Quiero,
deseo, persigo una zona sensible del lenguaje a través de la escritura y, del
mismo modo, ese espacio se apropia paulatinamente de mi voz y de mi mirada. Hay
entonces, en nuestra experiencia cotidiana de la comunicación, un grado de
atracción recíproco de la subjetividad, el cual se desplaza en el discurso, por
medio de las dos instancias de la observación (yo-tú). Soy por lo tanto un
fragmento del objeto que miro (la escritura) en la medida en que ese objeto me
mira, pues ese objeto me mira, tiene autonomía y me complementa.
Hay una cópula
verbal en la que constituyo mi identidad con el otro; sin embargo, alterno a
este estado romántico de comunión, emerge una fase lúgubre en el emplazamiento
de la mirada: la exhibición obscena del cuerpo, donde obsceno, más que significar
lo pecaminoso o prohibido, se resemantiza como la puesta en escena de un estado
en conflicto que sufre el cuerpo que se muestra completamente desnudo,
desprotegido, en un momento donde todas las formas tienden a desfigurarse, sólo
para adquirir una constitución humana, cuando una mirada ajena se introduce en
la interioridad de ese cuerpo. La pornografía es un término devaluado, que ha
perdido la consistencia de su significado por la aparente simplicidad del acto
donde se manifiesta (un desnudo trivial, sin gusto, que deja de sugerir su
capacidad de atracción con respecto al observador). La oposición que se le
adjudica con el erotismo puede darnos una idea más del "vacío" en su
significación . Es erótica la insinuación de un gesto, de una mirada que se
interrumpe, de un cuerpo que enseña sólo lo necesario para producir en el
observador un estado de excitación; por otro lado, es pornográfico lo que se
muestra en su totalidad y que no propicia el placer de observar detenidamente,
sino que llega sin ningún decoro a la desnudez total para enfocar un fragmento
que funciona como el centro de atención de la excitación.
Sin embargo, en esta
aparente simplificación del erotismo, la pornografía se revela como un estado
aún más peligroso del sujeto que se muestra y de su(s) observador(es). Lo que
me excita del objeto desnudo en que reparo (el otro), es su falta de pudor, su
continuo mostrar que se opone inmediatamente al estado de inhibición o
contemplación que adquiero cuando lo observo. Es tanta la luz de un cuerpo
desnudo que lastima, que duele en la percepción; por estas razones, el otro me
domina y yo cedo porque me encuentro embriagado de y en su luminosidad,
apartado pero no ajeno al proceso que se entabla cuando nos comunicamos. ¿Qué
me excita del otro en la pornografía?
Lo
que muestra sin inhibiciones (su cuerpo) me importa, me atrae, me punza y no sé
exactamente por qué. Tal vez, en ese espectáculo trato de arrebatar lo que para
él es accesorio; es decir, lo que no le hace falta para integrarse y que expone
sin ningún reparo para que los otros lo contemplen y tal vez se lo apropien. El
otro despliega sin censura la totalidad de su cuerpo, ¿me interesa? Si observo,
si me detengo en la pornografía o en cualquier otro movimiento, es por una
carencia, algo que necesito y sé, casi seguramente, que lo voy a encontrar en
el espacio donde se ostenta el otro. Miro porque tengo ojos, pero también
porque un instinto guía mi mirada, y ese instinto me dicta que me detenga en
donde encuentre lo que necesito, lo que tuve y se perdió o lo que nunca he
tenido. Veo un cuerpo desnudo y sé que me llama, que me invita a observarlo
porque para él es necesario que lo mire, del mismo modo en que para mí es
fundamental mirarlo. Intento buscar cuando quizá ya me han encontrado. El erotismo
postula un juego de posiciones (¿desde dónde mirar?), y la pornografía se
ubica, estratégicamente, en el lugar al que corresponde la mirada extrema,
ajena a cualquier manifestación vacilante entre los sujetos y los objetos
implicados en la percepción del deseo. Si pienso, por ejemplo, en una pintura
de Francis Bacon, mi mirada asume una condición extrema mientras recorre el
rostro desfigurado de un hombre, porque éste se exhibe en una fase de
desintegración del organismo natural para adquirir en la representación
pictórica un estado facial descompuesto, ¿existe aquí lascivia al mostrar al
otro de una manera grotesca? En mi calidad de observador, mi interés no es
responder a tal reflexión; en cambio, sí dejar en claro que no deja de ser
