes que había mantenido; se valía para ello a partes
iguales, de su bien agraciado físico y de su abundante patrimonio, que no tenía
miedo en dilapidar; pues sabía que aun tendría que recibir algunas herencias
cuantiosas de algunas tías solteronas que no tardarían en morir.
El anuncio de que la niña marcharía a Madrid para incrementar
su acerbo cultural y artístico, despertó su instinto cazador y su afán de
aventura, que a sus recién cumplidos treinta y dos años estaban aún en todo su
apogeo; mientras la niña tocaba, estaba él maquinando un plan para llevarlo a
cabo antes de que Adela pisara suelo de la capital. Se había propuesto el mozalbete,
no permitir a ningún señorito madrileño romper el virgo de una señorita de su
ciudad.
Con toda solemnidad anunció el padre sus intenciones de que
Adela viajara la próxima semana a Madrid, para en su prestigioso conservatorio,
recibir las clases de solfeo que necesitaba; también anunció que iría acompañada
por Teodora, que ambas viajarían en tren y que tanto la niña como su dama de
compañía, se alojarían en casa de la tía Teresa, su hermana mayor, que vivía en
una amplio piso de la calle Alcalá, en el que habitaba sola, tan solo
acompañada por una criada de toda confianza; la llegada de la niña y su dama
vendría bien a todos y daría más calor al solitario habitáculo.
Un cerrado y caluroso aplauso general recibió la feliz y
sensata noticia, la niña estaría a buen recaudo, protegida por su tía y por su
dama de compañía, que además era de toda su confianza, ya que llevaba con la familia
más de veinte años.
Un descanso en la interpretación vino bien a todos, los
hombres se sirvieron una copa de un riquísimo anisete local, y las señoras unas
limonadas que ayudarían sin duda a aclarar las gargantas para poder cotillear
de todo y de todos; tenían ardientes deseos de despellejar a más de una, por
las libertades que se había tomado durante el pasado y largo invierno de ese
santo año de mil novecientos veinticinco, quebrantando las santas normas de
aquella ciudad tranquila y provinciana.
Los más jóvenes, mientras tanto, salieron al jardín, todos se
acercaron a felicitar a Adela, tanto por su interpretación como por su próximo
viaje a la capital; Antonio esperó para ser el último en acercarse, y tras
felicitarla, le ofreció su mano para conducirla en un paseo por el jardín de la
casa; esto le fue fácil conseguirlo por su condición de profesor de música y
por la de amigo de la familia.
Antonio comenzó por hacerle acertados y didácticos comentarios
sobre su interpretación, y de esta forma la condujo a un rincón algo apartado
de las curiosas miradas de los otros.
Una vez sentados ambos en el banco de hierro forjado, Antonio
se decidió a lanzar el primer y comedido ataque sobre su presa, le tomó las
finísimas manos y las puso entre las suyas, intentando trasmitirle su pasión y
su ardor.
- He seguido atentamente durante los últimos años sus
progresos en música, que han sido muchos y provechosos; pero tampoco han pasado
inadvertidos a mis ojos los progresos habidos en su persona, de cómo ha pasado
de ser una angelical niña a convertirse en una deliciosa mujer, llena de
encanto; de cómo en sus ojos ha ido germinando la semilla de la pasión.
Las mejillas de Adela se encendieron con un candoroso rubor,
signo de que las palabras de Antonio estaban consiguiendo el efecto que él
perseguía.
- Mi querida señorita, ha sido usted el candoroso objeto de
mis sueños en estas últimas noches de primavera, imaginando en ellos su
finísimo talle, su dulce boca y sus chispeantes ojos. Solo con soñarla me ha
hecho feliz.
- Me está usted ruborizando don Antonio, no están mis oídos
habituados a estas palabras.
- Tenía que decírselas, sobre todo sabiendo ahora su inmediata
marcha a Madrid, pero como conozco bien la casa de doña Teresa, su tía, le
prometo que pasaré a verla en algunas ocasiones; y podremos dar algunos paseos por
el Retiro, claro está que acompañados por la señora Teodora, su dama de
compañía.
Estimó Antonio que ese era el momento de besar las manos de Adela,
luego acarició sus hombros desnudos, y como la niña parecía haber quedado hipnotizada,
incluso se atrevió de robar un beso de su mejilla.
