Escribir es mirar, o la excusa para mirar. Todos aquellos que
vivimos del cuento deberíamos mirar hasta que nos dolieran los ojos. Yo
justifico mi entrometida curiosidad diciéndome a mí misma que lo hago por
ustedes. Por contárselo a ustedes, por ejemplo, me entrego sin reservas a la
observación de los cuerpos femeninos en los vestuarios del gimnasio. En España
los cuerpos de las mujeres ofrecen una monótona diversidad, nos parecemos
mucho. Aquí, en Nueva York, el abanico de la desnudez es una fiesta. Aquí he
aprendido a mirar sin que se note. Estudio, por ejemplo, los cuerpos de las
negras. No hablo del estereotipo de la negra obesa, no, mis negras, las que ven
mis ojos cada semana, son fastuosas. Una de ellas, la más joven, se aplica
crema en el pecho mirándose al espejo: su carne es tan prieta que parece que
está untando cera en una figurita de ébano. No hay pudor, casi nadie lo tiene.
Mi joven negra lleva un tanga que le deja al aire un culo que se curva hacia
arriba de tal manera que uno podría dejar encima una taza de café. Hay otra
negra en el espejo contiguo, tiene una toalla enrollada en el pelo como si fuera
un turbante, no sé si es consciente de que es una diosa, pero se comporta como
tal. Se pinta los labios de rojo y sonríe al espejo para limpiarse el carmín
que le ha manchado en los dientes.
Tiene cuarenta y tantos, es michelleobamesca: posee una fortaleza que le permitiría
hacer cualquier trabajo manual sin perder su majestad. En el marrón acanelado
de su piel está escrito algo fundamental de su genética, un antepasado suyo fue
blanco. Se trata del gran tabú americano: los blancos y los negros están mucho más
mezclados de lo que pueda parecer a primera vista. Esa mezcla encierra un
pasado de violaciones y abusos, algo que avergüenza a los blancos y tortura a
los negros; también de apasionadas historias de amor.
Mujeres en el baño.
No es extraño que tantos pintores eligieran ese momento para
retratar a sus esposas: Bonnard, Rubens, Hopper, Sorolla, todos ellos se valieron de la
complicidad amorosa para penetrar en el momento más íntimo del día. No es
comparable la sensualidad de ese momento robado a una mujer normal que el
artificio de una modelo que posa para la cámara de un fotógrafo. ¡Cuánto disfrutaría
un fotógrafo o un pintor si pudiera moverse invisible entre todas estas mujeres
despojadas de los adjetivos que proporciona la ropa! Cuánto disfrutaría
cualquier amante de las mujeres si pudiera estudiar el cuerpo humano en todas
las edades de la vida. A mi lado, una anciana enjuta se ha sentado para ponerse
las medias. Su abdomen se arruga en pliegues muy pequeños, como si fuera un
acordeón y la ausencia de carne la hace parecer muy frágil, algo temblorosa,
una vulnerabilidad que se esfuma en cuanto se mete dentro de un traje de
chaqueta y sale por la puerta con aires de señora elegante. Las abuelas gordas,
en cambio, se mueven hacia la ducha con andares de generalotas, están en ese momento de la vida en que
el cuerpo de la mujer se agallina y se convierte en un abdomen total
sostenido por dos patillas delgadas. Estas señoras hablan entre ellas con las
tetas al aire, algo que cohíbe a las jovencillas que se preguntan cómo alguien
muestra su cuerpo en decadencia sin avergonzarse. En su cabeza no cabe que lo
que ven es lo que ellas mismas serán.
Las chinas son un capítulo aparte; si no
fuera por el pecho parecerían niñas, todas proyectan un aire escolar. Tienen
una inclinación obsesiva hacia los sujetadores de encaje lo cual les confiere
una imagen de inocencia pervertida. Los hombres americanos sueñan con una
asiática dócil que les mime, no saben que muchas de esas chinas llevan ya una
americana expeditiva en el cerebro. Hay mujeres que dan pena. A mi lado solía
vestirse una mujer enferma. Un saco de huesos con una pequeña barriga hinchada,
como las de los niños hambrientos de las campañas del hambre. Una vez me dijo:
"Su perfume... Me trae recuerdos...". Creí que se iba a echar a
llorar o que iba a derrumbarse. Me he mudado de casilla por miedo a que me denuncie
por un perfume demasiado evocador. Ahora me arreglo al lado de una americana
tetona; las americanas tetonas abundan y encajan en un país obsesionado con las
tetas. La piel de mi tetona es tan blanca que parece que sólo se alimentó de
leche; los pezones, tan rosas, que se confunden con el resto del pecho. Es como
una gran cerda, me gustaría amasarla.
Mujeres desnudas.
Se embadurnan de crema, se suben el pecho con el sujetador, se
pintan, se arreglan el pelo, se calzan tacones y se lanzan a la calle. La ropa
las hace ejecutivas, modernas, cursis, estudiantas, profesorales, amas de casa o
señoronas, pero antes, unos minutos antes, han sido tan sólo mujeres desnudas.
Y yo entre ellas, aunque este trabajo me permita ser la intrusa que observa.
Fuera, en la calle, serán bondadosas o mezquinas, pero la delicada
concentración con que se entregan a su arreglo personal me produce una
inexplicable emoción, me hace acordarme de esa frase de Mark Twain en su discurso The Ladies: "Las fases de la naturaleza femenina
son infinitas en su variedad. Toma cualquier tipo de mujer y encontrarás en
ella algo que respetar, algo que admirar, algo que amar".
ELVIRA LINDO 15/11/2009
Todas las fotografías son de Met Art, 1999, Modelo Anixi
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