erótico ninguno de los dos movimientos, frágil o violento, en que trato de
apropiarme de aquello por lo que me siento atraído, ya que en ambos ciclos hay
un intenso deseo de ser a través del otro. La pornografía pertenece a la
segunda tendencia, donde la violencia juega un papel determinante en la
percepción y en la constitución del yo. Es una violencia que juega a ser
inocente o es una inocencia violenta; en ambas situaciones el extremo radica en
lo que se muestra, donde subyace un grado implícito de entrega. En el ritual
sagrado dedicado a los dioses, o en aquellos de corte erótico que caracterizan
los tópicos narrativos de Sade, hay una corporalidad dispuesta a ser ultrajada
porque sabe -o así se lo han hecho creer- que en el momento de consumación nace
una intensa afirmación de su propia identidad a través de la colectividad que
la sacrifica, y que el paso de la vida a la muerte está determinado por la
forma en cómo se entregue. Así cede un cuerpo en la pornografía, sin disimulos,
sin dudas, inaugurando un espacio que sólo puede ser recorrido a través del uso
apropiado de los sentidos. Hay que aprender a reparar en un cuerpo que se
manifiesta en la pornografía: tocarlo, olerlo, atender sus manifestaciones
fónicas y degustarlo con el mismo deleite con que ese cuerpo se exterioriza a
los ojos de los demás. Existe, por supuesto, un gusto estético en la
pornografía, porque como acto que surge del erotismo, está íntimamente fundado
en la dimensión sensible y afectiva del ser humano, y así se proyecta en el
espacio una necesidad de atraer o de conquistar que se asienta en una belleza
(la mayor de las veces áspera) del cuerpo que se presenta.
Esto depende de cómo
focalizo al cuerpo desnudo, qué fragmento de su cuerpo me interesa destacar.
Algunos gestos estéticos de la pornografía, que apuntan hacia la construcción y
afirmación del sí mismo en el discurso (un celebrado "yo"), los he
hallado en la escritura de una belleza magnética -si se me permite tal
expresión-, donde el elogio al cuerpo se inscribe en una reflexión sobre la identidad
y la escritura misma. Crónica de la intervención (1992) de Juan García Ponce,
uno de los proyectos más ambiciosos del escritor mexicano, pertenece a esos
textos insólitos de la literatura mexicana contemporánea -pienso, por ejemplo
en Farabeuf o Segundo sueño de Salvador Elizondo-, donde se conjuga con
destreza en el lenguaje, una dimensión filosófica con una dimensión afectiva,
las cuales se incorporan directamente en el sentido (la intencionalidad) que
subyace en la novela y que se desprende en la recepción del lector.
En
Crónica de la intervención se da cita un numeroso grupo de personajes que gira
en torno al discurso de la presencia y ausencia de dos mujeres semejantes:
Mariana y María Inés, quienes son evocadas por medio de distintas voces masculinas
(Esteban, Anselmo, José Ignacio, Fray Alberto Gurría), que a lo largo de la
narración dan su testimonio sobre la unidad indivisible entre ellas.
Entre
todos los aspectos que se ponen en escena dentro de la narración extensa de más
de mil páginas, me interesa destacar únicamente el de la construcción de la
imagen deseable del yo, a partir del propio gusto del cuerpo de exhibirse; en
otras palabras, reflexionar acerca de la pornografía del sí mismo y del otro
como asunto de apropiación de la identidad. ¿Cómo se exhibe un cuerpo en la
escritura? La imagen en la narración (una metáfora, un símbolo, un signo)
presupone un trabajo sensible y reflexivo de la palabra, por lo cual,
recíprocamente, la imagen debe dar consistencia a las palabras; es decir, multiplicar
el sentido o significados que se desprenden de ella. Una imagen erótica en la
novela, por lo tanto, no parte solamente de una construcción sensible en el
discurso, sino de un trabajo racional que otorga a la imagen una variedad de
significados. En el caso específico del cuerpo en Crónica de la intervención,
éste se encuentra construido verbalmente por medio de una descripción cuidada
que converge finalmente en la emergencia de una imagen erótica (llevada en
muchas ocasiones a la exhibición pornográfica), la cual se desdobla a través de
la narración, en una serie considerable de significados diversos, entre ellos,
específicamente, el de la duplicidad idéntica entre Mariana y María Inés.