Tras tomar el intenso color de la fresa, Adela se levantó precipitadamente
y con paso decidido se encaminó al salón en el que estaba toda la reunión, seguida
de Antonio a un paso de distancia y en actitud muy comedida.
Continuó la reunión e incluso Adela tuvo que ponerse de nuevo
al piano tras una unánime petición de la concurrencia; Este momento lo
aprovechó Antonio para acercarse a Teodora, la dama de compañía de la niña, la apartó
algo de la concurrencia, y le hizo algunos comentarios aparte.
- Señora Teodora, me gustaría que mañana, cuando usted tuviera
un rato libre a lo largo de la mañana, se pasara por mi casa; yo estaré en ella
trabajando, y tengo un gran interés en cambiar algunas palabras con usted, cosa
que puede ser provechosa para ambos.
- Dé usted por seguro don Antonio, que sobre las once de la
mañana pasaré a verlo.
La dama de compañía, conocía con detalle la reputación y las
andanzas del joven don Antonio, por lo que podía suponer cual sería el interés
de este.
También había visto como el joven sacaba al jardín a su
protegida; por lo que ya solo le quedaba por saber, que cosa pretendía
ofrecerle el acaudalado y desvergonzado jovenzuelo.
La fiesta, para los jóvenes terminó pronto, y la niña debió
dejar atrás una noche tan llena de emociones y subir a su dormitorio acompañada
por Teodora; cuando las dos estuvieron a solas, Adela se sentó frente a su ama y
comenzó a contarle e interrogarla sobre lo sucedido aquella noche; principalmente
sobre lo que le ocurrió en el jardín.
- He de confesarte una cosa ama, esta noche me han besado en
el jardín, un hombre me ha besado.
- ¿Qué te ha besado un hombre? Cuéntame eso niña con todo
detalle.
- Ha sido don Antonio, el profesor de música; mientras me
hablaba en un apartado rincón, me ha dado un beso por sorpresa. - ¿Dónde te ha
dado el beso?
- En la mejilla; primero me besó las manos y me habló de su
interés por mí, me aseguró que le interesaba como mujer; seguidamente me besó
las manos, luego me acarició los hombros y por fin me besó en la mejilla.
- Eso es toda una declaración de intenciones mí niña por parte
de don Antonio, por cierto, guapo y joven caballero ese don Antonio.
La dama de compañía comenzaba con esas palabras a despertar
aún más el interés de la niña, pues bien sabía ella el tema de la conversación
que debería mantener con don Antonio al día siguiente.
- ¿Crees tú ama, que mañana debo confesarme de esto antes de comulgar?
- No lo creo, pues tú no hiciste nada, y tampoco abandonaste
tu voluntad y tu pensamiento hacia cosas y pensamientos pecaminosos.
- No lo sé ama, pues yo sentí cosas muy extrañas, mi cara se
encendió de rubor, y un placentero escalofrío recorrió mi cuerpo; incluso luego
deseé volver al rincón apartado, ¿Es eso pecado?
- No hija, eso son cosas propias del amor y de la juventud, tú
no has hecho nada malo. Veo que debo instruirte en muchas cosas sobre estos sentimientos,
sobretodo ahora que nos marchamos a la ciudad, y que sales de la estricta
protección de tus padres; no quiero que te pase como a mí, que perdí mi
juventud asustada por curas y por beatas, incluida mi madre.
Pero eso déjalo para mañana, ahora acuéstate y sueña con
rincones apartados en el jardín y con jóvenes y guapos caballeros, tienes edad
de eso y de muchas otras cosas.
La vieja dama, ayudó a meterse en la cama a la niña, que ya se
estaba convirtiendo en mujer, y que comenzaba a sentir cosas que nunca antes había
sentido.
La niña soñó esa noche, se dejó guiar de las palabras de su
vieja dama de compañía, y otra vez no puso traba a su pensamiento, que voló
hasta hacerla sentir un orgasmo casi completo, como cuando había recordado otras
cosas vistas en el granero.
Por la mañana, a eso de las once casi en punto, Teodora entró
en la casa del músico, este la estaba esperando y la llevó hasta un pequeño
salón en el que pudieron hablar con intimidad, fuera de la curiosidad del
servicio.
- Mire señora, iré al grano, yo tengo un gran interés por su
pupila doña Adela, que evidentemente se ha convertido en una maravillosa mujer.
