domingo, 16 de julio de 2017

Confesión sexual de un anónimo ruso - Anónimo


El anónimo ruso se deleita en rebuscar en su memoria «los más ínfimos recuerdos» y, si con el tiempo estas confesiones siguen despertando gran interés, es, entre otras razones, por un parte, porque resulta apasionante seguir, gracias al relato insólitamente minucioso, veraz y lúcido que hace este hombre de su tendencia voyeurista y de sus aventuras sexuales con jovencitas, el lento desarrollo de esta invencible atracción peculiar; y por otra parte, porque nos descubren a una insospechada Rusia de principios del siglo XX, en la que reina la más absoluta libertad de costumbres sexuales, una tolerancia incomparablemente más espontánea y extendida que en el resto de Europa.


Nota preliminar
Confesión sexual de un ruso del sur, nacido hacia 1870, de buena familia, instruido, capaz, como muchos de sus compatriotas, de análisis psicológico, y que redactó en francés esta confesión en 1912. Hay que tener en cuenta estas fechas para comprender algunas alusiones políticas y sociales.

***

Sabiendo, por sus obras, que estima provechoso para la ciencia, el conocimiento de los rasgos biográficos relativos al desarrollo del instinto en los diferentes individuos, tanto normales como anormales, he pensado en hacerle llegar la historia pormenorizada de mi propia vida sexual. Mi historia tal vez no sea muy interesante desde el punto de vista científico (carezco de los conocimientos necesarios para opinar), pero tendrá el mérito de una exactitud y veracidad absolutas; además, será muy completa. Trataré de recordar los menores detalles sobre este tema. Creo que, por pudor, la mayor parte de la gente instruida oculta a todo el mundo esta parte de su biografía; yo no seguiré su ejemplo y creo que mi experiencia, desgraciadamente muy precoz en este terreno, confirma y completa muchas observaciones que he encontrado diseminadas en sus libros. Puede hacer de mis notas el uso que desee, naturalmente, y como es su costumbre, sin mencionar mi nombre.

Soy de raza rusa (fruto del cruce entre grandes rusos y pequeños rusos). No conozco ningún caso de morbosidad característica entre mis antepasados y parientes. Mis abuelos, de la rama paterna y materna, eran personas de buena salud, muy equilibrados físicamente, y tuvieron una larga vida. Mis tíos y tías también gozaron de una fuerte constitución y vivieron muchos años. Mi padre y mi madre eran hijos de propietarios rurales bastante ricos: fueron criados en el campo. Los dos tuvieron una vida intelectual absorbente. Mi padre era director de un banco y presidente de un consejo provincial electivo (zemstvo) donde conducía una lucha ardiente en favor de las ideas avanzadas. Como mi madre, tenía opiniones muy radicales y escribía artículos de economía política o de sociología en los periódicos y revistas. Mi madre hacía libros de divulgación científica para el pueblo y para los niños. Absorbidos por sus luchas sociales (que entonces existían en Rusia bajo una forma distinta de la que tienen hoy), por los libros y las discusiones, creo que mis padres descuidaron un poco la educación y la vigilancia de sus hijos.

De los ocho hijos que tuvieron, cinco murieron en edad temprana; dos, a la edad de siete y ocho años; yo soy el único de todos sus hijos que llegó a la edad adulta. Mis padres gozaron siempre de buena salud, su muerte se debió a causas fortuitas. Mi madre era muy impetuosa, casi violenta de carácter; mi padre era nervioso, pero sabía contenerse.

Sus temperamentos, probablemente, no eran eróticos, ya que, como pude saber al alcanzar la edad adulta, su matrimonio había sido una unión modélica; en su vida no hubo la menor sombra de romance amoroso (salvo el que les llevó a casarse), hubo fidelidad absoluta por ambas partes, fidelidad que sorprendía mucho a la sociedad que les rodeaba, donde esta virtud es difícil de encontrar (la moral de los «intelectuales» rusos era muy libre en el terreno sexual, incluso relajada). Nunca les oí hablar de temas escabrosos. El mismo espíritu se respiraba en las familias de mis demás parientes: tíos y tías. Austeridad en las costumbres y en las conversaciones, intereses intelectuales y políticos. En contradicción con las ideas avanzadas que tenían todos mis parientes, había en algunos una cierta vanidad nobiliaria inocente y sin altanería podríamos decir: ya que eran «nobles» en el sentido que tiene esa palabra en Rusia (es una «nobleza» mucho menos aristocrática que la de Europa occidental).

Pasé mi infancia en varias ciudades de la Rusia meridional (sobre todo en Kiev); en verano íbamos al campo o a orillas del mar. Recuerdo que, hasta los seis o siete años, pese a dormir en la misma habitación que mis dos hermanas (una tenía dos años menos que yo, la otra tres) y bañarme con ellas, no reparé en que sus órganos sexuales tenían una configuración distinta de los míos. ¡Lo que demuestra que sólo vemos lo que nos interesa! (En el niño, muy próximo al animal, el utilitarismo de la percepción quizás esté especialmente marcado; el niño ciertamente es curioso, pero ¿lo es en virtud de una curiosidad desinteresada? Lo dudo).