"Mariana representa la pureza de la forma. No es una persona, no es una
idea, es una imagen y como imagen puede multiplicarse a sí misma hasta el
infinito". La pureza de la forma es, entonces, lo que garantiza la
identidad fragmentada, la cual trata de integrarse por medio de la fusión con
otra forma; unión que equivaldría en el discurso a la identificación de la
sustancia erótica; es decir, a la materia o el sentido que reposa en la
representación icónica (el cuerpo desnudo de Mariana y Maria Inés).
Por ello es
que los personajes de Crónica de la intervención permanecen, durante el
transcurso de la narración, en un constante discurrir hacia la búsqueda de
alguien o algo más que los reconstituya; en otras palabras, aquí el objeto
deseable (un cuerpo) adquiere el estatuto de sujeto a medida que surge la
posibilidad de integrar su sustancia en una misma forma: el organismo erótico:
Me sorprende la inclinación que sin advertirlo todos tenemos de ver realizados
nuestros deseos en otros. Es como si, entonces, los otros nos afirmaran. Y a su
vez, el que realiza el deseo, de un modo igualmente inconsciente, procede por
imitación. O sea, juega a ser el otro [...] La imagen pornográfica visual (una
fotografía, un fotograma, un póster, un retrato, una estampa) no se construye
bajo el mismo régimen de representación verbal. Roland Barthes (1982) define
este tipo de imágenes como "unarias" (término tomado de la gramática
generativa); es decir, una imagen que no lastima y no abre un espacio de
reflexión para la afectividad del espectador; sólo muestra, pero es pasiva,
enfática y, generalmente, no produce un punctum (lo que me punza) por el cual
me sienta hipnotizado. Estas condiciones no ocurren en la fotografía erótica,
ya que continuamente trabaja con una doble intención: mostrar sólo un segmento,
jugar con los dobleces significativos e incitar el estado de ánimo en el
espectador: atraerlo, excitarlo, convocarlo. Casualmente -quiero pensarlo de
esta manera-, en el caso de las imágenes verbales que crean los narradores de
García Ponce, hay un movimiento erótico que transita de su intención de base
(estimular a través de sus desplazamientos mostrando un mínimo), hasta
instalarse en un estado unario (en el sentido de una transformación pasiva) que
permite al otro focalizar claramente esa región donde posteriormente concurre
el encuentro entre los sujetos que se estremecen en el erotismo. En el caso
específico de Mariana, una de las protagonistas de la narración, su imagen
transita de una exhibición mínima que obliga a detenerse en lo que no muestra,
hacia un estado de reposo donde se despliega su total desnudez: "Es
posible que no sea más que una vulgar exhibicionista. Me gusta que me vean, me
gusta saberme vista y por ese gusto entro en el otro".
En este nivel
valdría la pena preguntarse, antes de seguir reflexionando sobre la relación
entre los sujetos implicados en la pornografía, cuánto realmente está dispuesta
la imagen, no sólo a ser contemplada, sino a dejar que penetre una mirada ajena
en ese juego de la otredad, hasta proceder a una fusión erótica que Bataille
(1997) denomina "de los corazones".
Al
respecto, Barthes (1987) apunta que en el campo amoroso, "las más vivas
heridas provienen más de lo que se ve, que de lo que se sabe". Es decir,
en su aspiración de ornamento, la imagen es sórdida en la medida en que muestra
con descaro e inteligencia esa fase de divinidad absoluta en la que el amante
se reconoce como excluido o exiliado (abstraído por la belleza que contempla),
creando así una fractura en la percepción del deseo, -pienso aquí, no sólo en
los numerosos ejemplos que nos provee la literatura, empezando por el Werther
de Goethe que sirvió como guía para los fragmentos del discurso amoroso de
Barthes; también imagino esa exclusión del otro en un espacio consumido (una
habitación gris en Estados Unidos a mediados de 1960) donde una fotografía está
arrinconada entre algunos escombros; se trata de una imagen de Marilyn Monroe,
el símbolo sexual de la belleza americana, donde efectivamente, se procesó una
fractura emocional en el encuentro entre un yo y un tú. La supremacía del horizonte
sensible sobre el inteligible que menciona Barthes (¡lastima más ver que
saber!), parece manifestarse únicamente en un erotismo donde la violencia es
sustituida por una práctica más cálida entre los cuerpos (para Bataille el
llamado erotismo de los cuerpos). La pornografía está confinada a otro campo de
acción, ya que es frecuente que prevalezca un impulso irritante entre los
sujetos implicados; aquí se hace presente un estado de excitación donde los
cuerpos, predispuestos al dolor y al placer, se exhiben y se aceptan en un
mismo nivel, el de la entrega sin reservas, justo como lo testifican los
personajes de García Ponce: "El placer de darse en espectáculo, como si
quisiera anularse a sí misma, ofenderse a sí misma y celebrarse así". El
lapso de esta travesía celebratoria por la búsqueda del otro en el discurso de
Crónica de la intervención, se registra en el segundo movimiento erótico; es
decir, en la violencia.
