domingo, 11 de febrero de 2018

Vida religiosa - relato erótico


Al salir del seminario de formación, ya tenía en claro que mi ordenación había sido un brutal error. El desencanto surgió durante los primeros dos años de estudio. Un estricto cerrojo de vigilancia se había instalado alrededor de los aspirantes para impedir que saliéramos de noche en busca de mujeres, y nos obligaba a silenciosos ejercicios manuales todas las noches entre las sábanas. Al finalizar mis estudios me habían asignado a un retiro en el Convento de las Hermanas del Huerto.


La sola idea de estar cerca de mujeres me había levantado el ánimo considerablemente. Cuando salí a las calles para dirigirme hacia allí, mis ojos se asombraron de la refulgente belleza de todas esas niñas que pululaban por doquier, y que de ninguna manera abrazarían la religión, pero sí terminarían abrazadas a sus novios, amigos y amantes, y a todo lo que se les ocurriera y cruzara por delante. El viaje en ómnibus acentuó aún más mis deseos, acrecentados por el roce de algún culo o de unas buenas tetas sobre mi espalda. Estaba duro, parecía escaldado, no me atrevía a mirar a los costados pensando que todos percibirían mi rubor. Es más que difícil ocultar todo el calor de un hombre bajo los hábitos, y ello me obligaba a poner mi mejor cara de nada, la cual era una perfecta máscara petrificada.



El convento en cuestión se ubicaba en el flanco noroeste de la ciudad, ocupaba una manzana completa y constaba sólo de planta baja. Los gruesos muros grises, y sus ventanas casi siempre cerradas por celosías, ocultaban un mundo cuya existencia yo ni imaginaba. En su interior, dieciséis jóvenes monjas ordenadas en los últimos tres años, eran regenteadas por una vieja monja a quien llamaban Sor Inés, que estaría rondando los sesenta y pico. Detecté un brillo indefinido en su mirada cuando me presenté, intuyendo un aire malicioso y casi diabólico. El resto de las hermanas pareció adquirir un color repentino y un aire estival al anoticiarse de mi ingreso. Pude sentir que aquellas estarían tan entusiasmadas como debía estarlo yo al ver a un espécimen del sexo contrario. Sor Inés detalló mi lista de tareas allí adentro, empezando por las misas dominicales, confesar a las internas, ronda de rezos, podar el jardín, cavar la tierra, destapar la chimenea, argumentando que aquellas tareas últimas no eran trabajo para una mujer de su edad. Yo asentí con un claro, claro. Fantaseaba pensando en que el jardín, a la hora de la siesta podrían organizarse algunas orgías. En esos momentos advertía que mi mente y mi cuerpo se descomprimían de tanta presión acumulada, y me dejé llevar por Sor Inés a la que sería mi habitación, la última al fondo, en el mismo pasillo que ocupaba el resto de la población.



Hacia el mediodía visité la cocina, donde todo el grupo se calló de golpe cuando irrumpí allí, Las miradas circularon rápidas y huidizas ante la ausencia de la vieja monja. En ese instante tuve una formidable erección, de la que no poseía memoria. Y me excité aún más cuando le arrebaté el cuchillo de las manos a una joven llamada Teresa, y me puse a cortar papas, y así descargarme un poco la tensión. El roce con sus manos fue el máximum. Llevaba años sin tocar a una mujer, y ella también pareció perturbarse ante el contacto.

Durante el almuerzo, detecté a mis tres monjas favoritas: Belén, Amaya y Teresa. La primera de ellas pasó a formar parte de mi más ardiente fantasía. Después de comer, Sor Inés organizó una ronda de rezos y nos mandó a cumplir la siesta. Ya en mi cuarto me desnudé y fui a ducharme. Mientras lo hacía, mantuve una conversación profunda con mi pene, al que le prometí cumplir una buena faena pronto. En ese instante, distinguí la ventana de enfrente, desde donde Belén, ya sin sus hábitos dejaba al descubierto una rubia melena enrulada sobre su rostro trigueño y juvenil. Para mi sorpresa, ella dirigió su mirada hasta la ventanita del baño, y al detectarme levantó su mano saludando y despidió una sonrisa enorme. Yo le contesté con mi mano izquierda mientras con la derecha me apretaba el miembro. Luego de que desapareciera, me fui a la cama a masturbarme.



-¡Qué eclosión!- la cosa estaba prometiendo. Hacia el atardecer oficié mis obligaciones. Encerrado en el confesionario, mis oídos se vieron invadidos por los secretos de la mitad de las niñas, pues la otra mitad se confesaba con Sor Inés. Ninguna se atrevió a decir lo que secretamente hacía en la soledad de los cuartos, y yo me alegré, porque hubiera inundado el confesionario. No fue el caso de Belén. Ésta se animó a contar sus jueguitos con los dedos, sus noches de largos deseos, de ardorosas sacudidas del cuerpo sobre las sábanas.

Ante semejante confesión me puse de pie, y extraje mi miembro, y le sugerí que acercara su cara a la ventanita del confesionario. A través de sus innumerables agujeros, se lo acerqué. Pude ver sus ojos verdes abriéndose, sus labios despegarse y su rosada lengua acariciarlos.



En esos momentos advertí que ya nadie andaba por allí. Sor Inés había terminado de confesar y se había marchado. Decididamente le abrí la puerta a la pequeña belleza rubia llamada Belén. Se metió para arrodillarse en el suelo, comenzó a besármela, primero tímidamente, después succionando con gran pasión. Y por último se atragantó con todo mi semen que bullía, mientras yo me mordía la mano para no gritar. Al finalizar le dije: -Estás perdonada por tus pecados.- Y ella me contestó:- Gracias Padre.- Y se marchó horonda.