Ayer mismo, tuve unas palabras con ella en el jardín, y como la niña se va pronto
a Madrid, quería contar yo con su valiosa ayuda para conseguir su amor, colaboración
que le recompensaré generosamente.
- Ya me ha contado la niña, y parece que hubieron más que
palabras, pero desde luego puede contar con mi colaboración, siempre que sus intenciones
sean buenas y castas, no por el interés.
- Mis intenciones son inmejorables, solo busco la felicidad de
la niña y la mía; para comenzar, tome este pequeño obsequio, y según vayamos avanzando
en mis relaciones con Adela, le iré dando más dinero.
La vieja tomó con premura el hatillo de billetes que le
ofrecía don Antonio y lo guardó en su refajo; una vez dentro de su bolsillo,
con una mano, pasólos dedos por el canto de lo billetes intentando descubrir
cuantos había.
- Le puedo decir como primera información, que el próximo
martes partiremos para Madrid, en el expreso del medio día, para que usted vaya
tomando sus medidas. En cuanto a la niña déjela de mi mano, que yo le iré explicando
las excelencias del amor y cuantos beneficios puede obtener de ello. También le
hablaré bien de usted y de sus excelentes intenciones, cuente con ello.
- ¿Le gustó a la niña el beso de la pasada noche en el jardín?
- La impresionó tanto, y fueron tantas sus sensaciones, que no
podía anoche conciliar el sueño, yo le recomendé que pensara en usted para dormirse.
Antonio sacó otro hatillo de billetes y se lo entregó a la
vieja, para que esta comprendiera que cualquier colaboración por su parte sería
recompensada con generosidad.
Cuando Teodora llegó al dormitorio que tenía asignado en la
casa de Adela, lo primero que hizo fue contar el dinero de los hatillos que le
había dado don Antonio, llevaba tanto como el que ganaría con su trabajo
durante seis mases, esto la llenó de alegría, comenzaba a ver las posibilidades
que tendría la belleza de Adela en su nueva vida en la capital.
Ahora comenzaba su trabajo con la niña, a esas horas estaría
ensayando con su piano y ella debía retomar su educación; tras el ensayo, las
dos mujeres fueron a tomar un té en la cocina, Teodora, cuando comprendió que estaban
a solas y que nadie las molestaría comenzó el interrogatorio de la muchacha.
- ¿Has dormido bien esta noche?
- He dormido muy bien, creo que esta vez si he pecado de
pensamiento, mi imaginación se desbordó anoche; tras tus consejos, mis sueños
se encaminaron a recordar lo sucedido en el jardín, y de allí a otros lugares y
con otros hombres, y la verdad es que tuve momentos de gran placer; pero yo
creo que eso debe ser pecado.
- Esa fue la forma en que me educaron a mí, todo lo que
proporcionaba placer era pecado, y de esa forma dejaron que transcurriera mi
vida, mi juventud, entre pecados, represión y confesiones llenas de amenazas de
infiernos; eso hizo que cuando me di cuenta “se me había pasado el arroz”.
- Las mujeres de mi familia, son todas muy religiosas, de
comunión diaria, estoy segura de que ellas no pecan contra el sexto
mandamiento, ni de pensamiento ni de obra.
- Me ocuparé de educarte también en ese aspecto, de mostrarte
la realidad de la vida; pero no lo haré de palabra, te lo mostraré, vale más
una imagen que mil palabras.
Estas palabras de Teodora trajeron a la memoria de Adela, unas
escenas que vio un día en casa de su Tía, su madrina, una de las santas
matronas de la familia. Un día, cuando los fogones de las cocinas estaban en
plena combustión, proporcionando el suficiente calor a las ollas y marmitas, cuando
las criadas estaban todas pendientes y atareadas, incluso su propia tía María
andaba cerca de las cocinas, y su tío, estaba ocupado en su diaria partida en
el casino, Había Adela acudido a visitar a su tía para poder comer con ella.
Adela llegó a la casa solariega de sus señores tíos, pero esta
vez le pareció mejor no entrar por la puerta principal, así podría dar una
sorpresa a su tía; con esa intención, entró por la puerta que daba al patio; un
amplio patio que servía de antesala a las caballerizas, rodeado de árboles, con
una pila de granito abarloada al pozo de fresca agua, en el que abrevaban los animales
de tiro y de monta que descansaban a esas horas en las cercanas cuadras.
