El
anónimo ruso se deleita en rebuscar en su memoria «los más ínfimos recuerdos»
y, si con el tiempo estas confesiones siguen despertando gran interés, es,
entre otras razones, por un parte, porque resulta apasionante seguir, gracias
al relato insólitamente minucioso, veraz y lúcido que hace este hombre de su
tendencia voyeurista y de sus aventuras sexuales con jovencitas, el lento
desarrollo de esta invencible atracción peculiar; y por otra parte, porque nos
descubren a una insospechada Rusia de principios del siglo XX, en la que reina
la más absoluta libertad de costumbres sexuales, una tolerancia
incomparablemente más espontánea y extendida que en el resto de Europa.
Nota preliminar
Confesión
sexual de un ruso del sur, nacido hacia 1870, de buena familia, instruido,
capaz, como muchos de sus compatriotas, de análisis psicológico, y que redactó
en francés esta confesión en 1912. Hay que tener en cuenta estas fechas para
comprender algunas alusiones políticas y sociales.
***
Sabiendo,
por sus obras, que estima provechoso para la ciencia, el conocimiento de los
rasgos biográficos relativos al desarrollo del instinto en los diferentes
individuos, tanto normales como anormales, he pensado en hacerle llegar la
historia pormenorizada de mi propia vida sexual. Mi historia tal vez no sea muy
interesante desde el punto de vista científico (carezco de los conocimientos
necesarios para opinar), pero tendrá el mérito de una exactitud y veracidad
absolutas; además, será muy completa. Trataré de recordar los menores detalles
sobre este tema. Creo que, por pudor, la mayor parte de la gente instruida
oculta a todo el mundo esta parte de su biografía; yo no seguiré su ejemplo y
creo que mi experiencia, desgraciadamente muy precoz en este terreno, confirma
y completa muchas observaciones que he encontrado diseminadas en sus libros.
Puede hacer de mis notas el uso que desee, naturalmente, y como es su
costumbre, sin mencionar mi nombre.
Soy de
raza rusa (fruto del cruce entre grandes rusos y pequeños rusos). No conozco
ningún caso de morbosidad característica entre mis antepasados y parientes. Mis
abuelos, de la rama paterna y materna, eran personas de buena salud, muy
equilibrados físicamente, y tuvieron una larga vida. Mis tíos y tías también
gozaron de una fuerte constitución y vivieron muchos años. Mi padre y mi madre
eran hijos de propietarios rurales bastante ricos: fueron criados en el campo.
Los dos tuvieron una vida intelectual absorbente. Mi padre era director de un
banco y presidente de un consejo provincial electivo (zemstvo) donde conducía
una lucha ardiente en favor de las ideas avanzadas. Como mi madre, tenía
opiniones muy radicales y escribía artículos de economía política o de
sociología en los periódicos y revistas. Mi madre hacía libros de divulgación
científica para el pueblo y para los niños. Absorbidos por sus luchas sociales
(que entonces existían en Rusia bajo una forma distinta de la que tienen hoy),
por los libros y las discusiones, creo que mis padres descuidaron un poco la
educación y la vigilancia de sus hijos.
De los
ocho hijos que tuvieron, cinco murieron en edad temprana; dos, a la edad de
siete y ocho años; yo soy el único de todos sus hijos que llegó a la edad
adulta. Mis padres gozaron siempre de buena salud, su muerte se debió a causas
fortuitas. Mi madre era muy impetuosa, casi violenta de carácter; mi padre era
nervioso, pero sabía contenerse.
Sus
temperamentos, probablemente, no eran eróticos, ya que, como pude saber al
alcanzar la edad adulta, su matrimonio había sido una unión modélica; en su
vida no hubo la menor sombra de romance amoroso (salvo el que les llevó a
casarse), hubo fidelidad absoluta por ambas partes, fidelidad que sorprendía
mucho a la sociedad que les rodeaba, donde esta virtud es difícil de encontrar
(la moral de los «intelectuales» rusos era muy libre en el terreno sexual,
incluso relajada). Nunca les oí hablar de temas escabrosos. El mismo espíritu
se respiraba en las familias de mis demás parientes: tíos y tías. Austeridad en
las costumbres y en las conversaciones, intereses intelectuales y políticos. En
contradicción con las ideas avanzadas que tenían todos mis parientes, había en
algunos una cierta vanidad nobiliaria inocente y sin altanería podríamos decir:
ya que eran «nobles» en el sentido que tiene esa palabra en Rusia (es una
«nobleza» mucho menos aristocrática que la de Europa occidental).
Pasé mi
infancia en varias ciudades de la Rusia meridional (sobre todo en Kiev); en
verano íbamos al campo o a orillas del mar. Recuerdo que, hasta los seis o
siete años, pese a dormir en la misma habitación que mis dos hermanas (una
tenía dos años menos que yo, la otra tres) y bañarme con ellas, no reparé en
que sus órganos sexuales tenían una configuración distinta de los míos. ¡Lo que
demuestra que sólo vemos lo que nos interesa! (En el niño, muy próximo al
animal, el utilitarismo de la percepción quizás esté especialmente marcado; el
niño ciertamente es curioso, pero ¿lo es en virtud de una curiosidad
desinteresada? Lo dudo).