Tengo un recuerdo sobre este tema. Cuando tenía unos seis años (puedo precisar la edad gracias a otros recuerdos afines), un día se me ocurrió vestir con mi propio traje de marinero a mi hermana pequeña de cuatro años. Estábamos en una habitación donde había un orinal en el que me puse a orinar abriendo la bragueta de mi pantalón. Luego, tendí el orinal a mi hermana diciéndole que hiciese lo mismo que yo. Ella se abrió la bragueta, pero, naturalmente, no sacó el miembro cuya inexistencia en ella yo desconocía, y se orinó en los pantalones. La torpeza de mi hermana me indignó, no comprendí por qué no había actuado de la misma manera que yo y este incidente no me enseñó nada respecto a nuestras diferencias anatómicas.

Otro recuerdo «urinario», pero más viejo (debía de tener unos cinco años): en aquella época vivía con nosotros una niña que debía de tener aproximadamente mi edad. Era, como supe después, la hija de una prostituta de baja extracción que, al morir, dejó a una criatura de dos meses: aquella niña. Mi madre recogió a la criatura (la muerte tuvo lugar en una gran casa de la que nosotros alquilábamos un piso), le buscó un ama y decidió criarla con sus propios hijos. Pero, y esto es interesante para los que creen en la herencia de los sentimientos morales, esta criatura, a pesar de recibir absolutamente la misma educación que nosotros y de ignorar por completo ser una hija adoptiva, manifestó desde los primeros años de su vida fuertes inclinaciones inmorales.

Nosotros no sabíamos que no era nuestra hermana, ella tampoco sabía nada y para ella nuestra madre era tan «mamá» como para nosotros; como éramos niños muy cariñosos, muy tiernos, de los que se acarician sin cesar, la queríamos como nos queríamos entre nosotros, besándola y haciéndole mimos, mientras que aquel pequeño diablillo sólo pensaba en hacernos daño. Cuando se hizo mayor, nos dimos cuenta de su carácter. Terminamos por ver, por ejemplo, que siempre que se le presentaba la ocasión cometía una acción contraria a nuestra ética infantil, pero con una infalibilidad matemática. Por ejemplo, jamás contaba lo que había pasado en la nursery en ausencia de las personas mayores sin calumniar a sus compañeros de juego. Sentía una pasión irresistible por incitar a los demás niños a hacer alguna trastada para ir inmediatamente a denunciar al autor ante nuestros padres. Tenía una gran habilidad para sembrar la discordia entre las personas mayores (sirvientes, etc.) con invenciones calumniosas. Mientras nosotros adorábamos a los animales, ella los atormentaba —hasta la muerte si podía— y luego nos acusaba de ello sin avergonzarse. Le gustaba hacer regalos, pero —y esta regla jamás sufrió la menor excepción— era para recuperarlos inmediatamente después y disfrutar del llanto de la víctima. Como físicamente era más fuerte que nosotros y más inteligente en el mal, nosotros éramos su «sufrelotodo». Nos pegaba y nosotros no nos atrevíamos a quejarnos, nos calumniaba y no sabíamos disculparnos. Nos robaba sin cesar nuestros juguetes o los rompía; como era muy golosa nos quitaba —cuando los niños no estaban vigilados de cerca— nuestra parte de golosinas.

Pero a pesar de todo, cosa curiosa, nosotros no sentíamos ninguna animosidad hacia ella y seguíamos queriéndola porque era nuestra hermana. Esto se explica sin duda por la debilidad mental de los niños que incluso llegan a amar a las personas que los maltratan (a los padres brutales por ejemplo), por la incapacidad de razonar sobre los actos.


Nosotros sólo sabíamos que hay que quererse entre hermanos y obedecíamos esta regla ética. Cuando tenía seis años, esta niña quiso robar el dinero que nuestra criada guardaba en su cama. Nosotros, es decir mis hermanas y yo, también sabíamos que la criada escondía el dinero bajo el colchón, pero, aparte de que la sola idea de robo nos horrorizaba, no sentíamos el menor interés por la idea de poseer dinero, mientras que nuestra compañera, educada absolutamente en las mismas condiciones que nosotros, sin carecer naturalmente de nada y disponiendo de los mismos juguetes, ¡tenía ya instinto de codicia! Hacia la misma época, parece ser que nos sometió a manipulaciones sexuales, pero no recuerdo nada de este episodio: por lo demás, mis recuerdos sobre los seis primeros años de mi existencia son muy fragmentarios e incompletos. Alarmada por el desarrollo precoz de las inclinaciones viciosas de la hija adoptiva, y temiendo el contacto con sus jóvenes compañeros, mi madre finalmente la alejó de la familia: la niña fue confiada a una de mis tías, una solterona muy caritativa de ideas filantrópicas: esta excelente persona se aficionó extraordinariamente a nuestra seudohermana, la educó lo mejor que pudo, pero todo fue inútil: en el colegio Olga jamás quiso trabajar; a los dieciocho años, tras abandonar a su benefactora, practicaba ya el oficio de su madre. A los veintidós, fue enviada a Siberia por robo con tentativa de asesinato. He hecho esta digresión un poco larga, sorprendido por la opinión de Wundt que, en su Ethik, pretende que la doctrina de Spencer, según la cual las inclinaciones morales pueden transmitirse hereditariamente, es pura invención. Creo que la historia de Olga parece indicar que las disposiciones morales hereditarias (ya que aquí la educación no ha desempeñado ningún papel) se manifiestan tempranamente en algunos niños. Pero vuelvo a mi historia.

No hay comentarios:

Publicar un comentario