El patio estaba solitario, los mozos estaban en el cortijo y
aún no habían regresado de sus labores; las criadas atareadas en las cocinas, y
solo el mozo de cuadras, estaba atendiendo a sus labores en el pajar que almacenaba
el pasto para los animales; para que este mozo no quebrara la sorpresa, fue
Adela a esconderse.
Entró en las dependencias de las caballerizas por un portillo
que estaba muy disimulado, luego subió una empinada escalera de madera que conducía
a una balconada de madera suspendida sobre los pastos almacenados en el pajar.
En este lugar tomó asiento y permaneció en silencio, a fin de no ser escuchada,
permanecería en él hasta que el mozo se marchara.
No habían transcurrido más de diez minutos, cuando en el pajar
entró el mozo de cuadras, un joven muchacho de unos treinta años, corpulento y
de buena planta, de rostro agradable aunque bruñido por el sol y el viento, tal
vez algo rudo. El joven comenzó a amontonar en un rincón del pajar el pasto
seco y suave que le habían traído de la finca el día anterior; aun conservaba
la hierba su típico olor a recién cortada.
Pocos minutos después, entró en la dependencia la tía María,
que cerró la puerta tras ella mediante la tranca; luego fue hasta el muchacho,
se puso de rodillas sobre la hierba, frente a él, le abrió la bragueta y le
extrajo el miembro que sujetó la señora con fuerza con ambas manos.
Miró la tía María a los ojos del muchacho y a continuación
comenzó una felación con apasionada intensidad, unos minutos después, la tía
María se desnudó de cintura para abajo, y se puso a gatas sobre la hierba
fresca y perfumada de campo, el muchacho la poseyó entre estruendosos gritos de
la madura mujer, que se lamentaba de placer mal contenido.
Con la misma rapidez con la que había llegado, la tía María se
marchó del pajar, y pudo ver Adela como su señora tía se dirigía a la cocina,
luego, el muchacho se subió los pantalones y se dirigió a las cuadras para
continuar con sus faenas.
La niña no podía articular palabra, se había quedado de
piedra, sabía ella que su tía comulgaba todos los días y que era de las más
estrictas en cuanto a la moral se refiere, evidentemente, era estricta con la
moral de las demás, no con la suya.
Adela salió del pajar por el mismo portillo por el que habían
entrado, luego fue a la cocina; allí estaba la tía María enfrascada en sus
quehaceres domésticos, probando los guisos y dando órdenes a las criadas con
toda naturalidad; aquel desparpajo impresionó a Adela incluso más que la escena
que había visto. Tomaron asiento la tía y la sobrina y se dispusieron a saborear
un dulce jerez de extraordinaria calidad que le había traído su hermana
Brígida, la que vivía en Lebrija; este tónico era el único que permitían tomar
a la muchacha, ya que era considerado un estimulador del apetito; brindaron con
el vino chocando las copas de vidrio tallado que les había llenado Andrea, el
ama de llaves, y que les había acercado en una bandeja de plata con bordes
repujados.
Mantenían las mujeres sus copas en alto brindando por segunda
vez, cuando entró en la cocina el tío Manolo, con su voz potente y ronca, que
al escucharla le recordaba a Adela el sabor del aguardiente de Alosno.
La tía María se levantó, demostrando una gran alegría, y fue a
besar a su marido, abrazándolo con fuerza y demostrándole su gran amor; sin duda,
el que toda la vida le había tenido; María lo cogió por la cintura y lo llevó hasta
la mesa en la que estaba sentada su sobrina, le ayudó a sentarse y le ofreció
su copa para compartirla.
Mientras caminaba de vuelta a casa tras la placida comida,
Adela mantenía su expresión circunspecta, ensimismada, su mente intentaba discernir,
ordenar sus pensamientos; el choque había sido brutal, su realidad estaba a
punto de deshacerse; todo aquello que había sujetado los principios
fundamentales de su intelecto parecía desvanecerse, luego la niña había
intentado borrar aquella escena, como si nunca hubiera existido.
Sentadas el ama y la niña en la tranquilidad del dormitorio de
Adela, la muchacha comenzó su interrogatorio, las dudas llenaban su mente, y
solo confiaba en la realidad aplastante de la experiencia de Teodora.