Alrededor de la medianoche, desde mi habitación calculé la distancia a la que se encontraría su dormitorio, y el número exacto de puertas que lo separaban de la mía. Avancé por el pasillo tanteando la pared, y al llegar a la décima puerta tomé el picaporte y lo giré suavemente. Cedió con lentitud e ingresé en la profunda oscuridad. 


Me desnudé para meterme en aquella cama ajena y cálida. La encontré a ella completamente desnuda. Al sentir mi proximidad puso su espalda contra mi pecho, mojé mi miembro con saliva y se lo apoyé fuertemente en su cola, a los pocos segundos estaba en su interior. Su gemido suave acompañó mis movimientos y para sorpresa mía encendió la luz de cabecera y me encontré que se trataba de Teresa, que a esa altura se mecía con fuerza gozando mi penetración. En apenas unos minutos la había inundado y ella alcanzaba el orgasmo con ayuda de sus dedos. Me dio las gracias y se puso a dormir.

Me vestí y bajé a la cocina porque estaba sediento. Cuando entré cerré la puerta y encendí la luz. Al darme vuelta sorprendí a Belén y Amaya acostadas sin ropa sobre la enorme mesa, haciendo un perfecto sesenta y nueve.

-¡Así que has hecho una visita amistosa esta noche! -dijo Belén. Y a esa altura de los acontecimientos supuse que habrían planeado el cambio de habitaciones.

-Pues bien. -agregó Amaya- atiéndenos a ambas, o se enterará Sor Inés.



-Ni qué pensarlo -respondí. Años de abstinencia se estaban diluyendo en un solo día. Me subí a la mesa y Belén en cuatro patas recibió todo el ímpetu de mi vientre con su cálida humedad. Verla moverse y gemir era toda una poesía. Amaya se puso detrás y debajo mío para besarme los testículos con pasión, mandando frases calientes tales como "muévetela toda, cómetela entera, que nadie se la hizo nunca, luego me la darás a mí".

Ni qué decir del blanco cuerpo de Belén, de sus amplias y redondas caderas bien marcadas en la cintura, golpeando en mi ingle, mientras la tenía jalada de los hombros con mis manos, el sonido del chapoteo que producía su fogoza concha, y todo  el ruido de succión que producía Amaya sobre mis genitales, en cuyo interior se agitaban millones de alas de mariposas. Cuando estuve a punto de echar mi líquido, le pedí que se volteara y puso su boca espléndida y su honda garganta al servicio de mi pene. Desagoté un río ardiente en su interior.



Amaya se había puesto de pie y me apretaba fuerte los testículos, mientras mi pene se tornaba una roca incandescente. Me acosté y la recibí encima. Pegó un corto grito cuando entré en su vagina, era virgen, mejor dicho había dejado de serlo ahí mismo, y ahora gemía entrecortadamente y sudaba encima mío. Belén, mientras tanto, le hundía su lengua en el culo y Amaya se agitaba más, hasta que, tomándola de las caderas la sacudí fuertemente hasta llevarla a un orgasmo brutal, cuyo grito se amortiguó con el repasador que Belén le metió en la boca en ese instante.

Nos vestimos y regresamos a nuestros cuartos en silencio, y prometiéndonos seguirla al día siguiente en el jardín. Y así fue, pues pasado el mediodía decidí realizar las pesadas tareas en el jardín mientras el resto dormía la consabida siesta. Su sumaron Belén y Amaya. Aguardamos un rato hasta que el resto se durmiera. En el calor de la tarde ayudé a Belén a subirse a un tronco, desde donde alzó sus hábitos y exhibió su rubia y preciosa vagina. Primero besé su esfínter anal y subí hasta la dulce y estrecha abertura de su concha, y continué jugando con incesantes lengüetazos.


A mis pies, Amaya se había arrodillado besándomela con dulzura y glotonería. Introduciéndosela hacia los costados, mordiéndomela, sacándola de un golpe de su boca y produciendo un efecto de ventosa sobre el agarrotado miembro. Después se dio vuelta y levantándose los hábitos me ofreció su estrecha vagina, sacudiéndose y golpeándose contra mí, hundiendo y sacando mi esbelto instrumento, mientras Belén me inundaba la boca con jugos cálidos. Tras un rato de firmes golpeteos Amaya la sacó para metérsela en la cola sin más trámite.

Su rostro se volvió blanco, rojo, y luego amarillo, por como estaba sintiendo mi duro pene agrandándole el poco elástico esfínter. Belén se echó abajo para frotarle el clítoris con la lengua, pero Amaya no acababa. Gozaba apasionadamente por su culo y no se entregaba, hasta que un río bramó tempestuoso en su interior, era mi miembro desagotándose irrefrenable. Allí, ella alcanzó un orgasmo frenético, sacudiendo su caderas y sus piernas. Recompusimos nuestros aspectos tras nuestros espasmos y nos abocamos a cortar unas ramas. El cansancio nos venció y marchamos a dormir la siesta también.


Algún tiempo después habría de fallecer Sor Inés. Por unos cuanto días no tuvimos quien nos controlara, y aquello fue un verdadero aquelarre. Todas las noches, todos los días corriéndolas desnudo por los pasillos para poseerlas, y el resto entregadas a las más completas orgías lésbicas.

Hasta que llegó el reemplazo. Maud, una monja francesa de enormes ojos azules, de piel muy blanca y cutis terso. Y llena de incontables perversiones que luego me haría conocer …


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