Tengo un
recuerdo sobre este tema. Cuando tenía unos seis años (puedo precisar la edad
gracias a otros recuerdos afines), un día se me ocurrió vestir con mi propio
traje de marinero a mi hermana pequeña de cuatro años. Estábamos en una
habitación donde había un orinal en el que me puse a orinar abriendo la
bragueta de mi pantalón. Luego, tendí el orinal a mi hermana diciéndole que
hiciese lo mismo que yo. Ella se abrió la bragueta, pero, naturalmente, no sacó
el miembro cuya inexistencia en ella yo desconocía, y se orinó en los
pantalones. La torpeza de mi hermana me indignó, no comprendí por qué no había
actuado de la misma manera que yo y este incidente no me enseñó nada respecto a
nuestras diferencias anatómicas.
Otro
recuerdo «urinario», pero más viejo (debía de tener unos cinco años): en
aquella época vivía con nosotros una niña que debía de tener aproximadamente mi
edad. Era, como supe después, la hija de una prostituta de baja extracción que,
al morir, dejó a una criatura de dos meses: aquella niña. Mi madre recogió a la
criatura (la muerte tuvo lugar en una gran casa de la que nosotros alquilábamos
un piso), le buscó un ama y decidió criarla con sus propios hijos. Pero, y esto
es interesante para los que creen en la herencia de los sentimientos morales,
esta criatura, a pesar de recibir absolutamente la misma educación que nosotros
y de ignorar por completo ser una hija adoptiva, manifestó desde los primeros
años de su vida fuertes inclinaciones inmorales.
Nosotros
no sabíamos que no era nuestra hermana, ella tampoco sabía nada y para ella
nuestra madre era tan «mamá» como para nosotros; como éramos niños muy
cariñosos, muy tiernos, de los que se acarician sin cesar, la queríamos como
nos queríamos entre nosotros, besándola y haciéndole mimos, mientras que aquel
pequeño diablillo sólo pensaba en hacernos daño. Cuando se hizo mayor, nos
dimos cuenta de su carácter. Terminamos por ver, por ejemplo, que siempre que
se le presentaba la ocasión cometía una acción contraria a nuestra ética
infantil, pero con una infalibilidad matemática. Por ejemplo, jamás contaba lo
que había pasado en la nursery en ausencia de las personas mayores sin
calumniar a sus compañeros de juego. Sentía una pasión irresistible por incitar
a los demás niños a hacer alguna trastada para ir inmediatamente a denunciar al
autor ante nuestros padres. Tenía una gran habilidad para sembrar la discordia
entre las personas mayores (sirvientes, etc.) con invenciones calumniosas.
Mientras nosotros adorábamos a los animales, ella los atormentaba —hasta la
muerte si podía— y luego nos acusaba de ello sin avergonzarse. Le gustaba hacer
regalos, pero —y esta regla jamás sufrió la menor excepción— era para
recuperarlos inmediatamente después y disfrutar del llanto de la víctima. Como
físicamente era más fuerte que nosotros y más inteligente en el mal, nosotros
éramos su «sufrelotodo». Nos pegaba y nosotros no nos atrevíamos a quejarnos,
nos calumniaba y no sabíamos disculparnos. Nos robaba sin cesar nuestros
juguetes o los rompía; como era muy golosa nos quitaba —cuando los niños no
estaban vigilados de cerca— nuestra parte de golosinas.
Pero a
pesar de todo, cosa curiosa, nosotros no sentíamos ninguna animosidad hacia
ella y seguíamos queriéndola porque era nuestra hermana. Esto se explica sin
duda por la debilidad mental de los niños que incluso llegan a amar a las
personas que los maltratan (a los padres brutales por ejemplo), por la
incapacidad de razonar sobre los actos.
Nosotros
sólo sabíamos que hay que quererse entre hermanos y obedecíamos esta regla
ética. Cuando tenía seis años, esta niña quiso robar el dinero que nuestra
criada guardaba en su cama. Nosotros, es decir mis hermanas y yo, también
sabíamos que la criada escondía el dinero bajo el colchón, pero, aparte de que
la sola idea de robo nos horrorizaba, no sentíamos el menor interés por la idea
de poseer dinero, mientras que nuestra compañera, educada absolutamente en las
mismas condiciones que nosotros, sin carecer naturalmente de nada y disponiendo
de los mismos juguetes, ¡tenía ya instinto de codicia! Hacia la misma época,
parece ser que nos sometió a manipulaciones sexuales, pero no recuerdo nada de
este episodio: por lo demás, mis recuerdos sobre los seis primeros años de mi
existencia son muy fragmentarios e incompletos. Alarmada por el desarrollo
precoz de las inclinaciones viciosas de la hija adoptiva, y temiendo el
contacto con sus jóvenes compañeros, mi madre finalmente la alejó de la
familia: la niña fue confiada a una de mis tías, una solterona muy caritativa
de ideas filantrópicas: esta excelente persona se aficionó extraordinariamente
a nuestra seudohermana, la educó lo mejor que pudo, pero todo fue inútil: en el
colegio Olga jamás quiso trabajar; a los dieciocho años, tras abandonar a su
benefactora, practicaba ya el oficio de su madre. A los veintidós, fue enviada
a Siberia por robo con tentativa de asesinato. He hecho esta digresión un poco
larga, sorprendido por la opinión de Wundt que, en su Ethik, pretende que la
doctrina de Spencer, según la cual las inclinaciones morales pueden
transmitirse hereditariamente, es pura invención. Creo que la historia de Olga
parece indicar que las disposiciones morales hereditarias (ya que aquí la
educación no ha desempeñado ningún papel) se manifiestan tempranamente en
algunos niños. Pero vuelvo a mi historia.
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