- Yo siempre había creído que era el hombre el que tenía el
interés por el sexo, el que gozaba con él; pero ahora he visto que una mujer
también puede sentir deseo y placer, engañar y mentir por el egoísmo de su
deseo carnal; ¿Hasta qué punto puede una mujer disfrutar con el sexo?
- Eso es difícil de responder niña querida, creo que cada
mujer tiene la capacidad de sentir diferentes niveles de placer, dependiendo de
su propia naturaleza y también de con quien la ejerza, en eso es igual que el
hombre.
Cada instrumento suena diferente, adquiere mayores o menores
riquezas de armónicos dependiendo del músico que lo toque.
Esta comparación musical proporcionó mucha información a la
niña, ella sabía que cada instrumento se comportaba de diferente manera dependiendo
las manos que lo toquen.
- Ahora niña, descansa un rato, puede que en la ciudad tengas
nuevas experiencias y aprendas más cosas del mundo que te rodea.
Adela se dejó caer sobre la cama y casi instantáneamente se
quedó dormida; a su mente vino otra escena que había visto no hacía más de dos meses.
Lola, una cocinera de treinta años y de muy buen ver, ardiente y siempre
deseosa de sexo; muy religiosa en sus prácticas ante los demás, pero bastante
promiscua en sus deseos más internos; mantenía ciertas andanzas con algunos de
los mozos de la casa.
Un día la vio solazarse en el granero con dos mozos que habían
llegado de un cortijo de Carmona, con los dos pudo y a los dos dejó rendidos al
mismo tiempo, sin fuerzas para hacer el trabajo que les había encomendado el amo,
esto les costó caro.
Después de esto mantuvo Adela cierta vigilancia sobre Lola,
intrigaba a la niña aquella cocinera y su forma de disfrutar de los hombres.
Un día, fue la niña a tomar posición en la atalaya que había
descubierto tras larga búsqueda y observación, lo hizo tras observar a la
cocinera reunirse en el patio con un mozo; desde este lugar, tenía Adela una
buena visión del granero, en el que había visto en otras ocasiones a Lola
entrar con Dionisio, uno de los mozos de su preferencia, de gran corpulencia aunque
algo escaso de sesera. Este lugar proporcionaba una buena panorámica sobre la
parte alta del granero, sitio que utilizaba Lola en sus correrías.
No tardaron en aparecer en la escena los dos amantes; Lola se
comía a besos al mozo y con precipitación y enorme ansia, comenzó a desnudarlo;
le quitó la camisa descubriendo su enorme pecho velludo, lo lamía sacando desmesuradamente
la lengua, mordiendo sus pechos mientras restregaba su cuerpo contra el pecho
desnudo del brutal mozo.
Lola, se desprendió de su camisa dejando sus grandes tetas al descubierto,
el mozo pretendía cogérselas con sus manos grandes y ásperas, pero Lola
prefería restregarlos contra su pecho desnudo, contra la velluda piel del mozo;
en todo momento era Lola la que mantenía la iniciativa.
La criada, bajó su cuerpo hasta que su boca coincidió con el
vientre del mozo, lamía su ombligo y daba pequeños mordiscos a la piel del
vientre del hombre, cogiendo con sus labios el negro vello que rodeaba su
ombligo. Con premura y avidez, desabrochó el cinturón y los botones de la
cintura y la bragueta de los pantalones de Dionisio; y al descubrir su pene en
erección, negro y de un tamaño que le pareció brutal a la muchacha, comenzó a chuparlo
con ansiedad, Dionisio miraba al cielo y suspiraba mientras abría sus piernas,
Lola gritaba de placer.
La criada se puso a gatas sobre el suelo de madera, se levantó
sus faldas hasta descubrir sus glúteos y en esta posición solicitaba con
ansiedad que la poseyera el mozo; este cumplió su deseo mientras Lola jadeaba ansiosamente.
Tres días después, Adela y Teodora paseaban sobre el andén de
la
estación; mientras esperaban la llegada del tren, dos mozos
cargados con las maletas aguardaban la llegada del vagón de equipajes del
expreso; los más nerviosos eran los padres de la niña, nunca se habían separado
de ella, y esto, aunque esperado, se les hacía un mundo.
Solo pudieron dar un rápido beso a la niña mientras subía las
escalerillas del vagón, sus manos se agitaron mientras el tren se alejaba
humeante entre silbidos y chirridos de hierros por la serpenteante vía; primero
se perdieron de vista las personas, luego la estación y por fin la ciudad.