Se pueden percibir dos inclinaciones claras dentro de
este movimiento: la exhibición y la anulación, las cuales dan paso, finalmente,
a la unión en una misma forma que concentra dos sustancias procedentes de dos
entidades distintas. La exhibición, generadora de algunos impulsos sexuales
como el voyeurismo, se fundamenta en un gozo subjetivo del cuerpo por ser
visto; obviamente se exhibe lo que está en "condición" de ser
presentado ante una mirada ajena al propio cuerpo; sin embargo, no se puede
dejar de lado que lejos de esta estética ornamental de la exhibición -donde se
considera al cuerpo como un simple objeto-, se genera una estética de lo
grotesco cuando el cuerpo, a pesar de no poseer los cánones del gusto de la
época, se manifiesta en un espacio marginal como un signo de necesidad afectiva
o de recuperación de los valores sensibles propios del erotismo. En este mismo
sitio puede surgir, contrariamente, un cuerpo establecido como
"deseable", que en su única calidad de decoración -en un nivel del
parecer-ser- abra una herida profunda en su belleza que sólo cicatrice si en
ella se decide contemplar al ser. En esta arriesgada operación sensible del
sentido de la vista, radica la intencionalidad de exponer un cuerpo desnudo en
la escritura de García Ponce: "... si todavía creo en algo, es en la
contemplación.
Hay
que llegar hasta el último sentido de lo que se contempla". De este primer
momento de la pornografía, llamémoslo nivel superficial, se desprende un
segundo que corresponde a la anulación, que entiendo como el instante en que
una sustancia del universo pasional, se une a otra por medio de una operación
sensorial en el mismo cuerpo, donde lo único que se desdibuja es la corporeidad
de una de ellas. En palabras del narrador de García Ponce: "todos queremos
ser otra persona... pero sin que una anule a la otra".
Queremos algo del
otro, su pasión, su cuerpo, su mirada, sus gestos..., porque sabemos que eso
nos hace falta; quizá quiero su yo, pero no para que me sustituya, sino para
que me complemente. Ser uno mismo a través del otro y ser otro desde uno mismo.
¿Acaso así se despliega la vida? (interrogación esencial en la poética de
García Ponce). Ésta es una de las maneras posibles en que se registra la
pornografía del otro en la escritura literaria. Signo de integración que toma
voz a partir del instante en que se deja contemplar y, recíprocamente, en el
que un observador lo mira; por lo tanto, si ya hemos postulado una pornografía
del otro, también podríamos proponer una pornografía del sí mismo. ¿Qué busco
cuando miro un cuerpo desnudo? Hay algo que me excita en el acontecimiento, el
punctum. Se trata, probablemente, que me gusta saberme visto que veo, y que me
exhibo ante otro -diferente del que estoy observando - en la misma medida en
que ambos están construyendo mi deseo de apropiación de identidad. Esto es un
tema para una nueva reflexión, pero si es así, nuestra pornografía consiste en
poner en los demás nuestros propios deseos, lo importante es que la imagen lo
permita.
N
O T A S
Barthes,
R., Fragmentos de un discurso amoroso, trad. de Eduardo Molina, 6ta. edición,
México, Siglo XXI, 1987. Barthes, R.,
La
cámara lúcida, nota sobre la fotografía, trad. de Joaquim Sala-Sanahuja,
España, Gustavo Gili, 1982. Bataille, G.,
El
erotismo, trad. de Antoni Vicens, Marie Paul Sarazin, México, Tusquets, 1997.
García Ponce, J., Crónica de la intervención, 2 Vol.es, México, Conaculta
(Tercera serie, Lecturas Mexicanas, 58), 1992. Iván Ruiz,
Seminario
de Estudios de la Significación, BUAP ses@siu.buap.mx medio del razonamiento.
elementos
Ciencia
y Cultura
No.
51, Vol. 10, Septiembre-Noviembre 2003
páginas
53 – 57
No hay comentarios:
Publicar un comentario