- Ya nos vamos a Madrid Teo, ¿Crees que llegaré yo a tener
experiencias con hombres?
- No entiendo la razón por la que me preguntas eso niña.
- Hace algunos días, pude ver a una de nuestras cocineras,
Lola, realizar algunos juegos amorosos con uno de los mozos; yo no sabía que una
mujer pudiera sentir tanto placer, yo siempre había creído que eso era cosa de
hombres, y que las mujeres solo lo permitíamos, pero ese día pude ver a Lola
sentir un enorme placer, estoy segura de que sintió más placer del que sintió
el mozo. Pero no solo eso, lo que sucedió es que por la simple visión del
juego, yo también sentí un gran placer; y no solo en aquel momento, sino que
cada vez que durante las noches, me he acordado de lo que vi, de aquel miembro
viril y poderoso, también he sentido un intensísimo placer, y he deseado ser yo
la poseída, que ese miembro entrara en mis carnes.
- Pero esos sentimientos debes controlarlos; aunque la verdad
es que yo los controlé durante toda mi vida y ahora me arrepiento.
- En este momento Teo, con solo recordarlo y hablar de ello ya
empiezo a sentir el placer y mi sexo se humedece.
- !Me sorprendes Adela! Eres una mujer muy ardiente.
- ¿Tú me ayudarás, mi buena Teo?
- Te ayudaré en lo que pueda niña.
- Estoy deseosa de sentir el placer que pude adivinar en el
rostro de Lola, y que ahora ya comienzo
a sentir, a desear; con solo hablar de ello.
El tren discurría por las llanuras de la meseta, que aún
conservaban el verdor de los trigos y de las encinas, el uno tan claro y
ondulante, y el otro tan oscuro y severo que podría creerse casi impasible.
Un silbido de la maquina llamó la atención de la niña hacia un
rebaño de ovejas que corrieron despavoridas ante el estruendo; otro ruido más
suave llamó su atención desde el otro lado del apartamento del vagón; la puerta
se había abierto y tras ella apareció Antonio, el profesor de música.
Con su impecable traje azul marino, su gorguera de encaje bordado,
los pantalones ajustados a sus tobillos, que dejaban al descubierto unos
botines cosidos a mano y en una pequeña parte sus calcetines blancos de hilo, bordados
en sus laterales con unas flores de un azul casi blanco que apenas resaltaban
de su fondo blanco inmaculado.
- Buenos días a mis amadísimas señoras, cuanto placer siento
al compartir vagón con tan insignes señoras en mi viaje a Madrid, que de otra forma
hubiera sido tan aburrido; y ahora está lleno de promesas de felicidad y
placer. Me pongo a sus pies señoras y a su servicio.
- Que alegría nos da usted don Antonio, la niña y yo nos
disponíamos a soportar un viaje aburrido, pero esa perspectiva ha cambiado con
su llegada.
- Me da mucha alegría de verlo don Antonio.
- Espero que nos les importe que comparta con ustedes este apartamento
durante algunos minutos, el mío está al final del vagón y en él dormita mi tía
Cloe; usted la conoce doña Teodora.
- Claro que sí don Antonio, la niña y yo estamos encantadas de
que nos acompañe.
Por la ventana pasaban a toda velocidad los secos paisajes de
las llanuras de la meseta, los rebaños de ovejas pastaban en las dehesas
baldías y algo resecas, tal vez más resecas que otros años; el clima de la zona
centro de España es caprichoso y cíclico, como casi todo en la naturaleza.
- La niña y yo estamos algo inquietas por no saber cuáles son
las costumbres de la buena sociedad de la villa y corte, pero estoy segura de que
un hombre de mundo como usted las conocerá en profundidad; y por lo tanto podrá
contarnos algunas de estas costumbres.
- La verdad es que las costumbres y los juegos de sociedad,
son muy diferentes en provincias y en la corte.
- Debía usted don Antonio, aprovechar este tiempo muerto del
viaje, para ilustrarnos sobre estos juegos y costumbres de la corte.
- Estoy de acuerdo con Teo, enséñenos usted esas costumbres
don
Antonio.
- Suelen los jóvenes de Madrid reunirse en casa particulares
de alguno de los miembros del grupo, y allí juegan a los dados y a las cartas,
así como a otros juegos de azar, de esta forma pasan las tardes.
- Pero eso no es muy diferente de lo que hacemos en
provincias.
- Mire usted doña Adela, los juegos son los mismos, pero mi
querida niña, no son los mismos los premios y las apuestas; estas son muy diferentes.
Suelen jugar los jóvenes a las prendas, juego en el que cuando pierde alguno de
los jugadores tiene que quitarse alguna prenda de vestir y va siendo eliminado
aquel o aquella jugadora que queda completamente desnudo.
- Pero eso es una indecencia, ¿Qué es lo que hacen aquellos
que van quedando desnudos?
- Eso mi niña se lo explicaré más adelante; pero hay otros
juegos más inocentes; si le parece bien haremos uno de ellos, pero como en ese
juego intervienen los zapatos, y las piernas deben estar libres, yo le
aconsejaría que se despojara de sus pololos, estos impedirían el desarrollo
adecuado del juego.
Muy contentas y alborozadas por la lección que recibirían,
fueron a los aseos del vagón a fin de cumplir los deseos del joven. No tardaron
más de cinco minutos en volver al apartamento, y un leve gesto de la niña, en
el que levantó muy levemente su amplia falda, dejó en evidencia que ya no tenía
puesta esa tan púdica prenda.
Aprovechó ese momento el ama para disculparse y dejar solos a
los jóvenes, dijo que quería visitar a su amiga, la tía de don Antonio, que
como le había indicado el joven, viajaba en el vagón contiguo al suyo; aseguró
que no tardaría más de que unos minutos.
Una vez quedaron solos los dos jóvenes en el apartamento del
coche cama y doña Teodora había ido a saludar a la doña Cloe, que permanecía en
su apartamento, el joven continuó con sus explicaciones a Adela.
- Este juego consiste en lo siguiente; cuando todos los
jóvenes están sentados alrededor de una mesa con enagüillas, abandonan la mesa
los hombres y permanecen en ella las mujeres, todas sentadas en cómodos sillones,
y cubiertas con las enagüillas hasta más arriba de la cintura, bien separadas
las unas de las otras. Pueden entonces optar por varias estrategias; puesto que
se trata de disimular sensaciones algo fuertes, pueden permanecer impasibles
todas o gesticular todas. Entonces el hombre que ha sido elegido como
incitador, se introduce bajo la amplia mesa, desaparece bajo las enagüillas,
busca a su presa y se mete bajo sus faldas; otro hombre, que es el contrario,
debe adivinar por el gesto de las muchachas, bajo las faldas de la que está el
incitador, si se equivoca pagará un castigo y si acierta recibirá un premio;
Ambos se han convenido con anterioridad. Todo esto se hace mientras se bebe en
abundancia algún licor dulce, aromático y bien cargado de alcohol.
- Me parece bien don Antonio, probemos si soy capaz de
controlar mis sensaciones, apuesto por mí.
El joven, sin dar oportunidad a la joven Adela, la sentó bien
acomodada en el sillón del apartamento del tren, él se introdujo bajo las
amplias faldas de la muchacha, que lo conseguían cubrir casi por completo.
Empezó por acariciarle los muslos, mientras la muchacha que había adquirido un
rojo bermellón, intentaba controlar sus sensaciones, tan nuevas y sorprendentes;
suponía ella que similares a las que sentía Lola el día del granero.
Poco a poco, y con una sonrisa de satisfacción, la joven fue
controlando sus impulsos y consiguió relajarse; Antonio que notaba su relax,
pasaba a la fase siguiente, ya había visto su entrepierna, algo abultada, solo
tapada por sus bragas ribeteadas de encaje blanco, que dejaban salir por sus
flancos, el espeso bello negro que tapizaba su sexo.
Colocando sus manos alrededor de sus glúteos comenzó a morder
el fino lienzo de seda blanca que constituía tan íntima prenda, sus mordiscos
eran suaves, los acompañaban alguna caricia de sus dientes y de su nariz sobresus
puntos más sensibles.
La cara de la niña comenzó a cambiar, estaba presta a lanzar
un grito de placer, levantó sus piernas hasta colocar sus pantorrillas sobre
los hombros del muchacho mientras se colocaba bien sus faldas para mantenerlo
oculto; pero contuvo su grito con un gesto en el que se auto ordenaba guardar silencio,
colocando su dedo índice sobre su boca, y procurando inducirse calma y
normalidad mediante una distendida sonrisa; de todas formas, la niña cerró sus
ojos un momento y cuando los abrió mostraban cierto estrabismo indicativo de un
gran placer.
No sin cierto esfuerzo, y bastante colaboración por parte de
Adela, Antonio consiguió bajar sus bordadas bragas hasta casi sus rodillas; la
niña tuvo que levantar sus glúteos del asiento, apoyando con fuerza sus pantorrillas
en los hombros de Antonio; una vez desnudo su sexo, el muchacho lo lamió en
toda su extensión, haciéndose patentes en el silencio del apartamento los
lamentos de la muchacha a pesar de la insistencia de Antonio de que debía
guardar silencio.
Cuando el joven comprendió que Adela había sentido los
suficientes orgasmos como para merecerse un descanso, salió de su escondite
como si no hubiera pasado nada, con la normalidad de quien ha concluido un
juego.
Los comentarios fueron tan solo sobre los gestos que había
hecho la niña, llegando a la conclusión de que debía practicar más si quería
triunfar en los juegos de sociedad de la Villa y Corte.
- ¿Hay algún juego más que crea usted don Antonio que yo deba
conocer?
- Hay otro pero es más sencillo, se trata de jugar al
trenecillo, es un juego muy popular por tener que jugarse en pareja. Se trata
de lo siguiente, los jóvenes y las jóvenes se ponen todos de rodillas sobre el
suelo alfombrado del salón; todos charlan y ríen, y en un momento en el que el maestro
de ceremonias da la señal, cada uno se pone tras la pareja que le coge más
cerca, la que le toca por suerte; de tal forma que se intercala un hombre y una
mujer, el hombre sube su torso sobre la dama que le precede y esta hace lo
propio sobre el hombre que le precede, hasta formar un circulo, un corro en el
que todo el mundo está de rodillas y subidos a medias los unos sobre los otros.
Aquí llega el momento más difícil, hay que engarzar los vagones; pero eso se lo
enseñaré ahora mismo mi amada niña.
Póngase de rodillas frente a la cama y coloque su cabeza en el
colchón mientras lo abraza con fuerza, manteniendo sus hombros sobre la cama,
la cama hará las veces del compañero que debía ir delante en el corro; yo me colocaré
detrás.
Cuando Adela estuvo de rodillas frente a la cama, Antonio se
colocó también de rodillas tras Adela.
- Ahora viene el momento más delicado, yo debo colocar el
enganche, engarzar fuertemente un vagón con el siguiente.
Antonio levantó la falda de Adela hasta dejar al descubierto
sus nalgas; de nuevo bajó sus bragas, ya bastante sudadas, e introdujo su
miembro en erección entre las piernas de Adela, guiándolo con su mano hasta
encontrar el orificio.
La niña lanzó un pequeño gemido, mientras Antonio acariciaba con
sus manos su melena y la tranquilizaba; solo le faltó cantarle una nana mientras
empujaba con ardor hasta encontrar el final de su vagina, en ese momento su
esperma cálido y espeso inundó la vagina de la niña, tanto la llenó, que
incluso rebosaba al exterior humedeciendo todo su sexo y los testículos del
muchacho.
Estuvo Antonio enseñando a la niña a hacer el trenecillo,
hasta que desde la ventana del vagó comenzaban a verse los andenes de la
estación de Madrid. Fue este el juego que más gustó a la niña y tuvo Antonio
que prometer que regresaría para jugar de nuevo en otras ocasiones.
- Adiós don Antonio, recuerde que me ha prometido volver para practicar
más.
- Seguro que volveré mi niña.
Antonio, aprovechó un despiste de la niña; mientras esta
recogía un pequeño maletín; en el mismo momento que llegaba doña Teodora de regreso
de la visita que había realizado a su tía Cloe, en este instante le entregó
otro hatillo de billetes, este bien grueso, esta lo guardó con premura; luego
el muchacho se despidió con mucha cortesía y la satisfacción propia del deber
cumplido, ningún señorito madrileño se le adelantaría.
Mientras, las dos mujeres caminaban por el andén seguidas de
los mozos con los carrillos llenos de maletas, ambas muy llenas de felicidad;
preguntó la niña a su ama.
- ¿Tú crees ama que tendré muchos amigos para jugar estos maravillosos
juegos?
- Te aseguro niña que los tendrás, de eso me encargaré yo.
FIN
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